viernes, 27 de diciembre de 2013

Cómo enferman mental y moralmente los individuos y las sociedades

     Carl Gustav Jung (1875-1961) fue, además de un gran psiquiatra, un pensador revolucionario que hizo aportaciones de extraordinaria e insospechada importancia al estudio de la mente humana, que, en mi opinión, aún no han sido asimiladas suficientemente por parte de nuestra cultura, aunque asoman aquí y allá a través de la influencia que han ejercido en diversos ámbitos de estudio o interés por las manifestaciones del espíritu humano. Pero esa influencia sigue siendo muy escasa especialmente en los dominios de la psiquiatría y de la psicología académicas, donde Jung es considerado como un outsider, un personaje excéntrico que cuando intentaba explicar lo que ocurría en la mente humana, recurría a conceptos tan extravagantes como “Dios”, “alquimia” u “OVNIs”, además de otros como “complejo”, “inconsciente colectivo” o “asociación de palabras” que, estos sí, han pasado a formar parte del bagaje de la psicología y de la cultura en general.



     En 1900, licenciado ya en psiquiatría, Jung pasó a ocupar su primer puesto profesional en la clínica Burghölzli para enfermos mentales de Zurich (Suiza), y allí marchó con una idea ya asentada en su cabeza: la enfermedad mental no es una especie de cuerpo extraño que se haya inopinadamente incrustado en la mente del enfermo, sino que son la persona en su totalidad y su propia trayectoria biográfica las implicadas en el problema (algo que está todavía muy lejos de admitirse por la psiquiatría y la psicología hoy vigentes y por el paradigma biomédico que les sirve de referencia).

     Entre los primeros casos que Jung atendió en la Burghölzli, hubo uno que, como cuenta en su autobiografía, le impresionó especialmente. Se trataba de una joven allí internada, diagnosticada de esquizofrenia (“dementia praecox” se la llamaba entonces) y cuyo pronóstico era grave. Enseguida, al entrevistarla, tuvo la impresión de que no se trataba de una esquizofrenia, sino de una depresión corriente. A través de su técnica de asociación de palabras y del análisis de sueños logró aclarar su pasado, a pesar de que este permanecía, en lo más sustantivo, arrinconado y aparentemente inoperante en una zona marginal de su mente. Supo así que antes de que se casara había estado intensamente enamorada de un hombre respecto del cual mantuvo vivas las esperanzas de ser correspondida hasta que definitivamente las desechó y se casó con otro.

     Cinco años después, cuando la mujer tenía ya dos hijos, una niña de 4 años y un niño de 2, intercambiando recuerdos con un viejo amigo, este le dijo: “Cuando usted se casó, el señor X recibió un rudo golpe”. El tal señor era aquel de quien ella había estado tan enamorada. ¡Ese fue el momento justo en el que se inició su grave crisis personal! Allí dio comienzo su depresión, y algunas semanas más tarde se produjo la catástrofe. Vivía en una región en la que el suministro de agua era higiénicamente defectuoso: para beber, había que coger agua pura de una fuente, y para lavar se usaba el agua contaminada del río. Mientras bañaba a su niña, vio cómo chupaba una esponja impregnada con el agua contaminada y no se lo impidió. Incluso dio de beber a su hijo un vaso de agua también contaminada. No lo hizo realmente de una manera premeditada, sino semiconsciente y como por descuido. Poco tiempo después, tras el período de incubación, la niña enfermó de tifus y murió; el niño, sin embargo, no se contaminó. En aquel instante la depresión que ya estaba en marcha se agudizó y la mujer fue ingresada en el frenopático. Se trataba, evidentemente, de un trastorno psicógeno, no resultado de ninguna alteración neurológica irreparable, que es como se suelen tratar todavía este tipo de trastornos. Hasta que intervino Jung, el único tratamiento consistía en la administración de narcóticos, a causa de su dificultad para conciliar el sueño, y en que se la vigilaba por sus tendencias suicidas.

     ¿Qué había ocurrido en realidad? Nos apoyaremos en los conceptos de Jung para establecerlo, aunque él, al relatar el caso en cuestión no lo haga de un modo estricto. Dos trayectorias vitales, una frustrada y solo vislumbrada imaginariamente, y otra efectiva, se habían juntado en el cauce previsto para una sola biografía. La paciente de Jung había escogido pertenecer a la trayectoria que no podía ser ya, y, en consecuencia, la otra trayectoria, la real, la que le había llevado a tener el marido y los hijos que tenía, era considerada una parte espuria de su vida, a la que virtualmente repudiaba. Puesto que la realidad se impone por la fuerza de los hechos sobre la ensoñación, la única manera de articular el deseo de lo imposible (pero al cual no renunciaba) en el marco de lo real fue dejarlo actuar desde la sombra: la depresión le permitía a esta mujer expresar su rechazo y desvinculación de lo real, y sus instintos criminales hacia sus hijos eran la endiablada solución que su parte sombría había encontrado para anular la parte de su vida que entraba en contradicción con su imposible deseo de volver atrás. Pero tales maquinaciones no resultaban lícitas para la parte de la mujer que se desenvolvía en la realidad, así que fue esa “sombra” (así llama Jung a la parte de la personalidad que contiene todo lo que rechazamos de nosotros y no admitimos como propio) la que puso en marcha el perverso plan… a costa, eso sí, de destruir la personalidad global de la mujer, que para ignorar o eludir la responsabilidad por lo que había hecho su parte sombría, tuvo que desordenar sus funciones mentales, que quedaron convertidas en el negativo de aquella elusión.

     No fue fácil para Jung decidir lo que debía hacer con su paciente. Pero al final le contó a la mujer lo que había descubierto a través de su técnica asociativa, y la ayudó a elaborar el terrible relato, de lo cual ella, claro está, no era consciente (toda su precaria organización mental era un mecanismo de defensa frente a esa verdad). “Resultó trágico para la paciente oírlo y admitirlo –concluye Jung–. Pero el resultado fue que, catorce días después, pudo ser dada de alta y nunca más tuvo que ser internada”. Así que volvió “a la vida normal para expiar en vida su culpa”.

     A la luz de las enseñanzas de Jung, y podríamos decir que de las psicologías dinámicas en general, toda patología mental (no hablamos, pues, de patologías neurológicas, aunque la psiquiatría actual tiende a considerar aquellas como parte de estas) es resultado de la posesión ejercida sobre la personalidad por la parte sombría, en representación de deseos irrealizables e incompatibles con la realidad. O bien, vista esa patología desde la parte consciente, resultado de la anulación del deseo que relaciona esa personalidad con el mundo real. Las angustias, fobias y temores actuarían como contrapunto de esos deseos, perversos unos, interrumpidos o reprimidos los otros. Y la depresión daría a dos vertientes: una, la retirada del deseo del mundo real, y otra, la supervivencia en la parte sombría de un deseo imposible o inconfesable; lo cual permite explicar también la bipolaridad a la que a menudo va unida la depresión.

     El caso es que el argumento, la estructura de ideas que hemos visto que nos permitiría entender lo que ocurre en la mente de los individuos, nos habría de servir también en lo esencial para comprender los comportamientos colectivos. Y así, podríamos decir que una sociedad está enferma cuando una parte importante de sus componentes se empeña en discurrir por una trayectoria que atenta destructivamente contra el principio de realidad; subsiguientemente, la parte de su personalidad colectiva encargada de organizar la vida del conjunto y desenvolverse en la realidad, es decir, las instituciones de ese cuerpo social enfermo, se comporta como el negativo o correlato de su zona sombría, de modo que no solo no muestra ninguna eficacia sanadora frente a la parte del cuerpo social que tiende a lo utópico e irrealizable, sino que se constituye en parte del problema y no de la solución.

     España es un cuerpo colectivo enfermo. Y eso no ocurre porque se nos haya inoculado un cuerpo extraño y ajeno a nuestro modo general de comportarnos. Las mentalidades propensas a las utopías de todas clases, enamoradas, como la paciente de Jung, de entidades fantasmales, bien en forma de naciones inventadas o de paraísos sociales que solo existen en las ensoñaciones irresponsables de personas inadaptadas, han pululado y pululan en nuestro país de forma desmedida. Todas ellas encarnan el arquetipo junguiano de nuestra sombra colectiva, y arrastran a un importante sector de nuestra población. En el lado que corresponde a la parte digamos que consciente y organizadora de nuestro ser colectivo, esto es, las instituciones, la patología queda asimismo plenamente en evidencia: tenemos un rey patético, que cuando habla, por ejemplo en Nochebuena, no hace más que emitir verbales cortinas de humo con las que trata de enmascarar o pasar por alto los problemas (“¿por qué no te callas?”, podríamos piadosamente proponerle); un poder ejecutivo que no solo no toma conciencia de los peligros catastróficos que nos acechan, sino que todo lo que hace parece descorazonadoramente destinado a reproducir los problemas que los originan; un poder legislativo inoperante y superfluo (lo que hace, lamentablemente, lo haría mejor un cuerpo de técnicos legislativos instruidos por los que mandan), y un poder judicial al servicio, especialmente en sus altas esferas, de los políticos, que ha sido capaz de perpetrar la infamia de sacar a la calle a los peores delincuentes derogando vilmente la doctrina Parot, así como de mirar para otro lado cuando se trata de poner freno a la corrupción de los políticos que les mandan… ¡Ah!, y un cuerpo electoral que, cuando todo esto está a la vista de quien quiera mirar, sigue votando a los partidos que mantienen viva nuestra patología social. 

