martes, 15 de agosto de 2017

David Hume: cómo la filosofía puede abocar a la depresión

Resumen: David Hume fue la figura más destacada del empirismo, una doctrina filosófica para la cual los individuos no somos sino el reflejo de lo que ocurre en el mundo, un mundo que tampoco está hecho de nada sustancial, porque todo es cambiante y efímero. Solo existen sensaciones en vez de sujetos y hechos en vez de mundo. Hume llegó a estas conclusiones en medio de una crisis depresiva. Y sin embargo, el empirismo ha sido la base filosófica que principalmente ha dado sustento a los grandes avances científicos de la actualidad.

     Decía Fichte: “Qué clase de filosofía se elige, depende de qué clase de hombre se es”. Un apotegma que encuentra su más exacta confirmación en el caso de David Hume, la figura más importante de la corriente filosófica del empirismo, que es tanto como decir una de las que más ha influido en la conformación del sustrato ideológico… y psicológico de nuestra época. De modo que analizar la manera en que fue tomando forma la doctrina filosófica de este autor puede que nos ayude a comprender un poco mejor lo que pasa en nuestro tiempo.

     David Hume nació en Escocia en abril de 1711. Su padre, Joseph Home murió cuando él tenía dos años de edad. La madre era una calvinista ferviente y crio a sus hijos en esta fe, que David rechazó, junto con toda forma de cristianismo antes de cumplir los veinte años. “Muy pronto –dice el mismo Hume en su autobiografía– nació en mí la pasión por la literatura, que ha sido la pasión dominante de mi vida y la fuente principal de mis satisfacciones”. Hasta tal punto era viva esa pasión que “sentía una insuperable aversión hacia todo lo que no fueran las tareas de la filosofía y el conocimiento en general” . Fue precisamente a esa afición extrema al estudio a lo que, al principio, achacó el hecho de que su salud se deteriorara. “Estando mi salud un tanto estropeada”, dice inmediatamente después en su autobiografía; una referencia un tanto elíptica a lo que fue un largo aunque variable episodio depresivo que se extendió desde los diecinueve hasta los veintitrés años. Aparecieron también diversos síntomas físicos tales como palpitaciones, manchas de escorbuto en los dedos y acuosidad de su boca. Asimismo, a los veinte años, su apetito, de repente, se hizo voraz, hasta el punto de que se convirtió, en sus palabras, en el “más lozano, robusto y saludable sujeto visto, con un cutis sonrosado y un semblante risueño”. Sin embargo, hay que resaltar el hecho de que a menudo la depresión y el sentimiento de vacío tratan de ser contrarrestados con glotonería, y esto puede ser lo que realmente ocurriera.

     Alfred Adler acude hacia nuestra argumentación con una reflexión que podemos considerar pertinente a este respecto: “¿Pero para qué sirve la vida? ¿Qué significa la vida? –se pregunta– Podemos afirmar (…) que (las personas) solamente se hacen estas preguntas cuando han sufrido una derrota. Mientras que todo va bien, mientras que no surgen ante ellos pruebas difíciles, jamás formularán esas interrogantes”. Haber crecido sin padre y la llegada de la adolescencia son vicisitudes que dificultan el sentimiento de identidad y, consiguientemente, empujan hacia la formulación de ese tipo de preguntas a las que alude Adler. A los dieciocho años coincidieron varios acontecimientos más en la vida de Hume que coadyuvaron a que se desencadenara su crisis: desafió la decisión familiar de que estudiara Derecho; su futuro financiero estaba resultando incierto; empezó a rebelarse resueltamente contra las opiniones y creencias que le habían transmitido, lo cual se plasmó sobre todo en su abandono de la religión; y, en fin, coincidiendo con todo ello, fue como comenzó a sufrir aquella depresión. Y la necesidad de buscar respuestas a ese tipo de preguntas que Adler dice que surgen en situaciones de crisis es lo que activó en Hume su extraordinario interés por la filosofía.


     La depresión aludida es más ampliamente descrita por Hume en una carta que escribió en 1734, a los veintitrés años, dirigida a un médico anónimo. En ella da cuenta, para empezar, de algo que es común a otros muchos filósofos: la pretensión que tenía de encontrar la verdad por sí mismo, sobreponiéndose al debate infinito, y hay que entender que más bien baldío, que a propósito de los asuntos más fundamentales habían llevado a cabo los filósofos que le precedieron. Así que sintió desarrollársele “cierta osadía de temperamento” que le llevaba “a la búsqueda de algún nuevo medio por el que pudiera establecerse la verdad”. Dice también en su carta: “A primeros de septiembre de 1729, todo mi ardor pareció extinguirse en un instante y ya no pude elevar más mi espíritu a tal terreno, que tan excesivo placer me había producido antes”. Su interpretación consistió en entender que sus lecturas de los filósofos, aunque “de enorme utilidad cuando van aparejadas a una vida activa (…) en la soledad apenas sirven a otro propósito que echar a perder los espíritus”. Cuenta en su “Tratado de la naturaleza humana”, libro que empezó a gestarse en aquella edad, que comenzó a hacerse preguntas del tipo de las que Adler consideraba características de estas situaciones críticas: “¿Dónde estoy o qué soy? ¿A qué causas debo mi existencia y a qué condición retornaré? ¿Qué favores buscaré y a qué furores debo temer? ¿Qué seres me rodean; sobre cuál tengo influencia o cuál la tiene sobre mí? Todas estas preguntas me confunden, y comienzo a verme en la condición más deplorable que imaginarse pueda” .

