No sé, por ejemplo,
en qué medida o hasta qué punto el cristianismo contribuyó a la decadencia del
Imperio romano. Pero creo que sí, que contribuyó, a pesar incluso de que su propuesta
de vuelta hacia lo interior, su descubrimiento de la intimidad, se consolidó
como uno de los pilares de Occidente. “¿No
sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?”,
preguntaba en aquellos tiempos inaugurales San Pablo a los corintios. Pero ya
antes el mismo Jesucristo había traído al primer plano a la intimidad del ser
humano. Así, por ejemplo, el pecado, para Jesús, no tenía lugar en el mundo
exterior, sino dentro de uno mismo; y es por ello que afirmaba: “Habéis oído que se dijo: No
cometerás adulterio. Pero yo os digo que todo el que mira con malos deseos a
una mujer ya ha cometido adulterio con ella en su corazón”. También la
virtud, no solo el pecado, acontecía de puertas adentro: “No hagáis el bien para que os vean los hombres (…) Tú, cuando des
limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha. Así tu limosna
quedará en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te premiará”. Y
asimismo, la relación con Dios dejaba de estar supeditada, como hasta entonces,
a los rituales externos: “Tú, cuando
ores, entra en tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo
secreto”. Siguiendo estas enseñanzas fue como el individuo acabó
reparando en la conciencia de sí mismo, lo cual le hacía decir a San Justino,
aquel al que decapitó el estoico Marco Aurelio: “Evidentemente, ellos (los estoicos) intentan convencernos de que
Dios se ocupa del universo en su conjunto, de los géneros y de las especies.
Pero si no se ocupara de mí o de ti, de cada cual en concreto, nosotros no le
rezaríamos noche y día”. Sin todo esto, sin ese realce de lo interior,
de la subjetividad, no creo que Descartes hubiera llegado a decir aquello de “pienso, luego existo”.
Pero efectivamente,
el cristianismo, con esa perspectiva, viene a subvertir todo orden social
establecido. Mientras el emperador Marco Aurelio decía: “Solo al ser racional le ha sido dado seguir voluntariamente los
acontecimientos, pues seguirlos sin más es obligatorio para todos”, y
Séneca, otra cumbre del pensamiento estoico, había afirmado: “Es la naturaleza quien tiene que
guiarnos; la razón la observa y la consulta”, Lutero, siguiendo a San
Pablo y aludiendo a la vertiente mundana del hombre, daba expresión a la
fórmula contrapuesta que es característica del cristianismo: “El cristiano es un hombre libre, dueño
de todas las cosas, no se halla sometido a nadie”. Y mientras que Marco
Aurelio, al contrario que San Justino, recomendaba “no referir la acción a ninguna otra cosa excepto al fin común”,
María Zambrano sabía que “el
Cristianismo (…) es religión de la persona que existe en soledad”. Y
también el mismo Ortega: “El
cristianismo es el descubridor de la soledad como sustancia del alma”.
El modelo de vida para el cristiano era… y sigue siendo, ante todo, el propio
del monje (etimológicamente, “monje” proviene del griego monakhós
“solitario”, “solo”, “único”, derivado de monos “uno”, “solo”); el
modelo del estoico, por el contrario, fue el ciudadano dócil, adaptable, sumiso.
Y aunque ambas
paradójicas vertientes, la del ser solitario, libre, insumiso y la del ciudadano
obediente y acomodaticio, conjuntadas de esa forma a la que se refiere Ortega
cuando dice que “yo soy yo y mi
circunstancia”, vienen a desembocar en esa impar creación que es el
hombre de Occidente, la exclusiva y excluyente influencia del cristianismo, con
su insistencia en que aquí estamos de prestado, en que en lo sustancial no
pertenecemos a este mundo, fue en gran medida desmovilizadora para el Imperio
romano. Así argumenta, con un verbo casi demasiado florido, Edward Gibbon al
respecto: “Anduvo el clero predicando con éxito la doctrina de la paciencia y la
pusilanimidad (¡ni que fueran enviados de Rajoy!); desmerecieron las prendas
gallardas de la sociedad, y los restos postreros de la bizarría militar se
empozaron en el claustro; consagrose parte crecida de la riqueza pública y
particular a las peticiones bienquistas de la caridad y la devoción, y la paga
del soldado se vinculó en la muchedumbre inservible de ambos sexos (monjes
y monjas), en galardón de la abstinencia y la castidad, sus únicos realces (…)
Desviaron los emperadores su ahínco de los campamentos para encaminarlo a los
sínodos (…) Un siglo servil y afeminado se enamoró devotamente de la
poltronería sagrada de los monjes”. Una vez realzado el individuo, pues, el cristianismo lo desechaba en
cuanto que ser de carne y hueso y comprometido con su circunstancia mundana.
