Resumen: apasionante
y perturbador este etéreo ramal de las indagaciones en las que un servidor está
involucrado, tratando de hacerlo coexistir con otros más terrenales. Han venido
a confluir en este artículo las teorías de Jean-Pierre Garnier Malet sobre el
yo cuántico, las de Carl Gustav Jung sobre el inconsciente, las insólitas
experiencias que montañeros, náufragos y exploradores han tenido en situaciones
críticas, coincidentes en alguna medida con las de Santa Teresa de Jesús, Emanuel
Swedenborg o aquellos que Raymond Moody investigó a propósito de lo que
experimentaron en la cercanía de la muerte. Platón, San Pablo, William James y
el Libro Tibetano de los Muertos se apuntan también a este (un poco largo) periplo
intelectual… en el que sospecho que no encontraré muchos “acompañantes”
(misteriosos o no).
Uno de los grandes descubrimientos de nuestra época es el de
que el tiempo y el espacio son relativos. Apoyados en Jean-Pierre Garnier,
físico francés nacido en 1940, doctor en mecánica de los fluidos, podríamos
decir eso de otra manera: junto al tiempo y el espacio en los que se desarrolla
nuestra vida consciente coexiste otra dimensión supratemporal y supraespacial
que a veces, cuando se dan determinadas condiciones, se cuela dentro de los
márgenes de nuestra vida consciente. Esa constatación ha acabado por desembocar
en la teoría de que la materia es dual: corpuscular y energética; lo
corpuscular, dice Garnier, pertenecería a nuestro mundo físico habitual y lo
energético apuntaría hacia esa otra realidad, que coexiste con la primera, pero
que trasciende el tiempo y el espacio.
Jean-Pierre Garnier, dio a conocer en 1988 su Teoría del
Desdoblamiento del Espacio y del Tiempo, según la cual todos tenemos un doble
de nosotros mismos que “camina por delante” de nuestro yo físico en el tiempo y
en el espacio, o mejor sería decir fuera del tiempo y del espacio, un “yo
cuántico” imperceptible que, dicho en términos tridimensionales, se proyecta
hacia el futuro anticipando las múltiples posibilidades a través de las cuales
puede discurrir nuestro yo físico partiendo de un momento determinado, y que es
capaz de situarse asimismo en cualquier punto del espacio. Ese otro yo que sabe
de nosotros más que el yo que somos conscientemente se comunica con nosotros
principalmente a través de los sueños, de algunas poderosas intuiciones,
premoniciones y hasta visiones. Es como si el yo cuántico, desprovisto de las
limitaciones del tiempo y del espacio, pudiera viajar al futuro hacia el que
nos hemos puesto en marcha a partir de un momento y unas decisiones
determinadas, y trasladarnos la información de en qué consiste ese futuro que
ya hemos empezado a construir desde nuestro presente, con las decisiones y
conjunto de variables que se han puesto en marcha desde ese presente. Ocurre
algo similar a cuando el presente actualiza futuros potenciales que se crearon
en el pasado. Y algo asimismo equivalente sucedería respecto de la posibilidad
de trascender el espacio. En suma, ese “yo cuántico” somos nosotros mismos,
pero observando las cosas desde otra dimensión supratemporal y supraespacial;
un yo que no es perceptible en los términos o márgenes de nuestra conciencia,
la que se desenvuelve en el ámbito tridimensional.
Adquirirían sustento, con esta teoría de Garnier, las observaciones
de Carl Gustav Jung, que daba credibilidad a la capacidad de nuestros sueños de
evocar desde nuestro inconsciente posibilidades que el yo consciente no
consigue vislumbrar, y también a las intuiciones y premoniciones de anticipar
lo que habrá de suceder en un tiempo que aún no ha llegado. Jung pensaba que el
sueño era la forma fundamental en que el inconsciente se comunicaba con la
parte consciente del ser humano, enviando mensajes simbólicos. Pero el mismo Jung,
además de tener él sueños de profundo significado simbólico, tenía también
periódicamente visiones poderosas, incluso en estado de vigilia. En su libro
autobiográfico “Recuerdos, sueños
pensamientos”, Jung cuenta cómo entre 1913 y 1914 fue asaltado por
terribles visiones de mares de sangre que inundaban Europa, en los que flotaban
montañas de cadáveres. Llegó a pensar que se estaba volviendo loco, pero pudo
finalmente concluir que eran visiones anticipatorias del estallido de la
Primera Guerra Mundial. El siguiente es el extracto del libro en el que se
refiere a estos sueños y visiones:
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Ilustración de “El libro
rojo de Jung” sobre sus visiones premonitorias |
“En octubre (de 1913), cuando me hallaba solo de viaje, me sobrecogió
una alucinación: vi una espantosa inundación que cubría todos los países
nórdicos y bajo el nivel del mar entre el mar del Norte y los Alpes. La
inundación comprendía desde Inglaterra hasta Rusia y desde las costas del mar
del Norte hasta casi tocar los Alpes. Cuando llegó a Suiza vi cómo las montañas
crecían más y más, como para proteger a nuestro país. Tenía lugar una terrible
catástrofe. Veía la enorme ola amarilla, los restos flotantes de la obra de la
cultura y la muerte de incontables miles de personas. Entonces el mar se trocó
en sangre. Esta alucinación duró aproximadamente una hora, me confundió y me
hizo sentir mal. Me avergoncé de mi debilidad.
