sábado, 28 de marzo de 2020

"Paulina": un sentimiento de culpa insaciable (dedicado a los amigos argentinos de mi página de facebook)


 “La patota”, estrenada en España con el título de “Paulina”, es una película argentina de 2015 dirigida y co-escrita por Santiago Mitre. La película participó en la 68ª edición del festival de Cannes donde ganó el premio principal de la semana de la crítica y en el Festival de San Sebastián obtuvo los tres premios principales de su sección. Además, ha obtenido varios premios más.


     Paulina era una abogada con una carrera floreciente en Buenos Aires, que en un determinado momento decide dejar atrás su prometedora trayectoria profesional y volver a su ciudad natal para convertirse en maestra rural y dedicarse a la actividad social en entornos de jóvenes marcados por la pobreza y la marginalidad. Fernando, su padre, años atrás hizo algo parecido, y en la actualidad es un juez progresista, pero ahora, ya en el viaje de vuelta de sus juveniles entusiasmos, intenta aconsejar a su hija para que armonice sus deseos de cambio social con sus capacidades como abogada y no renuncie a su brillante futuro. Paulina no le hace caso y, tal y como tenía decidido, empieza a trabajar como maestra.

    Enseguida observa la desproporción o desajuste existente entre sus fervorosos impulsos de mejorar el mundo y el desdén y la desidia con los que son recibidos por parte de su juvenil clientela. Más aún: después de la segunda semana de trabajo es interceptada por una patota (una pandilla de chicos marginales y aficionados a los actos vandálicos) y violada por el líder de la misma. Ante la mirada atónita de quienes la rodean, Paulina decide, después de un par de días, volver a trabajar en la escuela y en el barrio donde fue atacada, a pesar de que enseguida llega a saber que los integrantes de la patota eran alumnos suyos, excepto el líder, del que también llega a saber que fue quien la violó. A pesar de ella misma, los integrantes de la patota son detenidos por orden de su padre, el juez, pero Paulina, en la rueda de conocimiento, y con la intención de defenderlos, niega que fueran ellos quienes la atacaran, de modo que salen libres.

     Nuestra protagonista descubre al poco tiempo que, como resultado de la violación, había quedado embarazada, y muy al contrario de lo que le piden su novio, su padre y su amiga, decide no abortar, llevar adelante su embarazo. Ello le cuesta la ruptura con su novio, la desesperación de su tolerante y amado padre, la incomprensión de su amiga… Pero ella prefiere seguir adelante en el camino hacia su particular calvario.

      La bondad de Paulina y su intención de ayudar a los sectores más marginales de la sociedad, incluso cuando los beneficiarios de esa ayuda se muestran refractarios a ella, recuerdan a aquella Viridiana de Luis Buñuel (1961), una ex novicia que acoge en la mansión de la que inopinadamente había quedado dueña a un puñado de pobres y vagabundos a los que va encontrando al azar. Estos, en vez de agradecer la ayuda, abusan de lo que se les da, atacan a Viridiana y destrozan la casa que los acoge.

      No dejan de merecer compasión, y a veces admiración, personas como estas, que deciden renunciar a sí mismas para entregar su vida a los necesitados. Pero parece que hay líneas rojas que esa virtud extrema puede llegar a traspasar, y entonces se convierte en algo morboso y quizás hasta perverso. Es posible que ese fuera el caso, por ejemplo, de Santa Catalina de Siena, co-patrona de Italia junto a San Francisco de Asís y una de las patronas de Europa, que nació en 1347, poco antes de que la gran epidemia de peste arrastrara a la tumba a las dos terceras partes de la población de Siena. Era la hija número veintitrés de un total de veinticinco partos. Creció en un ambiente dominado por el miedo, los sentimientos de culpabilidad y el duelo, pues la gente pensaba que la “peste negra” era el castigo de Dios por la perdición humana.

     Desde una edad muy temprana, Catalina se azotaba repetidamente y en secreto con el látigo. Rechazaba cualquier alimento que no fuera pan, verdura cruda y agua. Se ató a unas cadenas y guardó silencio, excepto en la confesión. Se incorporó a una orden laica de los dominicos y entre los dieciséis y los veintiocho años se sometió a ayunos extremos, y sus días transcurrían entre las plegarias, las autoflagelaciones y el cuidado de enfermos. El agotamiento físico extremo provocado por la falta de comida y sueño derivó en una experiencia de éxtasis (el estado de privación general es uno de los métodos de acceso a este tipo de experiencias), tras el cual manifestó los cinco estigmas o heridas de Cristo en manos, pies y corazón (manifestó los llamados “estigmas invisibles”: sentía el dolor en los lugares en los que Cristo tuvo sus llagas, pero no eran visibles externamente las heridas). Cuidaba de pordioseros, prisioneros y leprosos, y bebía el pus de las heridas de sus pacientes, con la esperanza de poder igualar la pasión de Cristo. Alguno de sus hagiógrafos considera que su principal milagro fue la paciencia de que hizo gala ante los severos ataques y reproches, aun de personas desagradecidas que ella había beneficiado con sus servicios. En el comienzo del año en que le sobrevino la muerte, 1380, Catalina renunció también al agua durante su ayuno. Murió unas semanas después, atormentada por culpas y demonios interiores; también en esto vino a imitar a Cristo: tenía treinta y tres años. “¿No habría aún suficiente sufrimiento en este mundo? –se preguntaba Cioran– Se diría que no, a juzgar por la complacencia de los santos, expertos en el arte de la auto-flagelación. No existe santidad sin voluptuosidad del sufrimiento y sin un refinamiento sospechoso. La santidad es una perversión inigualable, un vicio del cielo”.

