(Perdón por publicar este artículo que, según el canon que
rige en internet, es más largo y algo más complejo de lo habitual)
La ciencia consiste en el descubrimiento de leyes generales,
en la extracción de constantes en el comportamiento de los hechos o cosas que
cada una de las ciencias particulares trata de comprender. Es posible la
ciencia a partir de que en el objeto al que esté dedicada se haya descubierto
una manera de ser. A la ciencia se opone el comportamiento azaroso e
imprevisible, cuando solo es posible certificar el cambio en las cosas, o lo
que es lo mismo, cuando solo existen hechos, modos de comportamiento
individuales en las cosas, que en un momento dejan de ser lo que eran y pasan a
ser otra cosa. Si solo esto existiera, si no hubiera más que cambios y de nada
pudiéramos deducir que existe un modo de ser, el mundo sería un caos. Que eso,
un caos, es lo que para empezar nos es el mundo cuando por primera vez nos
encontramos con él. Deja de serlo cuando vamos hallando constantes, cuando
podemos generalizar, descubrir elementos comunes entre hechos diferentes.
El racionalismo exageró su tendencia a la generalización, a
descubrir leyes, hasta el punto de olvidarse de los hechos, de modo que acabó
creyendo que lo que objetivamente acaecía consistía en realidad en una
construcción mental. La ley, las constantes en su comportamiento no pertenecen,
dice el racionalista, a las cosas, sino al pensamiento que las ha descubierto y
con las cuales inviste y da consistencia a esas cosas. El positivista, por el
contrario, cree que solo existen los hechos, los sucesos individuales, y que lo
único que es legítimo afirmar es que tales cosas o tales otras “hasta el
momento” parecen comportarse de esta o de la otra manera, pero nunca extraer de
esos comportamientos leyes definitivas.
El peligro al que aboca el racionalismo es el de, a base
absolutizar las generalizaciones, caer en los tópicos y dejar desatendidos y
desentendidos los casos individuales; solo considera los comportamientos de las
cosas que se atienen a un patrón preestablecido. El peligro contrapuesto, y que
hoy es el que más amenaza nuestra cultura, viene de la mano del positivismo, y es
el que aboca al alejamiento de todo lo convencional, a vaciarse de principios y
atender solo a los casos individuales, puesto que considera que todo cambia y
de nada se puede decir que esté sujeto a leyes infalibles. Implícitamente
admite que el mundo es un caos, para empezar y para acabar.
De todas las ciencias es la física la que, en su ámbito, ha
conseguido formular las leyes, las generalizaciones más certeras. En el extremo
opuesto tendríamos, entre otras, a la historia, que todavía está lejos de
contar con leyes que aúnen los hechos históricos y que sean generalmente
admitidas por los historiadores. Cita Ortega a Leopold von Ranke (1795-1886)
como referente de una historia que considera que tener ideas, es decir,
apreciar la existencia de constantes históricas, es algo que hay que dejar para
los filósofos solamente. Mientras tanto, para el historiador, según él, solo existen hechos, y la misión de la historia ha de consistir en
“tan
solo decir cómo efectivamente han pasado las cosas”(1).
Pretendía Ranke, en consecuencia, que la tarea del historiador no debía de ser
otra que la de remitirse a las fuentes, esto es, a la documentación histórica.
Cumpliría el documento el mismo papel que en la física realiza el experimento.
Galileo Galilei |
Pero siendo Galileo el fundador de la física tal y como hoy
la entendemos, es preciso decir que “la innovación sustancial de Galileo no fue
el “experimento”, si por ello se entiende la observación del hecho. Fue, por el
contrario, la adjunción al puro empirismo que observa el hecho de una
disciplina ultraempírica: el “análisis de la Naturaleza”. El análisis no
observa lo que se ve, no busca el dato, sino precisamente lo contrario:
construye una figura conceptual (mente concipio) con la cual compara el fenómeno sensible. Pareja articulación del
análisis puro con la observación impura es la física”(2).
Aún más, ese es el modo en que ha de actuar toda ciencia, que no consiste
primariamente en la observación de hechos particulares, sino en la formulación
de una hipótesis, un modo general de comportarse esos hechos, que de ser una
construcción a priori, meramente especulativa, pasa a ser contrastada y
eventualmente confirmada a posteriori con la realidad práctica a través del
experimento. “Por tanto, no se trata de que el contenido de las ideas físicas sea
extraído de los fenómenos: las ideas físicas son autógenas y autónomas. Pero no
constituyen verdad física sino cuando el sistema de ellas es comparado con un
cierto sistema de observaciones”(3).
