miércoles, 26 de diciembre de 2012

Felicitaciones de un optimista a largo plazo

Si en algún lugar, en este año 2012, las profecías de los mayas tenían visos de verosimilitud, era en nuestro país. Los políticos que nos han gobernado y los que nos gobiernan venían preparando el apocalipsis desde hacía tiempo: administración catastrófica del dinero público, eclosión milenarista de las sectas nacionalistas a punto de ver irrumpir su fin del mundo particular, terroristas en las instituciones, jueces y fiscales serviles con unos políticos irresponsables, corrupciones, indultos para los corruptos… Y para colmo, el Barça le saca 16 puntos al Madrid. ¿No era todo ello anuncio suficiente de que el Día del Juicio estaba cerca?

Pero no nos miremos el ombligo demasiado. Ampliando la perspectiva, es posible observar cómo el mundo sigue avanzando y el bien le va ganando posiciones al mal: según el Instituto de Estudios para la Paz de Oslo, este año han muerto menos personas en guerras que en ningún otro año en el último siglo; lo que es lo mismo que decir que es el año con menos víctimas bélicas de la historia. Por otro lado, el objetivo que las Naciones Unidas se plantearon en 1990 de reducir el número de habitantes del planeta bajo el umbral de la pobreza a la mitad para el año 2015 se alcanzó ya en 2008; podemos decir, pues, que estamos en el momento de la historia de la humanidad con menores índices globales de pobreza. Además, nunca antes ha habido tanto progreso científico y tanta democracia en el mundo como en 2012. Y por si fuera poco: Messi es un año más viejo que en el 2011, y así, pasito a pasito…

De modo que, pletórico de ilusión y realizando los debidos ajustes y puenteos, puedo mandarte un mensaje bien informado aunque optimista: ¡Feliz año 2014 y ss!

lunes, 24 de diciembre de 2012

Transfondos psicológico y cultural de la matanza de Newtown

El 14 de diciembre, Adam Lanza, un joven norteamericano de 20 años, después de matar a su madre, cogió tres de las armas de fuego que había en su casa, fue a la escuela de primaria en la que aquella era maestra y de la que él mismo fue alumno tiempo atrás, y disparó sobre niños y profesores, asesinando a 26 personas, entre ellas 20 niños. Cuando, en medio de la matanza, oyó que llegaba la policía, se suicidó.

Fuentes cercanas a la familia han confirmado que Lanza padecía el síndrome de Asperger, una especie de autismo mitigado caracterizado por una ausencia grave de habilidades para la interacción social, incapacidad para mostrar empatía incluso hacia la gente más cercana, y consiguiente tendencia al aislamiento social. Las personas que sufren el síndrome pueden, sin embargo, entregarse sentimentalmente de una manera muy intensa a alguna persona, por ejemplo la madre (sería el caso de Lanza), de modo que suelen mostrarse muy celosos, obsesionados o posesivos con la persona en cuestión. Asimismo, manifiestan patrones de conducta repetitivos y estereotipados, y se centran en actividades e intereses muy acotados y a menudo extravagantes o atípicos, de manera que muestran una coherencia débil en lo que se refiere a la captación de globalidades, en beneficio de un procesamiento mucho más centrado en nimiedades o detalles. Por ejemplo, pueden recopilar grandes cantidades de información sobre datos meteorológicos o nombres de estrellas, o memorizar números de serie de modelos de cámaras fotográficas sin que a la vez exista un interés por la fotografía, o coleccionar sellos… Cuando estos intereses coinciden con una tarea útil en el ámbito material o social, el individuo con Asperger puede lograr una vida ampliamente productiva.

En congruencia con esta tendencia a la atomización de sus objetos de interés, muestran estas personas incapacidad para la abstracción y el uso de metáforas, lo cual les lleva a hacer interpretaciones literales de las palabras y los dichos. Tal falta de comprensión de los matices, ambigüedades y paradojas del lenguaje anula su sentido del humor y asimismo altera la prosodia en su forma de comunicarse, haciendo que la suya sea un habla afectada, excesivamente formal o pomposa, sin la adecuada entonación  ni el debido ritmo en la exposición. Al conversar demuestran asimismo no ser capaces de incorporar el punto de vista de su interlocutor, derivando hacia los monólogos, la contextualización deficiente en la exposición de un tema y los fallos a la hora de excluir los pensamientos internos ajenos al discurso central. Asimismo, las personas con síndrome de Asperger dependen psíquicamente de que su entorno y su vida diaria estén estrictamente ordenados, de modo que a toda costa intentan mantenerlos invariables. Los cambios repentinos pueden sobreexigirlos o hacer que se pongan muy nerviosos.

Pese a todo esto, no se observa en estas personas de manera específica un retraso en el desarrollo del lenguaje o en el cognitivo e intelectual. El síndrome Asperger puede incluso concurrir con la existencia de una alta capacidad intelectual o artística. Hans Asperger, el pediatra e investigador a cuyo apellido se debe el nombre del síndrome, escribió: “Al parecer, se requiere un chorrito de autismo para el éxito en la ciencia o en el arte”. Una de sus pacientes, por ejemplo, fue la escritora austriaca y Premio Nobel de Literatura de 2004 Elfriede Jelinek, premio que no se presentó a recoger, aludiendo “fobia social”, y que poco antes había declarado: “Cuando yo quiero decir algo, lo digo como quiero. Al menos quiero darme ese gusto, aunque no consiga nada más, aunque no logre ningún eco”; algo que parece estar en sintonía con esa inclinación, característica de los Asperger, hacia el monólogo que en la práctica prescinde del interlocutor o que no tiene en cuenta si éste está interesado o no en el tema de la conversación. El prestigioso literato sueco Knut Ahnlund, que presentó su dimisión a la Academia Sueca en protesta por la distinción a esta escritora, describió la obra de esta como “una masa de texto sin el menor rastro de estructura artística”. De todas formas, se especula con la posibilidad de que figuras históricas como Albert Einstein e Isaac Newton, u otras contemporáneas como Bill Gates hayan tenido el síndrome de Asperger.

Los conocidos de Adam Lanza lo han definido como un joven callado y tímido” y “muy antisocial” pero muy inteligente, especialmente en temas informáticos. “Era claramente un chico atormentado”, explicó a la cadena NBC Russell Hanoman, un amigo de la madre de Lanza, que añadió: “Sabíamos que tenía Asperger, Nancy (la madre) me lo mencionó en varias ocasiones. Era muy tranquilo, muy retraído, como suelen ser la mayoría de los chicos con Asperger”, ha afirmado.

Busquemos unos presupuestos psicológicos y existenciales en los que poder encajar este caso. “La vida –decía Ortega– es precisamente un inexorable ¡afuera!, un incesante salir de sí al Universo (…) Es (el hombre) un dentro que tiene que convertirse en un fuera”. Y en otro lugar: Vivir significa tener que ser fuera de mí”. Birger Sellin, un autista que, como tal, era considerado incurable, pero que gracias a una nueva técnica acabó mejorando sensiblemente, llegó incluso a escribir un libro que tituló de esta impactante manera: “Quiero dejar de ser un dentrodemí” (Galaxia Gutenberg, 1994). Vayamos extrayendo inferencias: todos empezamos siendo autistas, el mundo exterior es algo que, con suerte, va apareciendo y convirtiéndose en el “afuera” que ha de acogernos, en el escenario en el que hemos de desarrollar nuestra vida. Esa vida se desarrolla a lo largo de un continuo que, como Ortega dice, va de dentro a fuera. Si no hay suerte, nos quedaremos en el extremo inicial del continuo, en el que residen las enfermedades mentales más graves (además del autismo, la esquizofrenia, la depresión mayor y las psicosis en general). En estadios menos extremos del continuo se sitúan las neurosis e incluso la timidez digamos que patológica. Todos los trastornos psíquicos resultarían de un mayor o menor fracaso en esa tarea que consiste en salir al mundo.

