En 1900, licenciado ya en psiquiatría, Jung pasó a ocupar su
primer puesto profesional en la clínica Burghölzli para enfermos mentales de
Zurich (Suiza), y allí marchó con una idea ya asentada en su cabeza: la
enfermedad mental no es una especie de cuerpo extraño que se haya
inopinadamente incrustado en la mente del enfermo, sino que son la persona en
su totalidad y su propia trayectoria biográfica las implicadas en el problema
(algo que está todavía muy lejos de admitirse por la psiquiatría y la
psicología hoy vigentes y por el paradigma biomédico que les sirve de
referencia).
Entre los primeros casos que Jung atendió en la Burghölzli,
hubo uno que, como cuenta en su autobiografía, le impresionó especialmente. Se
trataba de una joven allí internada, diagnosticada de esquizofrenia (“dementia praecox” se la llamaba
entonces) y cuyo pronóstico era grave. Enseguida, al entrevistarla, tuvo la
impresión de que no se trataba de una esquizofrenia, sino de una depresión
corriente. A través de su técnica de asociación de palabras y del análisis de
sueños logró aclarar su pasado, a pesar de que este permanecía, en lo más
sustantivo, arrinconado y aparentemente inoperante en una zona marginal de su
mente. Supo así que antes de que se casara había estado intensamente enamorada
de un hombre respecto del cual mantuvo vivas las esperanzas de ser
correspondida hasta que definitivamente las desechó y se casó con otro.
Cinco años después, cuando la mujer tenía ya dos hijos, una
niña de 4 años y un niño de 2, intercambiando recuerdos con un viejo amigo,
este le dijo: “Cuando usted se casó, el señor X recibió un rudo golpe”. El tal
señor era aquel de quien ella había estado tan enamorada. ¡Ese fue el momento
justo en el que se inició su grave crisis personal! Allí dio comienzo su
depresión, y algunas semanas más tarde se produjo la catástrofe. Vivía en una
región en la que el suministro de agua era higiénicamente defectuoso: para
beber, había que coger agua pura de una fuente, y para lavar se usaba el agua
contaminada del río. Mientras bañaba a su niña, vio cómo chupaba una esponja
impregnada con el agua contaminada y no se lo impidió. Incluso dio de beber a
su hijo un vaso de agua también contaminada. No lo hizo realmente de una manera
premeditada, sino semiconsciente y como por descuido. Poco tiempo después, tras
el período de incubación, la niña enfermó de tifus y murió; el niño, sin
embargo, no se contaminó. En aquel instante la depresión que ya estaba en
marcha se agudizó y la mujer fue ingresada en el frenopático. Se trataba,
evidentemente, de un trastorno psicógeno, no resultado de ninguna alteración
neurológica irreparable, que es como se suelen tratar todavía este tipo de
trastornos. Hasta que intervino Jung, el único tratamiento consistía en la administración
de narcóticos, a causa de su dificultad para conciliar el sueño, y en que se la
vigilaba por sus tendencias suicidas.
¿Qué había ocurrido en realidad? Nos apoyaremos en los
conceptos de Jung para establecerlo, aunque él, al relatar el caso en cuestión
no lo haga de un modo estricto. Dos trayectorias vitales, una frustrada y solo
vislumbrada imaginariamente, y otra efectiva, se habían juntado en el cauce
previsto para una sola biografía. La paciente de Jung había escogido pertenecer
a la trayectoria que no podía ser ya, y, en consecuencia, la otra trayectoria,
la real, la que le había llevado a tener el marido y los hijos que tenía, era
considerada una parte espuria de su vida, a la que virtualmente repudiaba.
Puesto que la realidad se impone por la fuerza de los hechos sobre la
ensoñación, la única manera de articular el deseo de lo imposible (pero al cual
no renunciaba) en el marco de lo real fue dejarlo actuar desde la sombra: la
depresión le permitía a esta mujer expresar su rechazo y desvinculación de lo
real, y sus instintos criminales hacia sus hijos eran la endiablada solución
que su parte sombría había encontrado para anular la parte de su vida que entraba
en contradicción con su imposible deseo de volver atrás. Pero tales
maquinaciones no resultaban lícitas para la parte de la mujer que se
desenvolvía en la realidad, así que fue esa “sombra” (así llama Jung a la parte
de la personalidad que contiene todo lo que rechazamos de
nosotros y no admitimos como propio) la que puso en marcha el perverso plan… a costa, eso sí, de destruir
la personalidad global de la mujer, que para ignorar o eludir la
responsabilidad por lo que había hecho su parte sombría, tuvo que desordenar
sus funciones mentales, que quedaron convertidas en el negativo de aquella
elusión.
