viernes, 22 de enero de 2021

SI ORTEGA Y GASSET VIVIERA…

(TRANSCRIPCIÓN DE LA CHARLA-WEBINAR EMITIDA EL 14-XII-2020 ORGANIZADA POR LA ASOCIACIÓN DE ESTUDIANTES DEL MUNDO)

     Si Ortega y Gasset viviera, enseguida se daría cuenta de que, como ocurría con los suyos, vivimos tiempos convulsos. Atravesamos, seguimos atravesando desde los tiempos en los que Ortega escribía, una de las tres grandes crisis históricas que, según él mismo, ha sufrido la civilización occidental. De esta en la que estamos y de lo que con ella se anuncia dijo Ortega (en 1933): “Ahí está, ante nosotros, una vida nueva... Pero no, aún no está ahí. El cambio va a ser mucho más radical que cuanto vemos, y va a penetrar en estratos de la vida humana, tan profundos, que aleccionado con la pasada experiencia, no estoy dispuesto a decir todo lo que entreveo. Sería inútil, asustaría sin convencer, y asustaría porque no sería entendido; mejor dicho, porque sería mal entendido”[1].



     Puesto que, según Ortega, estamos en tan dramática situación, para seguirle la pista, a ver qué quiere decirnos, habrá que empezar por preguntarse: ¿Qué caracteriza, qué significado tiene una crisis histórica? Y arrancar, para empezar a responder, de una de las ideas de partida fundamentales en la filosofía de Ortega: la vida, dice él, es intrínsecamente enigmática, problemática, insegura, una idea que sintetiza con una frase que repite a menudo: “solo nos es segura la inseguridad”, y que amplía con una de sus metáforas favoritas: “Para empezar, vivir es naufragar”. Desde que nacemos nos vemos obligados a tener que desenvolvernos en un ámbito desconocido, que nos resulta peligroso, tenemos que ir dando respuesta a la serie de problemas que nos encontramos en la vida. Menos mal que contamos con un entorno más o menos acogedor que nos presta un sinfín de recursos, desde el lenguaje hasta las técnicas que sirven a la resolución de nuestras necesidades, pasando por una interpretación del mundo que nos permite orientar, a partir de ella, nuestra vida. Eso es la cultura, el conjunto de respuestas a los problemas de la vida que nos encontramos ya hechas. “La cultura –dice Ortega– no es sino la interpretación que el hombre da a su vida, la serie de soluciones, más o menos satisfactorias, que inventa para obviar a sus problemas y necesidades vitales”[2]. Se entiende que es la solución que da a los problemas vitales el hombre colectivo, la que se encuentra ya dada el individuo concreto. Y, en fin, los instrumentos sobre los que la cultura se sostiene son las diversas instituciones sociales.


    “El hombre, desde que nace –dice Ortega–, va absorbiendo las convicciones de su tiempo, es decir, va encontrándose en el mundo vigente”[3]. Cuando las fórmulas de resolución de los problemas que supone el vivir y que transmite la cultura son generalmente aceptados por los miembros de la sociedad, esta está asentada sobre bases firmes y estables. La cultura entonces tiene credibilidad, lo que ella transmite no se cuestiona.


     Pero eso tiene su contrapartida, de lo cual advierte Ortega, porque “la recepción que ahorra el esfuerzo de la creación (es decir, de la confrontación personal con los problemas vitales) tiene la desventaja de invitar a la inercia vital. El que recibe una idea tiende a ahorrarse la fatiga de repensarla y recrearla en sí mismo (…) El hombre que no crea (…) tenderá, pues, a no hacerse cuestión de las cosas, a no sentir auténticas necesidades, ya que se encuentra con un repertorio de soluciones antes de haber sentido las necesidades que provocaron aquéllas. De aquí que el hombre ya heredero de un sistema cultural, se va habituando progresivamente, generación tras generación, a no tomar contacto con los problemas radicales, a no sentir las necesidades que integran su vida y de otra parte a usar modos mentales —ideas, valoraciones, entusiasmos— de que no tiene evidencia, porque no han nacido en el fondo de su propia autenticidad. Trabaja, pues, y vive sobre un estrato de cultura que le ha venido de fuera, sobre un sistema de opiniones ajenas, de otros yos, de lo que está en la atmósfera, en la «época», en el «espíritu de los tiempos», en suma, de un yo colectivo, convencional, irresponsable, que no sabe por qué piensa lo que piensa ni quiere lo que quiere”[4]. Y en ese sentido, “(La vida de cada hombre) va siendo cada vez menos suya y siendo cada vez más colectiva. Su yo individual (…) es suplantado por el yo que es «la gente», por el yo convencional, complicado, «culto». El llamado hombre «culto» aparece siempre en épocas de cultura muy avanzada y que se compone ya de puros tópicos y frases”(5).