Cuando San Pablo, llegando a los mismos parajes existenciales
que ya había recorrido el antimundano Pitágoras, decía: “¡Desdichado de mí! ¿Quién me
librará de este cuerpo que es portador de muerte?”, estaba abogando de
manera perentoria por escapar de este mundo, por dar la espalda a lo que
significa afrontar los problemas, las angustias y las satisfacciones que trae
consigo nuestra condición terrena y, en suma, repudiando las “pecaminosas”
servidumbres que contraemos al estar insertos en nuestro cuerpo y en nuestro
mundo (en nuestra circunstancia). Aún era más explícito San Pablo cuando
recomendaba a sus seguidores en Corintio: “Quiero que estéis libres de preocupaciones.
Y mientras el soltero está en situación de preocuparse de las cosas del Señor y
de cómo agradar a Dios, el casado ha de preocuparse de las cosas del mundo y de
cómo agradar a su mujer, y, por tanto, está dividido. Igualmente la mujer no
casada y la doncella están en situación de preocuparse de las cosas del Señor,
consagrándose a él en cuerpo y alma. La que está casada, en cambio, se preocupa
de las cosas del mundo y de cómo agradar a su marido”. En suma, que si
hay que ser consecuente con lo que tal cristianismo demanda, todos habríamos de
ser monjes o monjas dedicados a la vida contemplativa… ¡Así no hay manera de
mantener un Imperio en pie! Frente a Atila y los que como él venían
representando a la oscuridad que acabó cerniéndose sobre Occidente, no valían
las recomendaciones de amor a los enemigos y de desentendimiento de lo que
pasara en el mundo que predicaban los anacoretas (a propósito, no fue el Papa
León el que saliendo a entrevistarse con Atila evitó que este entrara en Roma,
como dice la leyenda; al parecer fue una plaga mortal que asolaba la zona lo
que empujó a Atila a retirarse).
En cuanto a lo del relativismo moral de los cristianos…
acepto que hay que “relativizarlo”, claro: el Papa Ratzinger, precisamente,
convirtió la lucha contra esa deficiencia del sentido de la responsabilidad que
parece afectar a su sucesor (http://www.elmanifiesto.com/articulos.asp?idarticulo=4472)
en su batalla principal. Digamos que ese relativismo viene a ser una tentación
que acosa, más o menos subrepticiamente, a los cristianos, y que nace en
aquella perspectiva sesgada hacia lo interior que les caracteriza, y según la
cual, como decía San Agustín, “la verdad habita en lo interior”,
es decir, no está comprometida con lo que pase o deje de pasar en el mundo, no
está afectada por lo que sean las cosas, el mundo objetivo, es una verdad de
principios, no de resultados. La misma –o de su misma índole– que cuando
Occidente estaba a punto de entrar en el desvarío cultural que aconteció a
partir del Romanticismo, Novalis anunciaba diciendo que “todo lo bueno que hay en el
mundo viene de dentro”. Y la
misma también a la que, aludiendo al melancólico (es decir, al protorromántico),
se había referido Kant cuando decía de él que “le interesan poco los juicios de los otros,
lo que estos toman por bueno o por verdadero, y se apoya solo en su propio
criterio”. Una perspectiva que el mismo Novalis vino a ratificar diciendo:
“El
hombre existe en la verdad. Si renuncia a la verdad, renuncia a sí mismo. Quien
traiciona la verdad, se traiciona a sí mismo”. Una verdad absoluta,
pues, de puertas para adentro, pero desentendida de lo que pasa de puertas para
afuera, en el mundo, en la circunstancia. De ahí el desasosiego moderno,
especialmente después de la “muerte de Dios”, del desistimiento de encontrar
verdad alguna ya no solo aquí, sino también en un más allá del que se descree,
y que era el consuelo al que el cristiano se aferraba. Es ese el desasosiego al
que se refiere Ortega de esta forma: “El Romanticismo significa la moderna confusión
de las lenguas. Es un ‘¡sálvese quien pueda!’. Cada individuo tiene que
buscarse sus principios de vida –no puede apoyarse en nada preestablecido.
¡Adiós dulzura, suavidad, quietud!”. Estaba hablando del mismo ser
solitario, monacal, libre, únicamente apoyado en sí mismo que había conformado
el cristianismo… y al que esta misma doctrina había empujado hacia el desierto y los
cenobios o hacia la exclusiva vida interior.