Galileo construía primero fórmulas matemáticas y posteriormente buscaba
confirmarlas observando los hechos físicos. Por eso decía que “la
naturaleza está escrita en lenguaje matemático”: primero las
matemáticas y después la observación experimental de los hechos.
Por las mismas razones podemos decir que la historia es algo
muy distinto de la documentación y la labor filológica, de la acumulación
pretendidamente aséptica de datos y citas. “La historiología va movida por el
convencimiento de que la Historia, como toda ciencia empírica, tiene que ser,
ante todo, una construcción y no un ‘agregado’”(4).
Aún más decía Goethe en este sentido: “Todo hecho es ya teoría”(5),
es decir, que desde el mismo momento en que el hombre enuncia un hecho, ya está
interpretándolo (seleccionando, comparando, diferenciándolo… de otros hechos).
Tanto el racionalismo como el positivismo consideran que el
mundo no tiene un ser. El primero afirma que es la mente, la razón quien genera
y es depositaria del ser, y con él inviste al mundo, a las cosas. Kant dice que
ahí afuera, en el mundo, solo existe un “caos de sensaciones”, y que el orden y
estructura que percibimos en él es porque lo aporta el sujeto. El positivismo,
por su lado, se queda en la primera parte de lo que afirma el racionalismo: el
mundo, sostiene efectivamente, no tiene ser, pero en este caso es porque está
constituido de hechos cambiantes, ninguno de los cuales tiene sustancia
perdurable. Frente a racionalistas y positivistas, la nueva forma de mirar que
llega de la mano, entre otros, de Ortega, constata que el mundo tiene orden,
estructura, ser, pero no porque el sujeto se lo aporte, sino en sí mismo. Lo
que hace el sujeto es des-cubrirlo, levantar el velo que constituye la miríada
de hechos individuales, y al fondo de ellos constatar el ser, la estructura, el
orden, la relación entre los hechos. Pero todo eso, el ser, a quien pertenece
es al objeto; el sujeto no hace más que descubrirlo. Ejemplo: un individuo
atraviesa a lo largo de su vida por múltiples situaciones; pero no son cada una
de ellas algo autónomo y que no tenga que ver con las demás, que no haya, por
tanto, individuo propiamente dicho, que es por lo que se han decantado las
teorías situacionistas y de la deconstrucción, las que han pretendido reducir
la realidad a solo situaciones o fragmentos. En realidad, las partes de la vida
de ese individuo están unidas por un denominador común: él mismo. Ese individuo
tiene un ser: precisamente, su vida. Esa vida consiste en la trayectoria de su confrontación con
las cosas, que le lleva a buscar entenderlas, saber a qué atenerse, tener de
ellas una interpretación que le salve del caos.
Cuando el científico utiliza sus instrumentos de medida para
estudiar los hechos físicos y comprueba que estos se comportan en coherencia
con tales instrumentos –que los objetos tienen un peso determinado o una
longitud o una temperatura –, no hay que deducir de ello que la métrica sea una
investidura subjetiva, mental, que se hace al hecho físico, aunque sí sea ese
instrumento un método inventado por un sujeto. “El método define cierto
comportamiento de la mente con anterioridad a su contacto con los objetos”(6).
Pero finalmente es el objeto el que sustenta, el propietario de, digámoslo así,
la medición. Que un objeto físico mida tanto y pese cuanto no es una creación
subjetiva, sino algo objetivo. Los kilos que pesa el objeto no están en la
mente del investigador físico, sino en el objeto. En suma: el racionalismo,
tocado y hundido.
En Historia, los métodos sirven solo para surtirla de datos.
“Pero
ésta pretende conocer la realidad histórica, y ésta no consiste nunca en los
datos que el filólogo o el archivero encuentran, como la realidad del sol no es
la imagen visual de su disco flotante, “tamaño como una rodela”, según Don
Quijote”(7).
