viernes, 30 de marzo de 2018

La vida: un proceso que transcurre entre nosotros y la realidad

     Según Eugène Minkowski (1875-1972), uno de los psiquiatras más importantes que ha dado la historia de la psiquiatría, el núcleo de la perturbación esquizofrénica consiste en una pérdida de contacto vital con la realidad. El esquizofrénico interrumpe el ímpetu vital que habría de llevarle hacia el mundo exterior y queda atrapado en el autismo, donde solo rige la fidelidad hacia uno mismo y la realidad externa aparece como desvitalizada e inmóvil. Fue Eugen Bleuler, el maestro de Minkowski, quien sustituyó el nombre de “dementia precox” por esquizofrenia, al considerar que no había en quien sufría esta clase de trastorno un déficit de las funciones intelectuales asociado al mismo. Pero fue Minkowski quien propuso que por debajo de todos los síntomas asociados a la esquizofrenia discurría, nutriéndolos a todos ellos, ese sustrato común y principal de pérdida de contacto vital con la realidad.
 
 
     Para el esquizofrénico, salir de sí para entrar en el mundo equivale a perder contacto consigo mismo. Uno de los pacientes de Minkowski, un docente de 32 años, decía ser un gran aficionado a la filosofía, pero se había impuesto “el deber de no leer, para no deformar mi pensamiento” ni “ser estorbado en mis reflexiones”. Estaba aquejado de lo que Minkowski llamaba “racionalidad mórbida” –otro de los síntomas vertebrales de la esquizofrenia–, según la cual, la realidad, poco razonable, debe de ser desdeñada en favor de los principios racionales, que son absolutos, inconmovibles. Este paciente, por ejemplo, para ser fiel al principio que le exigía la perfección espiritual, desterró de su existencia todo trabajo material, y llevó tal actitud hasta el extremo. Otro enfermo, instalado en la manía (el principio) de la simetría, se empeñaba -un ejemplo más- en ir por el medio de la calle; el tratamiento médico que le recetaron, puesto que era para varios meses, no debía de comenzarse de ninguna manera en el mes de noviembre, porque estaría así como “descuartizado”, a caballo entre dos años; buscando una posición absolutamente perfecta, se mantenía ante el espejo con los pies juntos y reteniendo su respiración todo el tiempo que podía. La vida, que es movilidad, improvisación, sorpresa, desajuste… quedaba así excluida de su psiquismo. “El plan es todo para mí en la vida –decía este enfermo–, antes desarreglo la vida que el plan”, y añadía: “La vida no ofrece regularidad, ni simetría y por eso fabrico la realidad. Al cerebro atribuyo todas mis fuerzas”. Y de una forma que habría que indagar en por qué nos recuerda a Descartes y su duda metódica, concluye: “No creo en la existencia de una cosa sino cuando la he demostrado”. Mientras tanto, mientras no se adecúe al molde previsto por la razón, por las matemáticas y la geometría (es decir, nunca del todo), “duda”.
     Esta supremacía absoluta de los principios abstractos, puramente racionales, sobre la vida real hace que los esquizofrénicos, y hasta los autistas, estén muchas veces especialmente capacitados para el pensamiento matemático. Recordemos en este sentido a John Forber Nash (1928-2015)​, un matemático estadounidense, especialista en teoría de juegos, geometría diferencial y ecuaciones en derivadas parciales, que recibió el Premio Nobel de Economía en 1994 por sus aportaciones a la teoría de juegos y los procesos de negociación. A los 30 años se le diagnosticó una esquizofrenia. Llegó a decir: “Yo no habría tenido ideas tan buenas científicamente, si hubiera tenido una forma más normal de pensar”. Sylvia Nasar relató su biografía en un libro que sirvió de base a la multipremiada película “Una mente maravillosa”, de Ron Howard. Sobre este coyuntural vínculo entre las matemáticas y la esquizofrenia dice, precisamente, Francisco Alonso-Fernández, uno de nuestros más insignes psiquiatras: “Entre los cultivadores de la informática, como también ocurre con los matemáticos y los ajedrecistas, es muy frecuente la presencia de una serie de trastornos psíquicos adscrita a los fenómenos obsesivos, secundados por estados depresivos y por manifestaciones de introversión, autismo o alexitimia (incapacidad para expresar los sentimientos y las emociones propias)”. A esos principios abstractos, matemáticos, acceden este tipo de personas por pura deliberación, sin el auxilio de la experiencia, de la realidad exterior. Es más: esa realidad exterior la ven como algo ajeno, desconectado de ellos mismos. Añadiremos aquí la ilustrativa descripción que hace otro paciente (paciente real, no se trata de una recreación literaria) de Minkowski a propósito de ese alejamiento de la realidad: “Todo es inmovilidad alrededor de mí. Las cosas se presentan aisladamente, cada una de por sí, sin evocar nada (…) Son como pantomimas, pantomimas que se hicieron en torno mío, pero yo no entro en ellas, me quedo afuera. Tengo mi juicio, pero el instinto de la vida me falta. No logro ya entregar mi actividad de una manera suficientemente vivaz (…) He perdido el contacto con toda especie de cosas. Ha desaparecido la noción del valor, de la dificultad de las cosas (…) y yo no puedo ya entregarme a ellas. Hay una fijeza absoluta alrededor de mí. Todavía tengo menos movilidad respecto del porvenir que en el presente y en el pasado. Hay en mí una especie de rutina que no permite encarar el porvenir. El poder creador está suprimido en mí. Veo el porvenir como repetición del pasado”. El docente esquizofrénico del que hablábamos antes, cuando se dedicaba a labores “externas”, por ejemplo, a enseñar a sus alumnos, sentía que su voz (un modo genuino de salir al exterior) estaba “como muerta”, le producía la impresión de una “voz de aparecido”.
 