Otro romántico destacado, Heinrich von Kleist, mientras
sufría una crisis que le llevó a considerar su vida carente de sentido, se
expresaba de esta manera en una carta dirigida a su hermana: “La
idea de que no sabemos nada de la verdad, nada en absoluto, que aquello que
aquí llamamos verdad, tras la muerte se llamará de otra manera, y que por tanto
el afán de conseguir algo propio que nos siga también a la tumba es totalmente
vano y estéril, esta idea me ha estremecido en el santuario de mi alma (…) Mi
único y máximo objetivo ha caído y ya no tengo ninguno”. Von Kleist
empezó por aislarse, como buen romántico (como buen epígono del cristianismo),
dentro de sí mismo, desdeñando cualquier verdad mundana; siguió desesperando de
que hubiera alguna verdad alternativa, pues por entonces se estaba pergeñando
el nihilismo, la muerte de Dios. Y culminó esa trayectoria a los 34 años,
suicidándose.
Para no desentonar de mi anterior artículo, terminaré de una
manera también heteróclita: si Nietzsche levantara la cabeza, me atizaría un
zurriagazo por decir que en la semilla de ese extremismo subjetivista que
sembró el cristianismo maduró su idea de la voluntad de poder, una voluntad que
no repara en los resultados, que busca siempre el más allá. Después de que
Dios, el Bien, lo que da sentido y trascendencia a lo que aquí pase, hubiese
muerto, a donde le llevará su búsqueda es más allá del bien y del mal, a la
cumbre del relativismo. En ese relativismo (¡ay, Dios, lo que se ve uno
obligado a concluir!) en el cual el bien y el mal ya no son categorías
normativas, en donde la subjetiva voluntad de más no encuentra freno en los
objetos del mundo (abogando por las cosas
que están bien y repudiando las cosas que están mal), fermentó la
más monstruosa derivada que andaba agazapada en el núcleo del que salió nuestra
civilización: el nazismo.
Otro día podríamos seguir el rastro de otra conexión
soterrada no menos escandalosa: la que vincula aquel marxismo que afirmaba que
"la existencia determina la conciencia" con el estoicismo, que llevaba a Séneca a
expresar esa misma idea de una manera, desde luego, más elegante: “Es
la naturaleza quien tiene que guiarnos; la razón la observa y la consulta”.
Es decir, que el estoicismo, en cuanto sesgo unilateral, cuenta también con su
propia perversión, el comunismo, que no deja de estar latente y agazapado en el
núcleo de sus enseñanzas.
Así pues, querida Carlota, en mi opinión, el nazismo y el
comunismo no son propiamente perversas alternativas al cristianismo, sino exacerbación
y parodia de los respectivos sesgos del cristianismo y del estoicismo. Y será
la conjunción paradójica de ambos sesgos (“yo soy yo y mi circunstancia”) lo
que vendrá a suponer la auténtica alternativa cultural al despiste que hoy
sufrimos.
Saludos, Javier. Siguiendo mi táctica habitual, procedo a atrincherarme en lo que conozco un poco. En cuanto a la decadencia romana, creo que hay que tener en cuenta el proceso de ruralización y estancamiento económico que comienza ya en el siglo III, aunque en general, se puede decir que fue algo que se daba sobre todo en la zona occidental del Imperio. La zona oriental siguió presentando un gran vigor cultural y comercial, y estaba más cristianizada, cuando evolucionó a lo que conocemos como Imperio bizantino no parece que se dejase llevar por ninguna tendencia cristiana de hippies comeflores, y mantuvo un gran vigor militar hasta la batalla de Manzikert (1071).
ResponderEliminarEn toda la historia del cristianismo ha habido místicos, radicales e iluminados, casi siempre en épocas difíciles, anacoretas, cátaros, y un largo etc. Es más, incluso dentro de la Orden que más le gusta al actual Pontifex Maximus aparecieron los "Espirituales", allá por el siglo XIV, predicando la pobreza extrema y demás,con muy poca dulzura cristiana, el Papado los llamó "fraticelli"( frailecillos) de manera despectiva y los condenó por herejes, aquellos Papas no eran nada relativistas jeje.
En cuanto a la parte filosófica del artículo, me falta artillería intelectual para poder combatir, pero aunque sí parece que esa tendencia mística y escapista está presente en el cristianismo, generalmente se la ha controlado o minimizado.
Diría que Javier historia las ideas -al modo en que Nietzche investigó la genealogía de la moral- y John Carlos historia los hechos, ejercicio bastante menos arriesgado.