     Sus ideas, pues, no son realmente suyas, sino que espera a que la opinión pública le dicte lo que es adecuado pensar. Pero es que, como dice Ortega, “nuestra idea es reacción a un problema; si no vivimos éste, nuestra idea sobre él, nuestra interpretación, carece de sentido, no es una idea vivida, llena, vivaz.”. De modo que el ser auténtico de las personas, acostumbradas como van estando a que las respuestas a sus problemas se las den hechas las instancias colectivas, pasa a la clandestinidad, a estar asfixiado por las normas, por lo políticamente correcto, por el “qué dirán” los demás. Y esto es así hasta que el ser interior y auténtico de los individuos relegado a las zonas de penumbra del alma acaba protestando y se empieza a fraguar la desconexión entre los miembros de la sociedad y la cultura en la que están inmersos. La cultura ya no da respuestas a las auténticas necesidades del individuo, ni sirve como marco que pueda envolver adecuadamente el sentido de la vida de las personas, las cuales, desacostumbradas como están a dar respuestas propias a sus problemas, acaban desconociéndose a sí mismas, acaban desorientadas. “No sabemos lo que nos pasa –decía precisamente Ortega– y eso es precisamente lo que nos pasa, no saber lo que nos pasa: el hombre de hoy empieza a estar desorientado con respecto a sí mismo, depaysé, está fuera de su país, arrojado a una circunstancia nueva que es como una tierra incógnita. Tal es siempre la sensación vital que se apodera del hombre en las crisis históricas”[6]. Así pues, “Vivimos en un tiempo que se siente fabulosamente capaz para realizar, pero no sabe qué realizar. Domina todas las cosas, pero no es dueño de sí mismo. Se siente perdido en su propia abundancia. Con más medios, más saber, más técnicas que nunca, resulta que el mundo actual va como el más desdichado que haya habido: puramente a la deriva (…) De aquí esa extraña dualidad de prepotencia e inseguridad que anida en el alma contemporánea. Le pasa como se decía del Regente durante la niñez de Luis XV: que tenia todos los talentos menos el talento para usar de ellos”[7].


     Una crisis social o histórica se produce, por tanto, cuando las gentes sienten que su sistema de creencias, su cultura, les ha fallado, ha dejado de darles respuestas satisfactorias a los problemas que la vida les plantea, y los hombres se hallan, consiguientemente, desorientados. “La vida, como crisis –dice Ortega que ocurre entonces–, es estar el hombre en convicciones negativas. Esta situación es terrible. La convicción negativa, el no sentirse en lo cierto sobre nada importante, impide al hombre decidir lo que va a hacer con precisión, energía, confianza y entusiasmo sincero: no puede encajar su vida en nada, hincarla en un claro destino. Todo lo que haga, sienta, piense y diga será decidido y ejecutado sin convicción positiva, es decir, sin efectividad; será un espectro de hacer, sentir, pensar y decir, será la vita mínima, una vida vacía de sí misma, inconsistente, inestable”[8]. El hombre, en suma, se siente perdido, azorado, desorientado. Se mueve de aquí para allá sin orden ni concierto, sin convicciones firmes, aunque se finja a sí mismo estar convencido de esto o lo otro. El vacío de su vida puede empujarle a aferrarse frenéticamente a ideas artificiosas que le sirvan de prótesis sustitutiva de las que serían auténticamente sentidas, o simplemente dedicarse a intentar gozar a la manera hedonista de todo lo que encuentre a su paso, sexo, lujo, poder… sin dar otro sentido o trascendencia a su vida. Vive, en suma, alterado, enajenado, fuera de sí, llevando a cabo una vida falsa.