 
John Forber Nash
    
     A este respecto decía Ortega y Gasset que “la vida es precisamente un inexorable ¡afuera!, un incesante salir de sí al Universo (…) Es (el hombre) un dentro que tiene que convertirse en un fuera”. Y también: Vivir significa tener que ser fuera de mí”. La esquizofrenia, y más específicamente el autismo, vendría a ser el prototipo de las actitudes contrarias a esta que obliga a trascender del propio perímetro personal, porque, como también decía Ortega: “Naturalmente y en plena salud, la atención iría siempre hacia lo de fuera, hacia el contorno vital más allá del organismo”. ¿Cómo superar la esquizofrenia, la locura, cómo salir al mundo, cómo tomar contacto efectivo con la realidad? María Zambrano elimina circunloquios y propone un método que tiene visos de ser definitivo, aunque evidentemente no habrá de resultar fácil la transición: “El enamorarse de un ser concreto, de un semejante, sería la experiencia necesaria para llegar a encontrar las ideas, el conocimiento de la verdadera realidad, la realidad invulnerable”.

domingo, 18 de marzo de 2018

Nuestro preocupante -e ineludible- destino

  John Wallis fue un matemático, filósofo, musicólogo y profesor universitario inglés del siglo XVIII, amigo de Newton y a quien se atribuye en parte el desarrollo del cálculo moderno. Fue quien introdujo la utilización del símbolo para representar la noción de infinito. En una noche de insomnio se puso a calcular mentalmente la raíz cuadrada de un número de 40 cifras. Al día siguiente, recordó su certero cálculo y lo anotó.
M. C. Escher: "La banda de Moebius"
 
     Nuestros insomnios son uno de los cauces preferidos para que por ellos discurran nuestras preocupaciones. Las preocupaciones son, por su parte, los motivos que acuden a la llamada de nuestra angustia primordial, con el cometido de aportarle un contenido. Nuestra angustia primordial es el sentimiento que acompaña y expresa a nuestra constitutiva insignificancia y vulnerabilidad, que trajimos con nosotros al entrar en este mundo. Nuestra insignificancia es la palanca que utilizamos para dedicar nuestra vida a encontrar para ella un significado, un sentido, y así contrarrestar el temible sentimiento de angustia. Y cerrando el círculo: o nos hacemos budistas y conseguimos instalarnos en el nirvana y la indolencia o aceptamos que las preocupaciones son el molde que ha de permitir que nuestra vida adquiera su forma y su sentido. No es nuestro destino vivir tranquilos. Nuestras capacidades son la cifra de nuestra inquietud. Gracias a que John Wallis no se permitía cosas como poder dormir hasta encontrar la raíz cuadrada de números de cuarenta cifras, quedaron sentadas las bases del cálculo moderno.

domingo, 11 de marzo de 2018

Cómo desestabilizar una sociedad (por ejemplo, la española)

     Resumen: una sociedad se mantiene estable cuando las fuerzas que aglutinan sus partes componentes prevalecen sobre las fuerzas disgregadoras, las que oponen a las partes entre sí y con el todo. Un estupendo caldo de cultivo, sobre todo emocional, para la desestabilización de una sociedad son las movilizaciones callejeras en favor de las fuerzas disgregadoras.
 