     Ampliaremos nuestra reflexión añadiendo una cara más (de las muchas posibles) del poliedro que se abre a nuestra perspectiva al indagar en este tipo de comportamientos autodestructivos: recordaremos así la biografía de la singular poetisa norteamericana Sylvia Plath (1932-1963). Sylvia Plath fue una persona especialmente brillante: su currículum académico estuvo plagado de notas excelentes, del más alto nivel; llegó a ser admitida como becaria en las instituciones universitarias más prestigiosas, y desde muy joven refulgieron sus dotes como escritora. 

     “No ser perfecto duele”, escribió Sylvia Plath en su “Diario” en 1957. Y unos párrafos antes: “Yo tengo este demonio que quiere que eche a correr gritando si resulta que tengo defectos, que soy falible. Quiere hacerme pensar que siendo tan buena como soy solo puedo admitir la perfección. La perfección o nada”. Al exceso de inquietud por encima de los motivos objetivos que la justifican, al campo de lejanías a las que uno quiere llegar, pero a las que es imposible acceder, es a lo que propiamente llamamos ansiedad. En consecuencia, Plath sufría de insomnio crónico: un ansioso así no se puede permitir esa especie de abandono improductivo que es el dormir. Así que tomaba tranquilizantes y somníferos… que no llegaban a contrarrestar con suficiencia la fuerza de su inquietud. Durante toda su vida repitió un patrón de respuesta a cualquiera de sus logros: nunca eran suficiente. El último resultado de esa manera de instalarse en la vida fue que le diagnosticaron una depresión mayor. En noviembre de 1952, dejó escrito en su “Diario”“Quiero matarme, escapar a toda responsabilidad, volver, arrastrándome abyectamente, al claustro materno. No sé quién soy ni a dónde voy, y soy yo quien tiene que contestar a esas horribles preguntas”. Fueron varios, efectivamente, los intentos de suicidio que siguieron a estos extravíos en el laberinto en que se había convertido su vida.

      Siempre por debajo de sí misma, de lo que interiormente se exigía, podríamos decir que ejercía sobre sí una especie de maltrato. La correlativa autoimagen la llevaría consigo cuando de mantener relaciones con los hombres se trató. Su primer amante, cuando tenía 22 años, la violó y maltrató físicamente. De hecho, pasó la noche después de esta primera relación en el hospital, tras lo cual… continuó saliendo con ese mismo sujeto, al que evidentemente disculpó, cargando sobre ella, tal vez “por haber malinterpretado la situación”, la responsabilidad por lo ocurrido. Asimismo, la primera vez que hizo el amor con el que después fue su marido, el también poeta Ted Hughes, sufrió por parte de él una paliza que la dejó llena de moratones y magulladuras. A lo largo del matrimonio, Hughes abusó de ella y la hizo objeto de sus frecuentes ataques de ira y violencia. Los últimos años, Plath se dio cuenta de que estaba siendo engañada, y ya no pudo confiar en su marido, a quien, pese a todo, se había entregado totalmente. Parece que podemos ir hallando una constante en esta propensión a sentir a los verdugos como víctimas y a sí mismo, la auténtica víctima en estos casos que tratamos, como verdugo, o al menos como el necesitado de perdón.

     De todas formas, Plath siguió sobresaliendo en sus estudios y obteniendo premios y galardones uno tras otro a lo largo de su vida: exitosas circunstancias mundanas incapaces de servir de fundamento a una personalidad que finalmente solo reconocía lo esencial de sí, en cuanto que habitante del mundo, en los momentos de fracaso. Logró el mayor de todos ellos en el invierno de 1963, cuando su marido, Ted Hughes, la abandonó junto a sus dos pequeños hijos para irse a vivir con otra mujer. Su último poema, escrito entonces, empieza con este verso: “La mujer alcanzó la perfección…”, justo lo que ella llevaba persiguiendo toda la vida. Había escrito también en otro de sus poemas, el titulado Lady Lazarus: “Morir / es un arte, como cualquier otra cosa. / Yo lo hago excepcionalmente bien”. Anunciando su inminente suicidio, acabó su último poema de esta concluyente manera: “Los pies parecen estar diciendo: hemos llegado muy lejos, se acabó” (poema “Límite”, último que escribió Plath, unas noches antes de su suicidio). Su tránsito hacia la lejanía había durado solo treinta años.

     Observemos una cara más de este poliedro que conforman las vidas dominadas por un impulso de autoagresión. En el siglo XII y principios del XIII, San Francisco, el otro co-patrono de Italia, conocido también como il poverello d'Assisi (“el pobrecillo de Asís”) a pesar de provenir de una familia rica, fundó una de las llamadas “órdenes mendicantes”, respondiendo a una llamada interior hacia el desapego de lo mundano. Cuando tenía veintiséis o veintisiete años, sus amigos le preguntaron si pensaba casarse, y él respondió: “Estáis en lo correcto, pienso casarme, y la mujer con la que pienso comprometerme es tan noble, tan rica, tan buena, que ninguno de vosotros visteis otra igual”. La “mujer” en cuestión era la Pobreza. En nombre de ella empleó el patrimonio de su padre (con gran enfado de este, que seguía perteneciendo a este mundo) en la reconstrucción de iglesias en ruinas. Cuando su padre lo llevó a juicio, devolvió el dinero que aún tenía, pero desde entonces proclamó que su verdadero Padre pasaba a ser el que estaba en el cielo. A partir de aquel suceso, él y sus seguidores vivieron de las limosnas y no aspiraron a otra cosa que a la vida eremítica, el silencio, la soledad y el ayuno. En septiembre de 1224, en el transcurso, precisamente, de un prolongado ayuno, Francisco oró para recibir dos gracias antes de morir: sentir la pasión de Jesús, y una enfermedad larga con una muerte dolorosa. Y efectivamente, como Santa Catalina, alcanzó la dudosa gracia de la estigmatización, una manera de somatizar su peculiar devoción que le causaba intensos dolores en las llagas, y la de una larga y acusada enfermedad. Ambas se prolongaron hasta octubre de 1226, en que, con 44 años, Francisco murió. 

