“Señor del Génesis y el Viento...
vuélveme al silencio y a la sombra,
al sueño sin retorno y a la Nada infinita...
No me despiertes más”
Un ansia de escaparnos de la vida y del mundo que encuentra
cada día unas horas de satisfacción cuando, efectivamente, caemos dormidos. Al
menos una parte de lo que somos aceptará la muerte para que esa insobornable
aspiración a la Nada y al olvido que nos es congénita acabe, por fin,
realizándose. De lo cual el mismo Cioran tenía vislumbres anticipatorios que le
llevaban a preguntarse: “¿Qué hombre, al mirarse al espejo en
penumbra, no ha tenido la impresión de encontrarse con el suicida que lleva
dentro?”. Es lo que, según Ortega, tiene perfectamente experimentado,
querido Vicente, el budista: “¿Qué es la vida para Buda? –se
preguntaba metiéndose en su piel– La vida es sed, es ansia, afán, deseo. No
es lograr, porque lo logrado se convierte automáticamente en punto de arranque
para un nuevo deseo. Mirada así la existencia, torrente de sed insaciable,
aparece como un puro mal y tiene sólo un valor absolutamente negativo. La única
actitud razonable ante ella es negarla. Si Buda no hubiese creído en la
doctrina tradicional de las reencarnaciones, su único dogma hubiese sido el
suicidio (...) ¿Cómo salvarse
de la vida, cómo burlar la cadena sin fin de los renacimientos? Esto es lo
único que debe preocupar (al budista), lo único que en la vida puede tener
valor: la huida, la fuga de la existencia, la aniquilación”
Y sin embargo, en vez de estar muertos, de rendirnos a esa enorme
fuerza gravitatoria que sobre nosotros ejercen la Nada y su lugarteniente el
Absurdo, vivimos. ¿Cómo explicar ese error, ese “…estado de no-suicidio llamado
ser” (Cioran)? Si “el no ser es más fácil que el ser, (porque)
en el ser hay siempre un esfuerzo” (María Zambrano), ¿por qué nos
empeñamos en optar por la solución difícil que es vivir? Si “la
nada es un bálsamo existencial” y “la vida (no es más que una) chulería de la
materia” (Cioran), ¿por qué no cedemos al poder de la inercia y
regresamos a aquel momento en el que no había nada que nos perturbase, en el
que aún no habían aparecido el desasosiego y la angustia?
Efectivamente, Ortega decía que “hay en cada cosa una aspiración
a ser más que materia, a ser lo que los físicos llaman fuerza viva”. La
vida es un (¿chulesco?) añadido, algo que se superpone a esa primordial
aspiración a no ser nada o, en su defecto, a ser solo materia inerte, que en
nosotros se manifiesta como desesperación, como renuncia a salir de nosotros
mismos, porque no habría eventualmente nada ahí afuera, en el universo, que
viniera a resolver lo que le falta a nuestro interior, tal y como dices,
Vicente, apoyándote en Swami Prajnampad y en Marco Aurelio. Cioran, que contaba
entre los componentes de su bagaje intelectual con la suficiente ironía y, a veces,
sarcasmo, utiliza a menudo el recurso de cambiar de bando cuando parece que ya
ha dicho todo lo que tenía que decir desde el bando contrario; y así, después
de parecer que, desesperado, se rinde al budismo nihilista, introduce este otro
tono en su discurso: “Lo que irrita en la desesperación es su
legitimidad, su evidencia, su ‘documentación’: puro reportaje. Considérese, por
el contrario, la esperanza, su generosidad en el error, su manía de fantasear, su rechazo del acontecimiento: una aberración,
una ficción. Y es en esa aberración en lo que consiste la vida y de esa ficción
de lo que se alimenta”. El sarcasmo asoma en esta otra reflexión: “Abro
una antología de textos religiosos y caigo de entrada sobre esta frase de Buda:
‘Ningún objeto merece ser deseado’. –Cierro inmediatamente el libro, pues tras
eso, ¿qué leer?”.
Ciertamente, para Cioran, en cierto sentido (no se sabe
hasta qué punto irónico), tomar partido por la vida es optar por el error, por
el autoengaño. Consecuentemente, “la lucidez es el resultado de una mengua de
vitalidad, como cualquier falta de ilusión. Darse cuenta de algo va en contra
de la vida; tenerlo claro, todavía más. Se es mientras no se sabe que se es.
