sábado, 24 de mayo de 2014

La vida serena: ¿una añoranza o una promesa?

     La angustia y sus derivados, incluidas entre estos las defensas inapropiadas que levantamos para defendernos de ella, están en el origen de todos los trastornos psíquicos y de buena parte de los orgánicos. Cabría excluir de esta afirmación a las psicopatías, que son ese modo extremo de trastorno mental caracterizado por la inexistencia de angustia, aunque podríamos considerar esto como resultado de una muy temprana amputación defensiva de tal sentimiento, cuyas consecuencias pueden llegar a ser aún más dramáticas que las que derivan del resto de los trastornos psíquicos. No toca hoy demostrar estas aseveraciones, sino empezar por deducir de ellas que nos jugamos algo decisivo en el hecho de interpretar adecuadamente cuál es, a su vez, el origen de la angustia.

     Hay al respecto, para empezar, dos interpretaciones que llevan a situar en la circunstancia el origen de la angustia, en cuanto que la entienden como resultado de sendas desviaciones de la normalidad provocadas por causas objetivas: una de esas interpretaciones la aporta el modelo biomédico de la enfermedad, y según ella, la angustia, y consiguientemente los trastornos psíquicos, tienen su origen en una alteración bioquímica que se produce en el funcionamiento de nuestro sistema endocrino (el encargado de segregar nuestras hormonas) y/o nuestro sistema nervioso (el que regula la comunicación entre nuestras neuronas a través de los neurotransmisores). Según este modelo biomédico, las deficiencias hormonales o de neurotransmisores que darían origen a los trastornos psíquicos deben de ser tratadas bioquímicamente, es decir, por medio de psicofármacos. La otra interpretación que achaca a la circunstancia el origen de la angustia y de los trastornos psíquicos en general entiende que estos derivan de procesos de aprendizaje de comportamientos inadecuados llevados a cabo en nuestra interacción con el entorno. La alternativa a esos comportamientos que propone este modelo ambientalista es la terapia de conducta (cambio del comportamiento a través de un programa de reeducación basado en refuerzos adaptativos) o la terapia cognitiva (que lleve a un cambio en la interpretación de los referentes ambientales que han originado los trastornos).


     De estas interpretaciones que proceden respectivamente del modelo biomédico y del ambientalista se infiere, pues, que si lográramos cambiar las circunstancias, las causas objetivas que originan los trastornos, deberían de corregirse estos. Ambos modelos son los que hoy están vigentes en la psiquiatría y en la psicología, tanto las que rigen en el ámbito académico como las que efectivamente se aplican en la clínica.

 
     Desde una interpretación contrapuesta a las citadas, y a la cual me adscribo, la angustia es un sentimiento congénito, nos es, para empezar, consustancial y no depende para existir de causas objetivas, de motivos externos que la provoquen. No es pues un sentimiento reactivo, que surja de nuestra interacción con nuestra circunstancia orgánica o con la ambiental, que lo único que hacen es desencadenarla cuando no mantenemos con ellas una relación adecuada. Y al contrario, podemos reconducir esa angustia hacia otros sentimientos menos ingratos, o decididamente positivos, si nuestra forma de confrontarnos con esa circunstancia lo propicia. La interpretación de la angustia en cuanto que sentimiento que nos acompaña desde nuestra entrada en el mundo viene, por otro lado, a coincidir con la expresada mitológicamente por la doctrina cristiana del pecado original.

     A partir de aquí, esta interpretación que remite la angustia a nuestros mismos orígenes, se bifurca, a su vez, a la hora de proponer alternativas que nos permitan superarla. Tradicionalmente, se ha considerado que nacer, entrar en la vida es una disminución, un venir a menos. “Para (los) pueblos primitivos la existencia del hombre en el cosmos se considera como una caída”, decía, efectivamente, el antropólogo e historiador de las religiones Mircea Eliade. Consiguientemente, esos pueblos elaboran rituales que periódicamente los devuelven simbólicamente al mundo que perdieron al nacer, al paraíso de los orígenes, allí donde las angustiosas perturbaciones que aparecieron al “caer” en esta vida ya no existirían. Puesto que venir a la vida conlleva de forma ineludible ese modo de sufrimiento que culmina en la angustia, la guía para saber cómo sobreponernos a él ha de provenir, según esta perspectiva, de nuestra nostalgia, la que nos señala la vuelta atrás, la renuncia, de una forma al menos sucedánea, al mundo y a la vida, la desvinculación, pues, respecto de todas las complicaciones que conlleva el hecho de vivir.