     Las enseñanzas de Francisco de Asís han encontrado eco en uno de los próceres del mundo actual, el Papa Francisco, que escogió su nombre como Papa en honor y reconocimiento de aquel santo. Ambos Franciscos encontraron respaldo a sus decididos desapegos de todo lo mundano en aquel extremo pendular desde el que Jesucristo afirmó: “Mi reino no es de este mundo”. Lo cual se tradujo en propuestas doctrinales tan descarnadas como esta que el mismo Jesucristo proclamó: “Si alguno quiere venir conmigo y no está dispuesto a renunciar a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, hermanos y hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío”. Una doctrina que fue secundada por San Pablo, el auténtico fundador del cristianismo como institución, que decía: “En lo que resta, los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los que lloran, como si no lloraran; los que se alegran, como si no se alegraran; los que compran, como si no poseyeran; los que disfrutan del mundo, como si no disfrutaran. Porque la apariencia de este mundo está a punto de acabar”. Este desapego del mundo predicado por el cristianismo vino a identificarse con una vocación que empujaba a la pobreza por la pobreza misma, que veía, en última instancia, que esa pobreza era en sí misma una virtud. Porque, como el evangelista Mateo recoge de entre las palabras de Jesucristo: "Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que el que un rico entre en el Reino de los Cielos". Se siguen de este modo los principios que el mismo Cristo dejó también enunciados cuando, según el mismo Mateo, proclamó: “No os inquietéis diciendo: ¿Qué comeremos? ¿Qué beberemos? ¿Con qué nos vestiremos? Esas son las cosas por las que se preocupan los paganos. Ya sabe vuestro Padre celestial que las necesitáis. Buscad ante todo el reino de Dios y lo que es propio de él, y Dios os dará lo demás. No andéis preocupados por el día de mañana, que el mañana traerá su propia preocupación. A cada día le basta su propio afán”. Una forma de estar en el mundo que ya antes había seducido a Diógenes el cínico, que decidió apartarse del mundo y vivir dentro de un tonel; los cristianos prefirieron apartarse yendo a vivir a los desiertos y luego a los cenobios.

     San Francisco de Asís ha sido, como decimos, el modelo preferido por el Papa Bergoglio. En una visita que este hizo a la ciudad de Asís, llamó a la Iglesia a “despojarse de toda mundanidad”. De modo que por debajo de una pretendida lucha contra la pobreza que se expresa en uno de los niveles del discurso papal, asoma una identificación más profunda con esa pobreza en cuanto que eventual virtud que viene a expresar aquel desapego del mundo que ya predicó su predecesor en la doctrina, San Francisco de Asís. Cioran decía que “El remordimiento metafísico es una turbación sin causa, una inquietud ética en el límite de la vida. No tienes culpa alguna de la que arrepentirte y sin embargo sientes remordimientos. No te acuerdas de nada, pero te invade un sentimiento infinitamente doloroso del pasado. No has hecho nada malo, pero te sientes responsable de los males del universo”. Y hablaba de “esa necesidad de remordimientos que precede al Mal, mejor dicho, que lo crea...”. De una forma semejante podríamos hablar aquí de esa necesidad de alejarse del mundo que precede a la Pobreza, mejor dicho, que la crea…

     Y resumiendo las actitudes de todos estos tipos de personas que se ven fatalmente abocadas a la autoagresión, podríamos concluir hablando de esa necesidad de castigo que precede al remordimiento, mejor dicho, que lo crea.

domingo, 22 de marzo de 2020

Dios y el absurdo

(Sirve de nuevo esta entrada del blog como respuesta a los comentarios que a la anterior, “Por qué vivir, para empezar, produce miedo”, hicieron David Gustavo Rodríguez y Malaquías Amunategui en mi página de Facebook, https://www.facebook.com/javiermgracia/ , y a los cuales remito).
 