Ser significa engañarse”. Ante nosotros tendríamos, pues, dos opciones:
ser lúcido o vivir, desesperarse o ilusionarse… O bien, traduciéndolo al
lenguaje de la psicología clínica: vivir deprimido y preventivamente retirado
del mundo o mentalmente sano y apto para discurrir por la vida. También decía Cioran
que “aceptaríamos
fácilmente las penas si la razón o el hígado no sucumbieran a ellas”,
porque, efectivamente, la desesperación, renegar de la existencia, añorar la
Nada son pensamientos y actitudes que repercuten directamente sobre nuestra
fisiología: no solo los trastornos psíquicos, sino buena parte de los orgánicos
tienen su fundamento en aquellas formas de defección. “Toda experiencia profunda se
formula en términos de fisiología”, remata Cioran. Y Wilhelm Stekel, un intelectual que,
como tantos otros, salió de la matriz del psicoanálisis para volar después a su
aire, vendría a confirmar esta visión cuando decía: “Cada enfermedad es un aviso de
que algo en nuestro espíritu no está en orden. Ella nos recuerda que debemos
echar una mirada introspectiva a nuestro mundo interior y preguntarnos si
nuestra existencia expresa el sentido de la vida”.
Yo prefiero plantear el asunto en términos diferentes de
aquellos que empujan hacia la dicotomía lucidez/autoengaño, a la cual vendría a
superponerse la de patología/salud. No es inocuo escoger los términos que han
de definir una cuestión, porque desde
allí se puede estar determinando la posibilidad de una solución o la de meterse
en un callejón sin salida. Donde, irónico o no, Cioran reduce la vida a un
error, yo prefiero entender que esa vida lo que hace es discurrir entre el caos
y la razón, entre el absurdo y el sentido. Para empezar, la vida es, sí, todo
eso que promueve nuestro deseo de regresión a la Nada: “La vida es por lo pronto un caos
donde uno está perdido” (Ortega).
Para eludir ese caos, hay un modo sucedáneo de no decidirse a vivir: permanecer
encerrados en nosotros mismos, renunciar al mundo externo o, como diría Freud,
rechazar el principio de realidad. Es la opción digamos que “elegida” por los
autistas (una “opción” incluso prenatal) y es aquella en la que anclan las
psicopatologías más graves, las que sufren quienes viven en un mundo interior
exclusivo e incomunicable, los psicóticos. Esto es algo que queda de manifiesto
en el síndrome de desrealización, que es el que sufría un paciente
esquizofrénico de Eugène Minkowski, psicoterapeuta existencial, una vez que
había “decidido” desentenderse del mundo, y que se expresaba de esta forma: “Todo
está inmóvil a mi alrededor (...) Las cosas (...) son como pantomimas,
pantomimas que se ejecutan a mi alrededor, pero en las que yo no entro, yo
quedo fuera. Tengo mi juicio, pero me falta el instinto de la vida. Ya no logro
actuar de una forma suficientemente viva (...) He perdido el contacto con todas
las especies de cosas. La noción del valor, de la dificultad de las cosas, ha
desaparecido. Ya no hay corriente entre ellas, y yo no puedo abandonarme a
ellas. Existe una fijación absoluta a mi alrededor. Aún tengo menos movilidad
hacia el futuro que respecto al presente y al pasado. Se da en mí como una
especie de rutina que no me permite considerar el futuro. El poder creador está
en mí abolido. Veo el futuro como repetición del pasado”.
Desde una plataforma contraria a esta, decía Ortega: “La
vida es precisamente un inexorable ¡afuera!, un incesante salir de sí al
Universo (…) Es (el hombre) un dentro que tiene que convertirse en un fuera”,
“porque
–añadía en otro lugar– naturalmente y en plena salud, la atención
iría siempre hacia lo de fuera, hacia el contorno vital más allá del organismo”.
Lo que ahí afuera nos espera, sin embargo, y para empezar, es el caos; asomarse
al mundo exterior significa confrontarse con el absurdo. ¿En qué consiste ese
caos, ese absurdo que nos hace sentirnos perdidos? Pues, como ya sabían los
griegos, consiste en el cambio, la inestabilidad, la falta de permanencia de
las cosas, el constante fluir de todo lo que debiera de aportarnos una
identidad. La clausura en lo interior es, pues, incluso –aunque de forma harto
precaria– para el autista, un mecanismo de defensa para mantener un sentimiento
de identidad, de ser alguien. Así que la tarea consiste en salir afuera para
descubrir lo que hay (y si no lo hay, lo que merecería haber), lo que permanece
a través de los cambios, lo que debiera estar ahí sirviéndonos de referencia
para lograr una identidad. En suma, salimos al mundo para descubrir el sentido
de la vida. “El hecho humano es precisamente el fenómeno cósmico del tener sentido”
(Ortega). Ese sentido, para empezar, falta: todo fluye. Pero erramos el
camino si renunciamos a encontrarlo, si decidimos quedarnos encerrados en
nosotros mismos, si optamos por la indiferencia, porque las (variables y
volubles) cosas no nos afecten, por la ataraxia o imperturbabilidad que
proponían los estoicos y el Buda mismo. En suma, si optamos por la Nada y el
vacío (por la renuncia a la vida).