Una manera abrupta o más o menos frustrada de salir al mundo es la que conduce a la inadaptación, dentro de la cual podríamos situar tanto a los rebeldes antisociales como a las personas creativas o positivamente innovadoras. Pero aquí y ahora nos interesa seguir la pista de ese tipo de personalidades que llevan su confrontación con el mundo hasta esos extremos en los que se es capaz de realizar actos tan terribles e indiscriminados como el que protagonizó Adam Lanza en Connecticut o los que llevaron a cabo no hace tanto James Holmes en un cine de Denver, Colorado, en julio de este año (del que hablé en la entrada de este blog del 22-VII, “El malestar de la civilización…”) o Anders Behring Breivik en Oslo un año antes (caso que abordé en mi entrada del 14 de agosto de 2011, que titulé “Oslo, Inglaterra, ¿casos aislados o síntomas?”). En todos esos personajes podemos observar esa introversión extrema de la que hablamos como factor predisponente de partida que o bien les lleva directamente a sentirse confrontados con el mundo exterior o bien a delirar un mundo alternativo que, para que acabe siendo realidad, precisa de la desaparición de este otro que a sus ojos bloquea e impide esa realización (caso de Breivik). En quienes falta ese delirio digamos que “ideológico” que tenía Breivik, para que lleguen a cometer sus asesinatos se necesita normalmente añadir a esa predisposición de base una progresiva acumulación de frustraciones que conduzcan al estallido final, estallido que se produce como un acto más o menos impulsivo e impremeditado. Sería el caso de Adam Lanza: la frustración acumulada día a día por su fallida conexión con el mundo exterior habría llegado a desbordarse al añadir un más o menos casual acontecimiento que serviría de desencadenante, en esta ocasión, al parecer, un desencuentro dramático con su madre, provocando así su reacción desorbitada y trágica (en estos casos, el hecho de disponer fácilmente de armas, como ocurre en Estados Unidos, es, evidentemente, un facilitador para estas reacciones asesinas).

Un caso particular de acción impulsiva, que tampoco precisa de ninguna justificación desde el punto de vista de la moral convencional, la cual se desprecia tanto como al mundo que la sustenta, fue el de Brenda Ann Spencer, una chica de dieciséis años, que el lunes 29 de enero de 1979 se dedicó a disparar desde la ventana de su casa de San Diego (California) a niños y adultos de un colegio que había enfrente de su casa, matando a tres adultos y dejando heridos a once niños y a un oficial de policía. El rifle con el que disparó se lo había regalado su padre hacía unos días, en Navidad. Tras ser capturada, le preguntaron cuál había sido el motivo de su acción. Ella simplemente se encogió de hombros y contestó: “No me gustan los lunes. Sólo lo hice para animarme el día”, añadiendo a continuación: “no tengo ninguna razón más, sólo fue por divertirme, vi a los niños como patos que andaban por una charca y un rebaño de vacas rodeándolos, blancos fáciles”.

En otros casos, como el del noruego Breivik, el delirio utópico permite tener diseñado un plan de largo recorrido, y las reacciones son premeditadas incluso con gran antelación (para estos casos, no es tan decisivo tener armas al alcance inmediato; en el plan se puede incluir el conseguirlas). Quienes de esta manera elaboran sus utopías alternativas a este mundo en el que no han logrado encajar, van construyendo una microética a la medida de sus delirios, dentro de la cual, aunque perversamente distorsionada, cabe una distinción entre el bien y el mal. Según marca esa microética, uno mismo es plenamente soberano en sus opciones morales y en sus decisiones de comportamiento. Los demás no entran ni en la configuración de sus esquemas morales ni como límite a sus necesidades o impulsos.

Con la prudencia debida, aún nos quedan por hacer necesarias extrapolaciones hacia los ámbitos culturales que de alguna forma parecerían estar previstos como adecuada hornacina en la que ubicar este tipo de comportamientos. Dice Gilles Lipovetsky, sociólogo y destacado analista de este tiempo nuestro: “Los individuos, absortos como lo están en su yo íntimo, son cada vez menos capaces de desempeñar roles sociales (…) Cuanto más los individuos se liberan de códigos y costumbres en busca de una verdad personal, más sus relaciones se hacen ‘fratricidas’ y asociales”. Poco antes, en el mismo libro, “La era del vacío”, había escrito: “Previamente atomizado y separado, cada uno se hace agente activo del desierto, lo extiende y lo surca, incapaz de ‘vivir’ el Otro (…) Cada uno exige estar solo, cada vez más solo y simultáneamente no se soporta a sí mismo, cara a cara”. Y aun antes: “La generalización de la depresión no hay que achacarla a las vicisitudes psicológicas de cada uno o a las ‘dificultades’ de la vida actual, sino a la deserción de las ‘res publica’, que limpió el terreno hasta el surgimiento del individuo puro, Narciso en busca de sí mismo y así, propenso a desfallecer o hundirse en cualquier momento, ante una adversidad que afronta a pecho descubierto, sin fuerza exterior”.

Estamos hablando de la inadaptación al mundo del hombre contemporáneo, que no es de ahora, sino que echa raíces en el momento mismo en el que la Edad Moderna amaneció, aunque afortunadamente, son la creatividad y la innovación constructiva los efectos más importantes que de tal inadaptación se han derivado. Para Erich Fromm, “el proceso por el cual el individuo se desprende de sus lazos originales, que podemos llamar proceso de individuación, parece haber alcanzado su mayor intensidad durante los siglos comprendidos entre la Reforma y nuestros tiempos”. Pero el momento álgido de esa inadaptación, que dejó ver con claridad su otra vertiente, la antisocial, llegó sobre todo con Rousseau cuando dijo: “La naturaleza ha hecho al hombre bueno y feliz; pero la sociedad lo ha convertido en depravado y miserable”. Allí empezaron a legitimarse las microéticas individuales, desde las cuales el individuo, tratando de regresar a su supuesta esencia presocial, llega a considerarse soberano exclusivo de sus deseos y acciones. Sería este el tipo de persona que Ortega denominó hombre-masa, del que dejó dicho: “(El hombre-masa) se habitúa a no apelar de sí mismo a ninguna instancia fuera de él”. El mismo Ortega avisa del profundo malentendido a que aboca esta nueva perspectiva sobre el mundo (o debiéramos decir más bien: a pesar del mundo o incluso contra él), porque, según ella, “concluye el hombre creyendo que posee una facultad casi divina, capaz de revelarle de una vez para siempre la esencia última de las cosas (…) En vez de buscar contacto con las cosas, se desentiende de ellas y procura la más exclusiva fidelidad a sus propias leyes internas”.

Una actitud esta que viene dejando su huella en todos los ámbitos a los que llega la cultura. Por ejemplo, desde el arte plástico, Kandinsky, el iniciador del arte abstracto, afirmaba: “El artista debe ser ciego a las formas “reconocidas” o “no reconocidas”, sordo a las enseñanzas y los deseos de su tiempo. Sus ojos abiertos deben mirar hacia su vida interior y su oído prestar siempre atención a la necesidad interior”. Y André Breton, el mayor adalid intelectual del surrealismo, extrapolaba esa propuesta artística hacia el terreno de la moral: “El hombre propone y dispone. Tan sólo de él depende poseerse por entero, es decir, mantener en estado de anarquía la cuadrilla de sus deseos, de día en día más temible”. Y es por eso que el “surrealismo: (…) es un dictado del pensamiento, sin la intervención reguladora de la razón, ajeno a toda preocupación estética o moral”. En conclusión, para Breton: “Todo acto lleva en sí su propia justificación”, no necesita para nada del respaldo de una moral supraindividual.