     Creo que podemos fijar un punto inicial desde el que hacer discurrir todo el resto de nuestra reflexión: el miedo es nuestra reacción ante el caos, es decir, ante el cambio de las cosas, o mejor, ante la inexistencia de las cosas, cuando no muestran disponer de la imprescindible consistencia, reiteración, previsibilidad que las hace tener un ser, existir. Ese es el mundo que nos encontramos desde el momento en que nacemos, el de máxima vulnerabilidad por nuestra parte, porque ni tenemos todavía un yo que nos sirva, como usted dice, David Gustavo, de áncora, de referencia, ni nuestra circunstancia deja de ser un “caos de impresiones”, como decía Kant.
     Bien, pues yo entiendo que esa vulnerabilidad, esa insignificancia de partida, ese sentirse náufrago en un mar de inconsistencias, es la palanca desde la cual nos proyectamos hacia nuestra fortaleza, hacia la conquista de un significado para nuestra vida, hacia el logro de una identidad en la que nos sintamos afirmados nosotros y en la que apoyar nuestra comprensión de las cosas, una vez que las hayamos incorporado a esos marcos de estabilidad que son los conceptos. En este contexto cabría incluir esto que decía Alfred Adler, discípulo heterodoxo de Freud: “En casi todas las personas prominentes hallamos alguna imperfección orgánica, y tenemos la impresión de que hubieron de afrontar penosas dificultades al comienzo de su vida”[1]. Ampliemos el campo que Adler tiende a reducir a los problemas orgánicos que eventualmente sufre el niño hacia todo lo que podemos incluir en ese sentimiento de vulnerabilidad e insignificancia que está en el núcleo de nuestro ser, lo que empezamos siendo, y frente al cual la vida no es sino la tarea que se nos impone y que consiste en sobreponernos a él. En este mismo sentido decía Nietzsche que “lo que no me mata me hace más fuerte”.
     Yo veo en esa capacidad de reacción el modo de superar el miedo. Y entiendo, Malaquías, que ese fue el resorte desde el que usted pudo sobreponerse a él, con mayores dificultades que quienes no pasan por la experiencia de perder a los padres en una edad temprana, cuando aún se está en edad de sentir su amparo y protección. Eso puede ser la causa de problemas psíquicos si uno no se sobrepone a tales infortunios, o lo contrario, una mayor fortaleza que se derive de haberse superpuesto a ellos.
     Respecto de nuestra primera conquista frente al caos de los cambios, de la que usted, David Gustavo, responsabiliza a la aparición del lenguaje oral, estoy de acuerdo en la medida en que eso coincide con la aparición de los conceptos o ideaciones, dentro de los cuales insertamos las experiencias reiteradas que nos permiten dar consistencia a cada cosa. Eso se vivió primero en la fase del pensamiento mágico a través del mito del eterno retorno: las cosas, según este mito, pueden volver a ser “como eran en un principio”, y el ritual las devuelve a su pureza original después de que el tiempo (el responsable de todos los cambios) quede anulado (el tiempo profano es devuelto así al tiempo sagrado). Algo que seguimos recreando en nuestra sociedad, no tan laica como parece: el carnaval, por ejemplo, es la representación ritual del caos en el que las cosas decaen con el tiempo, y la fiesta de la Resurrección, de la que aquel caos es su necesario predecesor, es la del triunfo del momento reparador, en que todo regresa, renace, resucita, a la pureza original.
     La religión, como es patente, mantiene y actualiza ese mito de reparación que es el del eterno retorno. Y la filosofía también: los filósofos griegos se dedicaron fundamentalmente a buscar la esencia de las cosas, lo que son en el fondo, antes de que los cambios acontecieran, y a lo que debemos remitirnos si queremos saber lo que realmente son. Esa esencia era el agua para Tales de Mileto, el aire para Anaxímenes, el apeirón (lo indefinido) para Anaximandro, el número para Pitágoras, el átomo para Demócrito, la Idea para Platón, la forma para Aristóteles… y así los demás.
     Y siguiendo por aquí, hemos llegado más lejos que Don Quijote, que avisaba de que “con la Iglesia hemos topado, amigo Sancho”. Nosotros, y usted David Gustavo nos ha llevado a ello, nos hemos topado con Dios. A mi modo de ver, Dios representa el orbe en el que están contenidas todas las cosas, incluyendo en ellas el más allá hacia el que idealmente apuntan. Creo que la Iglesia se quedó un tanto por detrás del protestantismo cuando, de la mano de Santo Tomás, imaginó a un Dios razonable, previsible, sujeto a la idea del bien y del mal que llegamos a tener los hombres. El mundo para el católico tiene sentido en la medida en que está regido por ese Dios razonable. Pero, como previeron Duns Escoto y Guillermo de Ockham, y tras ellos los protestantes, se quedó fuera del ámbito que Dios abarcaba todo lo que hay de irracional, de absurdo, de malvado en este mundo. Así que el católico está psicológicamente peor preparado para enfrentarse con el absurdo que el protestante (o que el judío), que asumen que la voluntad de Dios (el sentido del universo) incluye también ese absurdo. Un absurdo que, por ejemplo, no entró en las previsiones de Primo Levi, escritor que estuvo encerrado en el campo de concentración de Auschwitz, y que acabó concluyendo: “Auschwitz existe… Dios no existe”. Si hubiera tenido auténtica fe, como sus correligionarios judíos más consecuentes, no habría llegado a esa conclusión… y no habría acabado suicidándose en 1987.
Primo Levi sentenció: "Auschwitz existe... Dios no existe"
 
     Ya hemos hablado en más ocasiones de que, en mi opinión, hay un medio de confrontación con el mundo alternativo al de la estricta fe, y es el de la razón vital, una razón, no como la de Santo Tomás o la de Descartes, absoluta, rotunda y no suficientemente preparada para confrontarse con el absurdo, sino una razón provisional, en permanente crecimiento y dispuesta a penetrar en los dominios del absurdo, aunque consciente de que vivir es un quehacer que nunca deja clausurada la puerta de los problemas, puesto que el caos y el absurdo siguen acechando.