     Mantener la inquietud que pone en marcha este tipo de preguntas puede resultar muy fecundo y productivo; de hecho, en Hume, para empezar, activaron su pasión por la filosofía. Pero las respuestas que se fue dando le condujeron hacia un estado de ánimo sombrío: acabó sumiéndose en la depresión. Los médicos a los que acudió fueron incapaces de curarlo. Hume atribuyó su depresión a su excesiva dedicación al estudio, así que decidió abandonarlo: “Me vi tentado, o mejor, obligado, a hacer un débil intento por introducirme en un escenario vital más activo”. Haciendo caso a uno de sus médicos, pasó a estudiar solo moderadamente y cuando se encontraba de buen humor. En realidad, buscó la manera de eludir las implicaciones de las deprimentes respuestas que iba dándose a aquellas preguntas que manaban de su crisis. Así prosigue su narración: “Por fortuna sucede que, aunque la razón sea incapaz de disipar estas nubes, la naturaleza misma se basta para este propósito, y me cura de esa melancolía y de este delirio filosófico, bien relajando mi concentración mental o bien por medio de alguna distracción (…) Yo como, juego una partida de chaquete, charlo y soy feliz con mis amigos; y cuando retorno a estas especulaciones después de tres o cuatro horas de esparcimiento, me parecen tan frías, forzadas y ridículas que no me siento con ganas de profundizar más en ellas”. Y aun concluye: “Estoy dispuesto a tirar todos mis libros y papeles al fuego, y decidido a no renunciar nunca más a los placeres de la vida en nombre del razonamiento y la filosofía, pues así son mis sentimientos en este instante de humor sombrío que ahora me domina”.

     En la carta que escribió a su médico anónimo en la que daba cuenta de su depresión, confirma de otra manera el mismo argumento: “Para evitarme la melancolía ante tan sombrías perspectivas, mi única seguridad se halla en displicentes reflexiones sobre la vanidad del mundo y de toda gloria humana”. En 1734, con 23 años, abandonó su tierra natal escocesa y se fue a vivir a Bristol, a trabajar como comerciante y así tratar de huir de los abismos mentales a los que le abocaba su incipiente filosofía. Solo duró cuatro meses en esa tarea, y volvió a centrarse de nuevo en sus meditaciones. Y como se podría prever, las conclusiones a las que le fueron llevando sus pensamientos no hicieron sino prolongar o reafirmar con silogismos lo que resultaba ser el núcleo de sus problemas psicológicos. Sigue relatando en la susodicha carta: “Mi enfermedad me puso un enorme obstáculo. Me di cuenta de que era incapaz de seguir ningún tren de pensamiento de un solo tirón, sino mediante repetidas interrupciones y dejando que mi vista se recuperase de vez en cuando con otros objetos”. El hecho de aproximarse a una idea contemplando sus “mínimas partes” y mantenerla continuamente ante sus ojos, para poder reproducir estas partes en orden, “me pareció impracticable, (no) estaban mis talentos a la altura de tan denodado esfuerzo”. Esa incapacidad psicológica de unir fragmentos de pensamiento resultó ir en paralelo a su doctrina, según la cual, precisamente, toda experiencia está hecha de fragmentos.