Esos datos son solo el síntoma que anuncia la realidad histórica, pero no es esta,
para llegar a la cual se necesita la ordenación y estructuración de los datos
(para llegar a saber lo que es el sol, hay que estructurar e interpretar los
datos inmediatos, los que le hacen parecer una simple “rodela”). “Esta
realidad histórica se halla en cada momento constituida por un número de
ingredientes variables y un núcleo de ingredientes invariables —relativa o
absolutamente constantes. Estas constantes del hecho o realidad históricos son
su estructura radical, categórica, a priori. Y como es a priori, no depende, en
principio, de la variación de los datos históricos. Al revés, es ella quien
encarga al filólogo y al archivero que busque tales o cuales determinados datos
que son necesarios para la reconstrucción histórica de tal o cual época concreta.
La determinación de ese núcleo categórico, de lo esencial histórico, es el tema
primario de la historiología”(8).
Solo sobre el fondo de esas invariantes históricas es
posible organizar y entender los múltiples datos que están al alcance del
historiador. Eduard Meyer (1855-1930), al que, pese a todo, Ortega consideraba
en 1933 como el más grande historiador de lo que llevaban de siglo, sostenía,
sin embargo, que “en el mundo descrito por la Historia rigen el azar y el albedrío”(9).
Pero es esta una afirmación sin sentido. “Pongamos que, en efecto, la misión de la
Historia no sea otra que la de constatar un hecho azaroso como éste: en el año
52 a. de J. C, César venció a Vercingetorix. Esta frase es ininteligible si las
palabras “César”, “vencer” y “Vercingetorix” no significan tres invariantes
históricas”(10).
A lo largo de toda su vida, César fue César, y si no contamos con una
definición de ese dato invariable, no sería posible saber de qué estamos
hablando al nombrar la palabra “César”. Y así podríamos ir ascendiendo hacia
otras invariantes cada vez más amplias y abarcadoras de más o menos menudos
hechos históricos: el cesarismo, el Imperio romano, la Edad Antigua… Así que el
historiador lo que ha de hacer es determinar cuáles son esos conceptos, esas constantes
históricas, sobre cuyo fondo incluso se puede determinar el papel que juegan
los sucesos azarosos. Lo concreto solo se puede entender partiendo de alguna
abstracción, de alguna generalización o invariante.
Kant pensaba que esas abstracciones o generalizaciones
procedían de categorías que el sujeto tenía en su mente antes de confrontarse
con los datos reales. Y así, el pensamiento se encuentra con un caos de datos,
un material informe, a los que proporciona una forma, un ser. Como la actividad
mental es el logos, hemos de deducir, si seguimos a Kant, que no hay más formas
en el mundo que las lógicas, las extraídas del logos subjetivo. La ciencia
histórica, según esto, es la lógica de los sucesos históricos: es la mente (la
lógica), pues, no los sucesos, lo que da entidad a la historia. Pero para la historiología
que Ortega propone –y aquí se separa definitivamente de Kant– todo ser existe
ahí afuera antes de que la mente lo descubra, y “la misión del intelecto no es
proyectar su forma sobre el caos de datos recibidos, sino precisamente lo
contrario. La característica del pensar, su forma constitutiva, consiste en
adoptar la forma de los objetos, hacer de éstos su principio y norma”(11).
En sentido estricto no hay, pues, un pensar formal, exclusivamente afincado en
la mente antes de, e independientemente de, los objetos pensados. Siempre que
pensamos, lo hacemos vinculando nuestro pensamiento a alguna realidad objetiva,
en suma, “pensamos con las cosas”(12).
Cuando, por ejemplo, aplicamos los dos principios de la lógica pura, el de
identidad y el de no contradicción, no realizamos una operación exclusivamente
subjetiva, sino que analizamos y comparamos objetos. El pensamiento
lógico, “como todo pensar disciplinado, consiste en analizar y combinar ideas
objetivas dentro de ciertas limitaciones —los llamados principios”(13).
Podríamos identificar la capacidad de razonar con la
actividad mental que realizamos al buscar cómo generalizar entre objetos,
actividad que llevamos a cabo para poner orden en el caos con que, para
empezar, se nos presenta la realidad. El principio de identidad surge de la
constatación de que un objeto sigue siendo el que era a pesar de los cambios de
tiempo o de lugar; es una generalización entre un objeto y el mismo objeto en
otro momento o situación. La contradicción es el tope máximo con el que nos
encontramos en nuestro intento generalizador: una cosa no hace conjunto con su
contraria. El resto de operaciones mentales va surgiendo de las formas de
relación entre los objetos que, de una u otra manera, buscamos unificar,
generalizar, que es tanto como ordenar: la enumeración, la clasificación, la medida, la causalidad… emanan
como formas de relación entre las cosas, sucedáneas todas ellas de la unidad
ansiada, la ley que sometiera a su designio todos los hechos individuales.