     En una de sus sorprendentes e ilustrativas indagaciones etimológicas, Ortega nos descubre que “ser” viene de “sedere”, “estar sentado”; es decir, que aquello que aspire a llegar a ser ha de alcanzar, para conseguirlo, un estado de reposo, de permanencia, de quietud sedentaria que pueda superponer al caos, la improvisación y el deambular errático que caracterizan el previo no ser. Lo cual, cuando estemos hablando de cosas que al hombre conciernan, habremos de saber que ha de hacerse compatible con el hecho de que la vida no consiente tampoco la inmovilidad, puesto que, como decía María Zambrano, “vivir, al menos humanamente, es transitar, estarse yendo hacia… siempre más allá”.
     ¿Cuándo una sociedad adquiere su ser? Habrá que entender que cuando el conjunto de las interacciones humanas en que consiste encuentre un marco estable en el que desenvolverse, una estructura o modo de organizarse aceptado y compartido por los individuos que la componen, los cuales consienten en supeditar sus planes personales a los acotamientos que impone el interés común. Ese marco común lo conforman las instituciones, y su sentido podríamos concretarlo en el hecho de que, a través de ellas, el todo social prevalece sobre las partes. Es a esto a lo que Aristóteles se refería cuando decía en su “Política”: “Debe considerarse a la ciudad como anterior a la familia y aun a cada uno de nosotros, pues el todo necesario es primero que cada una de sus partes; una vez destruido el todo, ya no hay partes (…) porque la mano separada del cuerpo no es ya una mano real (…) La naturaleza arrastra, pues, instintivamente a todos los hombres a la acción política”.
     Cuando los individuos dejan de atenerse a las exigencias de ese marco común, cuando los intereses y pretensiones particulares o grupales chocan unos con otros, cuando lo que disgrega es más que lo que aglutina, la sociedad se desestabiliza, las normas de convivencia se diluyen, sobreviene el caos y, finalmente, la sociedad desaparece, deja de ser. Rostovtzeff, un conspicuo historiador de la Grecia y Roma clásicas, habla así de la disgregación social que existía en los tiempos en los que la caída del Imperio romano era inminente: “Los campesinos odiaban a los terratenientes y a los funcionarios; el proletariado de las ciudades odiaba a la burguesía urbana, y el ejército era odiado por todos, incluso por los campesinos...”. La unidad nacional romana se fue, por tanto, deshilachando… Reinaba la disociación. Las fuerzas disgregadoras empezaron a prevalecer sobre las aglutinantes. Roma, finalmente, dejó de ser.
En la manifestación feminista del 8 de marzo de 2018
     Podríamos concluir, en función de lo dicho, que las crisis sociales que ponen en peligro la existencia misma de la sociedad, están determinadas por la irrupción de factores de disgregación protagonizados por las partes que amenazan con prevalecer sobre las fuerzas aglutinantes, poniendo en peligro la existencia del todo. De entre los muchos ejemplos posibles que la historia pone a nuestro alcance de ese tipo de crisis, escogeremos uno suficientemente representativo y evocador que dejó en España heridas que aún hoy no están suficientemente suturadas: el que se corresponde con el período que transcurre entre la llamada Revolución Gloriosa de 1868 y el fin de la Primera República, en 1874, el llamado Sexenio Democrático, pletórico de buenas intenciones, pero en donde la acumulación de factores de disgregación social alcanzó un grado paroxístico.
     En los años previos se habían ido acumulando ya factores de desestabilización que cristalizaron en el Pacto de Ostende de 1866 entre progresistas y demócratas, promovido por el general Prim, en el que se planteó que se imponía derrocar la Monarquía de Isabel II y nombrar un Gobierno provisional que se encargara de buscar una nueva dinastía que sustituyera a la borbónica e implantase la soberanía única de la nación y el sufragio universal. De aquello se siguió un pronunciamiento militar que condujo finalmente a la abdicación de la reina Isabel, que inmediatamente se exilió en septiembre de 1868.
     El general Serrano fue nombrado regente y el general Prim, jefe del Gobierno. Este último se encargó de buscar un nuevo rey para sustituir a Isabel II, y al final el elegido por las Cortes Constituyentes fue Amadeo de Saboya, coronado rey de España el 2 de enero de 1871, inmediatamente después del atentado en el que, precisamente, murió el general Prim, su principal valedor. El propio rey, desprovisto de apoyos suficientes, abdicó en febrero de 1873, empujando casi de modo inevitable a la proclamación de la I República. Antes había rebrotado un nuevo ramal disgregador: los seguidores del pretendiente Carlos VII, viendo la debilidad del estado, declararon la Tercera Guerra Carlista. El 11 de febrero de 1873, al día siguiente de la abdicación de Amadeo I, las Cortes proclamaron la República.
