Sin duda, este es un buen momento, sobre todo en España,
para reflexionar sobre lo que pasa en un país cuando fallan las instituciones.
La corrupción, la inoperancia o inutilidad de muchas de ellas, y, en general,
el descrédito que hoy están sufriendo esas instituciones en nuestro país, otorgan
un mayor alcance a esta reflexión que pretendemos hacer sobre lo que el sistema
institucional que la civilización ha ido generando significa y lo que puede
suponer la desconexión que hoy se está llevando a cabo entre los españoles y
sus instituciones. Como dato significativo diremos que de todas las
instituciones públicas y privadas los españoles sitúan como las menos creíbles
a los medios de comunicación (35 %) y al gobierno (33 %), que obtienen la peor
calificación de las dadas a ambas instituciones en el conjunto de los países
europeos.
Thomas Hobbes, que es considerado el fundador del empirismo,
decía que en el estado natural el hombre es un lobo para el hombre, y que cuando
se dan esas condiciones, “la vida de los hombres es solitaria, pobre,
sucia, brutal y corta”. Hasta tal punto le horrorizaba esa naturaleza
que latía por debajo de lo que había conseguido ser el hombre civilizado, que
afirmaba que “el miedo y yo nacimos gemelos”. Por suerte, la civilización y
el estado habían conseguido dominar a esa peligrosa naturaleza que subyace debajo
de lo que somos. Para alcanzar la holgura vital que da la civilización, los
hombres habíamos tenido que ponernos de acuerdo en entregar nuestro personal
potencial de violencia al estado, que desde que ocurrió ese pacto se convirtió
en el único detentador legítimo de toda violencia. Esa violencia que desde
entonces pasó a ser monopolizada por el estado, la empleaba este en prevenir y
castigar los comportamientos de aquellos que todavía estaban peligrosamente
cerca de su estado natural, es decir, propensos a ser unos lobos para sus
congéneres. Los hombres, con su contrato, habían dado vida al Leviatán, un
monstruo necesario para domeñar a otro monstruo más terrible: el hombre natural.
La idea ya la había captado siglos antes el historiador romano Tácito, que
decía: “Antes sufríamos crímenes, ahora sufrimos leyes”.
¿Cómo sería ese pequeño pero temible monstruo, el hombre
natural, para domesticar al cual hemos necesitado inventar la civilización y su
brazo armado, el estado, el Leviatán? Lancemos una hipótesis al respecto: sería
esa clase de hombre egoísta que aún no ha descubierto que el mundo es algo que
se nos resiste, que, al menos en lo inmediato, se opone a nuestros deseos, un
hombre de los de antes de que apareciera la sociedad, un solitario para el cual
los demás son solo tenidos en cuenta como instrumento al servicio de su propio
interés. Algo así, pues, como el hombre-masa que describió Ortega y Gasset, y
del que decía: “(El hombre-masa) se habitúa a no apelar de sí mismo a ninguna instancia
fuera de él. Está satisfecho tal y como es. Ingenuamente, sin necesidad de ser
vano, como lo más natural del mundo tenderá a firmar y dar por bueno cuanto en
sí halla: opiniones, apetitos, preferencias o gustos”. Y decía también
de él que “tiene sólo apetitos, cree que tiene sólo derechos y no cree que tenga
obligaciones”. Frente a este hombre-masa u hombre natural, surge el
hombre civilizado. “Civilización –dice asimismo Ortega– es, antes que nada, voluntad de
convivencia. Se es incivil y bárbaro en la medida en que no se cuente con los
demás. La barbarie es tendencia a la disociación. Y así todas las épocas
bárbaras han sido tiempos de desparramamiento humano, pululación de mínimos
grupos separados y hostiles”. Al hombre como lobo para el hombre le
sucede el hombre urbanizado, civilizado, le sucede el ciudadano. Y así, en fin,
concluye Ortega: “La urbe (…) es la república, la politeia, que no se compone de hombres
y mujeres, sino de ciudadanos. Una dimensión nueva, irreducible a las
primigenias y más próximas al animal, se ofrece al existir humano, y en ella
van a poner los que antes sólo eran hombres sus mejores energías. De esta
manera nace la urbe desde luego como Estado”.