     Así pues, en el sustrato, los defensores de lo imposible, de lo que solo vive en sus ensoñaciones, pero que, aunque sea suicidándose (y suicidándonos), están dispuestos a destruir la realidad en la que viven para echar a correr detrás del fantasma utópico que añoran. Y en la superficie, unas instituciones cobardes, irresponsables, corruptas y que, hoy por hoy, representan un poder en desbandada y en pleno desorden.

Y si algún Jung redivivo viniera a hacernos el relato de esto que pasa, seguro que lo echábamos con vientos destemplados, como hicieron en Troya con Casandra. O simplemente, no le votaríamos lo suficiente, como ocurre con UPyD.

lunes, 23 de diciembre de 2013

Qué celebramos en Navidad

   Los tiempos están cambiando, de modo que, en buena medida y en muchos aspectos, se están deshilachando los lazos que nos unían con nuestro pasado, con formas de ser asentadas a lo largo de muchos siglos y, en el caso de la Navidad, de milenios, bastantes más de los dos que, en principio, parecen constituir su historia. Los cambios, a menudo, son buenos, qué duda cabe, pero como afirma un dicho de origen medieval, al ir en pos de la novedad que nos permita dejar atrás el pasado que decae, corremos el peligro de desechar, junto al agua sucia de lavar al niño, al mismo niño lavado.

   Para saber qué es lo que puede estar desnaturalizándose en estos cambios que va sufriendo la Navidad, trataré de fijar el sentido último que, a mi modo de ver, caracteriza esta fiesta: yo creo que lo que fundamentalmente se celebra en ella es el hecho de tener un lugar al que regresar, de, frente a la sensación de extravío que en tantos sentidos nos producen las vicisitudes de la vida, disponer de otra sensación complementaria y reparadora, la de que hay algo que permanece y que nos resulta básico y necesario para mantener nuestra identidad. En suma, y por decirlo de una forma quizás, incluso, demasiado publicitada: todos volvemos a casa por Navidad. Intentaré ir mostrando por qué considero esta característica la más definitoria de estas fiestas.
 
 

   Pese a que los cambios, el hecho mismo de cambiar, tienen hoy muy buena prensa y, por ejemplo, ningún partido político que se precie, dejaría de incluir la palabra “cambio” en el frontispicio de su programa electoral, los hombres siempre hemos visto con prevención el hecho de que las cosas cambien demasiado. La misma filosofía la inventaron los griegos hace veintiséis siglos, precisamente, para intentar descubrir algo en las cosas que permaneciera más allá de su inconsistente apariencia, según la cual todo muta, se mueve hacia otro lugar, y acaba desapareciendo. Los hombres empezamos a filosofar para descubrir aquello que las cosas y las personas somos “por naturaleza”, para confirmar que tenemos un ser, algo con lo que sentirnos identificados, más allá de todo lo que en nosotros y en el mundo va cambiando.

   Los filósofos griegos, al menos hasta Aristóteles, estaban seguros de que eso que esencialmente somos, nuestra naturaleza, residía en lo que fuimos en el origen: “natural” es lo que se es en el momento del nacimiento (“nacimiento”, con minúscula, de momento). Y empezar a vivir, sin embargo, es también empezar a alejarnos de aquella naturaleza de la cual partimos. Por ello decía Ortega: “La vida es por lo pronto un caos donde uno está perdido”. Vivir nos obliga a centrifugarnos, a adentrarnos en el trasiego de lo que hoy es así y mañana asá, a sumergirnos en la vorágine de las novedades, de lo que nunca acabamos de acotar suficientemente dentro de las claves de lo que ya conocemos. Heráclito decía que nunca lograremos bañarnos dos veces en el mismo río, porque lo definitivo en el río, como en la vida misma, es el fluir sin descanso, ser constantemente otra cosa diferente de lo que éramos. Y ese flujo incesante resulta agotador. Por eso se hace imprescindible contar con una zona de seguridad, un ámbito de permanencias, un lugar al que regresar después de todos nuestros trasiegos. Y puesto que hablamos de esta necesidad de tener un lugar al que regresar, podemos ir constatando que no me estoy alejando demasiado del tema de la Navidad que nos ocupa.

   No hablo de algo que nos caracterice a los hombres de manera solo anecdótica. Antes de que se inventara la filosofía, los hombres llevaban milenios, tantos como los que han transcurrido desde Atapuerca, añorando ese lugar al que regresar, anhelando la reparadora vuelta a los orígenes. Los hombres primitivos mantenían constante una cosmovisión, una manera de entender las cosas según la cual, todo va decayendo desde lo que fue en su momento de pureza original. Dice precisamente Mircea Eliade, quizás el más importante historiador de las religiones que haya habido, que “para (los) pueblos primitivos la existencia del hombre en el cosmos se considera como una caída” (la Caída Original de nuestros primeros padres, para el cristianismo). Para aquellos hombres primitivos vivir es, como decía Ortega, adentrarse en el caos, sumergirse en lo que fluye y cambia constantemente, en suma, y para empezar, extraviarse. Y en última instancia, decaer hacia la muerte. Y por eso, periódicamente, realizan ceremonias a través de las cuales, simbólicamente, vuelven a nacer, resucitan, recuperan la pureza original. Esas ceremonias, en principio, se superponen al ciclo anual: el hombre primitivo considera que, a partir de sus ritos de regeneración anual, todas las impurezas, pecados y, en general, todas las negativas consecuencias de haber vivido extraviado en el caos, quedan depuradas, regeneradas, perdonadas, de modo que empieza a vivir una vida nueva. Y eso coincide, precisamente, con la celebración del Año Nuevo. Es decir, que aquello de “Año nuevo, vida nueva”, viene de una tradición más que antigua.

   En principio, pues, nuestros íntimos biorritmos, los que llevan desde la sensación de decadencia hasta la de renacimiento y regeneración se superponen a los ritmos de la propia naturaleza: el año va declinando hasta que, al llegar al solsticio de invierno, que cae exactamente en el 21 de diciembre, la naturaleza parece morir: es el momento del año en el que el día es más corto. A partir de ese momento, la naturaleza, sin embargo, empieza a nacer de nuevo. Cuenta asimismo Eliade cómo en la antigua Persia, y como parte de las ceremonias de bienvenida al Año Nuevo, “el rey proclamaba: ‘He aquí un nuevo día de un nuevo mes de un nuevo año; hay que renovar lo que el tiempo ha gastado”. Y así año tras año, lo cual nos permite entender a María Zambrano cuando dice que “no más partir, volvemos”. Volvemos… siempre que tengamos, que no lo hayamos olvidado, un lugar al que regresar.

   Bien, pues no creo que haya que añadir muchos argumentos intermedios para llegar a comprender que la fiesta cristiana de la Navidad, aunque renovadora en muchos sentidos, viene a superponerse a estas celebraciones que han acompañado al hombre desde siempre. La Navidad significa una regeneración de aquella caída que supone adentrarse en el mundo, la Caída Original, representada por el Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, el mismo Árbol de Navidad cargado de remedos de las manzanas del pecado que aquel otro del Paraíso portaba, y que acompaña a los Belenes de nuestros escenarios domésticos navideños. Porque el Nacimiento del Niño-Dios viene a regenerarnos de aquella Caída de nuestros primeros padres, la misma que supone adentrarse en el caos y en el extravío mundanos.

   Decía María Zambrano que “el movimiento propio del vivir personal, único que puede llegar a sernos relativamente diáfano, es el de avanzar a ciegas primero y haber de retroceder después en busca del punto de partida”. Pues bien: se están diluyendo esos puntos de partida. He aquí un dato: solo un tercio de los norteamericanos muere en el mismo lugar en el que nació (y como se puede deducir, todos los occidentales vamos detrás). Lo cual se traduce en la pérdida de lo que el sociólogo norteamericano Robert D. Putnam denomina “capital social”. De lo cual pone un ejemplo muy significativo, a la vez que, igual que estas reflexiones por las que estoy derivando, un tanto melancólico: de un destino laboral a otro, y de una relación de pareja a otra, los ciudadanos de aquel país han ido perdiendo sus contactos sociales, se han ido deshaciendo las muchas agrupaciones que otrora tenían gran implantación, han acabado por no tener un lugar al que sentir que pertenecen. Han perdido, en fin, su sitio en la vida, el “topos” que Aristóteles pensaba que cada cual tenemos asignado. Un patético síntoma de esta situación es el hecho, cada vez más común en aquellos lares, de que muchos de estos norteamericanos, para pasar sus ratos de ocio de fin de semana, van a una bolera, alquilan una calle de la misma para jugar ellos solos… y allí, de esa triste y taciturna manera pasan la tarde jugando a los bolos. “Solo en la bolera” se titula, precisamente, ese que es el libro más conocido de Putnam.