“Pasaron dos semanas y la alucinación volvió a presentarse bajo las
mismas circunstancias, sólo que la transformación en sangre era todavía más
terrible. Oí una voz interna: ‘Míralo, es completamente real y así será; de
esto no hay duda’.
“En el invierno siguiente alguien me preguntó qué pensaba acerca de los
futuros acontecimientos del mundo. Dije que no pensaba nada, pero veía
torrentes de sangre. La alucinación no me dejaba tranquilo.
“Me pregunté si las visiones aludían a una revolución, pero no podía
acabar de creérmelo. Así pues, saqué la conclusión de que tenía algo que ver
conmigo mismo y supuse que estaba amenazado por una psicosis. La idea de la
guerra no se me ocurrió.
“Poco después de esto, durante la primavera y a principios de verano de
1914, se repitió tres veces un sueño: que en pleno verano sobrevendría un frío
ártico y dejaría al país completamente helado. Así veía helada, por ejemplo,
toda la región lorenesa y sus canales. Todo el país estaba despoblado y los
lagos y ríos se habían helado. Toda la vida vegetal estaba aletargada. Este
sueño lo tuve en abril y mayo, y la última vez en junio de 1914.
“En el tercer sueño sobrevenía nuevamente una terrible helada
procedente de los espacios interestelares (…).
“A fines de julio de 1914 fui invitado a ir a Aberdeen por la British
Medical Association, donde, en un congreso, debía dar una conferencia sobre “La
importancia del inconsciente en psicopatología”. Estaba convencido de que algo
iba a suceder, pues tales sueños y visiones suelen ser premonitorios. En mi
situación de entonces y con mis temores me pareció obra del destino el que
tuviera que hablar precisamente entonces del significado del inconsciente.
“El 1 de agosto estalló la guerra mundial.”
En otro lugar de su autobiografía alude Jung también a este
tipo de fenómenos y narra asimismo un caso que le ocurrió a él, aunque esta vez
referido no a un suceso futuro, sino a uno desplazado en el espacio. Esto es lo
que cuenta:
“Lo inconsciente nos ofrece una posibilidad al transmitirnos algo o
aportarnos datos significativos. Afortunadamente es capaz de comunicarnos cosas
que nosotros no podemos saber por lógica alguna. ¡Piensen ustedes en los
fenómenos sincrónicos, en los sueños premonitorios y en los presentimientos!
“Una vez regresaba de Bollingen a casa. Era en la época de la segunda
guerra mundial. Llevaba un libro conmigo, pero no podía leer, pues en el instante
en que el tren se puso en movimiento se me presentó la imagen de una persona
ahogándose. Era el recuerdo de una desgracia ocurrida durante el servicio
militar. En todo el viaje no pude librarme de esta imagen. Esto me inquietó y
pensé: ¿Qué ha sucedido? ¿Ha sucedido alguna desgracia?
“En Erlenbach me apeé y fui hacia casa preocupado todavía por este
recuerdo. En el jardín correteaban los niños de mi segunda hija. Vivía con su
familia con nosotros, después de que, a causa de la guerra, tuvieron que
regresar de París a Suiza. Todos me miraron con extrañeza y yo pregunté: “¿Qué
ha pasado?” Me contaron que Adrián, entonces el hijo menor, había caído al agua
en el embarcadero y como no sabía nadar, por poco se ahoga. El hermano mayor le
había salvado. Esto tuvo lugar exactamente en el momento en que yo en el tren
fui invadido por mis recuerdos. Así, pues, mi inconsciente me había dado una
advertencia. ¿Por qué, pues, no puede también darme información sobre otras
cosas?”.