      1-Una de las soluciones alternativas a las que se suele aferrar la gente que ha dejado de creer en su cultura, que ya no la entiende, que le resulta incomprensible y ajena es la vuelta a lo originario, a lo natural, a lo pre-cultural. “El hombre perdido en la complicación aspira a salvarse en la sencillez”, dice Ortega[9]. Ahí se gestan los movimientos de vuelta a la naturaleza, de renacer a valores culturales propios de una supuesta edad de oro en la que vivía el “buen salvaje”. De esta pretensión de recuperar lo sencillo se deducen, por un lado y sin duda, cosas positivas, las que significan limpiar los procesos culturales del exceso de artificios, atentados al medio ambiente, burocracias y complicaciones prescindibles. Pero, por otro, la desconexión con el conjunto de la cultura puede conducir también al caos y al desbarajuste. Dice Ortega: “El hombre desesperado de la cultura se revuelve contra ella y declara caducadas, abolidas sus leyes y sus normas. El hombre-masa que en estas épocas toma la dirección de la vida se siente profundamente halagado, porque la cultura que es, ante todo, un imperativo de autenticidad, le pesa demasiado, y ve en aquella abolición un permiso para echar los pies por alto, ponerse fuera de sí y entregarse al libertinaje”[10].


      2-Y como vemos, ha salido a colación el hombre-masa: el tipo humano más característico de esta crisis que estamos padeciendo. Merecería una webinar completa, porque a él le dedicó Ortega un buen mazo de reflexiones. Daremos solo unas pinceladas: la primera, que el hombre-masa es el resultado genuino de aquel proceso según el cual la cultura, esta cultura que hoy está en crisis, ha acabado de sustituir al hombre auténtico, al que es capaz de imaginar soluciones propias, genuinas a sus problemas, por otro tipo de hombre que es solo un caparazón de hombre, sin vida interior, sin pensamientos propios. Dice Ortega en concreto: “(El hombre-masa) carece de un «dentro», de una intimidad suya, inexorable e inalienable, de un yo que no se pueda revocar. De aquí que esté siempre en disponibilidad para fingir ser cualquier cosa. Tiene sólo apetitos, cree que tiene sólo derechos y no cree que tiene obligaciones: es el hombre sin la nobleza que obliga —sine nobilitate— snob”(11). No es este del hombre-masa un asunto menor: “Los graves defectos que hay en él -avisa Ortega- (son) tan graves que si no se los extirpa producirán, de modo inexorable la aniquilación de Occidente”(12).


      El hombre-masa no por ser a veces incluso un hombre culto deja de ser vulgar, y hasta se atreve a proclamar su derecho a la vulgaridad con el mismo énfasis que quien es capaz de demostrar excelencia. Lo característico del momento -dice Ortega- es que el alma vulgar, sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho de la vulgaridad y lo impone dondequiera (…) La masa arrolla todo lo diferente, egregio, individual, calificado y selecto. Quien no sea como todo el mundo, quien no piense como todo el mundo corre riesgo de ser eliminado”(13). Dice también: “El hecho nuevo: la masa, que, sin dejar de serlo, suplanta a las minorías (…) Cree la masa que tiene derecho a imponer y dar vigor de ley a sus tópicos de café.”(14)Y en fin, “El hombre-masa -acaba diciendo Ortega- es el hombre cuya vida carece de proyecto y va a la deriva. Por eso no construye nada, aunque sus posibilidades, sus poderes, sean enormes. Y este tipo de hombre decide en nuestro tiempo.”(15)