   La movilidad social característica de nuestro tiempo parece ser, hasta cierto punto, inevitable. Pero creo que seguimos confundiendo al niño con el agua del baño, y tendiendo a deshacernos indiscriminadamente de los dos. Aquella necesidad de alcanzar una identidad, de mantener la referencia de lo que permanece a pesar de todo lo que cambia, de regenerarse periódicamente recordando lo que somos por naturaleza, de tener, en suma, un lugar al que regresar, es la misma necesidad que antaño empujaba a los hombres a sus ceremonias de regreso y renacimiento del cosmos y es la misma que hoy nos lleva a celebrar cada año el Nacimiento del Niño-Dios. Decía también María Zambrano: “Parece ser condición de la vida humana el tener que renacer, el haber de morir y resucitar sin salir de este mundo”. Cambiar sí, progresar, por supuesto, pero también renacer, regresar a los orígenes, que, en mi opinión, como ya he dicho, es lo que más profundamente caracteriza a la Navidad: volver a ser lo que sustancialmente éramos más allá de los cambios y que, sumergidos en el caos de la vida, sin lugares y momentos a los que regresar, corremos el peligro de olvidar.

 
 (Texto utilizado, en lo sustancial, en la presentación del libro “Breve Historia de la Navidad”, de Francisco José Gómez, Ed. Nowtilus, 2013).

sábado, 7 de diciembre de 2013

¿Somos una máquina corporal que ha aprendido a pensar o un pensamiento que se abre paso a través de la máquina del cuerpo?

   Cuenta Walter Burkert en “La creación de lo sagrado” (Acantilado, 2009) un caso de curación chamánica que tuvo lugar en el África contemporánea: un niño pequeño enfermó y la madre se dirigió a una sanadora del lugar. La sabia mujer ni siquiera miró al niño enfermo, sino que empezó a interrogar a la madre, sobre todo acerca de la situación de la familia y de los conflictos entre los parientes. Descubrió así que existían diferentes situaciones de tensión familiar. En consecuencia, pidió a la madre que restableciera las buenas relaciones familiares y realizara ciertos rituales en honor de los espíritus guardianes que debía haber hecho siguiendo las tradiciones, pero que había olvidado hacer. Solo después de cumplir estos mandatos, la sanadora tuvo un segundo encuentro con la madre y con el niño enfermo, al que entonces administró un tratamiento que le devolvió la salud en pocos días.

 
   En dirección contraria a la que señala este caso, nuestra cultura ha escogido pensar que la enfermedad se origina necesaria y directamente en el cuerpo y, efectivamente, desde esa perspectiva parece que puede dar razón, aunque no siempre suficiente, de buena parte de los fenómenos que acaban desembocando en la enfermedad. Pero la misma investigación médica ha descubierto la existencia de un proceso morboso que comienza en el abatimiento del sistema inmunológico, lo que vendría a significar algo así como que se abren las puertas a los agentes productores de la enfermedad, los cuales, por tanto, serían subsidiarios respecto de aquella deficiencia previa. Y asimismo se conoce la dependencia que tiene la mayor o menor fortaleza del sistema inmunológico del estado emocional que tenga el sujeto afectado, y, en suma, de su manera, más o menos positiva, de estar en la vida y de dirigirse al mundo. En definitiva, en la resolución del dilema que aquí se nos plantea nos estaríamos jugando la decisión sobre si es antes la mente o el cuerpo, si es el espíritu el que genera la materia, o al menos la forma en que esta se manifiesta, o aquel no es sino un epifenómeno, un resultado de procesos que tienen su inicio en nuestra fisiología. A este respecto, Unamuno tenía definida su opción: “El espíritu dice: ¡quiero ser! Y la materia le responde: ¡no lo quiero!”, afirmaba. Y también: “Dios, la conciencia del Universo, está limitado por la materia bruta en que vive (de la cual) trata de libertarse y de libertarnos. Y nosotros, a nuestra vez, debemos de tratar de libertarle de ella”. Según esta visión unamuniana, la materia sería el restringido cauce a través del cual se manifiesta el espíritu, que sería lo prevalente. Así lo ratifica el pensador bilbaíno cuando dice: “El universo visible (...) me viene estrecho, esme como una jaula que me resulta chica, y contra cuyos barrotes da en sus revuelos mi alma”.

   También en la cosmovisión característica de los hombres primitivos y de los chamanes el mundo visible es solo la manifestación de un orden previo que rige en el mundo espiritual que le antecede. María Zambrano, asimismo, abogaba en algún sentido por esa cosmovisión cuando decía: “Todo lo espiritual (…) trasciende de las condiciones físicas en que está sujeto”. En la medida en que aquí abajo, en el mundo visible, no nos alejemos de las pautas de orden y permanencia vigentes en el orbe espiritual, las cosas estarán en su sitio (nunca mejor dicho). Lo insólito, lo imprevisto, el cambio, lo que transgrede el orden previo es visto por los hombres primitivos con gran suspicacia, porque su irrupción viene a ser como un brecha o hendidura que se abre en aquella ligazón y sintonía que mantenían el mundo visible y el invisible. Y es por esa brecha por donde se cuelan la desgracia y la enfermedad, y por donde pueden asomar toda clase de peligros y amenazas. Urge, por tanto, para el hombre primitivo, taponar esa brecha, compensando de alguna manera los efectos de la transgresión. Solo entonces será posible frenar la desventura. La reparación se realiza a través de un sacrificio, de alguna clase de pago que permita recomponer el equilibrio perdido.

   Es esencial, pues, en la conformación de esta perspectiva propia del mundo de los chamanes, la idea de pecado y de que es el hombre el último responsable de las desgracias que caen sobre él, en la medida en que ha cometido alguna clase de transgresión que atenta contra el orden y la armonía de las cosas. Dicho de otra manera: el hombre tiene un destino que cumplir, y es responsable de que el mismo se lleve a cabo. O como decía María Zambrano: “El hombre es así el ser que se constituye en vista de una finalidad”. Si responde a su vocación, a la llamada de ese destino, el hombre gozará de salud y alegría, pero si deja de responder, peca, y el resultado de ese extravío es la enfermedad o alguna de las formas de la desgracia.

   En nuestra cultura hemos creído que podemos entender estas creencias como meras supersticiones ya superadas y dar por amputada esa forma de estar en el mundo que ha caracterizado al ser humano a lo largo de casi toda su historia. Pero el sentimiento de culpa sigue acompañando a los hombres incluso antes de comprender cuál pueda ser su causa. Hasta el punto de que en nuestro antecedente cultural más inmediato se generó la idea de Pecado Original, una culpa que arrastramos por el mero hecho de nacer. “La tragedia única es haber nacido (…) El delito peor del hombre es haber nacido”, decía, efectivamente, María Zambrano. Y Unamuno, buscando cómo dar expresión a esa culpa que nos precede y constituye, escribía este poema:

“Acepto este dolor por merecido,
mi culpa reconozco, pero dime,
dime, Señor, Señor de vida y muerte,
¿cuál es mi culpa?”

    Parecería, pues, que ese solo hecho, nacer, entrar en este mundo decaído y sucedáneo de aquel otro mundo espiritual, es registrado en lo más profundo de nuestra alma como una transgresión del orden, como un pecado; que, como decía Zambrano, “el hombre ha sentido el horror de su propio nacimiento al mismo tiempo que la nostalgia de un mundo mejor perdido”. Y es por ello por lo que “toda vida se vive en inquietud. Ninguna vida mientras pasa alcanza quietud y el sosiego, por mucho que lo anhele”. En conclusión, dice la misma Zambrano, “cuando (mi propio ser) me sale al encuentro (…) el sentimiento de culpa es inevitable y puede ser aplastante”.

   Así que la cosmovisión chamánica, a pesar de todos los avances logrados en la investigación del mundo visible, y especialmente en la ciencia médica, sigue teniendo vigencia; tal vez de forma soterrada o necesitada de una reformulación a través de otros relatos diferentes de aquellos que hacía el hombre primitivo, pero anunciando, pues, que la interpretación de las cosas que nos ocurren debe incorporar de alguna manera aquella prevalencia de lo espiritual sobre lo material, de lo mental sobre lo fisiológico. Recurramos a un ejemplo para poder entender esto que proponemos: la medicina y la psicología interpretan que un mal como la bulimia es el efecto de una causa material: una alteración neurológica o un aprendizaje de conductas alimentarias inapropiadas, que deben ser corregidos a través de psicofármacos o de un adecuado programa de modificación conductual. Por el contrario, desde un punto de vista que no sé si sancionar como “chamánico”, habría que explorar lo que pasa en el nivel del espíritu para comprender esa conducta bulímica que se desarrolla en el mundo visible. Una vez allí, podríamos echar mano, para empezar, de esto que también decía María Zambrano: “El anhelo es un signo de vacío. El hombre podría definirse –una de tantas posibles definiciones– como el ser que alberga dentro de sí un vacío (…) un vacío que ha de llenarse”. Es en ese plano espiritual o supramaterial en donde podemos observar que hay algo, el anhelo, que nos caracteriza como seres humanos; que el deseo es resultado de un sentimiento de vacío previo, de una falta o deficiencia, es decir –aproximándonos al lenguaje de esas otras culturas falsamente sobrepasadas–, de un pecado; que el deseo, en suma, es un intento de buscar la manera de reparar nuestro vacío, nuestro pecado constitutivo. Y que, a la hora de trasladar ese anhelo, ese intento de reparación, al mundo visible, el bulímico solo ha sido capaz de ubicar su sentimiento de vacío en el estómago, en forma de hambre. Se da, pues, atracones porque esa es la única forma en la que entiende que puede resolver su vacío interior.