     La idea principal a extraer de la filosofía de Hume es que el hombre, para empezar, es una tabla rasa y que todo el conocimiento al que llegue a acceder se deriva de la experiencia. Según él, todas las operaciones que llegue a realizar la mente (toda reflexión) se llevan a cabo primariamente a partir del material suministrado por los sentidos, y está compuesto por los elementos atómicos que constituyen las sensaciones corporales: cada sonido, cada olor, sabor, percepción de colores… Para Hume, pues, la única entidad sobre la que se puede sostener la existencia de algo que podamos llamar humano es la sensación. Nada hay en los individuos que dé consistencia a la idea de que en ellos exista algo que permanezca, que les permita tener una identidad: somos, según esto, el resultado de la acumulación de sensaciones que van y vienen a lo largo de la vida. El mundo varía a nuestro alrededor y nosotros no somos sino un reflejo del mundo, lo que de él llega a nosotros a través de las sensaciones. En suma, no existe el yo. “Tiene que haber una impresión que dé origen a cada idea real –dice en su “Tratado de la Naturaleza humana”. Pero el yo o persona no es ninguna impresión, sino aquello a que se supone que nuestras distintas impresiones e ideas tienen referencia. Si hay alguna impresión que origine la idea del yo, esa impresión deberá seguir siendo invariablemente idéntica durante toda nuestra vida, pues se supone que el yo existe de ese modo. Pero no existe ninguna impresión que sea constante e invariable. Dolor y placer, tristeza y alegría, pasiones y sensaciones se suceden una tras otra, y nunca existen todas al mismo tiempo. Luego la idea del yo no puede derivarse de ninguna de estas impresiones, ni tampoco de ninguna otra. Y en consecuencia, no existe tal idea (…) Nunca puedo atraparme a mí mismo en ningún caso sin una percepción, y nunca puedo observar otra cosa que la percepción (…) Yo sé con certeza que en mí no existe (el yo)”.

     Todo aquello en lo que consiste un individuo, pues, está constituido por una serie de efímeras percepciones que varían constantemente, sin sujeto perdurable al que ser referidas (pues él varía tanto como las percepciones por las que pasa), y que ni siquiera pueden vincularse a objetos determinados, ya que estos tienen la misma inconsistencia que las sensaciones a través de las cuales llegan a nosotros. No existe un “objeto” con cualidades perdurables que venga a contraponerse a las percepciones que emite nuestro sistema sensorial, las cuales, por su parte, ni siquiera están ligadas entre sí, no hay un sustrato permanente que podamos considerar un objeto al que referir esas efímeras percepciones que fluyen sin parar. Todo lo que parecía existir, tanto dentro del (en realidad inexistente) sujeto como de los (igualmente supuestos) objetos es así, ni más ni menos, que el resultado de la asociación, por semejanza, contigüidad o contraste, de unas sensaciones con otras. En suma: ni existo yo ni existe el mundo. La razón, en cuanto que se dedica a construir “objetos” sobre los que realizar sus operaciones, había de ser inevitablemente dogmática. Y en cuanto a la moral, se deduce de todo lo demás que no hay ningún principio moral permanente o incuestionable que pueda regir el comportamiento de los hombres; lo único que existe son hábitos, costumbres que nos llevan a preferir unos comportamientos a otros, pero cualquier juicio de valor es en última instancia arbitrario.


     Tales conclusiones filosóficas tienen perfecta cabida como síntomas de los síndromes psicopatológicos de despersonalización y desrealización en los que respecto de la persona misma, del mundo externo o de ambos se pierde la sensación de que son algo sustancial, sólido, estable, y de que hay un sustrato común por debajo de los diferentes estados emocionales al que poder llamar "yo". Tanto el yo como el mundo se presentan al sujeto como extraños e irreales. Padecer esos síndromes es congruente con una visión filosófica de la que se deduce que no existe la relación de causalidad, no hay ninguna conexión necesaria entre causa y efecto, ni entre una percepción y otra, ni entre un estado de ánimo y el siguiente, ni entre uno y otro momento de la conciencia. Podemos decir, por tanto, que fueron su depresión y los consiguientes síndromes de desrealización y despersonalización los que dictaron a Hume la base de su filosofía. Así lo afirma también Ben-Ami Scharfstein en el análisis que hace de su biografía: “La auto-observación de Hume durante el periodo de su enfermedad determinó para él la base de su filosofar”. Una manera de filosofar que ha triunfado en el mundo actual, en el que la idea de supeditar todas nuestras consideraciones al dictado del instante, a las sensaciones inmediatas, a lo que requiera cada fragmentario momento de la vida, a la despreocupación por el futuro y por las grandes cuestiones parece seguir la estela de aquella evasiva respuesta que Hume se daba a sí mismo después de fracasar en la respuesta a sus inquisitivas preguntas metafísicas: “Yo como, juego una partida de chaquete, charlo y soy feliz con mis amigos; y cuando retorno a estas especulaciones después de tres o cuatro horas de esparcimiento, me parecen tan frías, forzadas y ridículas que no me siento con ganas de profundizar más en ellas (…) Estoy dispuesto a tirar todos mis libros y papeles al fuego, y decidido a no renunciar nunca más a los placeres de la vida en nombre del razonamiento y la filosofía, pues así son mis sentimientos en este instante de humor sombrío que ahora me domina”. Este modo de evadirse sería quizás la única actitud adecuada para sobrevivir a la constatación de que ni existo yo ni existe el mundo ni existen el bien y el mal.

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