No fue fácil para Jung decidir lo que debía hacer con su
paciente. Pero al final le contó a la mujer lo que había descubierto a través
de su técnica asociativa, y la ayudó a elaborar el terrible relato, de lo cual
ella, claro está, no era consciente (toda su precaria organización mental era
un mecanismo de defensa frente a esa verdad). “Resultó trágico para la paciente
oírlo y admitirlo –concluye Jung–. Pero el resultado fue que, catorce días
después, pudo ser dada de alta y nunca más tuvo que ser internada”. Así
que volvió “a la vida normal para expiar en vida su culpa”.
A la luz de las enseñanzas de Jung, y podríamos decir que de
las psicologías dinámicas en general, toda patología mental (no hablamos, pues,
de patologías neurológicas, aunque la psiquiatría actual tiende a considerar aquellas
como parte de estas) es resultado de la posesión ejercida sobre la personalidad
por la parte sombría, en representación de deseos irrealizables e incompatibles
con la realidad. O bien, vista esa patología desde la parte consciente,
resultado de la anulación del deseo que relaciona esa personalidad con el mundo
real. Las angustias, fobias y temores actuarían como contrapunto de esos
deseos, perversos unos, interrumpidos o reprimidos los otros. Y la depresión daría
a dos vertientes: una, la retirada del deseo del mundo real, y otra, la
supervivencia en la parte sombría de un deseo imposible o inconfesable; lo cual
permite explicar también la bipolaridad a la que a menudo va unida la
depresión.
El caso es que el argumento, la estructura de ideas que
hemos visto que nos permitiría entender lo que ocurre en la mente de los
individuos, nos habría de servir también en lo esencial para comprender los
comportamientos colectivos. Y así, podríamos decir que una sociedad está
enferma cuando una parte importante de sus componentes se empeña en discurrir
por una trayectoria que atenta destructivamente contra el principio de
realidad; subsiguientemente, la parte de su personalidad colectiva encargada de
organizar la vida del conjunto y desenvolverse en la realidad, es decir, las
instituciones de ese cuerpo social enfermo, se comporta como el negativo o
correlato de su zona sombría, de modo que no solo no muestra ninguna eficacia
sanadora frente a la parte del cuerpo social que tiende a lo utópico e
irrealizable, sino que se constituye en parte del problema y no de la solución.
España es un cuerpo colectivo enfermo. Y eso no ocurre
porque se nos haya inoculado un cuerpo extraño y ajeno a nuestro modo general
de comportarnos. Las mentalidades propensas a las utopías de todas clases,
enamoradas, como la paciente de Jung, de entidades fantasmales, bien en forma
de naciones inventadas o de paraísos sociales que solo existen en las
ensoñaciones irresponsables de personas inadaptadas, han pululado y pululan en
nuestro país de forma desmedida. Todas ellas encarnan el arquetipo junguiano de
nuestra sombra colectiva, y arrastran a un importante sector de nuestra
población. En el lado que corresponde a la parte digamos que consciente y
organizadora de nuestro ser colectivo, esto es, las instituciones, la patología
queda asimismo plenamente en evidencia: tenemos un rey patético, que cuando
habla, por ejemplo en Nochebuena, no hace más que emitir verbales cortinas de
humo con las que trata de enmascarar o pasar por alto los problemas (“¿por qué
no te callas?”, podríamos piadosamente proponerle); un poder ejecutivo que no
solo no toma conciencia de los peligros catastróficos que nos acechan, sino que
todo lo que hace parece descorazonadoramente destinado a reproducir los
problemas que los originan; un poder legislativo inoperante y superfluo (lo que
hace, lamentablemente, lo haría mejor un cuerpo de técnicos legislativos
instruidos por los que mandan), y un poder judicial al servicio, especialmente en sus altas
esferas, de los políticos, que ha sido capaz de perpetrar la infamia de sacar a
la calle a los peores delincuentes derogando vilmente la doctrina Parot, así
como de mirar para otro lado cuando se trata de poner freno a la corrupción de
los políticos que les mandan… ¡Ah!, y un cuerpo electoral que, cuando todo esto
está a la vista de quien quiera mirar, sigue votando a los partidos que mantienen
viva nuestra patología social.
Así pues, en el sustrato, los defensores de lo imposible, de
lo que solo vive en sus ensoñaciones, pero que, aunque sea suicidándose (y
suicidándonos), están dispuestos a destruir la realidad en la que viven para
echar a correr detrás del fantasma utópico que añoran. Y en la superficie, unas
instituciones cobardes, irresponsables, corruptas y que, hoy por hoy,
representan un poder en desbandada y en pleno desorden.
Y si algún Jung redivivo viniera a hacernos el relato de esto
que pasa, seguro que lo echábamos con vientos destemplados, como hicieron en
Troya con Casandra. O simplemente, no le votaríamos lo suficiente, como ocurre
con UPyD.