   Una vez descubierto lo que ocurre en el mundo espiritual, una vez detectada la falta, la transgresión constitutiva que aquí abajo, en el orbe material, empuja hacia la conducta bulímica, es cuando realmente podemos poner en marcha, de una manera efectiva, la acción terapéutica. En este caso, derivar a la persona bulímica hacia otras formas de reparación del sentimiento de vacío que trasciendan del comportamiento alimentario. En general, desde ese sentimiento de vacío o Pecado Original, es desde donde es posible entender la vocación, el destino o la finalidad de la vida como una forma de reparación (de “sacrificio”, diría un chamán) que nos obliga a hacer de nuestra vida un intento compensatorio de alcanzar la “plenitud”. Y si la medicina o la psicología ignoran aquellas causas profundas de la enfermedad, si se dedican a intentar contrarrestar solo los síntomas, es decir, lo que ocurre en el estricto mundo material, estarán dando muchos palos de ciego, al menos cuando el análisis de las causas materiales demuestre ser insuficiente. Tal vez se necesite que sanadoras como aquella de la que hablábamos al principio, se dieran una vuelta por las aulas de las facultades para dar un repaso a los estudiantes de medicina o de psicología.

viernes, 29 de noviembre de 2013

Por qué riman cultura y locura (incluso cordura)

   “La vida humana está aprisionada en el tiempo –dice María Zambrano–. Y precisamente de este sentimiento del tiempo como cárcel, ha nacido en todas las épocas el afán de librarse de él”. Baudelaire proponía un método para, efectivamente, librarse de él, y nos instaba de esta manera  a ponerlo en práctica: “¡Embriagaos! Hay que estar siempre borracho. Todo radica ahí: es la única cuestión. Para no sentir el horrible fardo del Tiempo, que destroza vuestras espaldas y os inclina hacia el suelo, es preciso emborracharse sin tregua.

¿Y de qué? De vino, de poesía o de virtud, a vuestro antojo, pero emborrachaos.

Y si alguna vez os despertáis en la escalinata de un palacio, en la verde hierba de un foso, en la mustia soledad de vuestro cuarto, habiendo disminuido o desaparecido la embriaguez, preguntad al viento, a la ola, a la estrella, al pájaro, al reloj, a todo lo que huye, gime, rueda, canta y habla, preguntadle qué hora es; y el viento, la ola, la estrella, el reloj os responderán: ‘¡Es hora de emborracharse! ¡Para no ser esclavos martirizados por el Tiempo, emborrachaos, emborrachaos constantemente! De vino, de poesía o de virtud, a vuestro antojo’ ”.

   Baudelaire nos exhortaba, a fin de cuentas, para que huyéramos de la realidad, eso que de manera evanescente, como el río de Heráclito, discurre a lomos del tiempo, una realidad de la que, en el fondo, sin embargo, no podemos escapar: todo lo que hagamos, incluso intentar huir, habrá de contar con ella. Huimos porque, como también decía María Zambrano, “la necesidad de descubrir lo real y de enfrentarse con ello, ha tenido que luchar desde siempre con un pánico a la realidad”. Parece mentira, siendo ella tan poca cosa… o quizás, precisamente, por esa razón: según Demócrito, está hecha solo de átomos y vacío. George Santayana (Jorge Santayana en el original), en sus “Diálogos en el Limbo”, cuya lectura, según avisó aquí Carlota, recomendaba el otro día Fernando Savater (http://cultura.elpais.com/cultura/2013/11/25/actualidad/1385412473_528107.html ), y precisamente suplantando, a través del artificio literario, la personalidad a Demócrito, dice de los átomos que “su ser es sustancia y movimiento y acción indomables, y añadirle pensamiento, impalpable y espectral, es añadirle locura”. Concibe como pensamiento cualquiera de las formas de la fantasía, que añadida a aquella locomoción ciega en que consiste la naturaleza (la realidad), “engendra la falsa opinión y envuelve a los desnudos átomos en un velo de sueños”. También Ortega decía: “Frente al objeto real que la razón descubre nace así el objeto deseable o “desideratum” que la fantasía, orientada por el deseo, construye. Nuestra mente fabrica leyenda”… fabrica locura.

 
   Podemos llamar fantasía a cualquiera de las formas en que pretendemos huir de la realidad: Demócrito-Santayana lo llama directamente locura, pero si reservamos para esta una acepción más restringida, podríamos añadir también la huida que se manifiesta en los vahos de la embriaguez que tan enfáticamente Baudelaire nos recomienda, así como la que lo hace a través de esas convenciones interpretativas de lo real que conforman la cordura, y, de manera general, la que se propone como capa concéntrica enriquecedora de lo real y que constituye la cultura. Demos un paso más en nuestra reflexión: el hombre adquirió su estatuto de tal cuando, tratando de huir de la realidad, logró acceder al reino de la fantasía, cuando logró superponer al escueto campo que forman los átomos y el vacío el manto enaltecedor de alguna metáfora. El hombre y la fantasía (el hombre y la locura o la embriaguez o la cultura) son inventos coetáneos.

   “Cultura” es una palabra que nos ha legado el uso conceptual que procede de ese ámbito utilitario y casi realista de ocupaciones en que consiste la agri-cultura, y que hace referencia al cuidado y aplicación que se ponen en las cosas con el objeto de perfeccionarlas; perfeccionar la realidad es añadirle unidad y reposo (lo que pretenden hacer, precisamente, los conceptos con los que los hombres cultos la investimos). El pánico que, como decía Zambrano, nos produce la confrontación directa con la realidad procede, por el contrario, de su inconsistencia, su fluidez, su futilidad, su dispersión, su fugacidad. Es la consecuencia de que, como decía Demócrito, esté compuesta de átomos (lo único que de las cosas persiste a través de los cambios) y vacío. A la naturaleza (la realidad), dice Demócrito-Santayana, “la encontrarás deshaciendo de mil modos lo que hace, intentándolo de nuevo cuando el fracaso es seguro, y despreciando los finos logros que alguna vez alcanzó”. Pero “si la división y el movimiento constituyen la naturaleza más profunda de las cosas, demencia sería más bien el vano deseo de imponerles unidad y reposo”. Solo “el vacío y los átomos, impasibles y siempre prestos, son eminentemente cuerdos”.

   Desde este punto de vista, resulta que la cultura, el intento de aproximar las cosas hacia su ideal para que allí alcancen la estabilidad que la realidad no les da, es una subdivisión de la locura. Aún más dice Santayana por boca de Demócrito: “La locura es inseparable y a veces una parte predominante de la vida: todo cuerpo viviente es un demente desde el momento que busca internamente la permanencia cuando las cosas que lo rodean son inestables…”. Necesitamos, para vivir, fantasear, construir metáforas, escapar de la realidad… añadir argamasa imaginaria (locura) a la absurda inconsistencia de la realidad. La locura es el sentido con el que intentamos vestir una realidad que se nos presenta como absurda. Pero Don Quijote, al ver no molinos de viento sino esa metáfora suya que son los gigantes, no está ejercitando aquella forma tenue de locura que es la poesía, sino otra más severa e inoportuna. No cualquier locura es igualmente eficaz a la hora de añadir sentido al absurdo.

   “A los ojos de la naturaleza –sigamos dejándonos llevar por Santayana–, toda apariencia es vana y mero ensueño, puesto que añade a la sustancia algo que la sustancia no es”; pero para vivir necesitamos de ese otro mundo aparente que se superpone al real, necesitamos perder la insoportable cordura que nos daría someternos a la realidad, esto es, admitir que todo está hecho de átomos y de vacío. Es lo que hacen los depresivos, lo que hizo Don Quijote cuando, habiendo perdido la fe en sus delirios (“Yo hasta agora no sé lo que consigo a fuerza de mis trabajos”, dice, decepcionado, al final de la novela, mientras iba recuperando la cordura), decide recuperar la razón, adaptarse a la realidad. “Después de todo –reflexionan Santayana y su prohijado Demócrito– algún sentido tenía aquel sinsentido de Sócrates de que el sol y la luna estaban gobernados por la razón, pues continúan describiendo serenamente sus círculos, sin hablar ni pensar”, es decir, sin fantasear, aceptando lo que la realidad tenía previsto para ellos.