Jean Jacques Rousseau tenía, sin embargo, una idea contraria
a esta sobre el ser del hombre natural, que para él era el “buen salvaje”, del
que decía que, efectivamente, era bueno por naturaleza, pero que le pervierten
la sociedad y sus instituciones. Y afirmaba asimismo: “El hombre civil –es
decir, el hombre civilizado– nace, vive y muere en la esclavitud: cuando
nace se le cose un pañal; a su muerte se le clava en un ataúd; mientras
conserva el rostro humano está encadenado por nuestras instituciones”. El hombre civilizado es para Rousseau
un ser desdichado, y el orden social al que pertenece está fundamentado en una
artificial y esclavizadora desigualdad. El hombre, en fin, no es sociable por
naturaleza, y el estado, las instituciones no son entidades que vengan a
controlar sus bajos instintos, como decía Hobbes, sino a esclavizarle. Desde
que se instauró la primera institución, la propiedad privada, apareció la
violencia entre los hombres, que hasta entonces habían sido seres pacíficos y
felices. La civilización, para Rousseau, es la gran carcelera del hombre. Una
idea sobre el hombre, esta de Rousseau, que tendría buena acogida entre los
románticos y, posteriormente, entre los anarquistas, los cuales pusieron en
marcha la gran añoranza de ese estado natural perdido, es decir, del paraíso
perdido cuando los hombres, dicen, se empezaron a guiar por la razón en vez de
por sus instintos naturales y a superponer el alienante estado sobre lo que el
anarquista Max Stirner denominaba “el único”, es decir, el individuo.
¿Quién tiene razón, pues? ¿Hobbes y Ortega situando en el
estado natural al hombre más imperfecto y más violento, o Rousseau, los
románticos y los anarquistas, para quienes la violencia es algo propio y
exclusivo del hombre civilizado?
Steven Pinker, un profesor de psicología en la Universidad
de Harvard, en Massachusetts, que ha convertido sus libros en grandes éxitos
editoriales, en el último de ellos traducido al español y que se titula “Los ángeles que llevamos dentro”, nos
da claves empíricas suficientes para saber que son Hobbes y Ortega los que
tienen la perspectiva adecuada a la hora de considerar el problema.
Efectivamente, Pinker se ha hecho famoso por su afirmación de que los índices
de muerte violenta son mucho más altos en las sociedades sin estado que en las
sociedades con estado, lo cual suele ir en contra de la creencia común, que
empuja en la dirección romántica y roussoniana y lleva a creer en el mito del
buen salvaje, que significaría que es en la prehistoria cuando los hombres
fueron más pacíficos. Por el contrario, serían las sociedades sin estado, aquellas
que fueron características del período paleolítico en que los hombres eran
nómadas cazadores y recolectores, las más violentas. El otro extremo del
continuo que allí nació lo constituye la Europa occidental del siglo XXI, que
es la sociedad más pacífica de la historia.
Pinker puede hacer esos análisis comparativos porque la
ciencia ofrece medios suficientes para establecer cuándo había muertes
violentas, incluso en tiempos tan lejanos como la prehistoria, la edad en la
que, de modo característico, existían sociedades sin estado. Y en conclusión, el
análisis de los restos de diferentes pueblos cazadores y recolectores (es
decir, de antes de la aparición en ellos de cualquier clase de organización
estatal), pueblos procedentes de Asia, África, Europa y América, da como
resultado un índice de mortalidad violenta que a veces llega al 60 % del total
de la población, con un promedio del 15 %. Según estudios etnográficos, entre
el 65 y el 70 % de los grupos cazadores-recolectores están en guerra al menos
cada dos años.
La comparación de esas sociedades sin estado con las sociedades
con estado más antiguas de las que disponemos de datos son las que corresponden
a las ciudades y los imperios del México precolombino. En estas, el número de
personas asesinadas por otras era del 5 % del total de la población. Un mundo
peligroso aquel en el que habitaban los aztecas, sin duda, pero su violencia
era entre un tercio y un quinto del promedio de una sociedad preestatal. Y
manteniendo constantes otros numerosos factores, podemos observar que vivir en
una civilización reduce al menos cinco veces las probabilidades de una persona
de sufrir una muerte violenta.