     Ya en los tiempos en los que apareció la filosofía, esa perspectiva que empuja a ver la vida como un venir a menos pasó a ser, hasta que llegó Aristóteles, la más característica; y así, Platón decía que al nacer hemos venido a caer en un mundo engañoso, en el que rigen las apariencias, las falsas imitaciones de la verdad, esto es, de las Ideas, que dejamos atrás cuando nacimos, y que solo recuperaremos regresando allí, saliendo de la caverna de este mundo que nos muestran los sentidos, “recordando” ese otro mundo perfecto al que una vez pertenecimos y en el que, consiguientemente, la zozobra que aquí nos acompaña desaparecería. Citas, Vicente, a Plotino, que, fiel a la doctrina platónica, decía precisamente: "Tú eras ya el todo, y a causa de tal adición te convertiste en algo menor que el todo (…) Al convertirte en algo dejaste de ser Todo. Le añadiste una negación. Y esta situación perdurará hasta que elimines tal negación. Te engrandeces, por tanto, en el momento en que rechaces cuanto no es el Todo". El Todo es ese mundo idílico que dejamos atrás y al que solo volviendo allí (hacia lo que “existía” antes de que hubiera vida) podremos, según Plotino, recuperar.

     En la era moderna encontramos como destacado referente de esta interpretación, de esta regresiva manera de situarse en el mundo a  Jean-Jacques Rousseau, que decía: “Todo está bien al salir de las manos del autor de las cosas: todo degenera entre las manos del hombre”. Según esto, de lo que se trataría es, nuevamente, de regresar, de recuperar al buen salvaje que llevamos dentro, el que no habría salido aún del estado natural, porque –decía también Rousseau: “Los primeros movimientos de la naturaleza son siempre rectos: no hay perversidad original en el ser humano”. Así que superaremos nuestra angustia congénita (superaremos las perturbaciones que conlleva el hecho de vivir), anulando todo lo que nos vincula a este engañoso mundo de “apariencias”, según lo decía Platón, de “artificios civilizadores”, hubiera preferido decir Rousseau, que así dejaba escritas sus implícitas recomendaciones en “El Emilio”: “El hábito más dulce del alma consiste en una moderación de goce que deja poco lugar al deseo y al disgusto. La inquietud de los deseos produce la curiosidad, la inconstancia; el  vacío de los turbulentos placeres produce el hastío (…) De todos los hombres del mundo, los salvajes son los menos curiosos y los menos hastiados; todo les es indiferente: no gozan de las cosas sino de ellos mismos; pasan su vida sin hacer nada y no se aburren jamás”. No muy diferentes, pues, sus propuestas de las de los estoicos que predicaban la ataraxia o de las de los budistas que predican el desapego.

     La otra interpretación, en fin, que nos queda sobre cómo reconducir las perturbaciones que traemos al nacer es la que mira hacia delante, la que ve en las insuficiencias que desde entonces nos acompañan no algo que invite a volver atrás, sino a construir la manera de superarlas mirando hacia el futuro. “El hombre –decía precisamente Ortega y cuyas palabras, cómo no, suscribo– comienza por ser su futuro, su porvenir. La vida es una operación que se hace hacia delante”. Ya Hegel lo había advertido: “El hombre (…) tiene que hacerse a sí mismo lo que debe ser; tiene que adquirirlo todo por sí solo, justamente porque es espíritu; tiene que sacudir lo natural”. El estado natural (lo que somos al nacer) no era para Hegel algo que hubiera que recuperar, sino que se trataba de trascenderlo, de aproximarse al Espíritu, en donde residiría la nunca del todo alcanzable superación de nuestras perturbaciones, de nuestra angustia congénita.

     La vida, pues, es una tarea de reparación de nuestras consustanciales insuficiencias o, dicho en los términos de la mitología cristiana, una forma de redimir nuestro pecado original (algo que, por otro lado, en lo que no parecen creer demasiado los católicos, que tienden a tomar como modélica la vida contemplativa, la que lleva al desapego del “mundanal ruido”). Aterrizamos, pues, en la realidad para construirnos en ella un proyecto de vida reparador, que haga que nuestro paso por el mundo pase a ser, no el resultado de un error o de una “caída”, sino el intento de contrarrestar nuestra desazón congénita, de modo que nuestra trayectoria vital nos lleve a justificar el hecho de estar aquí, en el mundo, gracias a que disponemos de esa finalidad. Y es que si lo que hubiéramos hecho naciendo fuera decaer, la vida se convertiría en algo inevitablemente deprimente, mientras que si entendemos que, en algún sentido, vamos a más, la vida pasará a ser algo atractivo y estimulante.