Este es, pues, el contexto cultural en el que de alguna manera o hasta cierto punto encuentran acogida aquellos comportamientos antisociales de los que hemos hablado antes. El mismo contexto y la misma introversión extrema en los que fue fermentando la actitud que Dostoievski previó para el protagonista de su novela “Crimen y castigo”, Rodia Raskolnikov, cuyo estado de ánimo inmediatamente anterior a la comisión de su crimen es descrito así por Dostoievski: “Una sensación nueva, casi invencible, se iba apoderando de él cada vez más, de minuto en minuto. Era una especie de repugnancia infinita, casi física hacia cuanto encontraba y le rodeaba, una repugnancia tenaz, rencorosa, empapada de odio. Todas las personas con quienes se encontraba le parecían repugnantes, su rostro, su manera de andar, sus movimientos. Si alguien le hubiera dirigido la palabra, con toda probabilidad, le habría escupido a la cara sin más ni más, le habría mordido”. Una gota de frustración más, y lo siguiente que habría de llegar sería el estallido.


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“Cómo llegó el fin del mundo (antes de lo previsto por los mayas)”
 

viernes, 14 de diciembre de 2012

Para qué sirve hacerse viejo, cumplir 61 años por ejemplo

La desertización avanza. La potencia que en otros tiempos nos mantenía vinculados a los ideales y a la conciencia de pertenecer a un ser colectivo ha ido perdiendo intensidad. La familia va dejando de tener asimismo la fuerza de atracción que tuvo: los índices de divorcio aumentan exponencialmente, los padres no quieren aceptar la parte de renuncia que significa tener hijos, los viejos se van deteriorando hasta un punto en que sólo tienen cabida en los asilos. Lo que antaño se llamaba hogar empieza a ser hoy casi objeto de interés arqueológico: en Estados Unidos, que es quien marca la pauta, desde la Segunda Guerra Mundial, un individuo de cada cinco, cada año, cambia de lugar de residencia, y en los centros urbanos, un niño –esa especie en extinción– de cada cuatro es educado por sólo uno de los padres… Las creencias que antes daban sustento a la necesidad de sentir que habrá de llegar algo mejor que lo que tenemos se han diluido. La vida urbana empuja hacia el desarraigo, la pérdida de relaciones y de capital social…

El futuro ya no entusiasma a casi nadie. Van quedando pocas metas hacia las que trascender, todo lo absorbe el día a día; las coordenadas de nuestros comportamientos marcan una línea de progreso plana; nuestras motivaciones son fugaces, con un corto radio de acción, e impresionan tan débilmente nuestra memoria que apenas va quedando margen como para que sobre ellas pueda superponerse alguna clase de compromiso. Abandonadas a sí mismas, las existencias individuales no logran traspasar los límites de la precariedad.
Son todas estas las referencias de un modo de ser desvitalizado, las áreas por las que se puede ver cómo el desierto avanza. ¿Es necesario decir que todas ellas no son sino una metáfora de aquello en lo que consiste envejecer? Lo ratifica el hecho de que la consecuencia de todo eso que le está ocurriéndo a nuestra posmoderna sociedad no es, sin embargo, para la mayoría, el aumento de la angustia vital, sino el de un cada vez más ubicuo sentimiento de indiferencia. La desertización ya no nos da miedo, sólo nos va preparando para el Alzheimer, que es la metástasis del sentimiento de indiferencia.
 
Las Peñas de Carazo son un par de mesetas situadas en las estribaciones del Sistema Ibérico, a algo menos de 1.500 metros de altitud y a unos 50 kms. de la ciudad de Burgos. En una de ellas, la peña de San Carlos, hubo un asentamiento celtíbero y después romano, y en el siglo X debió de haber allí una fortaleza mora, justamente enfrente del Castillo de Lara, donde nació Fernán González, el primer conde independiente de Castilla. Tampoco aquí el tiempo ha pasado en balde: apenas queda de aquel castillo más que una trémula columna de piedras marcando el perímetro de un paraje al que los buitres van a solazarse. Lo llaman el Picón de Lara. También aquí el desierto ha avanzado alrededor de esos hitos que han quedado como rastro de lo que alguna vez surcó la historia con la tersura propia de los tiempos inaugurales y que hoy sólo son visibles como etérea aureola que a su decrepitud añade la memoria.
 
Decía Platón que somos lo que recordamos ser, que la vida no es sino el trayecto que realizamos a través del paisaje de sombras cavernarias que conforma esta realidad ficticia que nos rodea, y que sólo sirve para evocar vagamente lo que auténticamente fuimos antes de que llegara esta decrepitud que atravesamos. Como en la Peña de San Carlos; como en el Picón de Lara.
La vida es también el paisaje de ruinas que va quedando con todo aquello que pretendíamos ser y que la realidad aparente nos fue impidiendo realizar. Seguro que la muerte es la confirmación de nuestro desistimiento, la inmersión en el olvido final, pero a esa evidencia abrupta le falta la belleza que le aporta la idea de que morimos para recuperar lo que auténticamente éramos y hacia lo que siempre señaló nuestra nostalgia, pero que la pesadumbre de la materia que aquí encontramos nos impidió realizar. Moriremos, pues, porque no encontraremos otra forma de llegar a Ser.
Memento mori en suma.



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“Catorce días de felicidad”

viernes, 7 de diciembre de 2012

El endeble hombre posmoderno

Lo deseable se ha acabado convirtiendo en el único elemento a admitir como ingrediente de la vida. Todos los recursos de la sociedad posmoderna se han puesto de una u otra forma a su servicio, de manera que las aristas más ásperas de nuestra modo de vivir van desapareciendo o quedando difuminadas. Sólo sobrevive, al menos para la conciencia, lo que sea compatible con los valores hedonistas, lo que signifique un mínimo de coacción y un máximo de opciones personalizadas. Lo placentero, lúdico, divertido, fácil, relajado, flexible, espontáneo, seductor, informal, bien humorado, dialogante, el respeto a la singularidad de cada uno, lo que provoque emociones positivas, lo saludable, lo rejuvenecedor… son las cualidades no ya exclusivas sino con pretensiones de ser excluyentes que han pasado a ser ingredientes exigibles en una vida adecuadamente planteada según los parámetros de la posmodernidad. Se intenta a toda costa eliminar de ella todos esos otros componentes que conllevan o presagian incomodidad, esfuerzo, declive, sufrimiento o dolor.

En el orden psicoterapéutico, por ejemplo, la consigna que, sobre todo en los libros de autoayuda, viene a dar expresión a lo que se entiende como remedio universal es la que recomienda “sentirse a gusto con uno mismo”, eludiendo el trato con todo aquello que la circunstancia haga asomar como conflictivo o preocupante. En el ámbito pedagógico, frente a la autoritaria educación propia de otras épocas, ha pasado a ser recomendable dejar que el niño se comporte espontáneamente, permitir que aflore su naturaleza sin coacciones y sin agobios, y con tal objeto se evitan todos aquellos elementos ambientales que pueden resultar coercitivos o traumatizantes; así, el amargo “suspenso” ha pasado a ser el mucho más edulcorado “insuficiente”, el mal alumno se ha convertido en un niño con problemas y las reglas disciplinarias han sido sustituidas por la participación. El lenguaje en general recoge hoy los resultados de un denodado esfuerzo destinado a transformar todo lo que pueda resultar intranquilizador o desagradable en eufemístico, esterilizado, y neutro: y así, los viejos se han convertido en miembros de la tercera edad, los ciegos en invidentes, los lisiados en minusválidos, los tontos en disminuidos psíquicos, las chachas en empleadas de hogar, el aborto en interrupción voluntaria del embarazo, los grupos de sindicalistas violentos y coactivos en piquetes informativos… En suma, lo que la sociedad posmoderna ha tratado de hacer ha sido, ya que no suprimir, al menos ignorar el mal.