[1] Alfred Adler: “El sentido de la vida”, Madrid, Espasa Calpe, 1975, p. 198.

viernes, 20 de marzo de 2020

POR QUÉ VIVIR, PARA EMPEZAR, NOS PRODUCE MIEDO

     Comenzaré, David Gustavo, por darle la razón: estoy sustancialmente de acuerdo en todo lo que dice en su comentario (que, de nuevo, coloco al final de este escrito). Para empezar, de acuerdo en que “El hombre siempre busca seguridad en lo inmutable, el cambio le produce miedo”. Y es que, como decía la gran pensadora, discípula de Ortega, María Zambrano (que como usted sabe, vivió los primeros años de su exilio por nuestra guerra civil en México[1]): “La vida en su espontaneidad resulta monstruosa”[2]. O como dice el mismo Ortega: “La vida es por lo pronto un caos donde uno está perdido”[3]. Alude usted al miedo, que, efectivamente, creo que es el sentimiento nuclear del hombre ante el caos de un mundo que, para empezar, no se sujeta a ley, a ninguna previsión, donde todo es cambio y nada permanece. Me ha hecho recordar los lamentos de Job contraponiéndose a un Dios arbitrario, que tampoco a él le parecía que obedeciese a ninguna ley. En medio de su infortunio, decía: “Él no cambia de opinión; ¿quién podrá disuadirle? Lo que le place, eso lo hace. Él cumplirá lo decretado sobre mí; y aún tiene planeadas muchas cosas semejantes. Por eso estoy turbado ante Él; cuando pienso en ello, me sobreviene el temor. Dios ha aterrado mi corazón, el Omnipotente me ha conturbado” (Job, 23, 13-16). Se anticipó Job a Duns Escoto (1266-1308), para el que, efectivamente, Dios es un ser arbitrario: no se somete a nuestra idea del bien y del mal, sino que hace lo que quiere, su voluntad es la ley. Sobre ese presupuesto, Escoto fundamentó su inquebrantable fe, y con ello se convirtió en un precursor del protestantismo.
 
Job: un hombre de fe
Así se enfrentaba el hombre al caos de la vida antes de la aparición de la razón vital
 
     Ese Dios arbitrario, exponente de la vida misma tal y como se nos presenta para empezar, es lo que causa el hecho de que, como también dice Zambrano, “Toda vida se vive en inquietud”[4]. Escoto y después los protestantes tratan de calmar esa inquietud que produce el caos que es la vida con la fe. Lo que nos acongoja, el caos que siempre está presto a aparecer, “es voluntad de Dios”. Job decía: “Dios me lo dio, Dios me lo quitó”. Y así unos y otro, con su fe, calman su angustia. Bien, pues Ortega se mostró partidario de utilizar otro método, a la postre revolucionario, para ese mismo fin: la razón, la razón aplicada a la vida, la razón vital. El instrumento con el que trabaja la razón son los conceptos, y de nuevo echamos mano de Zambrano para entender el efecto que estos producen: Una de las funciones de los conceptos es tranquilizar al hombre que logra poseerlos. En la incertidumbre que es la vida, los conceptos son límites en que encerramos las cosas, zonas de seguridad en la sorpresa continua de los acontecimientos”[5]. Es, pues, la razón, la encargada de buscar regularidades, orden, ley en los acontecimientos en medio de los cuales, para empezar, naufragábamos; es la razón la que nos ayuda a saber a qué atenernos ante el persistente problema que significa vivir. Es ella, con sus conceptos, la que nos permite encontrar lo que permanece en medio de los cambios que nos aterran: “La razón se inscribe en el siempre; la razón a solas”[6] (Zambrano). Gracias a ella encontramos una identidad, un ser en nosotros y en las cosas. Y es que, según Ortega, “en español ser, viene de sedere = estar sentado”[7], en suma, significa reposar en lo reconocible, en lo previsible, en lo sometido a ley.
     Pero la razón a la que alude Ortega no es la razón abstracta de Descartes y los racionalistas; no es una razón tan absoluta que permita decir, como hizo Hegel, que “todo lo real es racional”. No es un instrumento que permita estabilizarse en el “ser” de manera definitiva (no somos pensamiento, como no somos la Idea platónica ni la forma aristotélica, ni la naturaleza estoica, ni el alma agustiniana…). La realidad es mucho más de lo que conseguimos encerrar en nuestra razón, que, por tanto, ha de ser una razón obligada a seguir el rastro de nuevas parcelas de realidad que, de manera persistente, aparecen poniendo en cuestión el mundo que creíamos haber estabilizado con nuestros conceptos. Si habíamos creído que ya habíamos alcanzado el ser, la plena identidad, si suponíamos que, por ejemplo, el mundo se movía de acuerdo a las eternas leyes mecánicas que Descartes descubrió con sus cogitaciones… estábamos errados. La razón no se puede quedar quieta, porque el mundo está siempre mostrándonos nuevas facetas que hacen que sea insuficiente lo que habíamos creído comprender. “Nada se sabe de modo permanente”, dice, de nuevo, Zambrano[8]. Y remacha: “Vivir es no poder reposar hasta la muerte”[9]. Ortega, en fin, sostenía que “La vida, señores, es un fluido indócil que no se deja retener, apresar, salvar”[10]. Así que concluye: “El hombre no tiene más remedio que aprender a (…) sentirse a la par mudable y eterno”[11].