   “Siendo tal la naturaleza y causas de la locura, ¿no hay remedio para ella?” (continúa aquella exposición que Santayana sitúa en el Limbo). Si para vivir hay que adentrarse en la locura, parecería que la única solución para librarse de ella, como intuye el depresivo, es la muerte. “Mi medicina será más gentil –prosigue–; no prescribiré la muerte instantánea como único remedio. La sabiduría es una locura evanescente, cuando el sueño aún continúa pero ya no engaña”. Al sabio, al que es capaz de sobreponerse a su locura, “sus forzadas ilusiones no le engañarán más, puesto que conoce la causa de ellas, y en su mano está, si sucede lo peor, alejar de sí para siempre todas esas fiebres y dolores mediante un bebedizo de átomos arteramente mezclados. Mientras tanto, en interés de la vida humana, y antes de ponerse a indagar sobre su suprema vanidad, puede establecerse una distinción convencional entre locura y cordura. Creer en lo imaginario y desear lo imposible será llamado, con toda justicia, locura; mientras que, convencionalmente, serán llamados cuerdos aquellos hábitos e ideas que están sancionados por la tradición y que, cuando se los ejercita, no llevan directamente a la destrucción de uno mismo o de su propio país. Esta cordura convencional es una locura normal”. Mientras que el verdadero loco se autodestruye o acaban destruyéndole los demás para defenderse de él, el sabio domina su locura, la conjuga con la realidad. Como dice Ortega, y que eso nos vaya sirviendo de conclusión: “El ideal de una cosa o, dicho de otro modo, lo que una cosa debe ser, no puede consistir en la suplantación de su contextura real, sino, por el contrario, en el perfeccionamiento de ésta. Toda recta sentencia sobre cómo deben ser las cosas presupone la devota observación de su realidad”. Si necesitamos, como Alonso Quijano, realizar grandes hazañas y deshacer entuertos para dar sentido a nuestra vida, hagámoslo construyendo metáforas de lo real que no nos lleven por caminos alucinados, como a Don Quijote, sino respetando los límites de la realidad de la que huimos. Dejemos a Santayana la última palabra: “La locura es natural (…) y con frecuencia, por su inocencia o por su significación, vive en armonía con el resto de la naturaleza; en caso contrario, por las acciones que comporta, encuentra su sosiego en el castigo y la muerte”. Reconozcamos, en fin, que, como dijo el mismo Santayana en otro lugar, “el mundo material es una ficción; pero cualquier otro mundo es una pesadilla”.

domingo, 24 de noviembre de 2013

Los beneficios que aporta la filosofía y los inasumibles riesgos que conllevan los psicofármacos

   Me estoy queriendo referir a un serio problema que podríamos también titular como el de la excesiva medicalización de las dificultades y contrariedades (no tan solo enfermedades) que conlleva el hecho de vivir, así como otras formas de intervencionismo médico y farmacológico a propósito de las cuales habría que cuestionarse no solo su eficacia, sino sus posibles efectos contraproducentes.

   Mi intención es aportar una perspectiva más bien cultural y filosófica del problema, porque los demás ángulos del mismo están ya desbordando en aportaciones por todos los rincones de internet; no hay más que poner en You Tube, en el recuadro de búsqueda, las palabras “psiquiatría” y “medicamentos” y aparecerán multitud de vídeos críticos con la idea actualmente vigente de que el trastorno mental es resultado de una deficiencia bioquímica en el cerebro, y de que, por consiguiente, esa deficiencia ha de ser contrarrestada ineludiblemente con medicamentos; aquí abajo dejo la referencia de uno de esos vídeos, que recomiendo ver fervientemente.
 


   Desde la perspectiva que he escogido para hacer mi reflexión, empezaré mi exposición recurriendo a un ejemplo que extraeré del último libro de Nassim Nicholas Taleb, “Antifrágil”. Taleb es el muy inteligente creador de la teoría de los “cisnes negros”, sobre la importancia de los sucesos altamente improbables, y refiere en ese libro una experiencia personal, que empieza a relatar diciendo: “Un día me rompí la nariz”. Y prosigue: “En el servicio de urgencias del hospital, el médico y el personal sanitario insistieron en que me pusiera ‘hielo’ en la nariz, es decir, que me aplicara una especie de parche helado sobre esta. En medio de tanto dolor como sentía en aquel momento, se me ocurrió que, muy posiblemente, aquella hinchazón que la madre naturaleza me estaba provocando no estaba causada directamente por el traumatismo, sino que era la respuesta de mi propio organismo a la lesión. Me pareció entonces que estaría insultando a la naturaleza si tratase de saltarme su programa de reacciones sin tener un buen motivo para hacer algo así, respaldado por un amplio contraste empírico que pruebe que los seres humanos podemos hacerlo realmente mejor; la carga de la prueba recae, pues, sobre nosotros, los humanos. Así que mascullando entre dientes, pregunté al médico de urgencias si disponía de alguna prueba estadística de las ventajas de aplicar hielo sobre mi nariz o si la práctica no era más que el resultado de una versión ingenua de intervencionismo”.

   El médico hizo un comentario sarcástico, pero no le respondió. Y efectivamente, cuando Taleb salió del hospital y pudo acceder al ordenador, confirmó que no existen pruebas estadísticas convincentes a favor de los beneficios de la reducción de una inflamación, al menos, no más allá de los cuadros (sumamente raros) en los que la hinchazón puede amenazar la vida del paciente, lo que claramente no era su caso. Lo que aquel médico había hecho con él, por tanto, fue impedir o dificultar la reacción que la naturaleza tiene prevista ante traumas como el que él había sufrido, por el simple hecho de que esa reacción, aunque orientada a reparar el trauma, resultaba molesta y dolorosa. Con su manera de intervenir, el médico había estado enseñando al cuerpo de Taleb a ignorar o debilitar su forma natural de reaccionar para sustituirla por otros pretendidos remedios artificiales que trataban de eludir esa parte de dolor y de incomodidad que conlleva la reacción natural.

   El caso es que esta concreta forma de actuar de la medicina que queda reflejada en el ejemplo que nos muestra Taleb no es algo casual ni coyuntural. Es el reflejo de una cultura, hoy bastante generalizada, que está haciendo que se pongan los recursos de la sociedad al servicio de una manera de entender la vida según la cual se pretende hacer desaparecer de ella las aristas más ásperas, las que conllevan o presagian incomodidad, esfuerzo, declive, sufrimiento o dolor, para que solo sobrevivan aquellas otras que exclusivamente dan cabida a lo placentero, divertido, fácil, relajado y emocionalmente positivo. Pero resulta que la vida está hecha con todos esos ingredientes, los positivos y los negativos, algo que ya sabía Heráclito en el siglo VI antes de Cristo, que decía: “Es la enfermedad lo que hace agradable la salud; el mal, el bien; el hambre, la saciedad; el cansancio, el reposo”. Y el seguidor más friki de Heráclito en los tiempos modernos, Friedrich Nietzsche, lo ratificaba al decir: “El hombre necesita para sus mejores cosas de lo peor que hay en él”. E incluso, entre nosotros, Unamuno advertía que “el que no sufre tampoco goza, como no siente calor el que no siente frío”.

   ¿Qué ha ocurrido para que los hombres, en gran medida, hayamos acabado insertados en una cultura que pretende excluir de nosotros esa parte que da a nuestra zona oscura, desagradable y dolorosa, pero que nos es consustancial? Ha ocurrido, para empezar, que nos hemos dividido en fragmentos. “Fragmentación” es la palabra clave a la hora de entender nuestra cultura actual. Una vez fragmentados, hemos pretendido atender solo la parte agradable de las cosas y rechazar o ignorar los fragmentos desagradables. La consecuencia ha sido que los hombres nos hemos vuelto más endebles, más frágiles, más pusilánimes, más timoratos, más inseguros. Renunciando a adentrarnos en las zonas de sombra de la vida que también son la vida, nos estamos volviendo ineptos a la hora de enfrentarnos consecuentemente al mal, al dolor, a la desgracia, y más diestros de lo debido cuando de lo que se trata es de huir de las situaciones que, como la vida misma, traen consigo el mal, el dolor o la desgracia. Como dice el psiquiatra Alberto Ortiz en su libro “Hacia una psiquiatría crítica”, recién publicado, “ya no consideramos el sufrimiento y la muerte como algo inherente al ser humano sino como problemas sanitarios que pueden resolverse. Nuestra concepción de una vida plena es una vida sin sufrimiento, no una vida en la que seamos capaces de manejarlo”.