¿Cómo ha podido hacerlo, si lo bueno y lo malo son ingredientes insoslayables ambos de la vida, si en cualquier situación forman un conjunto inextricablemente unido, de modo que donde uno se manifiesta, el otro siempre asoma, aunque sea en el modo de latencia? Lo ha podido hacer porque previamente ha disuelto la realidad en fragmentos; “fragmentación” es el gran concepto (quizá sería mejor decir anti concepto) posmoderno. Eso que antes se nos aparecía como un todo, situaciones o momentos, por ejemplo, en principio benéficos que no podíamos separar de las maléficas amenazas que les acompañaban, pueden ahora ser vistos como drásticamente diferenciados, de modo que todo consiste ya en atender solamente las partes agradables de las cosas y rechazar o ignorar las desagradables.

El resultado antropológico final ha sido la aparición del hombre endeble, del hombre flojo, frágil, feble, pusilánime, blandengue, timorato, inseguro. En suma, del hombre incapaz de adentrarse en las zonas de sombra de la vida que también son la vida, inepto a la hora de enfrentarse consecuentemente al mal, al dolor, a la desgracia, sólo diestro cuando de lo que se trata es de huir de ellos.

Y en esas estamos: incapaces de aceptar que la crisis actual se debe simplemente a que lo que hemos gastado es mucho más de lo que teníamos, ese hombre endeble no es que se rebele contra la mala administración, sino que lo hace contra los recortes; cualquier clase de recortes. La culpa la tiene, pues, la Merkel, que trata de imponernos esa conducta tan poco posmoderna que es la austeridad. Enfrentados, por otro lado, a problemas tan graves como los que hoy amenazan nuestra integridad nacional y estatal, ese hombre endeble se siente representado por un presidente del Gobierno como Rajoy, que, incapaz de ver que estamos ante un problema que exige ser resolutivo, sigue proponiendo como únicas medidas el diálogo, la flexibilidad y las ganas de agradar, precisamente con aquellos que ya han dicho que odian a España y que no hay nada que dialogar salvo la fórmula instrumental de la separación. Ese hombre endeble, asimismo, buscó durante décadas en el País Vasco la manera de coexistir adecuadamente con quienes implantaban el terror y la coacción, dejándoles ocupar la calle y finalmente, con la ayuda de los febles gobiernos del PSOE y del PP, también las instituciones. El prototípico hombre endeble de nuestro tiempo es ese que acepta que nuestras endebles instituciones no quieran investigar los enormes agujeros negros del atentado múltiple del 11 de marzo de 2004, de cuyo juicio sólo salió un ejecutor condenado, Jamal Zougam, cuando fueron trece las bombas que o explotaron o se colocaron en diferentes trenes; un condenado respecto del cual la fiscalía se ha negado a investigar las muy verosímiles sospechas denunciadas por El Mundo de que las dos testigos que declararon verle en uno de los trenes, y en cuyo único testimonio se basa la condena, fueron literalmente compradas para que aportaran tal testimonio; y un fiscal general del Estado, el insigne, y endeble, Eduardo Torres-Dulce, que ha declarado hace unos días que para él “el 11-M es un caso cerrado”; ignominiosamente cerrado habría que añadir. El hombre endeble sigue, en fin, creyendo que el estado benefactor, con ayuda de la Providencia tal vez, resolverá los enormes problemas políticos, económicos, sociales y judiciales que nos acosan, sin que él tenga que hacer nada, salvo lo de siempre: inhibirse, escapar de sus responsabilidades cívicas, votar a endebles gobernantes y abogar, eso sí, como las misses, por el diálogo, la paz en el mundo y la desaparición del hambre.

En conclusión, podemos decir que, en esta última etapa de la posmodernidad, la fragmentación ha dado un paso más, y está convirtiéndose en descomposición.


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 “La licuefacción de los políticos”

viernes, 30 de noviembre de 2012

Cómo llegó el fin del mundo (antes de lo previsto por los mayas)

Somos herederos del Romanticismo, ese movimiento cultural del que decía Arnold Hauser que “representó una de las variaciones más importantes en la historia de la mentalidad occidental”, y cuya nota diferencial más característica fue la de certificar la desaparición del mundo, o al menos su descrédito, hasta el punto de que Novalis, el más romántico de los literatos alemanes (los más románticos entre todos), pudo decir: “Todo lo bueno que hay en el mundo viene de dentro”. Se explicó un poco más cuando añadió: “Soñamos con viajes por el universo, ¿no está acaso el universo en nosotros? No conocemos las profundidades de nuestro espíritu. Hacia el interior conduce el camino misterioso. En nosotros o en ninguna parte se encuentra la eternidad con sus mundos, el pasado y el futuro. El mundo exterior es el mundo de sombras, proyectadas en el reino de la luz”. Como ocurre con los niños, para los que ese mundo exterior es sólo vestidura y coartada de los juegos que tiene diseñados en su imaginación o mero escenario de sus autárquicos sueños y cuentos infantiles, el romántico hace que el paisaje que le rodea sea sólo el interruptor que pone en marcha sus emociones, siendo éstas las únicas a las que finalmente concede credibilidad. Una idea que viene a confirmar Ortega en esta reflexión: “Esto es, en rigor, lo que el romántico busca al rozarse con los paisajes: más que verlos a ellos, contempla los remolinos que en su alma apasionada y líquida forma la piedra que cae de fuera”. Y también cuando dijo: “El romántico (…) no necesitaba ver las cosas sino lo estrictamente necesario para que se disparase su emoción, para entrar en frenesí y embriaguez. Entonces se volvía de espaldas al exterior y se ponía a beber su propio estupor”. También Arnold Hauser, en su ya clásica “Historia Social de la Literatura y el Arte”, ratifica esta misma idea: “(El romántico) consideraba el mundo simplemente como materia prima y sustrato de la propia experiencia, y lo utilizaba como pretexto para hablar de sí mismo”.

No parecen, en principio, ideas o maneras de afrontar la vida especialmente peligrosas. Si nos despojamos de la necesaria cautela, veríamos en el Romanticismo sólo una respuesta más –especialmente cabal, eso sí– a la consigna vital que el Renacimiento lanzó para que el hombre fuese capaz de dirigir sus propios destinos, sacándole del oscuro túnel de la Edad Media, en la que todo aquello en que los hombres intervenían estaba prefijado desde instancias que les trascendían, tanto si provenían de este mundo como si lo hacían desde el más allá. El mismo Descartes, el más cualificado adalid de la entrada en la modernidad, sospechó de todo aquello que proviniera del mundo externo, y se concedió crédito sólo a sí mismo como ser pensante. Y las construcciones mentales (las matemáticas, el mecanicismo…) con las que tanto él como los que le siguieron sustituyeron al mundo exterior demostraron una eficacia práctica tan abrumadora, que hoy todos los descubrimientos de la ciencia y todas las aplicaciones de la tecnología nacen en aquel fecundo hontanar de la filosofía cartesiana (también en el del empirismo, la otra cara de la modernidad). Nada especialmente sospechoso, pues, parece haber en aquellos anticipos filosóficos y existenciales del Romanticismo. Casi podríamos aceptar sin mayores prevenciones una conclusión que parece imponerse: el mundo es sólo la capa exterior de nuestra intimidad, el escenario que inventa el alma para poder salir de sí misma, una especie de sueño budista en el que aceptamos sumergirnos para que en él pueda tener lugar nuestra vida.