¿Buscar el sentido de la vida significa que existe? Pues,
como Dios, es lo eternamente ausente, pero sabemos, más o menos, en qué
dirección está: fuera de nosotros. “El deseo de una verdad
trasciende de sí mismo, se deja atrás a sí mismo y va a buscar la verdad” (Ortega). Como individuos (como seres
en sí mismos, dentro de sí mismos), lo que nos espera es el fracaso: “El
destino –el privilegio y el honor– del hombre es no lograr nunca lo que se
propone y ser pura pretensión, viviente utopía. Parte siempre hacia el fracaso
y antes de entrar en la pelea lleva ya herida la sien” (Ortega). Solo
empieza a vislumbrarse ese sentido cuando, sin dejar de ser quienes somos, algo
ahí afuera tiene, paradójicamente, la suficiente fuerza como para sacarnos de
nosotros mismos, para convertir nuestra vida en alguna forma de entrega. En ese
momento alcanzaremos la excelencia: “El hombre selecto o excelente está constituido
por una íntima necesidad de apelar de sí mismo a una norma más allá de él,
superior a él, a cuyo servicio libremente se pone” (Ortega). Yendo
hacia eso que está más allá de nosotros mismos (que no quiere decir que de una
manera definitiva lleguemos a encontrarlo), la vida empieza a tener sentido.
Hola, Javier: saludos desde la perspectiva de la Nada que aquí me puso.
ResponderEliminarNo creo que la primera distorsión vital se produzca desde el principio. La claudicación no nos posee como premisa vital. Al contrario, desde el primer momento existe una pulsión vital que nos hace incorporarnos, buscar y satisfacer. Todos partimos de una potencialidad que se ha de llevar a cabo. Incluso antes de nacer. Ya desde el útero materno somos nosotros mismos los que empujamos para salir y el grito inicial ya está clamando satisfacer aspectos vitales. Después vendrán la curiosidad, el afán -del brazo del ansia-, el reto... Y el desencanto, junto con la ilusión. Esta ambivalencia será la que nos vaya acompañando en el trayecto mientras la angustia no mine el discurrir. "Con mi primera percepción se ha inaugurado un ser insaciable que se adueña de todo lo que puede encontrar y al que nada le es pura y simplemente dado, porque ha recibido el mundo como legado y entraña en sí el proyecto de todo ser posible". Merleau Ponty. Fenomenología de la percepción. En un alarde de optimismo exultante, Tomás de Aquino nos impele a confiar: Es imposible que un deseo natural -es decir, que está inscrito en la naturaleza misma de la inteligencia- no se cumpla".
Y vivir es seguir hacia delante, a pesar de la negrura de la Sombra jungiana, o de la Nada existencial. Todos disponemos de una potencialidad que hemos de desarrollar. Mas... "causas exteriores nos agitan de múltiples maneras e igual que los vientos contrarios agitan las olas, nos sentimos tambaleados por todas partes, desconocedores de nuestro porvenir y de nuestro destino" Baruch Espinoza. Ética III.
El desencanto, entonces, viene después. Es nuestra propia conciencia la que nos impele a seguir. El hecho de poseer consciencia, de sabernos frágiles, tanto como enormes; perecederos, a la vez que memorables, etc. hará que luchemos por llevar a cabo esa potencialidad innata. A pesar de que: "si preguntaras a la vida durante mil años por qué vive, te respondería: vivo porque vivo". Eckhart. E indefectiblemente nos seguiremos haciendo: "Convertirse él mismo en otro". Hegel. Siempre esperaremos algo, y esta capacidad de emerger la extrae el hombre de sí mismo, "incluso antes de que se plantee un sentido, un telos, que proyecte hacia delante". François Jullien. Filosofía del vivir.
Hola, de nuevo, Javier:
ResponderEliminarA riesgo de perder parte de la reflexión, procedo a dividir orientativamente mi texto.
Esa pulsión que nos encamina hacia el rastro de la potencialidad ha sido reconocida por J. A. Marina y sus "Arquitecturas del deseo": "La filosofía idealista -y en ello podría incluir el budismo- fue más allá e identificó el yo con el deseo. La conciencia propia es deseo, escribió Hegel. Y Buda afirmaba, que el sentimiento del yo se origina en el deseo..." En saber moldearlo nos irá la plenitud.