[1] De aquella experiencia dejó Zambrano escrito lo siguiente: “Yo llegué a México invitada por la Casa de España, que muy pronto se llamaría Colegio de México. Era un gesto realmente inusitado, ningún país nos quería a los refugiados españoles, sólo México, sólo México, no me cansaría de decirlo, como una oración. Sólo México nos abrazó, nos abrió camino […] Ya profesora de Filosofía como lo era en España, comencé a impartir clases -el mismo día que cayó Madrid en manos de los autollamados salvadores en la Universidad de Morelia [...]. Comencé a dar mi clase en medio de ese silencio, en ese que tiene el indito, y lo digo con todo cariño, en ese silencio del indito mexicano. Y cómo me escucharon, cómo me arroparon. Su silencio fue para mí como un encaje, como una envoltura o una mantilla de esas que les ponen a los niños que tiemblan.”
[2] María Zambrano: “Hacia un saber sobre el alma”, pág. 91.
[3] Ortega y Gasset: “La rebelión de las masas”, O. C., Tº 4, pág. 254.
[4] Zambrano: “Hacia un saber sobre el alma”, pág. 84
[5] María Zambrano: “Senderos”, pág. 87
[6] Zambrano: “Persona y democracia”, pág. 112
[7] Ortega: “Pasado y porvenir para el hombre actual”, O. C., Tº 9, pág. 641
[8] Zambrano: “Notas de un método”, pág. 16
[9] María Zambrano: “Persona y democracia”, pág. 149
[10] Ortega: “El Espectador”, Tº VI, O. C., Tº 2, pág. 519
[11] Ortega y Gasset: “El Espectador”, Tº VIII, O. C., Tº 2, pág. 728
 
 
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COMENTARIO DE DAVID GUSTAVO RODRÍGUEZ CISNEROS
 
El hombre siempre busca seguridad en lo inmutable, el cambio le produce miedo. Toda filosofía que se fundamente en la inmutabilidad del cambio, irremediablemente terminará por ser abandonada, no es fácil plantar los cimientos del castillo filosófico en arenas movedizas, es más fácil hacerlo en terreno firme, de preferencia roca, para que la construcción cuente con la firmeza necesaria para alcanzar la eternidad.
Lástima que todas y cada una de esas rocas con el tiempo se descubre que eran terrones, se desmoronan y el castillo se derrumba.
Todo cambia, nada es inmutable, lo único que permanece constante es el cambio, tanto en la naturaleza como en la mente del hombre: el río que vi hoy no lo volveré a ver jamás en mi vida, puesto que aunque mañana parezca exactamente el mismo, el agua que corre es otra y no la misma de hoy.
Tampoco puedo pensar exactamente igual hoy que ayer, puesto que yo soy un ser complejo y mutable, cada evento del medio que me rodea, mis circunstancias, que tengo que percibir, comprender y reaccionar, me modifica.
Cada reacción implica una decisión, porque es imposible negar los instintos primigenios, entonces debemos de asumir que el aceptarlos o reprimirlos es un acto de plena y consciente voluntad.
Cada decisión se integra a quien yo soy, me conforma y por ende me modifica. Lo único inmutable es mi capacidad de cambiar, con mi voluntad o contra mi voluntad.
Si el cambio es lo único inmutable, la voluntad humana, aunque variable en su forma e intensidad en cada individuo, también es una constante. La piedra fundamental de mi castillo, en consecuencia es la voluntad, intencionalidad su usted prefiere, en ella encuentro la explicación de la razón y conciencia humana. Saludos.

miércoles, 18 de marzo de 2020

¿Es la mente un epifenómeno del cerebro o este un instrumento de aquella?