También Jung supo anticipar la llegada del nazismo en
Alemania analizando los sueños de sus pacientes alemanes. No es que esté
escrito el futuro, sino que, dadas unas determinadas variables del presente, el yo cuántico (eventualmente, los yoes cuánticos de una misma comunidad
–el “inconsciente colectivo” de Jung–, en el caso de los fenómenos colectivos) puede
vislumbrar lo que eso significa traducido a un tiempo futuro… lo cual puede ser
cambiado si recomponemos las posibilidades puestas en marcha en el presente. También
el presente quedaría constituido como plasmación de las potencialidades del
pasado, y nuestro yo cuántico (el
inconsciente de Jung) podría ir hacia atrás y reconstruir las causas de las que
brota nuestro presente e informarnos sobre ello (a esta tarea se dedica en buena
medida la psicoterapia). Asimismo, para nuestro yo cuántico no existen barreras espaciales: todo se produce para él
en el mismo punto. Por eso Jung recibió el mensaje relativo a su nieto.
En este contexto tiene cabida la experiencia que tuvo el
mismo Jung referida a un “compañero espiritual” que inicialmente emergió en uno
de sus sueños y después en fantasías, como parte de un método que él patentó y
que denominó “imaginación activa”. Esta figura era un hombre anciano con las
alas de un martín pescador y a veces con cuernos, al que Jung llamó Filemón.
Frecuentemente sostenía conversaciones imaginarias con él mientras paseaba, y
le consideró su “gurú interno”. Estupendo dibujante como era, Jung le pintó
muchas veces, incluyéndolo entre las ilustraciones de su misterioso “Libro Rojo”, y llegó a colgar un
retrato del mismo en Bollingen, la torre-vivienda que construyó junto al lago
Zúrich, en Suiza. Una de las biógrafas de Jung, Barbara Hannah llegó incluso a
afirmar que Filemón era “la figura más importante de toda la
exploración de Jung”, su guía espiritual, un intermediario entre él y
su inconsciente, que le proporcionó ayuda espiritual y psicológica en diversos
momentos. Jung solía decir que Filemón y otras figuras de su fantasía le
aportaron el conocimiento de que había cosas en su psique que él mismo no conocía
ni producía, y que parecían tener vida propia, aunque fuera de esta realidad
física. Filemón le decía cosas que él ni siquiera había pensado
conscientemente, y que significaban un conocimiento superior.
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Filemón, el compañero espiritual de Jung |
Así, pues, y volvemos a la teoría de Garnier, nuestro
“doble” –y como tal podríamos entender la figura de Filemón respecto de Jung–
recoge la impresión de cómo serán las cosas en el futuro o de cómo están siendo
en otro lugar del espacio y, por aperturas imperceptibles, emite la información
sobre ello a nuestro yo físico, nuestro yo consciente. El principal medio de
comunicación entre ambos yoes se produce durante el sueño, en la fase REM, en
la que se dramatizan y narran en lenguaje simbólico los mensajes emitidos por
el yo cuántico (también, incluso, en el caso de Jung, por ejemplo, a través de
premoniciones o visiones). Si somos capaces de descifrar esa información, de
entender ese lenguaje simbólico, podremos recomponer aquel tiempo futuro apuntando
desde el presente en la mejor dirección; algo equivalente vendría a ocurrir en
cuanto a la dimensión espacial, aunque aquí el suceso ya sería irreparable. No
es imprescindible que tengamos el recuerdo de nuestros sueños: nuestro cuerpo
recibe las indicaciones y articula algunos modos de traducir el mensaje.
A partir de aquí podemos dar enunciado a una fórmula en sí
misma concluyente: el presente no es más que el futuro que yo había creado en
el pasado; y el futuro se nos presenta ya hoy en forma de sueños (así se
entendería mejor el habitual recurso de “consultar con la almohada”),
intuiciones, premoniciones y visiones que, sin embargo, habría que saber
distinguir de las distracciones que crea nuestro yo consciente, el que vive estrictamente
en el momento presente, el cual puede elucubrar caprichosamente –o con las
informaciones escasas que podemos elaborar con la conciencia– sobre las formas
que adquirirá el futuro y vivirlas también como intuiciones y premoniciones,
pero al margen de los auténticos mensajes de nuestro “yo cuántico”. Esos
sueños, intuiciones y visiones estarían entonces al servicio de deseos o
temores irredentos, y en el extremo vendrían a dar expresión a nuestras
patologías; es en estos casos cuando se podría aplicar mejor el término
alucinación a lo que en otro contexto hemos llamado visión.