   Este sería el contexto desde el que entender los peligros que hoy amenazan a la medicina en general, a la psicología y, sobre todo, a la psiquiatría. Cuando se ha llegado al punto en el que muchos profesionales de la salud medican a niños con fracaso escolar o con timidez (o para decirlo con más solemnidad, con trastorno TDAH o fobia social), empieza a resultar evidente que, en esa misma medida, la psiquiatría está respondiendo a aquella pauta cultural que, tratando de amputar de la vida las partes desagradables, está también anulando las emociones a las que la naturaleza ha encargado de hacer reaccionar a quienes sufren esos problemas para que se pongan en el camino de superarlos. Lo mismo, pues, que ocurría en el caso de Taleb del que hablábamos antes, en el que la inflamación de su nariz era la manera de reaccionar de su naturaleza, molesta y dolorosa también, pero destinada a reparar los efectos del trauma. De modo que si, por la vía de los fármacos, amputamos del niño que fracasa en la escuela o del tímido los sentimientos de inquietud, de frustración, de insatisfacción, de estar por debajo de donde él a sí mismo se exige, estaríamos anulando las emociones que la naturaleza tiene previstas para hacerle reaccionar contra sus insuficiencias. Esta perspectiva la confirma el gran psicólogo y psiquiatra que fue Carl Gustav Jung, cuando en un lenguaje que, por la forma y por el fondo, hoy repudiarían la mayoría de los psiquiatras, advertía: “No curamos la neurosis, sino que ella nos cura. El hombre está enfermo, pero la enfermedad es el intento de la naturaleza de curarle. Así pues, de la enfermedad misma podemos aprender muchas cosas para sanar”. Es decir, que si médicos, psiquiatras y psicólogos solo trataran de eliminar el síntoma, puede que estuvieran eliminando también la fuerza curativa que está encerrada en él. Porque, al fin y al cabo, como también dice Jung: “La neurosis es siempre un sucedáneo del auténtico sufrimiento”. No se trataría, pues, tanto de suprimirla como de reconducirla hacia el punto en el que la misma fuerza que da sentido a la vida (y no los medicamentos) se encargue de combatir el sufrimiento.

   El punto de más difícil abordaje, el más polémico en este ámbito es el de las enfermedades mentales graves, aquellas que conllevan delirios y alucinaciones, tan difíciles de tratar, y para las que parecería que solo existe un remedio relativamente eficaz, el de los psicofármacos. Una llamada de atención a este respecto, sin embargo, provendría de muchos pacientes, que han llegado a considerar que la entrada en el tratamiento psiquiátrico supuso para ellos no una liberación de su sufrimiento, sino una auténtica desgracia, aunque normalmente el entorno familiar y social del paciente recibe como una liberación esa intervención médica. Y otra llamada de atención que me permito traer a colación provendría del gran psiquiatra que entre nosotros fue Carlos Castilla del Pino, que tituló uno de sus últimos libros: “El delirio, un mal necesario”, y en el cual viene a posicionarse en una perspectiva que nos obliga a reflexionar, porque dice: “Al abandonar el delirio, el sujeto, que se sabía quién era cuando deliraba, no sabe ahora quién es, o literalmente aún no es nadie, y la depresión aparece indefectiblemente”. ¿Estaría diciéndonos Castilla del Pino que si el tratamiento solo suprime el delirio estaría también suprimiendo la queja pero no el dolor? Cuando Don Quijote, al final de su vida, dejó, efectivamente, de delirar y se volvió cuerdo, fue a costa, precisamente, de entrar en una fase depresiva que le empujó hacia su hora final. Así que el delirio cumple una función, no es algo a amputar, sino a reconvertir (aunque, siendo realistas, quienes sufren una psicosis no están muy dispuestos a esa labor de reconversión). En el caso del que empezó por ser Alonso Quijano, que era un rentista desocupado, un hidalgo que tenía prohibido por ley trabajar, el delirio que le empujó a los campos a realizar “grandes hazañas” y a “deshacer entuertos”, nació de la necesidad de hacer algo con su vida, de darle un sentido, puesto que estaba transcurriendo de manera inane, y necesitaba de algo que la llenase, que la justificase, que le diese un contenido. Esa necesidad de sentido era tan fuerte que si la realidad entraba en contradicción con ella… pues peor para la realidad; si él, en su búsqueda de aventuras, necesitaba gigantes contra los que luchar y la realidad solo le ponía enfrente molinos de viento, su deseo acababa prevaleciendo sobre lo real. Pero el delirio o la alucinación eran en él un último intento de dar sentido a su vida, y si simplemente se hubiera tomado un fármaco antipsicótico que, con dramáticos efectos mal llamados secundarios, le hubiera eliminado sus delirios y alucinaciones –en vez de reconducir el impulso que le llevaba a delirar y a alucinar hacia donde los términos de la realidad quedaran respetados–, la depresión, como dice Castilla del Pino, “aparecería indefectiblemente”.

   La conclusión hacia la que quedamos abocados es la de que el medicamento es un instrumento muy delicado a la hora de plantearse cómo luchar contra la enfermedad en general y la mental en particular. Y que es probable que no se alcance ningún remedio mágico, definitivo o total en los casos más graves. Como, refiriéndose a las enfermedades mentales, también decía Carl Gustav Jung: “Los problemas graves de la vida jamás se resuelven del todo. Si alguna vez puede parecer que es así es indicio seguro de que se ha perdido algo. El sentido y el propósito del problema parece que estriban no tanto en su solución como en nuestro laborar incesante con él. Solo esto evita que nos embrutezcamos y petrifiquemos”.

sábado, 16 de noviembre de 2013

En defensa de la filosofía (y del sentido de la vida que ella trata de desvelarnos)

   Respecto de esas “cuestiones filosóficas” que usted, John Carlos, me ve abordar frecuentemente, le diré que, para mí, llegar a aficionarme a la filosofía ha sido una bendición. Los filósofos son mis ángeles de la guarda laicos; unos más, otros menos, pero gracias al estímulo que supone su lectura (no siempre fácil; quitando a Ortega y pocos más, no suelen destacar por su claridad y sus cualidades literarias), he podido obtener claves, no precisamente para entretener mi intelecto, sino para orientarme en el laberinto de las cosas. Gracias a que por no sé qué azar afortunado, apareció en mis manos un libro de Ortega en los tiempos álgidos de esa neurosis juvenil que tantos hemos atravesado, discurrió desde entonces junto a mí esa fuente de luz que convierte una alteración así en un potencial de crecimiento (lo que intrínsecamente es toda neurosis). Y a estas alturas puedo decir, ojalá que fuera lo suficientemente alto y claro: la filosofía es la disciplina intelectual más importante de todas, y aprender a filosofar (no ya, o no solo, a saber lo que decían los filósofos) debiera de ser el aprendizaje más importante de la vida. Si hemos aprendido a leer (ahora lo comprendo) es, sobre todo, para poder estudiar filosofía y, acto seguido, todo lo que sale de su matriz (podríamos decir que “todo”, a secas). Así de rotundo me pongo hoy, John Carlos. Si la vida tiene sentido, no van a ser las ciencias naturales las que lo descubran (se dedican a otras cosas), ni siquiera la psicología, salvo la que enraíce en la filosofía (hoy ese tipo de psicología es muy marginal, pese a que yo me atrevo a afirmar que un trastorno psíquico es, en última instancia, el síntoma de una vida desorientada, no, como presupone el modelo biomédico hoy imperante, consecuencia de un trastorno neurológico).

 