     3-A Se produce, además, en estos tiempos de crisis, un efecto de disociación, de ruptura de la cohesión social: las personas, puesto que acaban dejando de creer en las soluciones comunes en las que antes creían, las que les proporcionaba su cultura, se retrotraen hacia sus problemas particulares y hacia sus personales intereses, en detrimento de la idea de sociedad, de tener instituciones comunes, de acatar unas leyes hechas para todos. Se imponen lo que Ortega llamó los “particularismos”, de modo que la sociedad se deshilacha yendo detrás de las múltiples y erráticas formas de idear las alternativas a esa cultura que ha entrado en crisis y en la que se ha dejado de creer. Para más inri, cada fórmula particularista entra en conflicto con las demás. De una de las tres grandes crisis por las que ha atravesado la civilización occidental, la que llevó a la caída del Imperio romano, podemos extraer un ejemplo de esta disolución en los particularismos de los que hablamos. Viene a aportar este ejemplo el historiador del mundo clásico, Mijail Rostovtzeff, que describe así el panorama que había en el Imperio al final del siglo III: “Casi lo único positivo (…) era el hecho mismo de la existencia del Imperio, con todos sus recursos naturales. Los hombres que lo habitaban habían perdido todo equilibrio. El odio y la envidia reinaban por doquier: los campesinos odiaban a los terratenientes y a los funcionarios; el proletariado de las ciudades odiaba a la burguesía urbana, y el ejército era odiado por todos, incluso por los campesinos. Los cristianos eran aborrecidos y perseguidos por los paganos, que veían en ellos una partida de criminales dedicada a socavar los fundamentos del estado (…) La burguesía urbana era espiada, perseguida, engañada y maltratada (…) En todo el Imperio, arruinado, reinaba el desorden más espantoso”(16).


     3-B Hoy, esa eclosión de los particularismos tendría cabal expresión inicial en la aparición, en el siglo XIX de lo que podemos llamar ideologías del resentimiento, con el marxismo a la cabeza, que entendieron que la historia se mueve por la confrontación de una parte de la sociedad contra la otra. Ideologías estas del resentimiento que han venido a apoyarse en morbosas emociones que albergamos los individuos en la peor parte de nuestra alma y que han encontrado en tales ideologías la manera de dignificarse, así como de reforzarse. Y no se trata solo de la lucha de clases que predica el marxismo, sino que se aprovecha cualquier resquicio de conflicto que asome en las sociedades para utilizarlo como coartada sobre la que levantar un nuevo particularismo y una nueva ideología del resentimiento, bien sean los nacionalismos disgregadores, los feminismos radicales, las ideologías que, a partir de situaciones esporádicas de racismo, exacerban la conflictividad al respecto de manera desorbitada y violenta…


     3-C Los españoles parece que contamos con un importante reservorio de esa emocionalidad negativa que alimenta las ideologías del resentimiento Y Ortega era consciente de ello, pues decía ya en su primer libro, de 1914, las “Meditaciones del Quijote”: “Yo sospecho que, merced a causas desconocidas, la morada íntima de los españoles fue tomada tiempo hace por el odio, que permanece allí artillado, moviendo guerra al mundo. Ahora bien; el odio es un afecto que conduce a la aniquilación de los valores (…) De esta suerte se ha convertido para el español el universo en una cosa rígida, seca, sórdida y desierta. Y cruzan nuestras almas por la vida, haciéndole una agria mueca, suspicaces y fugitivas como largos canes hambrientos”[17] (que cada cual piense si está de acuerdo, con estas palabras que Ortega pronunció hace más de 100 años, si siguen vigentes para explicar nuestra manera de convivir y de enfrentarnos colectivamente a las situaciones conflictivas).


     4-A Un efecto más de los que se producen en los tiempos de crisis es el del desasosiego en las almas. Recurramos de nuevo, para buscar otro ejemplo, a otra de las crisis anteriores de las sufridas por la civilización occidental: la que Ortega sitúa entre el fin de la Edad Media, cuyos primeros atisbos se dejaron ver ya en el siglo XIV, y el asentamiento de una nueva cultura estable, creíble, con la llegada definitiva del mundo moderno de la mano de Galileo y Descartes, ya en el siglo XVII. En este sentido, dice Ortega: “Es forzoso decir que el tiempo oficialmente llamado Renacimiento fue una hora de formidable confusionismo —como lo son todas las de pálpito—, por ejemplo, la nuestra. La confusión va aneja a toda época de crisis. Porque, en definitiva, eso que se llama «crisis» no es sino el tránsito que el hombre hace de vivir prendido a unas cosas y apoyado en ellas a vivir prendido y apoyado en otras”[18]. Pues bien, Jean Delimau, en su libro “El miedo en Occidente” habla de una época en la que la angustia y el miedo se apoderaron de una manera especial de las almas: fue en un tiempo que él cifra entre 1348 (la peste negra) y 1660 (cuando ya se había realizado definitivamente el tránsito a la modernidad). Angustia y miedo que, sin embargo, no paralizaron, como resulta evidente, a las sociedades, que demostraron por aquel entonces un gran dinamismo en todos los órdenes).