John Geiger, en su libro “El
tercer hombre. Sobrevivir a lo imposible” (Ariel, 2009), muestra una amplia
panoplia de casos de personas que han atravesado situaciones límite
(montañeros, náufragos, exploradores…) que les han puesto al borde de la muerte
y cómo, en tales circunstancias, han sentido la presencia, normalmente no
accesible a los sentidos, de un acompañante protector que les ha ofrecido,
además de compañía, información o consejos útiles y, en otras ocasiones, ha
intercedido activamente para posibilitar que sobrevivieran; esa presencia
desaparecía justo cuando la situación empezaba a arreglarse. Podríamos enlazar
aquí, de alguna forma, esta presencia con la figura de Filemón, el guía
espiritual de Jung, y con el yo cuántico
de Garnier. Ese acompañante, cuando había una base previa de religiosidad en
quien sentía aquello, ha sido a veces identificado con el “ángel de la guarda”,
pero de las múltiples investigaciones en las que se han implicado diferentes
científicos para dilucidar lo que ocurre en estas ocasiones a las que se
refiere Geiger, parece que se tiende preferentemente a considerar que se trata
de una proyección de una parte de sí mismo, la cual está dotada de una serie de
atributos o capacidades de los que carece la persona física, y que pone al
servicio de esta, hasta conseguir sacarla del apuro.
El caso más prototípico, y seguramente el más conocido, de
los narrados por Geiger es el que le aconteció a sir Ernest Shackleton, que
dirigió una expedición de exploración a pie de la Antártida entre 1914 y 1916.
Las penalidades sufridas por los veintiocho hombres de la expedición –que al
final, todos ellos, sobrevivieron– fueron tales que varios de ellos pensaron en
suicidarse, y Shackleton tuvo que obligarlos a mantenerse con vida. En el
momento más crítico de la expedición, cuando él estaba atravesando unas
cordilleras heladas junto a otros dos de sus compañeros, le asaltó la
penetrante sensación de que alguien les acompañaba. Así se lo narró Shackleton
a un amigo periodista: “Sé que durante esa larga y atroz marcha de
treinta y seis horas a lo largo de aquellos glaciares y montañas desconocidas
tuve la impresión de que no éramos tres sino cuatro”. Sus otros dos
compañeros también tuvieron esa misma sensación. Shackleton tuvo la impresión
real y vívida de que esa persona era de carne y hueso, y de que aquella
presencia tenía un significado espiritual. En 1975, el alpinista Doug Scout,
que junto a otro escalador realizó la primera escalada de la pared suroeste del
Everest, describió esa experiencia del siguiente modo: “Es el síndrome del Tercer
Hombre: el imaginar que hay alguien caminando junto a nosotros, una presencia
reconfortante diciéndonos lo que debemos hacer a continuación, y esa presencia
puede ser tan poderosa como una voz en el interior de nuestro pecho”.
En junio de 1933, Frank Smythe y Eric Shipton estaban
intentando alcanzar la cima del Everest, de 8.848 metros. A los 8.500 metros
Shipton abandonó y quedó solo Smythe realizando el intento. Mientras a duras
penas escalaba, según sus palabras, “era como si una parte de mí estuviera a un
lado, mirándome, y la otra luchando para salir adelante”. En un momento
en el que sentía que había llegado al límite de sus fuerzas, se detuvo a
descansar. Y continúa: “Pensé que debía comer algo para mantener
las fuerzas. Cuanto llevaba conmigo era un pedazo de pastel de menta Kendal. Lo
saqué del bolsillo, lo partí con cuidado en dos mitades y me volví sosteniendo
uno de los trozos para ofrecérselo a mi ‘compañero’ ”. “Durante
todo el tiempo que escalé en solitario me embargó la intensa sensación de estar
acompañado de una segunda persona. El sentimiento de estar acompañado era tan
poderoso que colmó la soledad en la que, de otro modo, podría haber caído.
Parecía incluso que me hallaba atado a mi ‘compañero’ por una cuerda, y que, si
hubiera resbalado, él me habría sostenido. Recuerdo que estuve mirando con el
rabillo del ojo constantemente”.
Reinhold Messner, italiano, es considerado unánimemente el
mejor escalador de la historia. Fue el primero en conquistar la cumbre del
Everest en solitario y sin oxígeno suplementario, y también el primero en
alcanzar las cimas de los catorce picos del mundo de más de 8.000 metros de
altura. En 1970, a los veinticinco años, intentó escalar en solitario el Nanga
Parbat, la novena montaña más alta del mundo, de 8.125 metros, en el Himalaya,
en Pakistán. Su hermano Günther, de forma inesperada, se unió a él sobre la
marcha. Ambos llegaron a la cima, pero Günther acabaría pagándolo con la vida.