     Ganaron posiciones los republicanos federales, que aspiraban a hacer de España una Federación de estados soberanos. El 8 de junio se proclamó la República Federal: nuevo factor disgregador de una nación que hasta entonces era unitaria. Un federalista moderado, Estanislao Figueras, fue el primer presidente del poder ejecutivo. En una reunión del Consejo de Ministros celebrada el 9 de junio de 1873, después de numerosas discusiones sin llegar a ningún acuerdo para superar la crisis institucional que atravesaba el país, al parecer, el presidente Figueras agotó su paciencia y, en un momento de la sesión, exclamó: “Señores, voy a serles franco: estoy hasta los cojones de todos nosotros”. Acto seguido, abandonó la sala. Al día siguiente, dejó una carta con su dimisión al vicepresidente del Parlamento, y, sin más avisos, cogió un tren a París para no volver más. Había durado en el Gobierno cuatro meses.
     Le sustituyó el también republicano federal Pi y Margall, que, para llevar adelante su idea de República Federal, promovió la división de España en 17 estados soberanos. Apenas había asumido su cargo, empezó a ser acosado por los intransigentes de su propio partido, que exhortaron a la inmediata y directa formación de cantones, para construir la República “de abajo arriba”, lo que supondría el inicio de la rebelión cantonal. El sector moderado de su partido, viéndolo desbordado, retiró su apoyo a Pi y Margall y le hizo dimitir. Había durado en el cargo treinta y siete días. Le sucedió otro moderado entre los republicanos federales: Nicolás Salmerón. El nuevo presidente del Ejecutivo renunció pronto también a su cargo porque no quiso firmar las sentencias de muerte de varios soldados acusados de traición, ya que era absolutamente contrario a la pena de muerte. Había durado en el cargo tres meses. Para sustituirle las Cortes eligieron el 7 de septiembre a Emilio Castelar, que se mantendría hasta enero de 1874. Entonces se sometió a una moción de confianza en las Cortes, que perdió. En resumen: cuatro jefes de Gobierno en menos de dos años, algo que por sí solo ya sería expresivo de la inestabilidad política por la que atravesaba la sociedad española. Tras la dimisión de Castelar, fuerzas de la Guardia Civil y del Ejército, al mando del capitán general Pavía, entraron en las Cortes y las suspendieron. El general Serrano fue nombrado jefe del nuevo Gobierno en calidad de dictador. El 29 de diciembre de 1874, el general Arsenio Martínez Campos se pronunció en Sagunto a favor de la restauración de la monarquía borbónica en la persona de don Alfonso de Borbón, hijo de Isabel II. Serrano optó por no presentar resistencia.
     Ya con la proclamación de la República, se habían empezado a producir estallidos en la calle y huelgas revolucionarias. Más la Tercera Guerra Carlista (1872-1876). Más la Primera Guerra de Cuba (1868-1878). Más el incremento del bandolerismo. Más crisis económica y malas cosechas varios años por la sequía, más intrigas políticas permanentes, más la aparición de organizaciones obreras radicales, marxistas y, sobre todo en España, anarquistas… En 1871 tuvo lugar el movimiento revolucionario de la Comuna de París, en la que coyunturalmente tomaron el poder los activistas revolucionarios. Los movimientos utópicos de la Comuna enseguida sintonizaron, no solo con sus correligionarios españoles, sino también con la rebelión cantonalista (muchos de sus protagonistas vinieron a España una vez fracasada la Comuna y prosiguieron aquí su activismo), porque, como siempre ocurre, saben que sus ideas encuentran el caldo de cultivo apropiado cuando el estado se desestabiliza, y la descomposición del territorio es una forma estupenda de socavar el poder del estado (hoy mismo está ocurriendo esa confluencia de intereses entre los nacionalismos independentistas, que aspiran a la descomposición territorial, y la extrema izquierda que ve en ello una forma de debilitar al estado).