     Y permíteme decirte, Vicente, que creo que no he sabido juzgar adecuadamente tu postura al respecto de todo esto. Es cierto que te situaba más próximo a esa línea de pensamiento que conecta con el budismo, y que ahora creo ver que, sin desvincularte del todo de ella, tiendes puentes hacia esta otra que permite entender la vida como un proceso de enriquecimiento acumulativo… ¡espiritual, claro, que de pobres no tenemos la pinta de saber salir!
         

3 comentarios:

  1. Hola, Javier:

    Me parece interesante esa "tercera vía" que tomas para definir y contrarrestar a la angustia. Cierto es que yo la tenía ubicada, como bien expones, entre una carencia en los niveles bioquímicos -endógena-, o bien, como una cuestión referida a ciertos desencadenantes externos -exógena o reactiva-. El hecho de considerarla congénita nos abre un nivel nuevo de percepción de nuestra propia existencia.

    Interesante, decía, pero, quizás, no concluyente. Creo que ciertas carencias en la realización de la sinapsis (o sea, la bioquímica cerebral) influyen de una notable manera. Respecto a los condicionantes externos, me sigo considerando un párvulo como para pretender dominio de sus influencias. Parece ser que existe un estado de aceptabilidad en el desempeño del buen vivir. Así pues, la angustia no sería un agente limitante, y, por ende, no congénito: "Quienes sufren el temor apremiante de perder sus bienes, ser enviados al exilio o caer subyugados, viven en continua angustia. Mientras que los pobres, los desterrados y los siervos viven alegremente (?). Resaltada la disposición alegre del ánimo, pasamos a conformar las consecuencias de padecer propensión al miedo o a la angustia: "Y las muchas personas que, incapaces de resistir las punzadas del miedo, se han colgado, ahogado o arrojado al vacío nos han advertido de que este (el miedo) es incluso más importuno que la muerte". Montaigne. Dura acompañante, entonces, la angustia como para ser parte de nuestra disposición congénita.

    Pero, insisto, amén de que no me considere entre la pléyade de optimistas, en que me parece interesante la formulación de que la angustia pueda ser parte de nuestro bagaje al nacer. Ahora bien, ello nos pone a los pies del existencialismo y su percepción de que la angustia y la nada forman un binomio difícilmente separable: "La angustia coloca al hombre ante la nada y lo obliga a enfrentarse a su finitud". Heideger. No obstante, sería relativamente sencillo continuar asido al sentir cuasi-vacío del existencialismo para definir los procesos angustiosos del sentir. Pero sí considero interesante citar a Kierkeegad en El concepto angustia: "Es más, tanto más perfecto será el hombre, cuando mayor sea la profundidad de su angustia. Esto no debe entenderse como en el sentido de una angustia por algo exterior, por algo que está fuera del hombre, sino de tal manera que el hombre mismo sea la fuente de la angustia". De este modo, volveríamos a entrar en disquisiciones sobre la nada, el sentido (o su carencia), etc. Ello, además, nos lleva de nuevo hacia la experiencia interior frente al predominio de la proyección mayoritariamente externa que expones.


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  2. Partiendo de que la vida nos es dada y de que nada podemos hacer para, como sujetos, incitarla, y de que el sentido hemos de buscarlo en nuestro existir, no me parece sugerente el tomarla como una caída. El texto referido de Plotino sobre ser el Todo y restarnos con las añadiduras, lo asociaría a la plenitud que ello supone, y no a un idealismo que nos haga pensar en una, no ya remota, sino, incluso, inexistente, "Edad de Oro". En referencia a las comprensiones más o menos esotéricas que el pensamiento idealista ha podido sugerir, citaré a Spinoza. "De ahí que no resulte extraño que todos aquellos que intentaron entender el desarrollo de la naturaleza sirviéndose de semejantes nociones (habla de la distinción entre sustancia -o sea, los seres vivos- y modo) y por cierto, mal entendidas, se hayan enredado tan admirablemente que, al final, no hayan logrado desenredarse sino trastocándolo todo y admirando los mayores absurdos."

    En estas nociones de Plotino puedo entender, al igual que en la cultura oriental lo capto (y no solo en el budismo), un deber de agradecimiento hacia la propia existencia como humanos. El hecho de que existan tantísimas formas posibles de manifestación de la vida, hace que suponga una probabilidad remotísima el nacer humanos. Y en ello ya nos va toda la potencialidad que habremos de intentar desarrollar. De hecho, la gran carencia que observo en el discurrir, es la potencialidad perdida (para mí, ello supone la nostalgia). Hume también nos lleva hacia delante en el hecho de confiar en esa potencialidad o predisposición. "Los hombres son llevados por su instinto y predisposición naturales a confiar en sus sentidos, incluso antes del uso de la razón, siempre damos por supuesto un universo externo que no depende de nuestra percepción, sino que existiría aunque nosotros, y cada criatura sensible, estuviéramos ausentes o hubiéramos sido aniquilados."