Empezamos a sentir cierta alarma ante este desapego hacia el mundo exterior que venía gestándose a lo largo de la modernidad cuando vemos cómo llega Novalis diciendo: “El mundo me resulta cada vez más extraño. Las cosas que me rodean me resultan indiferentes”. Hölderlin, el otro gran romántico alemán cava aún más hondo en la trinchera que nos separa del mundo exterior: “El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona”. Esa degradante actividad que consiste en “reflexionar” era para Hölderlin el proceso que, desde la misma escuela, trata de adaptarnos a las exigencias del mundo exterior. Arnold Hauser considera que Byron, otro gran romántico, lleva el Romanticismo hasta su consolidación, pues gracias a él “el desasosiego y la indecisión románticos se convierten en una epidemia, en la ‘enfermedad del siglo’; el sentimiento de aislamiento, en un culto resentido de la soledad; la pérdida de la fe en altos ideales, en individualismo anárquico; la fatiga cultural y el tedio de la vida, en un coqueteo con la vida y la muerte”. El mundo había dejado de ser creíble. Para un romántico genuino, nada interesante quedaba por hacer en él, pues sólo importaba “lo que venía de dentro”, no las consecuencias externas que a partir de esa intimidad se generasen. Y he aquí la dramática consecuencia de aquella actitud: el esplín, la melancolía y el tedio de la vida. El mismo Lord Byron llegó a decir que se sentía tan aburrido que no le quedaban ni fuerzas para pegarse un tiro.

El aburrimiento: ése es finalmente el gran legado práctico que nos dejó el Romanticismo, resultado del desapego hacia el mundo, del sesgo vital que supone el dejar de creer que ante nosotros tenemos un mundo consistente y que las cosas tienen más propiedades que las que nosotros les asignamos; que el mundo entorno, en fin, está hecho de dificultad y resistencia a nuestros deseos. Empezó el romántico por hacer que prevaleciera su voluntad por encima de lo que su circunstancia le demandara. Parecía con ello ser fiel a la propuesta moral del imperativo categórico de Kant: no es el éxito o el fracaso de nuestros proyectos lo que eventualmente ha de sancionarles como válidos o inválidos; lo que surja de nuestro interior: eso es lo que debe de prevalecer, incluso cuando previsiblemente nos vaya a llevar hacia el fracaso. Pero siendo los únicos que, en soledad, debemos de intervenir en nuestras decisiones, y no las circunstancias objetivas, estamos sentando las bases del relativismo más devastador: que una cosa sea bella o fea no depende para nada de ella, por lo tanto, es una atribución que de forma soberana a cada cual le corresponde hacer. Lo mismo cabe decir de una obra de arte: Marcel Duchamp sancionó la posibilidad de que un urinario o una rueda de bicicleta lo fueran de hecho, y Piero Manzoni hizo lo propio con sus botes de excrementos propios, hoy expuestos en los principales museos de arte moderno, sólo por cumplir el simple requisito de recibir previamente la subjetiva atribución de ser una obra de arte. Que uno sea hombre o mujer es hoy, asimismo, una opción que en nada depende de cualidades objetivas: cada uno puede inscribirse en el Registro Civil con el sexo que le parezca. Y permitámonos ser políticamente incorrectos en su grado hoy máximo: un matrimonio ya no es, como sigue diciendo nuestra Constitución, la unión de un hombre y una mujer con la intención de procrear y formar una familia, sino cualquier unión estable de dos personas (¿Dos? ¿Por qué no una unión polígama?).

La realidad ha dejado de existir, cuando menos se ha hecho dudosa: el cine aporta ya un número significativo de buenas películas en las que queda explícita esa duda sobre la consistencia de lo real: Blade Runner (Ridley Scott), Matrix (Hermanos Wachowski), Orígen (Cristopher Nolan)… y recientemente una digna, aunque no tan buena, aportación hispánica a ese conjunto: Fin, de Jorge Torregosa. El caso es que cuando todo lo que hay que hacer depende sólo de nosotros, cuando ninguna exigencia nos llega de nuestra circunstancia, cuando nada externo a nosotros nos solicita, convoca o compromete, ocurre que la necesaria tensión vital se afloja, no hay nada que moralmente nos obligue a lo que no nos apetezca, a lo que no nos salga de las entrañas. Consecuencia: igual que nuestros antepasados románticos, nos aburrimos mortalmente.

Y ahí es donde nace lo que Vargas Llosa denomina en su último libro la “civilización del espectáculo”. Nada parece hacerse porque sea objetivamente insoslayable o necesario para crecer a través de ello, sólo se busca la diversión. La literatura, el cine o la televisión van decayendo hacia ese nivel superficial en el que se garantice ese único requisito; la afición a viajar no obedece a un interés real por conocer otras culturas o reconocer lugares por los que pasó la historia, sino que se conforma con ser un mero pasatiempo; nadie quiere comprometerse en tareas serias, como la política, que va quedando en manos de meros oportunistas o arribistas, y cuando toca votar, se escoge al candidato más sonriente, ocurrente o seductor, no al que ofrezca mejores garantías de probidad y eficiencia. El mundo se ha convertido en un inmenso parque temático, en el mismo sentido en que antes decíamos que los niños usaban de ese mismo mundo como mero escenario para sus juegos.

No hay que esperar a que se cumplan las profecías de los mayas. El fin del mundo (el mundo objetivo, el mundo como exigencia y dificultad) ha llegado ya.


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viernes, 23 de noviembre de 2012

Nacionalismos y otras utopías reaccionarias

Copio y pego, querida Carlota, una parte de tu comentario a mi anterior artículo: “Ya sabes que yo no creo que los nacionalismos actuales sean reaccionarios, sino progresistas: la reaccionaria soy yo, que reacciono contra ellos porque me fastidian. -No sé donde tengo el ensayo de García Morente sobre el progreso, pero creo que ahora me vendría bien-. Tenemos aquí una seria diferencia semántica”. Efectivamente, creo que aquí está la clave de lo que parece diferenciarnos, y que te hace recelar de mi visión del nacionalismo (y de los totalitarismos o protototalitarismos en general) como una regresión, tanto de los individuos como de las colectividades en las que prende el virus, hacia estructuras de personalidad más primitivas. Tú ya sabes que cuentas con el apoyo intelectual de nuestro común amigo Jesús Laínz, que tuvo el arrojo (así hay que considerarlo en los tiempos que corren y con las maneras de fijarse el imaginario colectivo que rigen) de escoger como provocativo título para uno de sus últimos libros el de “Escritos reaccionarios”.

Yo sí tengo a mano una cita de Manuel García Morente que considero pertinente incluir en esta reflexión que llevamos a medias. La entresaco de un libro que tiene escrito sobre la filosofía de Kant, y se refiere a la inclinación hacia el utopismo que caracterizó a muchos de los contemporáneos de éste (y por tanto, de la Ilustración), y dice así: “Los hombres del siglo XVIII querían vivir en seguida conforme a la idea. Nosotros hemos aprendido a considerar que la idea está en un lejano futuro; que el presente y el pasado van poco a poco realizando la idea, y queremos que nuestra vida se encamine hacia ella, según las leyes y principios de todo encaminarse, de toda evolución. Aquellos vivían mirando al presente. Nosotros vivimos mirando al futuro. Su racionalismo era revolucionario. El nuestro es evolucionista (…) Este sentido de la vida como una realización de la idea, es propiamente el sentido kantiano (…) Kant es el pórtico que por un lado termina y cierra la labor del Renacimiento y por otro abre la entrada en la nueva época que aún vivimos. Su crítica definitiva de la metafísica, expulsa del dominio de la ciencia física los entes absolutos y los transforma en ideales para orientación de la vida”. Kant fue, efectivamente, progresista: abogaba por convertir la vida en una esforzada tarea en pos de algo mejor, en pos del ideal. Así lo reconoce Ortega, cuya filosofía se gestó, precisamente, en los regazos kantianos: “(Con la filosofía de Kant) –dice– entra en la historia un principio nuevo, al cual se debe la existencia de Europa: la voluntad personal, el sentido de la independencia autónoma frente al Estado y al Cosmos. Bajo su influjo, la vida, que era clásicamente una acomodación del sujeto al universo, se convierte en reforma del universo. La posición pasiva queda abolida y existir significa esforzarse”. La vida del hombre pasa a entenderse como tarea de reforma del universo para adecuarlo cada vez más al ideal que el hombre trae consigo. Hegel dirá que para acercarse progresivamente hacia la Idea o el Espíritu.