     Pero aún queda por citar lo peor de todo aquel maremágnum de descomposición: la locura de la rebelión cantonalista. Imbuidos de la ideología federalista, pero sobrepasando los planteamientos de los federalistas moderados, los más extremistas empezaron a proclamar los cantones independientes, que se sublevaron inmediatamente contra el Gobierno republicano. Aparecieron cantones que se declararon independientes a lo largo de toda la geografía española, especialmente en el Levante y Andalucía (entre la guerra carlista y los cantones, 32 provincias españolas estaban en pie de guerra): Alcoy, en donde además se produjo un movimiento revolucionario obrero, Cádiz, San Fernando, Sevilla, La Línea de la Concepción, Málaga, Coria, Salamanca, Ávila, Betanzos, Camuñas, Murcia, Caravaca, Jumilla, Ricote, Cieza, Lorca, Pliego... se declaran estados independientes. El cantón de Sevilla declara la guerra al de Utrera. Granada declaró la guerra a Jaén. Jumilla amenaza con la guerra a todas las naciones vecinas a través de un bando en el que proclama: “La nación de Jumilla desea estar en paz con todas las naciones extranjeras, y sobre todo con la nación murciana, su vecina. Pero si esta se atreve a desconocer nuestra autonomía y a traspasar nuestras fronteras, Jumilla se defenderá como los héroes del 2 de mayo y triunfará en la demanda, y amenaza con no dejar en Murcia piedra sobre piedra”.
     Sin embargo, el prototipo y símbolo de todos los cantones será el de Cartagena, que se declaró independiente el 12 de julio de 1873. La flota que allí estaba radicada también se proclama cantonalista y recorrerá la costa exigiendo, por ejemplo, a Torrevieja una cantidad de dinero para la causa; posteriormente pasan a Alicante y exigen también dinero, y como los alicantinos se niegan, les confiscan un barco. Lo mismo hacen en Almería y Motril. El gobierno cantonal cartaginés incluso acuñó moneda propia. Cartagena, cómo no, declara la guerra al estado español. La última acción del gobierno cantonalista de Cartagena fue mandar una carta al presidente de Estados Unidos para solicitarle que les admitieran como un estado más de aquella nación. Finalmente, asediada por el ejército español, Cartagena se rinde, pero queda destruida; solo 24 casas de toda la ciudad quedaron indemnes.
     Hegel explicaba que en tiempos de grave crisis social, “los individuos se retraen en sí mismos y aspiran a sus propios fines (…) Esto es la ruina del pueblo; cada cual se propone sus propios fines según sus pasiones”. Donde pone “individuos” pongamos también “grupos particulares”. Si alguien quiere destruir el estado, lo que tiene que hacer es azuzar a unos grupos contra otros: obreros contra empresarios, mujeres contra hombres, unas regiones contra el conjunto del estado, los pensionistas contra la Administración… En el caldo de cultivo que producen esos enfrentamientos entre las partes y entre estas y el todo, las ideologías extremistas prosperan. Es algo que sabía muy bien el nefasto ex presidente del Gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, que, en vísperas de las elecciones generales del 9 de marzo de 2008, al final de una entrevista con Iñaki Gabilondo, y cuando este, ya de pie y creyéndose fuera de micrófono, pero con él aún funcionando, le preguntó: “¿Qué pinta tienen los sondeos que tenéis?”. Zapatero, candidato a la reelección por el PSOE, le contestó: “Bien, sin problemas, lo que pasa es que nos conviene que haya tensión”. Esa estrategia de la tensión ya la había utilizado, y con mucha eficacia, con las movilizaciones por el hundimiento del “Prestige” en 2002, así como las de protesta contra el Gobierno por la guerra de Irak (en la que España, sin embargo, no participó), y, sobre todo, cuando consiguió algo único en el mundo después de un atentado de aquella gravedad: fue el del 11 de marzo de 2004, en que buena parte de la población se rebeló no contra los presuntos autores, sino contra su gobierno.
Manifestación feminista-8 de marzo de 2018
     La necesidad de que haya tensión, de que las instituciones entren en crisis, de que el poder del estado se debilite para así ellos prosperar, es algo que también saben, incluso mejor que Zapatero y sus epígonos, los dirigentes de Podemos, que recurrentemente proponen sustituir la democracia parlamentaria por la “democracia de la calle”, y que, al igual que el PSOE desde Zapatero, pero con más decisión incluso, se alían con las fuerzas disgregadoras del separatismo. El 26 de febrero pasado, Pablo Echenique, Secretario de Organización de Podemos, sin duda apremiado por unas encuestas que, a raíz del movimiento aglutinante que surgió en España después del referéndum separatista catalán del 1 de octubre de 2017, les auguraban una importante caída, se apresuró a declarar que Podemos llamaba “a una primavera de movilizaciones” y anunciaba que hará “todo lo posible” para que triunfe. Sabe Echenique, evidentemente, que las movilizaciones, sobre todo si son callejeras, al margen de las instituciones, de las partes contra las partes y de las partes contra el todo, van unidas al crecimiento de los extremismos, a su propio crecimiento. Y, como ya se ha podido ver, están en ello.