    En este proceder conformándonos con la existencia rica en interioridad, observo un detalle agradecido, nuevamente, en Spinoza. "Estar satisfechos con nosotros mismos es el objeto supremo de nuestra esperanza". Y ello por el hecho de ser humanos: "Los seres de la naturaleza se contentan con ser, son simples; son una sola vez; pero el hombre, en tanto que conciencia, se desdobla: es una vez, pero es para sí mismo." Hegel.

    Creo que en el hecho de ser ya tenemos toda la humanidad a disposición y "Aunque podamos ser eruditos por el saber de otros, solo podemos ser sabios por nuestra sabiduría". Montaigne. Yo, sabido es, no la alcanzaré sino en dispersos, confusos y, probablemente, contradictorios estadios. Pero mi potencialidad y mis deseos se orientan hacia ese gustoso ejercicio de seguir huyendo hacia mi limitado desarrollo. A pesar de que: "cuando nos preguntamos por el sentido y el valor de la vida, nos ponemos enfermos porque ni el uno ni el otro existen objetivamente." S, Freud. Carta a Mari Bonaparte XIII, agosto 1913.

    Recibe un cordial saludo, Javier, y espero no seguir confuso como, intuyo, estoy haciendo últimamente.

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  3. Qué le voy a hacer: sigo confuso.

    Respecto a la asunción de postulados budistas como me indicas, diré que se trata de una libación, lo que me lleva a conformar una especie de miscelánea del sonsacar. Lo que ellos han aportado a occidente ha sido la sabiduría de vivir el presente, que es distinta de hacerlo exclusivamente en el instante, según A. C. Sponville nos dice en "Invitación a la filosofía". Aprovechando esta tendencia claramente eficaz, en EE.UU. se ha desarrollado toda una escuela bajo el marchamo de la atención plena, Mindfulness.

    Pero ello, ya lo hemos comentado atrás, también lo apreciaba la sabiduría clásica: "Solo existe el presente." Crisipo. "El mayor obstáculo de la vida es la espera, todo lo que ha de llegar más tarde es incierto: vive ahora. " Séneca.

    Nada nuevo, por lo que se observa. Es, insisto, la gran aportación que el budismo ha hecho a occidente. Quizás a ese occidente que busca, no ya la tranquilidad de espíritu, sino más bien otra variante de la eficacia. Pero yo lo enlazo con nuestros clásicos grecorromanos para mejor captar el valor de esa sabiduría.

    Por lo demás, orientado al materialismo epicúreo, más que a ningún idealismo, no me veo aceptando ortodoxias espiritualistas. Admiro, eso sí, del budismo el hecho de que no consideren necesario un ser creador y que sus preceptos puedan pasar perfectamente por una filosofía. Respecto al aburrimiento que Ciorán nos exponía, hay un francés, hijo de J: F. Revel -Mattthieu Ricard- que ha sido considerado un prodigio de serenidad y felicidad en pruebas neuro-científicas. Él mismo es científico especializado en genética molecular. Hace años comenzó a aplicar los preceptos budistas, alejándose de la tendencia libertaria de su progenitor.

    Pero eso de los preceptos en un talante que difícilmente asume dogmas como es el caso de un servidor... Y que vuelvo a reconocerme más bien materialista, lo que no es óbice para que sienta mi lado espiritual. Mas existen convicciones de esa mencionada tendencia oriental que mi espíritu no logra desentrañar. Tal es el caso de la unicidad, la no dualidad. No discernir entre el sujeto y el objeto (?). Sí es cierto que toda nuestra tendencia ha de ser hacia lograr estadios siempre superiores, tal y como el universo mismo se halla en expansión.

    Pero no sólo es el budismo, decía. Está la filosofía confuciana y el taoísmo, de donde perfectamente puedo seguir sacando complementos a esa mencionada miscelánea del hallar. Los yogis hindús también participan del saber milenario, eso sí, obligadas son unas extensísimas abstracciones.

    Siempre me quedará el clasicismo greco-romano para retornar una y otra vez a los mejores asideros que he captado. "Por lo demás, giramos en redondo sobre el mismo punto sin encontrar ninguna salida, y vivir no nos forja ningún nuevo placer. En cambio, tan pronto como le falta algo a nuestro ardiente deseo, esa cosa nos parece superior a todo lo demás; y, cuando la tenemos, nuestro ardiente deseo se fija en otra, y una misma sed de vivir nos posee, y así permanecemos, siempre, boquiabiertos." Lucrecio.

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