Reinhold describe lo que sucedió en un determinado momento, mientras descendían
de la cumbre: “De repente, un tercer alpinista se encontraba cerca de mí. Descendía
con nosotros, manteniendo una distancia regular unos pasos a mi derecha, lo que
hacía que quedara fuera de mi campo de visión. No podía intentar ver esa figura
y, al mismo tiempo, mantener la concentración, pero tenía la certeza de que
allí había alguien. Podía sentir su presencia, sin necesidad de prueba alguna”.
Más tarde intentó comprender el significado de aquello, preguntándose si el
Tercer Hombre no sería en realidad él mismo, visto desde “una dimensión distinta de la
existencia”.
Alguna peculiaridad aporta otro caso, el de Williams Willis,
un veterano marinero que en 1954 zarpó desde Perú en barca para demostrar la
teoría de que los náufragos podían sobrevivir largos períodos a la deriva con
un mínimo de material. Estuvo 115 días en su solitario y penoso periplo a
través del océano Pacífico. Aquellas peculiaridades de su caso las
recuperaremos cuando hablemos de las experiencias cercanas a la muerte
recopiladas por Raymond Moody, y se refieren al hecho de que, en algunos
momentos críticos Willis sintió como si su propio espíritu “se hubiera desplazado a alguna
parte, mirando mi cuerpo desde arriba y observando cómo este se movía
penosamente”. En el cuadragésimo quinto día de la travesía, cuando ya
su fisiología funcionaba a un nivel muy básico, Willis asimismo anotó en su
diario: “En mi subconsciente tuve la impresión de que alguien trabajaba en la
cubierta, dirigiendo el bote. Tuve esa sensación con frecuencia (…) Mientras
empezaba a recobrar el sentido, esa impresión se hizo más firme y me sentí
liberado de toda responsabilidad”.
Se refiere Geiger también a las investigaciones del
neurólogo Macdonald Critchley sobre personas que han tenido esta clase de
experiencias, entre las que incluye casos de místicos que podrían asimilar la
suya a aquellas. Así habría ocurrido con Santa Teresa de Jesús, de la que cita
sus palabras: “Estando… en oración, vi cabe mí o sentí, por mejor decir, que con los
ojos del cuerpo o del alma no vi nada, mas me parecía estaba cabe mí Cristo… Me
parecía andar siempre a mi lado Jesucristo, y como no era visión imaginaria, no
veía en qué forma; mas estar siempre al lado derecho, lo sentía muy claro, y
que era testigo de todo lo que yo hacía (…) Parece que es como una persona (a
la que se) siente con los sentidos, o (se) la oye hablar, o menear, o (se) la
toca (pero) acá no hay nada de esto”. Estados de privación sensorial,
de castigos corporales o de prolongada soledad a los que se sometían monjes o
místicos habitualmente en otros tiempos, parece que son desencadenantes de este
tipo de experiencias. A veces, esos seres que acompañan se hacen visibles de
manera alucinatoria.
William James, en su libro más conocido, “Las variedades de la experiencia religiosa”,
se refiere también a este fenómeno. Dice que a través de la experiencia
religiosa se puede acceder a una realidad superior, a otra dimensión de la
existencia que trasciende el mundo razonable y compresible. Y más en concreto,
escribe James: “El desarrollo imperfecto de una alucinación es frecuente: la persona
afectada sentirá una ‘presencia’ en la habitación, perfectamente localizada,
dispuesta de un modo particular, real en el sentido más enfático de la palabra,
una presencia que habitualmente aparece de forma tan repentina como luego
desaparece; y, sin embargo, no ha sido vista, oída o percibida en ninguna de
las formas ‘sensitivas’ habituales”.
Desde la filosofía también nos llegan ideas que vienen a
abundar en el presupuesto del que partíamos, aquel que nos llevó a distinguir
entre un cuerpo físico y otro situado en una dimensión supraespacial y
supratemporal. Así, según Platón, el alma viene a parar al cuerpo físico desde
una esfera del ser más alta y más divina. Para él, no es la muerte sino el nacimiento lo que nos instala en el
sueño y el olvido, pues el alma, al insertarse en un cuerpo al nacer, pasa de
un estado de gran conciencia a otro mucho menos consciente, y olvida las
verdades que sabía en su estado anterior y externo al cuerpo. Por tanto, es la
muerte lo que lleva de nuevo a despertar
y a recordar. Según Platón, el alma que ha sido separada del cuerpo en
la muerte puede razonar y pensar con mayor claridad que antes y puede reconocer
las cosas en su verdadera naturaleza. Nuestras almas no pueden ver la realidad auténtica
hasta que no se hayan liberado de las distracciones e imprecisiones a que las
someten los sentidos físicos.