jueves, 1 de marzo de 2018

De lo mal que se lleva el arte con la realidad (y con la ideología de género)

     Resumen: La cercanía de ARCO era una buena oportunidad para preguntarse por el sentido del arte, especialmente en una época como la actual, en la que, a pesar de que se realicen producciones artísticas tan extrañas, hay un público amplio para ellas.
     El crítico literario Arnold Hauser apuntaba a lo esencial del Romanticismo cuando dijo: “(El romántico) consideraba el mundo simplemente como materia prima y sustrato de la propia experiencia, y lo utilizaba como pretexto para hablar de sí mismo”. Pero el Romanticismo no descubrió nada nuevo, todo lo más puso el énfasis –quizás, a veces, excesivo– en algo que caracteriza la labor de todo artista, cuya misión no es la de dar razón de la realidad, ser cronista de lo que pasa, sino la de expresar, dar salida a algo que vive en su mundo interior, traducir a términos manejables una pulsión que partiendo de lo íntimo busca cómo hacerse manifiesta, dar categoría y forma a algo que no existe. De los dos mundos en los que el hombre vive, el mundo real, hecho con la amalgama de todo lo que nos circunda, limita y entra en nosotros por la vía de los sentidos, y el mundo imaginado, que nuestros deseos y propensiones emiten desde antes de que el mundo externo apareciera, el artista decide dar prioridad a este, al mundo imaginado, y dedica sus esfuerzos a conducir sus fantasías informes en la dirección contraria a la prevista por los sentidos: de dentro a fuera, desde lo íntimo hacia la realidad.
     El mundo interior y el exterior, lo que exudan nuestras fantasías y lo que impone la realidad, están destinados en última instancia a encontrarse, viven el uno para el otro. No es posible la existencia en un mundo exclusivamente objetivo, hecho de cosas ajenas a nosotros; nuestra intimidad selecciona, recorta y troquela los ámbitos externos en los que prefiere desenvolverse. Tampoco es posible vivir en los vahos del mero ensueño y del puro deseo, puesto que estos están destinados a recubrirse de formas, a encarnar en los trayectos que permite el mundo real: un sueño sirve para algo solo si lo hacemos aterrizar entre las cosas. Quien más se acerca a las formas del puro realismo, aquel que es capaz de sacrificar su yo para vivir plenamente acoplado a su circunstancia, es el deprimido, el que acepta servilmente supeditarse al imperativo que dictamina que “esto es lo que hay”. Y quien, por el contrario, se acerca más al prototipo del que solo habita en sus fantasías es el esquizofrénico, que da prioridad a sus alucinaciones y delirios por encima de lo que quiera imponer el mundo real.
     El artista está casi obligado a sesgarse hacia el lado de la esquizofrenia, o al menos de lo esquizoide, y el artista moderno, post-romántico, no solo a sesgarse, sino a incluso abismarse en esa tendencia. El camino de este último lo dejó prefigurado Nietzsche cuando afirmó: “Estamos más enamorados del deseo que del objeto deseado” (también desbrozó del todo ese mismo camino cuando precisamente consumó su locura los últimos años de su vida); es decir, que Nietzsche proclamaba estar más vinculado al mundo interior que emite el deseo que al mundo de los objetos (a la vista del resultado, es evidente que excesivamente vinculado). Novalis señalaba ya en la misma dirección cuando hacía explícitos los supuestos del Romanticismo al decir: “Defino el mundo en la medida en que me defino a mí mismo”. Pero lo que en aquellos tiempos del Romanticismo parecía un moderado, e inevitable en el artista, sesgo esquizoide, adquirió una intensidad máxima cuando irrumpieron las vanguardias artísticas. Y así, también Picasso decía, por ejemplo: “Cuando inventamos el cubismo (Brake y el mismo Picasso), no teníamos la menor intención de inventar el cubismo, sino simplemente de expresar lo que había en nosotros”. Pero de forma aún más concluyente y excesiva, el mismo Picasso se atrevió a proclamar que “cualquier cosa que puedas imaginar es real”. André Breton, máximo mentor intelectual de otro ramal de las vanguardias, el surrealismo, lo siguió dejando claro: “La ideología del surrealismo tiende simplemente a la total recuperación de nuestra fuerza psíquica por un medio que consiste en el vertiginoso descenso al interior de nosotros mismos”. Se estaba abriendo así la puerta (o la caja de Pandora) a que, por ejemplo, Marcel Duchamp imaginara que un vulgar urinario era una “Fuente”, consiguiendo incluso que estos tiempos utópicos aceptaran reconocer esa dictadura de lo imaginario en el arte y elevaran esas producciones hasta la cumbre del arte de vanguardia.
Picasso: "Las señoritas de Avignon" (1907)