     Esto que sigue es mi contestación al muy ilustrado comentario a mi anterior artículo que David Gustavo Rodríguez Cisneros ha publicado en mi página de Facebook, y a cuya lectura remito. Pongo su escrito al final de este otro texto.
     David Gustavo, como la complejidad del asunto en el que nos hemos metido no es desdeñable, me he decidido (me temo que con un exceso de temeridad por mi parte, porque son temas que me sobrepasan) a desarrollar mi propio hilo argumental para no extraviarme demasiado, y espero que guarde suficiente paralelismo con el suyo.
     Aceptemos, de inicio, que existen dos realidades confluyentes o una realidad paradójica: materia y energía. Sigo, para diferenciarlas, la pauta que marca Carl Gustav Jung, que dice: “Los acontecimientos físicos pueden ser contemplados desde dos puntos de vista: el mecanicista y el energético. La visión mecanicista es puramente causal y concibe el acontecimiento como consecuencia de una causa (…) La visión energética, por el contrario, es esencialmente finalista y concibe el acontecimiento partiendo de la consecuencia hacia la causa (…) El desarrollo energético tiene una dirección determinada (un objetivo)”. Aplicando la visión energética al terreno de la psicología, que es donde a los dos nos gusta aterrizar, podemos entender que la energía psíquica, la libido, esté ahí antes de que la produzca una causa, es esencialmente finalista, no dirigida, para empezar, hacia un objetivo concreto, pero sí emitida algo así como hacia una búsqueda, como una intencionalidad, decía yo el otro día. La energía no se somete en ese sentido, como sí lo hace la materia, a la relación causal, sino que es esencialmente finalista, concibe el acontecimiento del que ella es responsable como iniciado en la consecuencia, en el objetivo (indeterminado, para empezar).
     La visión mecanicista entiende los productos de la mente como epifenómenos (consecuencias) de procesos fisiológicos previos (causas); la psique sería, según esto, la secreción del cerebro como la bilis lo es del hígado. Esa interpretación restrictiva obligaría también a interpretar la vida como epifenómeno de la química del carbono. Frente a tal concepción reduccionista se rebelaba Ortega tomando a Darwin como ilustre representante de ella: “Darwin cree haber conseguido aprisionar lo vital –nuestra última esperanza– dentro de la necesidad física. La vida desciende a no más que materia. La fisiología a mecánica (…) Ya no es (el organismo) quien se mueve sino el medio en él. Nuestras acciones no pasan de reacciones”[1]. Todo lo que hacemos está, según Darwin y los suyos, predeterminado por causas mecánicas, nuestra voluntad es solo el instrumento de mecanismos materiales que la preceden (que la causan).
     Aunque una porción de los fenómenos psíquicos es interpretable según las leyes mecanicistas, en lo esencial responden mejor a su consideración de fenómenos energéticos (intencionales). Y prolongando esta idea también podríamos decir: no es tanto el mundo el que causa nuestra forma de entenderlo, como lo contrario, estamos inmersos en un mundo, si no creado, sí moldeado por nuestra alma. Jorge Wagensberg, que fue doctor en física, escritor y editor, pone un ejemplo que complementaría el que usted trae a colación sobre la distinta forma de percibir los chapulines o saltamontes por parte de, respectivamente, los indígenas del norte y del sur de México. Dice Wagensberg: “Recordemos a Werner Heisenberg. Paseando un día cerca del castillo de Krongberg, Niels Bohr, que le acompañaba, le dijo: ‘¿No es extraño ver cómo cambia este castillo cuando se imagina uno que Hamlet vivió en él? Como científicos creemos que un castillo está formado sólo por piedras y admiramos la forma en que el arquitecto las compuso. Las piedras, el techo verde de pátina, las tallas de la iglesia, forman el conjunto del castillo. Nada debería cambiar por el hecho de que Hamlet viviera en él, pero, de hecho, cambia completamente. Inesperadamente, las paredes y las murallas hablan un lenguaje diferente. El patio se transforma en todo un mundo, un rincón oscuro nos recuerda la oscuridad del alma... Oímos las palabras de Hamlet: to be or not to be. Sin embargo, todo lo que sabemos realmente de Hamlet es que su nombre aparece en una crónica del siglo XIII. Nadie puede probar que viviera aquí realmente. Pero todo el mundo conoce las preguntas que Shakespeare puso en su boca, las profundidades del alma humana que estaba destinada a revelar, y cada uno sabe que, en consecuencia, también él tendría que ocupar un lugar en la Tierra, aquí en Krongberg.’ ”[2].
     De Heisenberg, Premio Nobel de Física de 1932, decía precisamente Ortega que, en el tiempo en que él escribía, era “el más grande físico actual (...) Su ‘principio de indeterminación’ (...) se vuelve contra todo el cuerpo de la física y lo destruye (pues) proclama que el investigador, al observar el fenómeno, lo ‘fabrica’, que la observación es producción”[3]. El principio de indeterminación, recordemos, establece que los fenómenos físicos a nivel cuántico se comportan de forma paradójica: tanto como si fueran manifestaciones de ondas de energía que como si lo fueran de corpúsculos de materia. Y el experimentador puede escoger probar una cosa o la otra y las dos resultan ser posibles.
M. C. Escher: "Escalera infinita"
El "principio de incertidumbre" traducido a lenguaje plástico
    
     Volvamos sobre la pregunta: ¿los fenómenos psíquicos se comprenden mejor si los consideramos como resultado de hechos causales previos, esto es, como consecuencia de procesos fisiológicos, o como procesos energéticos (libidinales) que hay que entender como teleológicos, es decir, en los que es la finalidad o la intencionalidad la que pone en marcha ese proceso? Ortega habla de que es posible activar en nosotros una “sensibilidad para el más allá”, la cual supone dos cosas: “una, fe en la vida al esperar que la porción ignorada de ella es mayor y mejor que la ya sabida; otra, fuerza creciente en la persona, porque el horizonte no se amplía nunca o casi nunca por sí mismo, sino que lo ensanchamos empujándolo con los codos de nuestra alma, que para ello necesita dilatarse, rebosar hoy su volumen de ayer”[4]. Lo cual no sé si es demasiado atrevido decir que hace pensar no solo en ese concepto de finalidad, de esperanza en lo que ha de venir, sino en una especie de violación del principio de conservación de la energía, porque se produce en la persona una “fuerza creciente”.
     Dice también Ortega en este sentido que “se vive en la proporción en que se ansía vivir más”[5]. Seríamos, pues, depositarios de una fuerza expansiva, algo así como si, a escala macrocósmica, sostuviéramos que el universo se expande (¿cómo podría, si la energía fuese siempre la misma?). Lo cual no es disonante con lo que afirma Ilya Progogine, Premio Nobel de Química de 1977: Lejos de poder someter nuestro concepto del tiempo a las regularidades observables del comportamiento de la materia, debemos comprender la idea de un tiempo productor, un tiempo irreversible que ha engendrado el Universo en expansión geométrica y que todavía engendra la vida compleja y múltiple a la que pertenecemos”[6]. Que es, más o menos, lo que Ortega había afirmado unas décadas antes: “Hay en cada cosa una aspiración a ser más que materia, a ser lo que los físicos llaman fuerza viva”[7]. El universo parecería entonces tener una intención, andar a la busca de una indeterminada finalidad. Y eso se traduciría, a nivel humano, en esto que asimismo afirma Ortega: “El hecho humano es precisamente el fenómeno cósmico del tener sentido”[8], es decir, de tener un objetivo, una meta. Yo pienso en el Punto Omega de Theilard de Chardin.
Werner Heisenberg, pionero de la física cuántica
    
     Y bien, faltaría ligar este hilo argumental al otro que venía a estar en el punto de partida de nuestro debate, aquel que se anunciaba en este pensamiento de Ortega: Casi siempre acontece lo mismo con las grandes ideas: las vemos a un tiempo fuera y dentro, como verdades y como deseos, como leyes del cosmos y confesiones del espíritu. Tal vez es imposible descubrir fuera una verdad que no esté preformada, como delirio magnífico, en nuestro fondo íntimo”[9]. Se me ocurren algunas vías de evolución para desarrollar la idea, pero, aparte de que no las tengo suficientemente elaboradas, esto empezaría a alargarse demasiado. Así que me conformaré con concluir con otra cita de Ortega a propósito de esas relaciones entre el mundo físico y el psíquico: “Hay entre ellos un nexo nada físico, un influjo irreal: la funcionalidad simbólica. El mundo como expresión del alma”[10].