     4-B Respecto a esta angustia y este miedo, por ejemplo, hay unanimidad entre los historiadores en estimar que, a partir del siglo XIV, en Europa se produjo un reforzamiento y una difusión más amplia del temor a los últimos tiempos. Huizinga, un clásico en el estudio de este periodo, dice que había un sentimiento muy extendido de que “el aniquilamiento general se acercaba”. El Apocalipsis, la atmósfera de fin de mundo se apoderó con más fuerza que nunca de la imaginación de los hombres. Asimismo, cuenta Delimau que, a partir del siglo XIV, la conciencia religiosa se inunda de miedo a Satán, sentimiento que no remitirá hasta el siglo XVII. La iconografía de la época se llena de una alucinante imaginería infernal y con la obsesión de las innumerables trampas y tentaciones que el gran seductor no cesa de inventar para perder a los humanos. Y en fin, la peste, las carestías, las guerras, incluso la irrupción de los lobos, siempre eran interpretadas por la Iglesia, y más generalmente por los guías de la opinión, como castigos divinos enviados por el cielo sobre una humanidad pecadora.


     4-C Hoy, evidentemente, ya no creemos o apenas creemos en la intervención del diablo en nuestras vidas y tampoco que nuestros desasosiegos tengan que ver con nuestros comportamientos pecaminosos, por los cuales estemos recibiendo castigo. Pero el desasosiego que sentían las almas en aquella otra gran crisis del final de la Edad Media sigue vivo en nuestras almas. Decía Carl Gustav Jung: “Los procesos que se desarrollan en lo inconsciente influyen en nosotros tanto como en los primitivos. No estamos menos poseídos por los demonios de la enfermedad (…) Simplemente le damos a todo esto otro nombre”[19]. Lo llamamos, efectivamente, neurosis o psicosis y no acción del diablo. Pero sufrimos una desorientación y un desasosiego equivalentes a aquellos que sufrían nuestros ancestros. Ellos lo afrontaban con oraciones o con la confesión de los pecados. Hoy lo hacemos con psicofármacos o directamente con drogas, o también con la consulta al psicoterapeuta.


     I-A Bien, pues esta crisis en la que hoy estamos, en lo que tiene de social, no se resolverá hasta que aparezcan nuevos modos de enfrentarse a los problemas de la vida que sustituyan a los que han caducado y que pasen a ser de nuevo comúnmente aceptados, o que tengan una base común suficiente. Es decir, hasta que no haya una nueva cultura que sustituya a la que ha caducado ¿Por dónde irán los modos de entender la vida alternativos a estos que hoy se muestran caducos? La primera gran crisis de Occidente ocurrió cuando dejó de estar vigente el modo de vida que se hizo ejemplar con la filosofía estoica: el estoico aceptaba su destino, se resignaba a lo que la vida le echaba en suerte, trataba de vivir según lo que le dictaban la razón y la naturaleza, y también según las leyes. “Conmigo casa todo lo que casa bien contigo, mundo”, decía en el siglo II Marco Aurelio[20]


      I-B Cuando entró en crisis este modo de estar en la vida, los hombres vivieron un momento de desorientación suma, de desesperación incluso, dice Ortega. Dejaron de confiar en el mundo y en la ley. “Nos hemos emancipado de la ley –decía, en efecto, San Pablo–, somos como muertos respecto a la ley que nos tenía prisioneros, y podemos ya servir a Dios según la nueva vida del Espíritu y no según la vieja letra de la ley”[21]. “No os acomodéis a los criterios de este mundo –recomendaba el mismo San Pablo–; al contrario, transformaos, renovad vuestro interior para que podáis descubrir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto”[22]. Los primeros cristianos incluso escapaban a los desiertos, convencidos de que nada podían esperar de la vida en este valle de lágrimas, y de que, como dijera San Agustín, solo importaban el alma y Dios. Toda su confianza la depositaban aquellos hombres en Dios y ninguna o muy poca en sí mismos y en el mundo.