ResponderEliminarYo no historio nada. Ni las ideas, porque no estudié filosofía, y su conocimiento no se improvisa; ni los 'hechos ilustres' o simplemente relevantes, porque tampoco estudié Historia, salvo un cursito de historia del derecho, tan interesante como insuficiente.
Tu discurso, Javier, me parece presidido por aquel principio formulado en el título del ensayo de Weaver que cito a menudo: 'Las ideas tienen consecuencias'
Y, sobre todo, tienen antecedentes. Antecedentes y consecuentes, pues.
La cuestión estriba en la investigación minuciosa de su paternidad, sobre todo cuando ésta es negada.
Decir que el nazismo es una desviación extremosa del cristianismo, es decir, que procede de él, siquiera por vía bastarda, cuando tal hijo niega a tal padre y éste no reconoce a aquél, supongo que tiene una explicación 'dialéctica': la antítesis contiene la tesis, aunque sea para negarla, y, desde luego, la sucede, y lo que es más, la provoca, según el conocido orden hegeliano.
A mí, acaso por mi ignorancia, me parece más un truco que una explicación.
Y el párrafo que citas, de Gibbon, una caricatura, que se acomoda mejor a sus propios prejuicios que a los hechos. Como ya he dicho, no sabemos, y no podemos saber qué se hubiera hecho del Imperio sin el cristianismo. Gibbon, tampoco. Pero la teoría de que declinó por la abstinencia carnal y el consiguiente desplome demográfico -que no consta-, provocado por el puritanismo paulino o por el amariconamiento, se me antoja difícil. La decadencia imperial se asocia en mi imaginación, con tan poco fundamento como con el puritanismo, con la vida licenciosa, las bacanales y la flojera de la entrega a los placeres carnales y mundanos.
Pero esta es una cuestión sobre la que tejeríamos y destejeríamos el mismo lienzo, al menos mientras no tuviésemos más datos. Además, el cristianismo supuestamente letal para el imperio romano ¿resultó vigorizante para el carolingio o para el español?
En esta materia yo establecería las relaciones causales con suma cautela, aunque ya sé, o creo saber, que la Historia no es una mera yuxtaposición cronológica de hechos, sino que busca su explicación ... desconfiaría de la subjetividad explicativa.
A ver si encuentro otro ratito para meterme en otro aspecto de la cuestión: una interpretación 'espiritual' algunas de las citas evangélicas que aduces como prueba del apartamiento cristiano del mundo y de la entrega a la evasión. Tal apartamiento no impidió roturar los campos, labrar viñas y olivares, etc., ... Acaso haya tenido algún influjo económico al atacar el "modo de producción esclavista" (ala, mi homenaje a Marx) pero como había que seguir comiendo, fue preciso seguir sembrando, y cosechando, y ... y se hizo.
Intentaré volver.
Me despido ahora con este brocardo colectivista, atribuido precisamente a Marco Aurelio: 'lo que es bueno para la colmena, es bueno para la abeja' Simple y terrible. Y no era apicultor.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarLo dicho, queridos John Carlos y Carlota: que una vez que cojo carrerilla y empiezo a contestarles, me puede mi propensión a la verborragia y ya estoy viendo que me sale otro artículo. Me hace sentir que debatir sobre estas cosas es casi pecar de indolencia mientras la actualidad pone en primer plano esa actitud de nuestros gobernantes, que nos están meando encima excarcelando etarras y Rajoy quiere convencernos de que simplemente “llueve”. Pero, por un lado, hay quien sabe adentrarse en esa actualidad con mucha más solvencia intelectual y literaria y, por otro, debatir sobre la decadencia del Imperio romano quizás no sea un asunto que ande muy lejos de nuestros actuales problemas. Así que de nuevo les emplazo para dentro de unos días.
ResponderEliminarY muchas gracias por enriquecer con su erudición e inteligencia este humilde blog. John Carlos: comprobar su conocimiento de la historia supone un placer intelectual antes que un reto, que también. Y Carlota: yo, cuando sea mayor, quiero escribir como tú.
Y una cosa más, Carlota: tenía que pillarte Marco Aurelio por ese flanco. Después de, aun sin ser apicultor, abrirte esa puerta, está claro que te tendría ganada y, si te pones a leer sus (deliciosas) "Meditaciones" (si es que no lo has hecho ya), estarías metida en un jardín, porque habrías de hacer compatible sus pensamientos con la doctrina de aquellos a quienes él se dedicaba a cortar la cabeza...
Saludos. Javier, mi opción es más fácil, usted se arriesga, yo le leo y asalto por donde me parece que las líneas son menos fuertes, puede ver que en temas filosóficos no soy tan valiente jeje. Veo que Carlota me ha calado, si es que no sé disimular.
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