Lugar y tiempo son asimismo categorías que nos sirven para comparar objetos a
través de ellos y sus cambios. Y así sucesivamente.
Para Kant, las categorías son condiciones que el
entendimiento requiere para que al pensar alcancemos la unidad sintética de los
objetos caóticamente divididos que nos muestra la realidad. La experiencia es,
por tanto, conocimiento por enlace de percepciones y estos enlaces son
ordenados por los conceptos primordiales a priori (anteriores a la aparición de
los objetos) que, según él, no contienen nada empírico, sino que son las
condiciones previas guardadas por la mente para que la experiencia de los
objetos sea posible. Pero el caso es que todas esas relaciones en que las
categorías consisten son modos de ser de los objetos, y estos son siempre
sustratos de aquellas, de modo que hay tantas de estas categorías, tantos modos
de lo racional, como regiones objetivas. Es decir: esas categorías, aunque
procedan de la mente, están insertadas en las cosas. Algo que el mismo Hegel,
tan supuestamente racionalista, aseveraba: “Se habla siempre de la razón (logos), sin
saber indicar cuál sea su determinación, cuál sea el criterio según el cual
podemos juzgar si algo es racional o irracional. La razón determinada es la
cosa”(14).
“Todo lo racional es real” (Hegel),
es decir, que las categorías de la razón van adjuntadas a las cosas, no son
factores exclusivamente mentales.
Esa tarea de relacionar seres, cosas, se traslada al objeto
mismo de la historia, que no son los individuos tomados aisladamente, lo cual
sería la materia que habitualmente pretende hacer suya el psicólogo, sino todos
ellos conviviendo, con sus vidas traspasando las de los demás, y formando el
conjunto que llamamos vida social. Pero a su vez, “la vida social presente es sólo
una sección de un todo vital amplísimo, de confines indefinidos hacia pasado y
futuro, que se hunde y esfuma en ambas direcciones. Ésta es sensu stricto la vida o realidad histórica”(15).
La vida social, la trayectoria vital de las sociedades es el ser para cuya
indagación es requerida la historiología. No, por tanto, los sucesos
particulares.
En suma, la ciencia existe no prioritariamente por la
observación de los hechos sino porque existe una idea, una hipótesis, una
interpretación que la observación de los hechos acaba confirmando.
[1] Cit. en O
y G: “La ‘Filosofía de la Historia’ de Hegel y la historiología”, O. C. Tº 4,
p. 524.
[2] O y G:
“La ‘Filosofía de la Historia’ de Hegel y la historiología”, O. C. Tº 4, pp.
526-27.
[3] O y G:
“La ‘Filosofía de la Historia’ de Hegel y la historiología”, O. C. Tº 4, p. 527.
[4] O y G:
“La ‘Filosofía de la Historia’ de Hegel y la historiología”, O. C. Tº 4, p.
530.
[5] Cit. en O
y G: “La ‘Filosofía de la Historia’ de Hegel y la historiología”, O. C. Tº 4,
p. 531.
[6] O y G:
“La ‘Filosofía de la Historia’ de Hegel y la historiología”, O. C. Tº 4, p.
533.
[7] O y G:
“La ‘Filosofía de la Historia’ de Hegel y la historiología”, O. C. Tº 4, p.
533.
[8] O y G:
“La ‘Filosofía de la Historia’ de Hegel y la historiología”, O. C. Tº 4, p.
534.
[9] O y G: “La
‘Filosofía de la Historia’ de Hegel y la historiología”, O. C. Tº 4, p. 535.
[10] O y G:
“La ‘Filosofía de la Historia’ de Hegel y la historiología”, O. C. Tº 4, p.
535.
[11] O y G:
“La ‘Filosofía de la Historia’ de Hegel y la historiología”, O. C. Tº 4, p. 538.
[12] O y G:
“La ‘Filosofía de la Historia’ de Hegel y la historiología”, O. C. Tº 4, p.
538.
[13] O y G:
“La ‘Filosofía de la Historia’ de Hegel y la historiología”, O. C. Tº 4, p.
538.
[14] Cit. en
O y G: “La ‘Filosofía de la Historia’ de Hegel y la historiología”, O. C. Tº 4,
p. 539.
[15] O y G:
“La ‘Filosofía de la Historia’ de Hegel y la historiología”, O. C. Tº 4, p.
541.
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