     Carl Gustav Jung, quizás el psiquiatra más importante que dio el siglo XX, dedicó un ensayo a Picasso y su obra cuyas consideraciones vienen a corroborar la línea argumental aquí expuesta. Dice en él que “la problemática psíquica picassiana, en cuanto se refleja en su arte, es de todo punto análoga a la de mis pacientes”. Con ello, como es fácil suponer, no estaba haciendo un juicio sobre la salud mental de Picasso, sino valorando su obra artística desde un punto de vista psicológico. Confirma también Jung la idea de que “El arte no objetivo extrae sus contenidos esencialmente de ‘dentro’ (…) El objeto picassiano (…) ni siquiera alude a objetos de la experiencia exterior”. Explica asimismo cómo entre sus pacientes “pueden distinguirse dos grupos: los neuróticos y los esquizofrénicos. Cuando realizan obras artísticas, los del primer grupo suministran figuras en las que se transmite alguna clase de emoción o, cuando menos, hay simetrías o evidencias de algún tipo de sentido. El segundo grupo, el de los esquizofrénicos, “en cambio, suministra figuras que en el acto se revelan como ajenas al sentimiento. En todo caso, no nos transmiten sentimientos dotados de unidad, armónicos, sino sentimientos contradictorios o total ausencia de sentimientos. En lo puramente formal predomina el carácter de despedazamiento que encuentra expresión en las llamadas ‘líneas de fractura’, es decir, una especie de grietas de psíquica recusación que hienden la figura. Esta nos deja fríos o nos espanta o nos produce una sensación de asombro por su desconsideración paradójica que conturba nuestros sentimientos y nos parece horrible o grotesca. Picasso pertenece a este grupo”. De ese modo de expresión ya decididamente esquizofrénico, continúa Jung, lo característico es que “nada halaga al espectador, todo le es esquivo, se le aparta e incluso un rasgo casual de belleza diríase un imperdonable retardo en el desvío. Se busca lo feo, lo enfermizo, lo grotesco, lo incomprensible y lo frívolo, no para expresar, sino para encubrir”.
     Uno de los conceptos psicológicos más interesantes y fecundos de entre los creados por Jung fue el del arquetipo de la Sombra. En la Sombra guardamos todos una determinada cantidad, un complejo de energía psíquica que se corresponde con los contenidos del mundo interior antes de que alcancen la luz de la conciencia. Sobreviviendo en ese ámbito de lo inconsciente, de lo no manifiesto, almacena la Sombra nuestras partes más oscuras y temibles, incluso monstruosas. Pues bien; ahora, reforzados con el añadido de este concepto del arquetipo de la Sombra, regresemos de nuevo al análisis que estaba haciendo Jung de la obra de Picasso. Alude en él precisamente a esta zona de sombra de la psique del pintor, “esa personalidad en Picasso que sufre el destino infernal (…) que no se enfrenta con lo diurno, sino que, fatalmente, se encara con la tiniebla, que no obedece al ideal de lo bueno y lo bello reconocido, sino a la demoníaca fuerza de atracción de lo feo y lo malo que en el hombre moderno cobra una plenitud anticristiana y luciferina y crea un ambiente de fin del mundo, velando la claridad meridiana, la vida del día, con nieblas del Hades, infectándola con letal descomposición y reduciéndola, finalmente, como un seísmo (a fragmentos, grietas, residuos, harapos, escombros y conjuntos inorgánicos)”.
     Evidentemente, se refiere Jung sobre todo, aunque no solo, a la etapa de la pintura de Picasso en la que este se lanza más decididamente hacia la destrucción de las formas, cuyo origen podemos situar en “Las señoritas de Avignon” (1907). Marcel Duchamp confirmaría que: “No es este tiempo de completar las cosas, es una época de fragmentos”. Y André Breton, explicaba de esta forma en qué consistía, según él, el proceso artístico: “La materia constantemente sometida a un proceso de desmaterialización, de desintegración a través del cual se manifiesta la espiritualidad de todas las sustancias”. Asistimos, en fin, a través de las trayectorias generadas por el arte de vanguardia (digamos de paso que no solo en el arte plástico, como es fácil suponer), a la exacerbación de la tarea del artista; hemos, quizás, incluso, atravesado la línea roja en la que podamos seguir diciendo que el arte cumple su función genuina: la de buscar cómo dar salida al mundo interior; en puridad, ya no se pretende, como decía Jung, “expresar, sino encubrir”, asistimos, dice también el fundador de la psicología analítica, a “un espectáculo que puede prescindir del espectador”. Ya no estamos, en fin, ante ese sesgo del que hablábamos, que hace que necesariamente el artista tienda a lo esquizoide: hemos embarrancado en un arte ya decididamente esquizofrénico. Las ruinas que a los románticos les gustaba incluir en sus cuadros estaban a este lado de la línea roja; los fragmentos del cubismo y de Duchamp son su equivalente vanguardista y posmoderno, pero están en el lado de allá de esa línea.
Marcel Duchamp: "Fuente" (1917)