También de los ámbitos propios de la religión nos llegan
ideas que vienen a confluir con el conjunto de las reflexiones que aquí estamos
acumulando. Dice, por ejemplo, San Pablo en Corintios
15, versículos 35-47, refiriéndose al tipo de cuerpo que tendremos después
de muertos: “Pero dirá alguno: ¿Cómo resucitarán los muertos? ¿Con qué cuerpo
vendrán? (…) Hay cuerpos celestiales y cuerpos terrestres (...) Así también es
la resurrección de los muertos. Se siembra en corrupción, resucitará en
incorrupción; se siembra en deshonra, resucitará en gloria; se siembra en debilidad,
resucitará en poder; se siembra cuerpo natural, resucitará cuerpo espiritual.
Hay cuerpo natural, y hay cuerpo espiritual (…) Pero lo espiritual no es
primero, sino lo natural; luego, lo espiritual. El primer hombre es de la
tierra, terrenal; el segundo hombre, que es el Señor, es del cielo.”. Y
en otra ocasión narra Pablo ante el rey judío Agripa cómo se produjo su caída
del caballo y consiguiente conversión, una experiencia que tiene interesantes
concomitancias con aquellas ocurridas en situaciones límite de las que hemos
hablado más arriba, en las que aparece una presencia que ayuda y da consejos.
Dice San Pablo en Hechos de los Apóstoles
26, 13-16: “Al mediodía, ¡oh rey!, vi en el camino una luz venida del cielo, más
brillante que el sol, que me rodeó a mí y a quienes viajaban conmigo. Y habiendo
caído todos nosotros a tierra, escuché una voz que me hablaba y me decía en
lengua hebrea: ‘Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Dura cosa te es dar coces
contra el aguijón’. Yo le dije: ‘¿Quién eres tú, Señor?’ Él respondió: ‘Soy
Jesús, a quien tú persigues. Levántate y ponte de pie, pues me he aparecido a
ti para que seas ministro y testigo de las cosas que has visto y de las que te
mostraré...".
Otra interesante referencia nos la da el Libro Tibetano de los Muertos, que
contiene una detallada explicación de los diferentes estadios que atraviesa el
alma tras la muerte física. Lo primero
que, se dice en él, hace la
mente o alma de la persona muerta es abandonar el cuerpo. Pasa, sin embargo, a
estar en otro “cuerpo”, que se llama en el libro “cuerpo brillante”, que no
parece estar compuesto de sustancia material. Puede atravesar las piedras,
paredes y montañas sin encontrar resistencia. Cuando desea ir a algún sitio,
llega en un momento. Su pensamiento y percepción están asimismo menos limitados
que cuando habitaba en el cuerpo físico; su mente es muy lúcida y sus sentidos
parecen más perfectos. Si en la vida física había sido ciego, o mudo, o
lisiado, el muerto se sorprende de que en su “cuerpo brillante” tiene todos los
sentidos, y de que todas las facultades de su cuerpo físico se han restaurado e
intensificado.