   “La vida es por lo pronto un caos donde uno está perdido”, afirmaba Ortega. Es decir, que de partida solo tenemos el deseo de que la vida tenga sentido, sin más soporte objetivo. Al contrario, ahí afuera todo se nos aparece como múltiple y disperso, desordenado y absurdo. No hay nada, para empezar, fiable, de nada podemos esperar que vuelva a ser lo que creíamos que era. En suma: lo primero que experimentamos es que nada tiene un ser (nada es comprensible). Así lo decía también Ortega, “el ser fundamental por su esencia misma no es un dato, no es nunca un presente para el conocimiento, es justo lo que le falta a todo lo presente (...). Su modo de estar presente es faltar, por tanto, estar ausente”. Y entonces, para enfrentarse a la sensación de extravío que ello produce, para poder orientarse en la vida, y después de otros intentos menos sofisticados (la magia, la mitología, la religión), el hombre inventó la filosofía. De esta surgió la metafísica, que es la rama de la filosofía encargada de buscar acomodo al ente particular, cambiante, fragmentario y finito en el marco del ser sustancial, estable, imperecedero; en suma, en algo de lo que podamos fiarnos, algo que no cambie de hoy para mañana y que, en esa medida, lo podamos comprender (y que, para empezar, sin embargo, como dice Ortega, no está presente). En tiempos de Heráclito y Parménides, el problema residía en saber si todas las cosas fluyen o hay algo que permanezca. A estas alturas, hemos refinado la cuestión: los entes, finalmente, hemos resultado ser ante todo nosotros, los pobres individuos, conscientes de nuestra finitud, de nuestra vulnerabilidad, de, en última instancia, nuestra insustancialidad. ¿Podemos, pese a todo, aspirar al ser? ¿Hay alguna sustancia que alcanzar y que, por tanto, dé sentido a nuestra vida? Este es el problema metafísico tal y como ha de ser formulado a la altura de los tiempos actuales: ¿la vida tiene sentido o no?
   Insertemos ya en esta exposición la alarma que produce el hecho catastrófico de prescindir de la filosofía y de las humanidades en general en los currículos educativos. Ello significa tanto como enseñar a resignarse, a aceptar los avatares de la vida tal y como objetivamente se nos presentan, o sea, como un caos, como un absurdo; en suma, dar por sentada esa multiplicidad, dispersión y falta de sentido de los entes en que se divide nuestra circunstancia. Ese programa educativo desolador que hoy se está imponiendo parte, pues, del presupuesto de que solo existe el hecho objetivo, independiente del sujeto que lo observa, y de que la educación consiste en buscar cómo adaptarnos a él, en procurar aprendizajes instrumentales que nos acoplen a nuestro medio. Y sin embargo, Ortega aseguraba que “la educación, sobre todo en su primera etapa, en vez de adaptar el hombre al medio, tiene que adaptar el medio al hombre”, es decir, añadir a la caótica multiplicidad de entes con que el medio viene a nosotros, la necesidad de encontrar tras ellos el ser, de encontrar en el mundo un orden, un sentido, que es la exigencia con que nosotros vamos hacia el medio. El hombre, provisto de su misión en la vida, “lleva su sí mismo a lo otro, lo proyecta enérgica, señorialmente sobre las cosas, es decir, hace que lo otro –el mundo– se vaya convirtiendo poco a poco en él mismo”. En suma, concluye Ortega, “el hecho humano es precisamente el fenómeno cósmico del tener sentido”.
   Sin filosofía, nos quedamos inermes y vulnerables ante el absurdo (lo que antes se llamaba misterio), que, insisto, es la manera primordial que tiene el mundo de presentarse ante nosotros. Hemos aceptado como premisa cultural la visión instrumental de la vida que no aspira a que esta tenga un sentido, sino solo a que nos diluyamos entre las cosas, entre la multiplicidad de los entes, a escindir el yo de su ineludible unidad con su circunstancia y dejar desasistidos los hechos objetivos del sentido que nuestra razón debe descubrir en ellos. Todo eso no nos hace más felices. Aunque nuestra cultura pretende hacernos coexistir pacíficamente con el absurdo, nuestras tripas no nos dejan aceptarlo. Así que o damos respuesta a nuestra necesidad de sentido o la industria farmacéutica de los psicofármacos seguirá haciendo el agosto (total, para nada: ya digo que no son las alteraciones neurológicas la causa última de nuestra infelicidad, ni la bioquímica lo que la resolverá). O rehabilitamos a la filosofía y la restituimos en sus funciones de exploración de la posibilidad de que la vida tenga sentido y de lucha contra el absurdo, o será este el que rija nuestros destinos.

viernes, 8 de noviembre de 2013

¿Hay alguien ahí afuera a quien poder llamar Dios?

Mi querido Ángel Molledo, me reitero en declarar mis insuficiencias para abordar un asunto como este, y en que al abordarlo siento reverdecer las mismas inquietudes juveniles que me llevaron, sin casi solución de continuidad, desde el más acendrado meapilismo a un fervoroso proselitismo antiteísta. No sé si ahora estoy en la fase de síntesis dialéctica o en la de simple extravío esquizofrénico, aunque a lo que realmente aspiro es a, simplemente, dejar amortiguadas las desavenencias interiores a las que me obliga mi compulsiva afición a las paradojas.

Estos asuntos que hoy propongo hay que exponerlos utilizando la primera persona del singular. Lo cual me lleva a empezar confesando que siento que mi sustento intelectual, el bagaje de ideas con el que trato de contraponerme a esa maraña de enigmas que llamamos mundo, está aún en fase de construcción (tampoco podría estar de otra forma, vale). Uno de los obstáculos intelectuales con los que me he peleado en los últimos tiempos (ya sé que soy un poco rarito) es el de entender cuál era la diferencia sustancial entre la filosofía de Kant y la de Ortega. Este último, que es el filósofo a quien considero mi principal guía intelectual, cuenta cómo le resultó muy difícil soltar amarras respecto del idealismo de Kant. Ya voy entendiendo por qué. Y no es una cuestión baladí.

Dice Kant que el mundo, desprovisto de la labor ordenadora que nuestra mente ejerce sobre él, no es más que un “caos de sensaciones”. Es decir: un puñetero absurdo. Solo gracias a las formas a priori del conocimiento sensible, que hacen surgir de nuestra mente el tiempo y el espacio con los que ordenamos nuestras sensaciones, y gracias asimismo a las formas a priori del conocimiento inteligible con las que ordenamos los fenómenos que ante nosotros pone el conocimiento sensible, el mundo se nos aparece ordenado y con sentido (perdón por lo enrevesado de este párrafo). La interpretación más facilona de esta secuencia conceptual que propone Kant es que el mundo es absurdo y que los hombres nos inventamos el que tenga sentido. El mundo, en fin, es una barca, como dijo Calderón de la Mierda, y, para sobrevivir en él, nos engañamos con la ilusión de que está ordenado y tiene una razón de ser. El orden y el sentido son, pues, atributos con los que la mente inviste al mundo, pero que no le pertenecerían a este.

Hace pocos artículos recordé una dramática consecuencia de la manera postkantiana de entender las cosas que, de la forma más radical, asumieron los románticos, por ejemplo, Heinrich von Kleist, que se expresaba de esta manera en una carta dirigida a su hermana: “La idea de que no sabemos nada de la verdad, nada en absoluto, que aquello que aquí llamamos verdad, tras la muerte se llamará de otra manera, y que por tanto el afán de conseguir algo propio que nos siga también a la tumba es totalmente vano y estéril, esta idea me ha estremecido en el santuario de mi alma (…) Mi único y máximo objetivo ha caído y ya no tengo ninguno”. Von Kleist entendió que, efectivamente, la “verdad” era un invento con el que tratamos de vestir al mundo para que nos resulte soportable, una pura ilusión, pues, que no nos sobrevive, que solo sirve para engañar al que Cioran llamaba “suicida que llevamos dentro”. Una vez desengañado, Von Kleist quedó inevitablemente abocado a sacar afuera a ese que llevaba dentro: con 34 años, se suicidó.

Tal y como Kant dejó las cosas, o al menos interpretadas en la línea que lo hicieron los románticos y ss., Albert Camus no tuvo más remedio que concluir que “no hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no vale la pena de que se la viva es responder a la pregunta fundamental de la filosofía. Las demás, si el mundo tiene tres dimensiones, si el espíritu tiene nueve o doce categorías vienen a continuación. Se trata de juegos; primeramente hay que responder”. Y suicidarse o no es una decisión que solo le corresponde a cada uno en su intimidad. El mundo no sirve de soporte a la hora de valorar si la vida debe de ser vivida o no. No: el mundo no tiene sentido, es absurdo, y, partiendo de ahí, allá tú, y solo tú, si lo que quieres es seguir viviendo o suicidarte. En esas, precisamente, estuvo el existencialismo.

Así pues, desde Kant (malinterpretándolo, pero ese es otro Kantar) estamos entendiendo que la verdad es una construcción subjetiva; la idea de lo que está bien y lo que está mal también es, por lo mismo, un invento de cada sujeto; y la belleza, la justicia, el amor… ídem de ídem. Ahí afuera no hay más que un “caos de sensaciones”, es decir, un mundo maleable que deja que creamos que es una cosa o la contraria. En suma, ahí afuera, desde Kant, todo es (maleable) absurdo. Un momento… ¿He dicho desde Kant? ¿Pero no fue San Agustín el que dijo que “la verdad habita en lo interior”? Más aún: ¿no dijo Jesucristo que su reino no era de este mundo? ¿No estaba Santa Teresa sacando a relucir al suicida que llevaba dentro cuando dijo aquello de “muero porque no muero”, de tanto querer abandonar este mundo absurdo? En este contexto, o contra él, decía Ortega precisamente que “se (impone) una peripecia cultural, una catástrofe psicológica: un nuevo Dios, un nuevo lenguaje, una barbarie redentora”.

 
 
Bueno, amigo Ángel, pues ya voy comprendiendo por qué Ortega se libró de una pesada carga cuando soltó el lastre que, para su intento de orientarse en el mundanal laberinto, suponía el idealismo de Kant (o, al menos, la interpretación más estrictamente idealista de Kant). Porque, como titulé hace poco uno de los artículos de este blog, la verdad necesita de nosotros… ¡pero está en el mundo! Efectivamente, tenemos que esforzarnos y construirla con nuestra mente. ¿He dicho construirla? Corrijo: más bien, descubrirla, porque, como Hegel decía, la realidad es racional, aunque, para empezar, solo para empezar, sea un caos de sensaciones, un absurdo (una mierda). Cuando, por ejemplo, descubro que el calor dilata los metales, añado a la realidad del fenómeno calor y del fenómeno metal una categoría mental (un apriorismo kantiano), algo que está en mi mente: la relación de causalidad. ¡Pero no me lo invento! Esa relación causal está ahí afuera, en la realidad. ES VERDAD que el calor (causa) dilata los metales (efecto). La verdad está en el mundo, aunque la descubramos gracias a una categoría mental anterior a la experiencia que es la relación de causalidad.