La utopía moderna, aquella a la que se refiere Morente, tuvo su adalid más destacado en Rousseau, contemporáneo, efectivamente, de Kant. Según lo que decía Morente, parecería que los utópicos también querían el progreso, sólo que de manera impulsiva: lo querían ya, como si sólo dispusieran del presente para realizar sus deseos. Pero esa actitud (ya sabes que me gusta hacer incursiones en paralelo hacia la psicología), además de impulsividad, significa intolerancia a la frustración y atentar contra el principio de realidad, justo las características de la personalidad inmadura (infantil, primitiva…). Por eso sostengo que el pensamiento utópico es un pensamiento reaccionario o regresivo. Efectivamente Rousseau era ése que decía que el hombre es bueno por naturaleza y lo que le pervierte es la sociedad, y abogaba por la regresión al estado natural, o a lo que consideraba como tal: más precisamente, situaba en el paleolítico el momento más feliz de la humanidad (más o menos donde los nacionalistas vascos sitúan su perdida Arcadia feliz). Rousseau consideraba incluso que la socialización, la entrada del hombre en sociedad, fue un hecho desgraciado, y que el auténtico estado natural es aquel que le lleva hacia la vida solitaria; incluso la familia era para él una creación artificial (y lo demostró prácticamente: abandonó en un orfanato, a medida que los fue teniendo, a sus cinco hijos). Y aún más (o menos) llegó a decir: “El estado de reflexión es un estado contra la naturaleza, y (…) el hombre que medita es un animal estragado”. La misma capacidad de razonar era para Rousseau un infeliz artificio. O sea que, puesto a regresar, está claro que no hubiera parado hasta volver al útero materno, la misma fantasía que alimentan los psicóticos más graves.
 
Sería necesario hilvanar más y mejores argumentos para sostener mi tesis general con suficiente solvencia, pero renuncio a ello de momento, y dejaré sólo apuntada otra correlación: la que el pensamiento utópico (esto es, el propio de quienes aspiran a reencontrar la Arcadia feliz –o Euskalerría o Catalunya felices– a la que se sienten pertenecer regresando a un pasado que consideran que se les ha arrebatado) tiene con el totalitarismo. Así lo demuestra, en mi opinión, el mismo Rousseau cuando llega a afirmar que “el que se niegue a obedecer a la voluntad general será obligado a ello por todo el cuerpo; lo cual no significa otra cosa sino que se le obligará a ser libre”. También Hitler consideró que el Tercer Reich era el súmmum de la civilización y del progreso. Y Lenin creyó que había sentado las bases del regreso a la Arcadia del comunismo primitivo. Y los ácratas aún aspiran a regresar al estado de naturaleza... Todos ellos, efectivamente, se consideraron o se consideran muy progresistas. Si así fuera, yo también preferiría ser reaccionario, desde luego.


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domingo, 18 de noviembre de 2012

Separatistas y otros seres primitivos

Hablaré de una de mis últimas lecturas: “Alma primitiva”, del destacado sociólogo, filósofo, antropólogo e historiador francés Lucien Levy-Bruhl (1857-1939). Hay una idea principal en el libro sobre cuya complejidad el mismo autor avisa, puesto que “resulta aquí muy difícil colocarse en el punto de vista de la mentalidad primitiva”. Según los hombres de las culturas arcaicas, dice también, “todos los animales de cada especie tienen un hermano mayor que es como el príncipe y como el origen de todos los individuos, y este hermano mayor es maravillosamente grande y poderoso”. Respecto de él, los animales ordinarios son considerados simplemente “jóvenes”. Cada especie tiene un hermano mayor, genio o arquetipo; todos ellos vendrían a ser, a su vez, “animales jóvenes” frente a Manitú (Dios), que sería el hermano mayor, y a su vez origen, de todas las bestias. También pasa algo parecido con los humanos y con las especies vegetales.
A las personas civilizadas nos resulta difícil entender el modo de pensar de los hombres primitivos, porque nosotros llegaríamos a esa idea del genio, esencia o arquetipo del grupo partiendo de los individuos concretos, y abstrayéndonos desde allí; es decir, que nosotros funcionamos mentalmente primero observando en la realidad diferentes ejemplares de animales, y a partir de ellos, a partir de los hechos concretos, generamos la idea abstracta, el concepto, el arquetipo. Los primitivos, sin embargo, hacen lo contrario: parten de lo que nosotros llamaríamos idea abstracta (el ser superior, el genio de la especie, el “hermano mayor”), y consideran que de él nacen los seres concretos e individuales, que no son sino manifestaciones o apariencias de aquel ser primordial. Algo así como la idea platónica, que sería la única auténtica y real, mientras que las realidades concretas e individuales serían manifestaciones o apariencias de aquella otra esencial. Por ello decía Mircea Eliade que “Platón podría ser considerado (…) como el filósofo por excelencia de la ‘mentalidad primitiva’ ”.

Difícil de entender, efectivamente, este modo de pensar: ¿cómo puede disponerse de la idea de un ser general, matriz de los seres concretos, si no es extrayéndola de la visión previa de esos seres concretos, y elevándose después, por abstracción, hacia el concepto general, hacia el arquetipo…? Atascado en estas deliberaciones andaba yo cuando la simple lectura de las noticias en la prensa ha venido en mi ayuda. Leo en el editorial de El País del 9 de noviembre: “Nunca como ahora los ciudadanos catalanes se habían visto constreñidos en tal grado al inconveniente cruce entre un soberanismo improvisado y el neocentralismo asfixiante, que reduce su personalidad lingüística, las atribuciones de su autogobierno y los mandatos de un trato inversor equitativo del Estado”. ¿“Soberanismo improvisado”, cuando desde los comienzos de la inmersión lingüística de Pujol, hace treinta años, esto se veía venir para todo aquel que quisiera mirar? ¿“Neocentralismo asfixiante” un régimen que a lo largo de esos mismos treinta años ha provocado que el gobierno central esté permanentemente mediatizado en sus decisiones por las minorías nacionalistas? ¿“Que reduce (la) personalidad lingüística” de los catalanes, cuando lo que resulta imposible de encontrar en toda Cataluña es un colegio en el que poder escolarizar a los niños en el idioma común de todos los españoles y cuando los rótulos que los comerciantes puedan hacer en ese mismo idioma (no, por ejemplo, en inglés) están castigados con severas multas? ¿Qué reduce “las atribuciones de su autogobierno”, cuando el número de competencias entregadas por el estado a la Generalidad catalana, especialmente después del malhadado estatuto de autonomía de 2006, ha dejado aquella región al borde mismo de la independencia? ¿Que no es “equitativo el trato inversor del estado”? Efectivamente, así es por esta vez: incluso aceptando lo inaceptable (que quienes tributan son los territorios, no las personas), mientras Madrid recauda 66.000 millones de euros y recibe del estado a cambio 11.000, Cataluña recauda 27.000 y a cambio recibe 15.700… Pero parece que las conclusiones del editorialista de El País querían ir por otro lado.