Son conocidas, por otro lado, las visiones místicas que tuvo
Emanuel Swedenborg, y que él mismo recogió en sus escritos. Swedenborg, que vivió entre 1688 y 1772,
nació en Estocolmo. Era famoso en su época e hizo contribuciones considerables
en varios campos de las ciencias naturales. Sus escritos, orientados en un
principio hacia la anatomía, fisiología y psicología, le aportaron un gran
reconocimiento. Sin embargo, en un periodo más tardío de su vida sufrió una
crisis religiosa y comenzó a hablar de experiencias según las cuales pretendía
haber estado en comunicación con entidades espirituales del más allá. Esta es
la razón de que muchos hayan pasado a considerar que Swedenborg se volvió loco
y que de lo que hablaba era de simples alucinaciones… que, por lo demás, nos
recuerdan, entre otras, las que sufrieran aquellos montañeros, náufragos y
exploradores de los que hablábamos antes. El caso es que, a partir de sus
experiencias, sus escritos pasan a describir de forma detallada cómo es la vida
que hay más allá de la muerte. Raymond Moody, en su famoso libro “La vida después de la vida”, resalta
también la sorprendente correlación existente entre la descripción que
Swedenborg hace de algunas de sus vivencias espirituales y lo que cuentan los
que han tenido experiencias cercanas a la muerte. Por ejemplo, describe cómo,
cuando han cesado las funciones corporales de respiración y circulación de la
sangre, “el hombre todavía no ha muerto, sino que está separado de la parte
corpórea que utilizó en el mundo... El hombre, cuando muere, sólo pasa de un
mundo a otro”. Afirma Swedenborg también que él mismo ha pasado por las
primeras etapas de la muerte y ha tenido experiencias fuera de su cuerpo: “Pasé
por un estado de insensibilidad de los sentidos corporales, casi por el estado
de la muerte; la vida de pensamiento interior seguía entera, por lo que percibí
y retuve en la memoria las cosas que ocurrieron y lo que les ocurre a los que
han resucitado... Especialmente se percibe... que hay una absorción..., un
tirón de... de la mente, es decir, del espíritu, hacia fuera del cuerpo”.
Durante la experiencia se encontró con seres a los que identificó con “ángeles”
que le preguntaron si estaba preparado para morir. La comunicación que tuvo
lugar entre Swedenborg y los espíritus no es de tipo terrestre y humano. Era
casi una transferencia directa de pensamientos. Aquellos a quienes acompañó el
Tercer Hombre también cuentan que la comunicación con este suele ser extra
verbal; incluso cuando intentan reproducir lo que “hablaron”, no consiguen
recordarlo, porque les faltan los códigos con los que traducir aquel lenguaje
mental a este otro verbal.
El estado espiritual, sigue diciendo Swdenborg, es menos
limitado que este físico. La percepción, el pensamiento y la memoria son más
perfectos, y el tiempo y el espacio ya no constituyen obstáculos, como en la
vida física: “Todas las facultades de los espíritus... se dan en un estado más
perfecto, así como las sensaciones, pensamientos y percepciones”. Swedenborg
también describe la “luz del Señor”, que penetra el futuro, una luz de inefable
brillo que él mismo ha visto. Es una luz de verdad y comprensión. Aquí
recordamos las arriba citadas investigaciones de Jean-Pierre Garnier y las
experiencias que Jung narra en su autobiografía, que tratan de una percepción
supra o extra espacial y temporal. Cuenta Swedenborg también que aquel que pasa
a estar en su cuerpo “luminoso”, puede ver su vida pasada de golpe, y la
recuerda con todo detalle: “La memoria interior... En ella están
escritas todas las cosas particulares... que el hombre ha pensado, hablado y
hecho... desde su primera infancia hasta el momento de morir. Al hombre le
acompaña el recuerdo de todas las cosas cuando pasa a la otra vida y es llevado
sucesivamente a rememorarlas todas... Cuanto ha hablado y hecho... queda
manifiesto ante los ángeles con una luz tan clara como la del día..., y nada
hay tan oculto en el mundo que no se manifieste tras la muerte... como visto en
efigie, cuando el espíritu es visto a la luz del cielo. Muchos de los
que han estado cerca de la muerte hablan de esto mismo, es decir, de que su
vida pasa ante su visión de una manera tan instantánea como completa.
Pasemos ahora a relacionar lo dicho hasta aquí con las
investigaciones de Raymond Moody sobre las experiencias cercanas a la muerte.
Raymond Moody es un médico psiquiatra que se hizo famoso a raíz de la
publicación en 1975 de su libro “Vida
después de la vida”, en donde recoge las experiencias coincidentes de
ciento cincuenta personas que o bien han llegado a estar, podríamos decir,
“clínicamente muertas”, pero que han “resucitado”, o bien han sufrido
accidentes que les han puesto al borde de la muerte, o, por último, son
personas que murieron, pero que en el trance previo vivieron ese tipo de
experiencias y, antes de morir, las contaron a alguna persona presente. Moody
recogió las narraciones de todas estas personas de lo que les ocurrió en tal
estado, y de lo cual guardaron vivo recuerdo. Dadas las semejanzas de todas
esas experiencias entre sí, construyó una narración-tipo de las mismas
conjuntando los elementos comunes. Es esta que sigue:
“Un hombre está
muriendo y, cuando llega al punto de mayor agotamiento o dolor físico, oye que
su doctor lo declara muerto. Comienza a escuchar un ruido desagradable, un
zumbido chillón, y al mismo tiempo siente que se mueve rápidamente por un túnel
largo y oscuro. A continuación, se encuentra de repente fuera de su cuerpo físico, pero todavía en el entorno inmediato, viendo su cuerpo desde fuera,
como un espectador. Desde esa posición ventajosa observa un intento de
resucitarlo y se encuentra en un estado de excitación nerviosa.
