A lo largo de la historia, tanto en política como en
literatura, en arte o en los demás órdenes de la vida pública, el vulgo no se
ha preocupado de tener ideas sobre lo que son o deben ser las cosas. Aceptaba
que pensar sobre ello, tener ideas creadoras al respecto, no era propiamente su
cometido, y se limitaba a aportar o a retirar su adhesión a lo que el político,
el pensador o el artista hacía o decía. Lo que a cambio de no tener ideas sí
tenía era creencias, tradiciones, experiencias, proverbios, hábitos mentales.
Hoy el hombre vulgar sigue sin tener ideas propiamente dichas, puesto que para
acceder a ellas es preciso someterse a las reglas del pensamiento, las que a
través de razonamientos permiten el acceso a la verdad, y no lo hace, pero, sin
embargo, aun ausente de ideas, hoy se atreve a pontificar sobre los asuntos más
diversas.
Así se explica que hayan prosperado movimientos sociales y
políticos que no aspiran a tener razón, pero sí a imponer sus opiniones: “Bajo
las especies de sindicalismo y fascismo aparece por primera vez en Europa un
tipo de hombre que no quiere dar razones ni quiere tener razón sino, sencillamente, se muestra resuelto a
imponer sus opiniones. He aquí lo nuevo: el derecho a no tener razón, la razón
de la sinrazón” (1).
Añádase a aquellos movimientos que Ortega cita, cuando menos, también al
nacionalismo, aunque es claro que hablamos de ejemplos concretos de una forma
de ser global que trasciende tales singularidades. En todos estos casos, no se
manejan, pues, propiamente ideas, sino apetitos o emociones revestidos de
palabras. “Tener una idea es creer que se poseen las razones de ella, y es por
tanto creer que existe una razón, un orbe de verdades inteligibles. Idear,
opinar, es una misma cosa con apelar a tal instancia, supeditarse a ella,
aceptar su código y su sentencia, creer, por tanto, que la forma superior de la
convivencia es el diálogo en que se discuten las razones de nuestras ideas.
Pero el hombre-masa se sentiría perdido si aceptase la discusión (…) Por eso,
lo “nuevo” es en Europa “acabar con las discusiones”, y se detesta toda forma
de convivencia que por sí misma implique acatamiento de normas objetivas desde
la conversación hasta el Parlamento, pasando por la ciencia (…) Se suprimen todos
los trámites normales y se va directamente a la imposición de lo que se desea” (2).
Incluso la conversación se hace imposible, puesto que el hombre-masa no somete
a discusión lo que opina; quien le contradice será tachado de hereje (de
“facha”, sobre todo, en los nuevos tiempos) y se le impedirá poder razonar,
puesto que ese es un factor ajeno a sus reglas de funcionamiento. Se inventará
este hombre vulgar como interlocutor no al que realmente tiene ante sí, sino
otro fantaseado a la medida de sus prejuicios y tópicos y, sin escucharle, hará
uso de estos para combatirle en la discusión, desentendiéndose de los
razonamientos.
El hombre-masa actúa con la seguridad de quien no necesita
nuevos esfuerzos que añadir para mejorar lo que opina. “El hombre-masa se siente
perfecto” (3).
No echa de menos nada fuera de sí y se instala definitivamente en el repertorio
de sus pseudoideas. Por tanto, cuando parece dialogar, muestra que en realidad
no escucha, no hay nada nuevo que pueda echar de menos y que eventualmente pudieran
transmitirle las ideas del prójimo. “Nos encontramos, pues, con la misma
diferencia que eternamente existe entre el tonto y el perspicaz. Este se
sorprende a sí mismo siempre a dos dedos de ser tonto; por ello hace un
esfuerzo para escapar a la inminente tontería, y en ese esfuerzo consiste la
inteligencia. El tonto, en cambio, no se sospecha a sí mismo: se parece
discretísimo, y de ahí la envidiable tranquilidad con que el necio se asienta e
instala en su propia torpeza” (4).
Pero no necesariamente el hombre-masa es tonto. Al contrario, el hombre medio
actual tiene más capacidad intelectual que el de ninguna otra época, ha
adquirido muchos conocimientos parciales sobre cosas, pero ello no impide que
esté anulada su capacidad para el razonamiento, que, incluso cuando está
intelectualmente dotado, sustituye por prejuicios, tópicos, consignas y
palabras huecas.
He aquí, pues, lo característico del hombre-masa: prescindir
de los razonamientos y, sin embargo, estar seguro de la validez de lo que, en
sustitución de ellos, habita en su mente. Pero si en la comunicación y en la
convivencia que supone se suprime el valor del razonamiento, si no hay diálogo
posible, se pasa directamente desde la opinión a la acción. Y en tal caso, lo
que procede, pues, es la imposición. Dicho escuetamente: a la razón le
sustituye la violencia. “La civilización no es otra cosa que el
ensayo de reducir la fuerza a ultima ratio. Ahora empezamos a ver esto con sobrada claridad, porque la “acción
directa” consiste en invertir el orden y proclamar la violencia como prima
ratio; en rigor, como única razón. Es
ella la norma que propone la anulación de toda norma, que suprime todo
intermedio entre nuestro propósito y su imposición. Es la Charta Magna de la barbarie” (5).
Con esa acción directa no solo se prescinde del
razonamiento, sino de todo trámite intermedio entre el apetito o la emoción y
la acción. “En el trato social se suprime la “buena educación”. La literatura,
como “acción directa”, se constituye en el insulto. Las relaciones sexuales reducen
sus trámites. ¡Trámites, normas, cortesía, usos intermediarios, justicia,
razón! ¿De qué vino inventar todo esto, crear tanta complicación? Todo ello se
resume en la palabra “civilización” (…) Se trata con todo ello de hacer posible
la ciudad, la comunidad, la convivencia” (6).
En suma, que el hombre-masa no cuenta con los demás. Barbarie es tendencia a la
disociación. “Todas las épocas bárbaras han sido tiempos de desparramamiento humano,
pululación de mínimos grupos separados y hostiles” (7).
La masa, aun escindida en grupúsculos, no desea convivir con lo que no es ella.
“Odia
a muerte lo que no es ella” (8).
Por eso resulta tan difícil hacer de una masa una comunidad, por ejemplo, una
comunidad nacional.
[1] O y G:
“La rebelión de las masas”, O. C. Tº 4, p. 189.
[2] O y G:
“La rebelión de las masas”, O. C. Tº 4, p. 190.
[3] O y G:
“La rebelión de las masas”, O. C. Tº 4, p. 186.
[4] O y G:
“La rebelión de las masas”, O. C. Tº 4, p. 187.
[5] O y G:
“La rebelión de las masas”, O. C. Tº 4, p. 191.
[6] O y G:
“La rebelión de las masas”, O. C. Tº 4, p. 191.
[7] O y G:
“La rebelión de las masas”, O. C. Tº 4, p. 191.
[8] O y G:
“La rebelión de las masas”, O. C. Tº 4, p. 192.