Es algo misterioso y fascinante observar el instinto
migratorio de tantos animales, las aves, los salmones, los ñúes del Serengueti…
No es fácil encontrar una explicación para ello: algunos animales aparentemente
responden a un sentido utilitario y van en busca de nuevas fuentes de
alimentación cuando en el lugar en el que están empieza a escasear. Pero no
parece esa una explicación suficiente en el caso, por ejemplo, del chorlito
dorado, un ave que llega a la llanura de la Pampa para pasar allí el verano
austral, y al llegar el otoño regresa a su zona de reproducción y cría en la
tundra ártica, de modo que recorre en su migración 24.000 km entre ida y
vuelta. O los salmones, que buscan las fuentes del río de las que una vez partieron
para, después de regresar a sus orígenes, repetir vicariamente, a través de las
crías que allí depositan, el nuevo exilio que les llevará al mar. ¿Y qué decir
de la mariposa de la especie almirante
rojo o Vanessa atalanta? Ninguno
de sus individuos completa la migración entera. Estas mariposas se reproducen
por el camino y solo sucesivas generaciones son las que completan las etapas
del viaje.
Mariposa Vanessa atalanta: solo sus hijos verán la Tierra Prometida
Cuando no conocemos los motivos de un comportamiento animal
nos queda el recurso de atribuirlo a algún oscuro instinto. Pero rebosan por
los bordes de esta explicación, además de lo que se deduce de los anteriores
ejemplos, las penurias que algunos animales atraviesan para llegar a destinos
que no encajan con ninguna utilidad, o ese afán de trashumar que, cuenta
Ortega, provoca un desasosiego superlativo en el ave que, en vísperas de que, a
una señal desconocida, empiece la migración, se encuentra prisionera en una
jaula. “Le pasa algo grave y no sabe lo que le pasa, como si fuese un hombre”.
Algo así, se nos ocurre pensar, como si a un judío le hubiese mantenido el
faraón prisionero la víspera de que Moisés comenzase con su pueblo la travesía
hacia la Tierra Prometida. En fin, que “por debajo de todas las explicaciones
mecánicas o de utilitarismo superficial opera, sin duda posible, en el uso
migratorio, algo profundamente radicado en el organismo del ave, algo, en
efecto, “instintivo”. La mayor prueba de ello es que cuando este afán de viaje
comienza a actuar, ceden todos los demás instintos; el gavilán perdona al
pájaro menor, su víctima habitual. Hambre, miedo, fatiga, callan sus
imperativos”.
Es decir, que hablamos de un “instinto” de suma fortaleza, a
la altura de los más poderosos de entre los que rigen la vida animal… y habría
que considerar que, quizás escondido, camuflado o a veces disimulado, también
la vida humana. Porque podríamos acoplar aquí la idea que se deduce de esto que
también piensa Ortega: “El hombre es, donde quiera, un extranjero”.
A la cual podríamos asimismo añadir esta otra que Kierkegaard dio forma cuando
hablaba de otra emigración, la que a Abraham le debía llevar al país que,
aunque lo desconocía, había de recibir en patrimonio, y a propósito de lo cual
decía el filósofo: “Por la fe dejó el país de sus antepasados y fue extranjero en tierra
prometida. Abandonó una cosa, su razón terrestre, y tomó otra, la fe. De lo
contrario, pensando en lo absurdo de su viaje, no habría partido”.
Podría ser, deducimos de la conjunción de estos hilos argumentales, que, al
nacer, iniciáramos el periplo propio de alguien que se siente desterrado, y la
inquietud asociada a tal sentimiento nos obligara, transidos de fe, a convertir
la vida en una búsqueda del lugar en el que quisiéramos recalar
definitivamente, el que sentimos como la “Tierra Prometida”. En tal caso, peregrinar,
por ejemplo, a Santiago de Compostela no sería sino una forma de plasmar en el
mundo real ese instinto migratorio que nos hace ir en busca de algo que está al
final de todas las búsquedas, en el “finis terrae”, el “non plus ultra” que aquellas
tierras galaicas significaban para los antiguos peregrinos. Pero la tierra, el
mundo material se nos queda pequeño a la hora de dar expresión a esa búsqueda
de lo que nunca, ni siquiera el peregrino que llega a la Costa de la Muerte, al
límite de toda búsqueda posible, acabaremos de encontrar. La Tierra Prometida
siempre está más allá de donde conseguimos llegar.
La del chorlito dorado, la de los salmones y la del peregrino compostelano: tres maneras de emigrar hacia lo que nos falta
¿Y dónde radica ese impulso migratorio que nunca llegamos a satisfacer
del todo, que tanto a la mariposa Vanessa
atalanta como al ser humano nos hace perseguir lo que nunca alcanzaremos en
vida? ¿Servirá como explicación que simplemente se trata de un comportamiento
prefijado en los genes? ¡Con qué explicaciones tan pacatas se conforma el
espíritu de esta época descreída! Lo que ocurre en el mundo material no es en
realidad sino el cauce restrictivo que encuentra el espíritu para que por él
discurra un impulso, una intención, que trasciende de cualquier logro material,
cualquier meta alcanzada. Lo que la vida busca –y en esa búsqueda consiste la
vida– siempre está más allá.
Y al constatar que
ningún lugar del mundo reúne las características propias de eso que buscamos,
recurrentemente tratamos de regresar al lugar de partida, que, en definitiva, sería aquel
que trataríamos de repetir en el punto de llegada. Algo así, en definitiva,
como el eterno retorno que tantas culturas han trasladado a sus mitos. El
Paraíso inalcanzable sería el Paraíso perdido, al que a lo largo de la vida nunca
logramos acceder. Finalmente, tras sucesivos y frustrados intentos, no
tendríamos más remedio que morir, que sumergirnos en el mar que linda con la
Costa de la Muerte, porque, como decía Mircea Eliade: “Vivir no es más que separarse de
las entrañas de la tierra, y la muerte se reduce a una vuelta ‘a casa’ ”.
Cioran lo ratifica: “se muere para no extraviarse”.
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