En fin, ¿cómo entender que El País llegue a ese enunciado máximo, que, por otra parte, viene a ser la consigna más manoseada por nuestros nacionalistas, según el cual la región catalana está sometida a un “neocentralismo asfixiante” cuando la realidad, los hechos concretos, contradicen tan palmariamente ese presupuesto? Levy-Bruhl nos da la clave: las mentes primitivas funcionan teniendo un principio, una idea previa, un genio de la lámpara que está por encima de la realidad, la cual habrá de ser algo subordinado a aquel prejuicio. Los datos de la experiencia son animálculos jóvenes, que todavía no han aprendido a someterse a los dictados de quienes se encargan de emitir la doctrina verdadera. Las mentes primitivas sólo saben encajar en los presupuestos del totalitarismo, según los cuales, lo que debe de ser creído es lo que emana del orwelliano Ministerio de la Verdad, no lo que nos dictan nuestros engañosos ojos.

¡Y pensar que esos funcionarios mediáticos del Ministerio de la Verdad han sido los inspiradores directos de la política de los gobiernos socialistas y tienen una gran influencia sobre los del PP…! ¿Estaremos llegando ya a 1984?





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sábado, 10 de noviembre de 2012

El mal nos es intrínseco. El bien se encuentra fuera

Sólo como modo inicial de formular la cuestión, permitámonos decir que el bien y el mal son abstracciones. Efectivamente, si descendemos al terreno de los hechos concretos, lo que para unos es bueno resulta ser malo para otros y viceversa. Incluso para uno mismo, lo que unas veces es bueno resulta ser otras malo, y lo contrario. Kant pone el siguiente ejemplo: Llaman a la puerta, y el criado va y abre. Quien llamaba es una persona que, blandiendo un cuchillo de forma amenazadora, pregunta al criado si el amo está en casa, porque tiene la intención de matarle. Puesto que el amo, efectivamente, está en casa, el criado se encuentra ante un dilema: si opta, como le dicta su moral, por decir la verdad, se enfrentará a otro mandato moral, el que le exige ser fiel servidor de su amo, así como el de tratar de evitar un asesinato. Haga lo que haga, pues, cometerá una inmoralidad. Este relativismo de la moral ha llevado a muchos, finalmente, hacia el escepticismo, hacia la consideración de que no existen el bien y el mal, o puede que hacia el utilitarismo: sólo existe lo que me beneficia o me perjudica. Así resumía Platón la propuesta moral de Protágoras, el más significado entre los fundadores del relativismo: “Tal como me parecen las cosas, tales son para mí, tal como te parecen, tales son para ti”.

Pero el mismo Kant trató de buscar una regla universal que permitiera seguir creyendo que, por encima de las concretas circunstancias, existe un principio moral absoluto e insoslayable: “Obra de tal modo –decía– que te relaciones con la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin, y nunca sólo como un medio”. Como de costumbre, no resulta fácil entender cabalmente lo que está diciendo Kant (ni, por desgracia, lo que dicen –cómo lo dicen– la mayoría de los filósofos). Así que, para tratar de entenderlo mejor, optaremos por dar vueltas alrededor de eso que propone como primer principio de la moral. Primera asociación de ideas al respecto: pudiera ser que lo dicho tuviera que ver con lo que pensaban los estoicos, para los cuales es virtud aquello que nos pone en armonía con el mundo. El mundo. El mundo… ¡Un poco más de concreción, por favor…! Intentémoslo: el mundo es eso que nos encontramos ahí afuera en cuanto salimos a ver qué hay además de nosotros mismos; es decir, en cuanto empezamos a vivir, porque decía Ortega: “La vida es precisamente un inexorable ¡afuera!, un incesante salir de sí al Universo (…) Es (el hombre) un dentro que tiene que convertirse en un fuera”. Virtud sería así lo que, haciéndonos salir de nosotros mismos, trata de ponernos en armonía con el mundo, es decir, con nuestra persona en cuanto que ser mundano (lo que estamos llamados a ser en el mundo) y con la persona de cualquier otro que forme parte de mi mundo; y vicio o maldad sería quedarse dentro de sí, esto es, el egoísmo. Ellos (mi persona mundana y las personas de mi mundo) son el fin, el “afuera” gracias al cual propiamente vivo, no un medio a mi servicio, un medio para seguir siendo yo (un yo que no saliera de sí). Puestas así las cosas, Cioran pudo decir que “el mal es abandono; el bien, un cálculo inspirado”; el mal nos es consustancial, el bien una conquista. Y por ello, la vida consiste en esa tarea de sobreponernos al mal del que partimos: “En el fondo, ¿qué hace cada hombre? Se expía a sí mismo”, concluye el mismo Cioran.

Prosigamos con Kant, que vimos que decía: “Obra de tal modo que te relaciones con la humanidad…”. La humanidad. La humanidad… ¡Otro poco más de concreción, por favor…! Bien, pues después de concretar, lo primero que empezamos a ver ahí afuera es a nuestra familia; después a nuestra nación… al género humano en última instancia. Y a múltiples estratos sociales intermedios. Por ejemplo, aquel criado del que antes hablábamos: su virtud estaría mediatizada por la concreta sociedad en la que se sintiera personalmente integrado; si en ella juega un papel suficiente su amo, estaría moralmente obligado hacia él. Si no fuera así, si estuviera resentido contra su amo, al que en el fondo considerara un enemigo (un miembro de otro cuerpo social contrapuesto al suyo), quizás empezara a sentir al potencial asesino que llamó a la puerta como un socio, de modo que sería con él con quien se sentiría moralmente obligado.
Somos pues, en un sentido moral, una fuerza vectorial que va de dentro a fuera y que nos une a nuestra sociedad. O a nuestras sociedades; ésas de las que decía Montesquieu (1689-1755): “Si yo supiera alguna cosa que fuera útil para mí y que fuera perjudicial para mi familia, la expulsaría de mi mente. Si yo supiera alguna cosa que fuera útil para mi familia y que no lo fuera para mi patria, intentaría olvidarla. Si supiera alguna cosa útil para mi patria y que fuera perjudicial para Europa o para el género humano, la miraría como un crimen”. En suma: es moral lo que me hace elevar mi punto de vista por encima de mi exclusivo interés e incluye en él el interés de mi sociedad. “Yo en mi sociedad” (en “mi circunstancia”) es, en este sentido, lo que determina qué cosas son buenas y cuáles malas. Si me siento integrado en un grupo terrorista, por ejemplo, matar a personas inocentes pasará a ser algo quizás terrible, pero bueno en última instancia, porque favorece los intereses de mi grupo de referencia. Si, por el contrario, pertenezco a una sociedad de penitentes que se procuran castigos corporales a sí mismos porque aspiran a una vida superior que el cuerpo está impidiendo, infligirse esos castigos será bueno, será virtuoso.
Así que la moral es una potencia del hombre que discurre entre los extremos de dos continuos: el extremo inmoral o amoral del primero de ellos es el egoísmo, la pretensión de permanecer encerrado dentro de uno mismo, convirtiéndose en una fuerza centrípeta hacia la que dirigir las aportaciones de los demás; en suma, y usando de los términos de Kant, convertir a los demás en un medio. Y al contrario, el extremo moral estaría marcado por el altruismo, que significaría convertir la vida en una entrega, en una tarea a través de la cual yo me vuelco hacia el mundo; no dejo de ser yo, pero soy yo en mi circunstancia. Este primer continuo hace referencia a lo que sería el desarrollo de la vida individual, que comienza en lo que Freud llamaba el narcisismo primario, la consideración de que el mundo es un apéndice de mí mismo, y transcurre hacia la personalidad madura que, como decía Aristóteles, es la que nos convierte en ciudadanos, animales políticos, habitantes de nuestra sociedad. El relativismo moral, desde este punto de vista, empieza a no ser tan relativo: para el niño es bueno lo que le procura placer y malo lo que conlleva dolor. El adulto comprende ya que a veces el sacrificio doloroso puede ser moralmente bueno. Todo es cuestión de situar sendas perspectivas dentro de su respectivo tramo evolutivo. A este desarrollo evolutivo hacía referencia el mismísimo Charles Darwin, apuntando implícitamente, podríamos decir, hacia el punto omega que daría sentido a esa misma evolución: “Una tribu que incluya muchos miembros que, por poseer en alto grado el espíritu de patriotismo, fidelidad, obediencia, valentía y simpatía, estén siempre dispuestos a ayudarse mutuamente y a sacrificarse por el bien común, será victoriosa sobre la mayoría de las demás tribus; y esto será selección natural. En todas las épocas y en todo el mundo, unas tribus has sustituido a otras y, puesto que la moralidad es un elemento importante de su éxito, la norma de moralidad y el número de hombres con buenas cualidades tenderá a crecer y a aumentar en todas partes”.
Y el otro continuo a través del cual la moral se va desarrollando como una potencia camino de su actualización hace referencia no ya al desarrollo de los individuos en relación con su sociedad, sino al de las mismas sociedades. Esta vez sería la historia, no sólo la vida de los individuos, el campo en el que la moral transcurre camino de su punto omega. Según esto, el extremo amoral de este continuo lo marcarían las sociedades centrípetas, encerradas en sí mismas, autárquicas y endogámicas, que o bien desdeñan a las demás naciones o sociedades, o se dirigen hacia ellas considerándolas instrumentos o medios al servicio de su propio interés. Y el punto omega o extremo de moralidad de este mismo continuo quedaría señalado por las sociedades abiertas, que encuentran su propio beneficio a través del hecho de inundar con sus aportaciones a las sociedades vecinas y de buscar la manera de armonizarse a sí mismas con el mundo como globalidad. En tiempos de la República, en Roma, esclavizar a los miembros de las naciones que derrotaban sus legiones era algo bueno. Después de la Ilustración, en la cual todos los individuos pasan a ser considerados ciudadanos en su nación, la esclavitud ha pasado a ser moralmente repudiable. Son cosas de la evolución, o de la historia. Asimismo, quienes aspiran a regresar a modos de sociedad preilustrados, endogámicos, en donde el idioma resulta ser un instrumento de separación con los vecinos antes que de comunicación, y en donde cada residuo tribal venga a conservar leyes e instituciones propias para regular problemas compartidos con las sociedades que, en el actual momento histórico, quedaron demarcadas tras la Ilustración, se sitúan en un estrato moral asimismo más primitivo desde el punto de vista de la historia.