     Aún podemos recorrer nuevos ramales de nuestra reflexión sin abandonar el tronco del que han ido saliendo las anteriores. Los nuevos tramos de nuestra argumentación los haremos brotar esta vez del punto en el que aludíamos a la realidad dual en la que vivíamos los hombres: una, la estricta realidad objetiva, en la que sobre todo viven los deprimidos, y otra la realidad íntima, la de los ensueños y las alucinaciones, que en el extremo está habitada por los esquizofrénicos… y un poco antes, por los artistas. Incluiremos aquí una cita que tiene el pequeño inconveniente de ser políticamente incorrecta, pero la gran ventaja de haber sido formulada por Ortega y Gasset; es esta: “La mujer normalmente imagina, fantasea menos que el hombre, y a ello debe su más fácil adaptación al destino real que le es impuesto”. Y si ahora conjuntamos los dos tramos argumentales de este último apartado podremos comprender mejor el hecho de que, por un lado, las mujeres enfermen de depresión entre dos y tres veces más (según sea la investigación que sirva de referencia) que los hombres, y, por el otro lado, los hombres propendan más a la esquizofrenia, según una ratio que también varía, según los estudios, entre 1,22 y 3,47 hombres por cada mujer. En suma, las mujeres, más aferradas al principio de realidad, son más depresivas; los hombres, más soñadores, son más esquizoides. De lo cual se pueden ir deduciendo algunas características en la personalidad de unas y otros, como estas que extrae el psicólogo Jed Diamond: las mujeres tienden más a culparse a sí mismas, a sentirse tristes y sin valor, a sentir ansiedad y miedo, a evadirse de los conflictos, a sentir apatía y ausencia de estímulos, a adaptarse a las situaciones, a admitir que tienen dudas y falta de esperanza, y a buscar en la comida, los amigos y el amor el consuelo a su tristeza. Mientras tanto, y correlativamente, los hombres tienden más a: culpar a los demás, sentirse enfadados e irritables, crear más conflictos, sentir inquietud y agitación, querer tener control de las situaciones, negar que tengan dudas y desesperanza, y a buscar en el alcohol, la televisión, los deportes y el sexo el consuelo o la solución a sus estados de ánimo decaídos.
     Ya apenas hay que esforzarse para extraer las (de nuevo políticamente incorrectas) conclusiones: en el ejercicio de la mayoría de las artes (ese tipo de labor preparada para ser ejercida mejor por personalidades esquizoides) predominan los varones de manera significativa sobre las mujeres. No importará demasiado que para confirmar estos supuestos nos apoyemos por esta vez en estudios de carácter feminista, aunque interrumpamos nuestra sintonía con tales estudios cuando de ellos pretenda inferirse que hay que hacer lo que sea para imponer la (imposible) paridad. Así, Esmeralda Ballesteros Doncel, de la Universidad Complutense de Madrid, en un estudio realizado investigando la exhibición de obras plásticas en 21 museos españoles, comprueba que el promedio de obras producidas por mujeres (considerando la suma de artistas españolas y extranjeras) en las colecciones permanentes exhibidas en tales museos no alcanza al 20 por ciento (18,8 %). Por su parte, el colectivo feminista Guerrilla Girls denuncia que sólo un 3% de las obras de arte moderno que se encuentran en el Metropolitan Museum of Art de Nueva York corresponden a mujeres. Más datos: en España un 65% de los graduados en Bellas Artes son mujeres y un 52% de los visitantes a exhibiciones de arte también lo son. Sin embargo, tan sólo existe un 33% de artistas femeninas (según datos del Centro de Documentación de Mujeres en las Artes Visuales). Es decir, que en el tránsito entre el estudio de la carrera de Bellas Artes y el ejercicio del oficio de artistas se pierde un amplio porcentaje de mujeres.
     Para terminar, nos atreveremos a hacer una última inferencia: de los destinos hacia los que ha derivado el arte en los últimos tiempos parece razonable deducir que atravesamos una época de especial descontento y de dificultades a la hora de conseguir encajar nuestras predisposiciones, las demandas de nuestra intimidad, en las ofertas del mundo exterior. Correlativamente, en las mujeres, su capacidad de adaptación se estaría ejerciendo sin demasiada ilusión. Los índices de infelicidad parece, pues, que están bastante altos. Y ello, a pesar de los grandes logros tecnológicos y del aumento del bienestar logrados en todo el mundo, más otro importante matiz: puesto que no existen grandes movimientos de rebeldía social frente a esa situación, habría que aceptar que ese sentimiento de infelicidad se vive más bien en soledad, de uno en uno. Podría servir de referencia de todo esto que decimos lo que ocurre en la sociedad sueca, un modelo de sociedad avanzada, con elevada calidad de vida, amplias libertades y oportunidades de desarrollo personal… pero en donde una de cada dos personas vive sola; uno de cada cuatro suecos muere solo y nadie reclama su cuerpo; cada vez hay más madres solteras que tienen hijos a través de la inseminación artificial; el índice de suicidios es en Suecia uno de los más elevados del mundo… Parece que el camino que hemos escogido en esta época que nos está tocando vivir nos lleva hacia algo así. El mundo ha alcanzado logros inmensos, pero las personas parece que nos estamos dejando en el camino la posibilidad de ser felices. A esto debía de ser a lo que Julián Marías llamaba la “pavorosa inestabilidad personal de nuestra época”.