Y si la verdad está ahí afuera, esperando a que la descubramos, si el mundo tiene sentido, aunque de partida se nos aparezca como absurdo, si no tenemos que engañarnos para convencernos de que lo que ocurre tiene una razón de ser (…aunque tengamos que dedicar la vida a intentar descubrirla y nunca lo consigamos del todo)… ¿Cómo podríamos llamar a ese sentido de las cosas que está ahí afuera esperando a que lo descubramos (y vale, también a que lo construyamos)? Amigo Ángel, si a estas alturas ya no me asusta que me llamen facha por sentirme patriota, tampoco me asustan los inconvenientes de llamar a eso ánima mundi o incluso Dios, porque a esa razón de ser de las cosas, la cual intuimos gracias a ese apriorismo kantiano que Jung denominaba arquetipo de Dios, no la alcanzamos con el solo método hipotético deductivo. No digo que haya que recuperar lo que sí son meras ilusiones y autoengaños. Me conformo con quedarme en eso: algo en mí (mis insoslayables apriorismos) sabe que el mundo tiene sentido, y mientras lo intento descubrir ahí afuera tengo demasiado que hacer como para pensar en suicidarme.

viernes, 1 de noviembre de 2013

Lo que pasa cuando quiebran las instituciones

   En absoluto creo que se equivoca, John Carlos. Seguramente que para analizar las cosas con ecuanimidad tengamos que controlar nuestra propia tendencia a interpretarlas en la dirección que nuestro descorazonamiento y nuestro pesimismo actuales nos señalan. Ahora mismo, después de ver cómo en España las cosas parecen escoger tozudamente el camino que lleva hacia su empeoramiento, yo al menos me siento empujado a vislumbrar casi por inercia un horizonte negro. Hasta el punto de que he sentido que ello pueda deberse a mi mejorable estado de ánimo y no a la realidad; es decir, que procuro estar atento a la posibilidad de que mi pesimismo se convierta en un prejuicio. Pero también es cierto que este tipo de situaciones que vivimos están ya bastante meditadas y teorizadas, más allá de mis coyunturales estados de ánimo. De manera que aprovecharé para hablar de ello y dar así contenido a esta nueva entrada del blog.

   Pienso que los acontecimientos tienden a desarrollarse a lo largo de una línea que va configurándose con lo que es habitual, lo previsible, lo ordenado y sometido a norma… hasta que esa línea se rompe. Y cuando ese momento llega, lo hace no de una manera paulatina, sino brusca y repentina (el cambio de lo cuantitativo a lo cualitativo que decía Hegel). En las fases preparatorias, pueden aparecer coyunturales rupturas de lo que era normal y normativizado que no tienen fuerza suficiente para quebrar la propensión de los acontecimientos a mantenerse en el campo de lo repetible. Pero a partir de cierto momento, los acontecimientos empiezan a ir por libre; la ley deja de tener fuerza suasoria y disuasoria suficientes como para servir de cauce a los comportamientos, y después de que durante un tiempo acontezcan fenómenos anormales o antinormales, el caos emerge decididamente. Esto ocurre tanto en el nivel de los acontecimientos sociales como en el de los individuales. En el primero, el punto de ruptura quedaría marcado por el descalabro de las instituciones, que dejan de servir de marco y acotamiento a lo que ocurre. Aristóteles, que vivía en una época crítica y que sabía lo que este tipo de cosas significan, llegó a decir que es preferible que existan malas leyes a la ausencia de leyes.
 
 
   Para comprender mejor este ámbito intelectual en el que estamos adentrándonos, creo que podemos echar mano del sociólogo Gustave Le Bon, que consideraba que la barbarie se caracteriza precisamente por el predominio del azar y de lo imprevisible: “(Un pueblo) –dice en concreto– no saldrá de la barbarie sino cuando, después de prolongados esfuerzos, (…) haya adquirido un ideal. Poco importa su naturaleza. Ya se trate del culto a Roma, del poderío de Atenas o del triunfo de Alá, bastará para dotar a todos los individuos de la raza en vías de formación de una perfecta unidad de sentimientos y pensamientos (…) Tras las características móviles y cambiantes de las masas estará aquel estrato sólido, el alma de la raza, que limita estrechamente las oscilaciones de un pueblo y regula el azar”. Y también considera cierto Le Bon lo complementario: “Con el progresivo desvanecimiento de su ideal, la raza va perdiendo cada vez más aquello que mantenía su cohesión, su unidad y su fuerza (…) Aquello que constituía un pueblo, una unidad, un bloque, concluye por convertirse en una aglomeración de individuos sin cohesión y que aún mantienen artificialmente durante algún tiempo las tradiciones y las instituciones (…) Con la definitiva pérdida del antiguo ideal, la raza concluye perdiendo también su alma (…) Presenta todas sus características transitorias, sin consistencia y sin mañana. La civilización carece ya de solidez y cae a merced de todos los azares. La plebe es reina y los bárbaros avanzan”.

   No creo que fuera casual que en unos tiempos de tanta tribulación como fueron aquellos del primer tercio del siglo XX,  hubiera intelectuales que verbalizaran el espíritu de la época en ese sentido favorable a lo azaroso y a lo que atentaba contra las normas generales. Fernando Pessoa, por ejemplo, llegó a decir: “No hay normas. Todos los hombres son excepciones a una regla que no existe”. Y André Breton, en nombre del surrealismo, llevaba ese presupuesto a sus últimas consecuencias: “Creo que todo acto lleva en sí su propia justificación, por lo menos en cuanto respecta a quien ha sido capaz de ejecutarlo”. Carl Gustav Jung, también por entonces, extraía este tipo de inferencias: “Difícilmente podremos negar que nuestro presente es una de esas épocas de escisión y enfermedad. Las circunstancias políticas y sociales, la fragmentación religiosa y filosófica, el arte moderno y la moderna psicología están de acuerdo en esto. ¿Hay alguien que, dotado, aunque solo sea de un vestigio de sentimiento de la responsabilidad humana, se sienta bien con este estado de cosas? Si somos sinceros debemos reconocer que en este mundo actual ya nadie se siente del todo a gusto, y la incomodidad será del todo creciente”. El mismo Jung confesó que vio venir la Segunda Guerra Mundial analizando el desasosegante contenido de los sueños de sus pacientes alemanes en los años previos. A Ortega no le extrañarían esa clase de inferencias, porque decía que “tal vez es imposible descubrir fuera una verdad que no esté preformada, como delirio magnífico, en nuestro fondo íntimo”; es decir, que hay algún tipo de sintonía, o incluso sincronía o relación simbólica, entre lo que ocurre en el mundo externo y lo que las personas viven en su interior, más allá de lo inmediatamente evidente.

   Es decir, que los acontecimientos futuros son detectables, si no en su estricta resolución, sí en las tendencias que se van formando, a través de los estados de ánimo de las personas (en España, hoy, catatróficos), así como en la aparición de lo que me voy a tomar la licencia (otro día cuento por qué) de denominar OSNIs (Objetos Sociológicos No Identificados o No Institucionalizados), es decir, acontecimientos sociales anormales, que se salen del marco de lo previsible, ordenado y normativizado. Entonces, dice Ortega, “las partes del todo comienzan a vivir como todos aparte. A este fenómeno de la vida histórica lo llamo particularismo y si alguien me preguntase cuál es el carácter más profundo y más grave de la actualidad española, yo contestaría con esa palabra”. Seguiría pudiendo contestar a estas alturas con esa misma palabra. Hegel apuntala esta misma idea: “La ruina (del espíritu del pueblo) arranca de dentro, los apetitos se desatan, lo particular busca su satisfacción y el espíritu sustancial no medra y por tanto perece. Los intereses particulares se apropian las fuerzas y facultades que antes estaban consagradas al conjunto”.

   En suma, cuando se deja de respetar la ley, a veces aparentando que se es esclavo de ella (por ejemplo, cuando se excarcela de manera escandalosa a asesinos y violadores), cuando, rompiendo toda previsibilidad, un gobierno promete unas cosas y hace las contrarias, cuando una sociedad deja de tener ideales comunes que la vertebren y, por el contrario, asoman por doquier fuerzas disgregadoras (que incluso subvenciona el estado), cuando las instituciones, desde la Justicia, los partidos políticos o los sindicatos a la monarquía, bañados en la corrupción, pierden toda credibilidad… se está haciendo lo que hay que hacer para que se abra la caja de Pandora. Yo quiero sujetar mis inferencias, pensar que el mundo (que España) está sometido a un cauce suficiente y que es probable que mi ya consustancial pesimismo produzca sesgos en mis interpretaciones de las cosas. Pero tantos OSNIs no pueden augurar nada bueno.