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sábado, 3 de noviembre de 2012

Cartografía aproximada de la ruta hacia el más allá

Peregrinamos, creo. ¿Pero vamos o venimos, subimos o bajamos? Pues, según parece, todo a la vez: “Camino arriba, camino abajo, uno y el mismo”, decía Heráclito. Así que cuando vamos ya estamos viniendo, y cuando triunfamos ya estamos fracasando; y viceversa. Algo que también sabía Ortega y Gasset: “Toda forma de vida ha menester de su antagonista”. Y Nietzsche: “Todas las cosas derechas mienten (…) toda verdad es curva, el tiempo mismo es un círculo”. De tales constataciones extraía María Zambrano esta inferencia: “El camino más adecuado, lo que el hombre necesita,  es un lugar que sea ‘otro’, pero del que se pueda salir para volverse a ‘lo mismo’ ”.


De manera que puede que tenga razón Gustave Le Bon cuando describe de esta forma la oscilante trayectoria de las civilizaciones:

“Si consideramos en sus grandes líneas la génesis de la grandeza y la decadencia de las civilizaciones que han precedido a la nuestra, ¿qué es lo que vemos? En la aurora de dichas civilizaciones, un conjunto base de hombres, de orígenes diversos, se reúne por los azares de las migraciones, las invasiones y las conquistas (…) Son bárbaros (…)  (Ya dijo también Ortega: “Para existir una sociedad es menester que preexista una separación”. Pero también: “La historia de toda nación (…) es un vasto sistema de incorporación”).

“(Ese pueblo) –prosigue Le Bon– no saldrá de la barbarie sino cuando, después de prolongados esfuerzos, (…) haya adquirido un ideal. Poco importa su naturaleza. Ya se trate del culto a Roma, del poderío de Atenas o del triunfo de Alá, bastará para dotar a todos los individuos de la raza en vías de formación de una perfecta unidad de sentimientos y pensamientos (…) Tras las características móviles y cambiantes de las masas estará aquel estrato sólido, el alma de la raza, que limita estrechamente las oscilaciones de un pueblo y regula el azar”.

Pero ya decía Lao Tsé que “tras alcanzar su plenitud, las cosas decaen”. Y Ortega: “Al alcanzar una forma su máximo se inicia su conversión en la contraria”. Es el camino abajo en que también consistía el camino arriba. Así que, prosigue Le Bon: “Con el progresivo desvanecimiento de su ideal, la raza va perdiendo cada vez más aquello que mantenía su cohesión, su unidad y su fuerza (…) Aquello que constituía un pueblo, una unidad, un bloque, concluye por convertirse en una aglomeración de individuos sin cohesión y que aún mantienen artificialmente durante algún tiempo las tradiciones y las instituciones. Entonces, divididos por sus intereses y sus aspiraciones, no sabiendo ya gobernarse, los hombres piden que se les dirija hasta en sus menores actos y el Estado ejerce su absorbente influencia. Con la definitiva pérdida del antiguo ideal, la raza concluye perdiendo también su alma (…) Presenta todas sus características transitorias, sin consistencia y sin mañana. La civilización carece ya de solidez y cae a merced de todos los azares. La plebe es reina y los bárbaros avanzan”. Ortega apuntala otro ángulo de esta misma idea, contrapunto de la antes citada: “La historia de la decadencia de una nación es la historia de una vasta desintegración”

María Zambrano puede así concluir: “Toda la historia es un fracaso porque la esperanza que la ha movido es imposible de realizar”. Gustave Le Bon resume: “Pasar de la barbarie a la civilización persiguiendo un sueño, declinar y morir luego, cuando dicho sueño ha perdido su fuerza, éste es el ciclo de la vida de un pueblo”. Antonio Machado traduce esto mismo a lenguaje poético:

“El hombre es por natura la bestia paradójica,
un animal absurdo que necesita lógica.
Creó de nada un mundo y, su obra terminada,
‘Ya estoy en el secreto –se dijo–, todo es nada’.”
 

Se vuelve de nuevo a la nada… ¿A la nada? “La quietud está llena de movimiento retenido como la vaina de espada”; lo decía así Ortega a propósito de otro asunto, pero vale también para éste. Nuestra civilización (a pequeña escala: nuestra nación) está en crisis, por lo tanto, pero no muerta. No es fácil estar así, desde luego, como advertía Jung: “Difícilmente podremos negar que nuestro presente es una de esas épocas de escisión y enfermedad. Las circunstancias políticas y sociales, la fragmentación religiosa y filosófica, el arte moderno y la moderna psicología están de acuerdo en esto. ¿Hay alguien que, dotado, aunque sólo sea de un vestigio de sentimiento de la responsabilidad humana, se sienta bien con este estado de cosas? Si somos sinceros debemos reconocer que en este mundo actual ya nadie se siente del todo a gusto, y la incomodidad será del todo creciente. La palabra crisis es también un término médico que indica un peligroso acmé de la enfermedad”.
 

El caso es que esa crisis, aunque en algún sentido resultara fatal, sería un paso más tan sólo dentro de nuestro discurrir en pos del más allá, porque, como dice María Zambrano: “Toda muerte va seguida de una lenta resurrección, que comienza tras el vacío irremediable que la muerte deja”. Y, poéticamente, Blas de Otero:

“Sucedieron naufragios, sucedieron problemas, muertes,
 (…)
y la humanidad siguió impasible refugiada bajo el alba,
invulnerable como el alba, pálida como el alba.
Una vez más, amanece”.