     II- En la Edad Moderna, el hombre recuperó su autoestima, e incluso se pasó de frenada, porque empezó a considerar que el mundo exterior era una sucursal del mundo interior, que aquel no tenía consistencia por sí mismo, sino que era una construcción de la mente, y era, finalmente, lo que la mente descubría o decidía que fuese. De ahí salió el “pienso luego existo” de Descartes, ahí nacieron las utopías y la era de las revoluciones, el Romanticismo, que priorizaba el mundo interior, y todas las secuelas del Romanticismo, hasta llegar a los movimientos modernos vanguardistas y al posmodernismo. En nombre de este último, Michel Foucault dirá, ya en la actualidad, que la objetividad no existe, y que, por ejemplo, pertenecer a un sexo u otro depende de nuestra decisión subjetiva.


     III- Así que, tras este apretado resumen sobre los modos de afrontar los problemas que han surgido en las anteriores crisis, solo queda atisbar por dónde habrá de llegar la nueva manera de entender el mundo que venga a sustituir a las que han decaído, y especialmente a esta última que ha culminado en la posmodernidad. Esa nueva manera de estar en el mundo habrá de partir no de la subjetividad, como ocurre todavía, sino de lo que Ortega enuncia cuando dice “yo soy yo y mi circunstancia”. La vida será la nueva realidad radical, es decir: un yo (la vertiente subjetiva) confrontado con una circunstancia (la otra vertiente, la objetiva) a lo largo del tiempo, abriendo la consideración del futuro, por el que habrán de discurrir los proyectos de vida que apunten hacia lo que sentimos que nos falta ser.



[1] Ortega y Gasset: “En torno a Galileo”, O. C. Tº 5, p. 58.

[2] Ortega y Gasset: “En torno a Galileo”, O. C. Tº 5, p. 77.

[3] Ortega y Gasset: “En torno a Galileo”, O. C. Tº 5, p. 36.

[4] Ortega y Gasset: “En torno a Galileo”, O. C. Tº 5, p. 77.

[5] Ortega y Gasset: “En torno a Galileo”, O. C. Tº 5, p. 78.

[6] Ortega y Gasset: “En torno a Galileo”, O. C. Tº 5, p. 93.

[7] Ortega y Gasset: “La rebelión de las masas”, O. C. Tº 4, pp. 167-168.

[8] Ortega y Gasset: “En torno a Galileo”, O. C. Tº 5, p. 70.

[9] Ortega y Gasset: “En torno a Galileo”, O. C. Tº 5, p. 109.

[10] Ortega y Gasset: “En torno a Galileo”, O. C. Tº 5, p. 114.

[12] Ortega y Gasset: “Prólogo para franceses” en “La rebelión de las masas”, O. C. Tº 4, p. 131.

[14] Ortega y Gasset: “La rebelión de las masas”, O. C. Tº 4, p, 147.

[16] Mijail Rostvtzeff: “Historia social y económica del Imperio Romano”, 2 Ts., Tº 2º, pp. 1081-1082.

[17] Ortega y Gasset: “Meditaciones del Quijote”, O. C. Tº 1, p. 312.

[18] Ortega y Gasset: “En torno a Galileo”, O. C. Tº 5, p. 58.

[19] Carl Gustav Jung: “Civilización en transición”, Obra Completa, vol. 10-“Sobre lo inconsciente”, Madrid, Trotta, 2001, pp. 10-11

[20] Marco Aurelio: “Meditaciones”, Madrid, Alianza Editorial, 1985, Lº IV, &23, pág. 50.

[21] San Pablo: Carta a los Romanos, cap. 7, vers. 6.

[22] San Pablo: Carta a los Romanos, cap. 12, vers. 2.


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