[1] Ortega y Gasset: “Meditaciones del Quijote”, O. C., Tº 1º, pág. 400.
[2] “Proceso al azar”. Edición de Jorge Wagensberg, Barcelona, Tusquets, 1996, pág. 155
[3] O y G: “Pasado y porvenir para el hombre actual”, O. C., Tº 9, pp. 662-663
[4] O y G: “El Espectador”, Tº VIII, O. C., Tº 2, pág. 741
[5] O y G: “La deshumanización del arte”, O. C., Tº 3, pág. 367
[6] I. Prigogine: “La nueva alianza Metamorfosis de la ciencia”. Madrid, Alianza, 1997, pág. 14
[7] Ortega y Gasset: “La estética de ‘El enano Gregorio el Botero’”, O. C. Tº 1, pág. 540.
[8] Ortega y Gasset: “Las Atlántidas”, O. C., Tº 3º, pág. 310
[9] O y G: “El Espectador”, Tº VI, O. C., Tº 2, pág. 526.
[10] O y G: “El Espectador”, Tº VII, O. C., Tº 2, pág. 586


COMENTARIO DE DAVID GUSTAVO RODRÍGUEZ CISNEROS ANTERIOR A ESTE ARTÍCULO
     Saludos: siempre que el conocimiento filosófico coincide con la verdad científica, no dejo de sentir asombro de la manera en que nuestra mente intuye la realidad sin necesidad de haberla conocido. Y aquí, es donde deberá de perdonar la divagación, que no dislate, ya que al final coincidiremos en nuestras conclusiones. Aprendimos en aquellos años de bachilleres, que en el universo solo existe materia y energía, y aparte de eso la nada; la materia se convierte en energía y la energía en materia, tal como lo intuyo Einstein en su formula E=MC2 y lo demostraron las bombas atómicas, pero sin importar cuanta materia y energía se conviertan de la una en la otra, la cantidad total de la suma de ambas es constante, ya que la materia y la energía no se destruyen solo se transforman. Bueno, pues el concepto ha cambiado y ahora sabemos que la materia no es mas que una forma particular de la energía (Bosón de Higgs) y la vida es una manifestación peculiar de la energía. Cuando uno estudia química orgánica y mejor si estudia la química de la vida, bioquímica, aprendemos que el oxigeno de la respiración y la glucosa de la alimentación se combinan en el ciclo de Krebs para generar energía eléctrica, que es la que mueve a los seres vivos, si alguien lo duda, tenemos estudios como la electromiografia y el electrocardiograma que miden la actividad eléctrica de los músculos esqueléticos y del musculo cardíaco y muy en especial el electroencefalograma que mide la actividad eléctrica del cerebro, y por definición, mientras el cerebro tenga actividad eléctrica, hay vida, cuando la actividad eléctrica del cerebro cesa, es señal de muerte. Desde hace años se estudia la forma en que el pensar, ver, oír, oler, tocar, y degustar generan corrientes eléctricas y la zona de nuestro cerebro en que esto ocurre, pero el estudio de las ondas de un electroencefalograma no nos permite saber que esta pensando el individuo, solo que lo esta haciendo. Entonces, nuestro cerebro recibe la información de la realidad, de parte de los órganos de los sentidos, codificada en forma de impulsos eléctricos que debe de identificar, comprender e interpretar, y aun mas, reaccionar a ellos en base a instintos, pero mas en base al aprendizaje. Y aquí caemos, el objeto es real,pero se convierte en parte de mi realidad, hasta cuando lo identifico, lo comprendo y lo interpreto, lo convierto en parte de mis recuerdos y le concedo un valor en base al juicio de mi razón. Pensemos, un saltamontes, chapulín en lengua nahuatl moderna, para la mayor parte de las personas es solo un insecto, al que no creo que nadie o casi nadie le tema, por lo que si estamos en un campo lleno de saltamontes difícilmente notaremos su presencia; un Inuit, muy posiblemente nunca ha visto un saltamontes y su reacción ante ellos, cuando note su existencia, podrá ser de miedo, curiosidad o asombro; pero si es un mexicano del sur del país, estará pensando como atraparlos, para prepararse un banquete de chapulines dorados a la plancha. El objeto real no cambio, la interpretación y la reacción son las que cambiaron y en esto fue obvio: el hombre es el y sus circunstancias, la realidad es una, la percepción de la realidad es única e individual, por eso es que decía yo, que todos podemos tener razón y estar equivocados al mismo tiempo, en este impresionante mecanismo eléctrico que es nuestro sistema nervioso central, pueden haber, y hay, mil fallas diferentes, que afectan nuestra identificación, comprensión, identificación y reacción ante la realidad. ¿Tiene algo de raro que Sigismund Schlomo Freud fuera neurólogo?