“Al rato se
sosiega y se empieza a acostumbrar a su extraña condición. Se da cuenta de que
sigue teniendo un ‘cuerpo’, aunque es de diferente naturaleza y tiene unos
poderes distintos a los del cuerpo físico que ha dejado atrás. Enseguida
empieza a ocurrir algo. Otros vienen a recibirlo y ayudarlo. Ve los espíritus
de parientes y amigos que ya habían muerto y aparece ante él un espíritu
amoroso y cordial que nunca antes había visto –un ser luminoso–. Este ser, sin
utilizar el lenguaje, le pide que evalúe su vida y le ayuda mostrándole una
panorámica instantánea de los acontecimientos más importantes. En determinado
momento se encuentra aproximándose a una especie de barrera o frontera que
parece representar el límite entre la vida terrena y la otra. Descubre que debe
regresar a la tierra, que el momento de su muerte no ha llegado todavía. Se
resiste, pues ha empezado a acostumbrarse a las experiencias de la otra vida y
no quiere regresar. Está inundado de intensos sentimientos de alegría, amor y
paz. A pesar de su actitud, se reúne con su cuerpo físico y vive.
“Trata
posteriormente de hablar con los otros, pero le resulta problemático hacerlo,
ya que no encuentra palabras humanas adecuadas para describir los episodios
sobrenaturales. También tropieza con las burlas de los demás, por lo que deja
de hablarles. Pero la experiencia afecta profundamente a su existencia, sobre
todo a sus ideas sobre la muerte y a su relación con la vida”.
Esas experiencias
son en realidad inefables; quienes han pasado por ellas, no encuentran términos
adecuados con las que expresarlas. Una de esas personas lo explica así: “Me encuentro con verdaderos problemas
cuando trato de contárselo, pues todas las palabras que conozco son
tridimensionales. Conforme tenía la experiencia, pensaba: ‘Cuando me hallaba en
clase de geometría me decían que sólo había tres dimensiones y siempre lo
acepté. Estaban equivocados. Hay más’. Nuestro mundo, en el que ahora vivimos,
es tridimensional, pero el próximo no lo es. Por eso es tan difícil contárselo.
He de describirlo con palabras tridimensionales. Es lo más cercano que puedo
conseguir, pero no es realmente adecuado. No puedo darle un cuadro completo”.
Estas personas coinciden
en sentir que están fuera de su cuerpo físico, observando este. Una de ellas
decía que “lo veía desde atrás y un poco lateralmente”, en el mismo
sitio, pues, que muchas de las personas que atraviesan las situaciones límite
de las que habla John Geiger (también Santa Teresa de Jesús) sienten que se
sitúa la presencia que los acompaña. Vale también como experiencia común
lo que decía otra de las personas investigadas por Moody: “Mi mente lo dominaba todo al instante, sin tener que pensar en ello
más de una vez”. También es común la experiencia de observar cómo
aparecen personas que vienen a acompañarles, a veces familiares, otras,
personas que no reconocen. Todas ellas, sin embargo, producen sosiego,
confianza, tranquilidad. En unos cuantos casos, los entrevistados las
identificaron con “ángeles guardianes”. Lo más peculiar, sin embargo, es lo que
los entrevistados describen como un “ser luminoso”. “Todos afirman –dice Moody– que es un ser personal, que tiene una personalidad bien definida.
El amor y calidez que emanan de él hacia la persona que está muriendo carecen
de palabras para expresarlo, pero ésta se encuentra totalmente rodeada y
poseída por él, muy a gusto y totalmente aceptada en su presencia. Siente una
irresistible atracción magnética ante ese ser, una atracción inevitable”.
También es común la “revisión” panorámica de toda su vida en un instante: de
nuevo esto apunta hacia ese estado de conciencia supratemporal y supraespacial
en el que todo parece suceder a la vez y en el mismo punto. Y, en fin, todos
coinciden en afirmar que aquello que vivieron no tenía nada equivalente a una
alucinación.
Concluyamos, pues,
que vivimos para que no todo ocurra a la vez y en el mismo punto, aquel en el
que empezó el big bang. Pero algo de nosotros mantiene el recuerdo de ese
instante y ese lugar.