Intentaré apartar la "negrura existencial", para, paradójicamente, volver a saludar la Nada burlada con el sentido:
"El hombre maduro no estará resentido contra la vida, porque incluso en el NO SENTIDO DEL MUNDO , descubrirá un sentido más profundo (...) Esta lucha del hombre con respecto a su destino temporal y a los límites de su pequeña vida, refleja los tres sufrimientos inherentes al yo EXISTENCIAL: el que nace ante los peligros de la vida (...), el que proviene de la imperfección y DEL SINSENTIDO DE LA VIDA, que expresa un reproche desesperado: ¡debería ser de otro modo!; y el sufrimiento ante la soledad que tiene su expresión en la tristeza de una existencia que no llaga nunca a realizar su plenitud". Karlfried Graf Durkheim. (Aunque intente ceñirme al pensamiento occidental, cierto es que este autor alemán se halla trufado de orientalismo)
Respecto a la poco agraciada, según insinúas, búsqueda de la ataraxia, igualmente en epicúreos que en estoicos, amén de la que capto me llega de oriente, el mismo autor nos propone: "El hombre moderno sufre de falta de calma, de calma exterior y más aún de calma interior, le falta serenidad (...) La serenidad, que se origina orgánicamente en el ser profundo, es sustituida por una disciplina de reposo y distensión (...) Tampoco puede compararse la serenidad que traduce el orden interior del ser con la calma flemática, tras la cual solo hay apatía".
Esta mencionada ataraxia, que mi espíritu vela por alcanzar, la entiendo, pues como ausencia de perturbaciones, ya que: "las pasiones son todas buenas por naturaleza y nosotros solo debemos evitar sus malos usos o su exceso", nos dirá
Descartes.
Para continuar con la mística cristiana, y al respecto del darse al exterior frente a la búsqueda de plenitud interior, ya Plotino en sus Eneadas nos decía: "Tú eras ya el todo, y a causa de tal adición te convertiste en algo menor que el todo. Esta adición no tenía nada de positivo, resultando por completo negativa. Al convertirte en algo dejaste de ser Todo. Le añadiste una negación. Y esta situación perdurará hasta que elimines tal negación. Te engrandeces, por tanto, en el momento en que rechaces cuanto no es el Todo: si rechazas eso el todo se hará presente".
También Séneca nos alertaba sobre el carácter probablemente prescindible de la excesiva aportación externa: "(...) La naturaleza ha logrado que no sean necesarias grandes alharacas para vivir bien; cada cual puede hacerse feliz. Hay que conceder poco papel a lo externo y a lo que no tiene un gran peso, ni en un sentido ni en otro; las circunstancias favorables no elevan al sabio, ni las adversas lo hunden, pues siempre se esforzó por poner en sí mismo su mayor confianza, para buscar en sí mismo cualquier goce. Consolaciones a Helvia.
Y, para finalizar, querido Javier, indicaré, citando de nuevo a Karlfried Graf Durkheim, que sí: "todos los organismos están lanzados hacia el futuro, pero lo ignoran (...) Es el ser humano -y acaso el chimpancé- (...) el único que puede anticipar imaginativa o conceptualmente las cosas... la pulsión es el antecedente del deseo" (entiende como pulsión la energía que lo mueve). Parafraseando a Kant en su "Crítica del juicio": ¿qué nos está permitido esperar?
Bueno, Javier: he aplicado el método propuesto para no perder materia en las respuestas. Aún y todo, algo he tenido que recortar en ese segundo escrito (he de perseguir más la loable virtud de la síntesis). Del mismo modo, he seguido haciendo uso de diversas citas. Si bien es cierto que la ausencia de ellas denotan una carencia y pobreza en la exposición, yo me suelo hallar conforme tratando con un pensamiento lo más particular posible, aunque estemos constantemente plagiando aquello por lo que nuestros ojos ya pasaron.
ResponderEliminarPara finalizar, he intentado apartarme de los tintes orientalizantes, aunque los contiene, y ceñirme a la "circunscripción única" occidental.
Recibe un cordial saludo
Hola Vicente. Voy a estar unos días fuera y sin posibilidad de escribir, así que entro aquí un momeno para dar acuse de recibo de tu complejo, exuberante y elevado comentario, pues no quiero que parezca que lo leo y recibo de una manera descuidada y poco atenta. Pero como no va a ser fácil ponerse a la altura que dejas nuestro debate, prefiero no precipitarme e ir pensando mi respuesta.
ResponderEliminarDisfruta, mientras tanto, del fin de semana.