“Tengo yo ahora en torno mío hasta dos docenas de robles graves y de
fresnos gentiles. ¿Es esto un bosque? Ciertamente que no: éstos son los árboles
que veo de un bosque. El bosque verdadero se compone de los árboles que no veo
(…) Nunca lo hallaré allí donde me encuentre. El bosque huye de los ojos (…) Lo
que del bosque se halla ante nosotros de una manera inmediata es sólo pretexto
para que lo demás se halle oculto y distante (…) Los árboles no dejan ver el
bosque, y gracias a que así es, en efecto, el bosque existe. La misión de los
árboles patentes es hacer latente el resto de ellos, y sólo cuando nos damos
perfecta cuenta de que el paisaje visible está ocultando otros paisajes
invisibles nos sentimos dentro de un bosque (…) Todas las cosas profundas son
de análoga condición. Los objetos materiales, por ejemplo, que vemos y tocamos,
tienen una tercera dimensión que constituye su profundidad, su interioridad (…)
Nadie ha visto jamás una naranja (…) Con los ojos vemos una parte de la
naranja, pero el fruto entero no se nos da nunca en forma sensible: la mayor
porción del cuerpo de la naranja se halla latente a nuestras miradas (…) El mundo
profundo es tan claro como el superficial, sólo que exige más de nosotros”
(Ortega y Gasset[1]).
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