Hay otro modo de cuantificar la violencia y aplicar esa
cuantificación a la comparación entre sociedades, y es el número de homicidios
por cada cien mil habitantes a lo largo de un año. En la Europa occidental del
siglo XXI, el lugar más seguro de la historia, ese índice de homicidios está
cercano a 1 por cada cien mil habitantes al año. Entre los países occidentales,
Estados Unidos se halla en un peligroso extremo del registro, pues en los
peores años de las décadas de 1970 y 1980, en que hubo en todo el mundo occidental
un repunte de los comportamientos violentos, el índice de homicidios llegó allí
a 10 anuales por cien mil habitantes. El caso de Estados Unidos y el repunte de
la violencia a partir de la década de los sesenta (que de nuevo refluyó en los
90), merecerán un análisis más particular que haremos luego. De momento,
quedémonos con este criterio de valoración de los índices de homicidio: si ese
índice llegara a 1.000 por cada 100.000 habitantes, es decir, un 1 % anual del
total, ello significaría que perderíamos un allegado al año y tendríamos una
probabilidad superior al 50 % de ser asesinados.
Haciendo una conjunción de índices entre el anterior de
muertos por guerra respecto del total de la población y este de muertes
violentas por cada cien mil habitantes, el índice anual medio de mortalidad por
guerra para las sociedades sin estado es de 524 por cada cien mil habitantes,
más o menos la mitad de ese 1 % que fijábamos antes. Entre los estados, el
índice de mortalidad violenta del Imperio azteca, que estaba en guerra a
menudo, era aproximadamente la mitad que ese de 524 de las sociedades sin estado. Y
ciñéndonos a los países occidentales modernos, incluso en los siglos que fueron
más devastados por las guerras, mantuvieron un índice de mortalidad violenta
que era apenas una cuarta parte del índice promedio de las sociedades sin
estado.
Todas estas cifras confirman que, en lo esencial, Hobbes
estaba en lo cierto: “durante la época en que los hombres viven
sin un poder común que los intimide –había dicho–, se hallan en ese estado que
denominamos guerra” y en tal estado viven en “un temor constante y en peligro
de muerte violenta”.
Centrándonos en las estimaciones de índices de homicidios en
diferentes épocas, existen significativos estudios que, para empezar, acreditan
la constante disminución relativa de los mismos a lo largo de la historia. Por
ejemplo, hay índices referidos a la historia inglesa que señalan que, mientras
que en la Edad Media se producían entre 4 y 100 homicidios (según ciudades) por
cada 100.000 habitantes, en la década de 1950 habían bajado a 0,8 homicidios de
media en el conjunto de Inglaterra. Eisner, un investigador de estos índices, ha
comprobado que su evolución es similar en todos los países de Europa
occidental, al menos en cuanto a la bajada constante de homicidios desde el
siglo XIV y a la llegada al actual punto de destino, en el que el índice se ha
afincado en torno a un homicidio anual por cada cien mil habitantes. Los
investigadores han puesto asimismo de manifiesto que habitualmente los índices
de homicidios guardan correlación con los índices de otros delitos violentos
(robos, violaciones, agresiones, allanamientos…). Contra lo que intuitivamente
piensa un gran número de personas, a medida que Europa se fue haciendo más
urbana, cosmopolita, comercial, industrializada y secular, resultó también cada
vez más y más segura. Por el contrario, en la Edad Media, las guerras privadas
y las justas eran el telón de fondo de una vida violenta en otros muchos
aspectos: los artesanos aplicaban su ingenio a sádicas máquinas de castigo,
tortura y ejecución, los forajidos convertían los viajes en una amenaza para la
vida, y pedir rescate por cautivos era un socorrido negocio lucrativo; las
diversiones, asimismo, estaban impregnadas de cruel violencia.
El caso es que hemos llegado a este punto en que Occidente
marca la pauta del descenso progresivo de la violencia respecto de tiempos
pasados. Entre los demás países del mundo, aquellos que, junto a Europa
occidental, cuentan con índices más bajo de violencia son, por un lado, los
surgidos del Imperio británico: Australia, Nueva Zelanda, Islas Fiji, Canadá,
las Maldivas y Bermudas. Varios países asiáticos tienen también índices de
homicidio bajos, en especial los que han adoptado modelos occidentales, como
Japón, Singapur y Hong Kong. China informa asimismo de índices bajos de
homicidio (2,2 por cada cien mil habitantes), pero, aunque es cierto que se
trata de un país en el que el gobierno centralizado tiene existencia desde hace
milenios, resta credibilidad a sus estadísticas la posible manipulación
informativa propia de una sociedad tan hermética.
Para reducir esta violencia de la que hablamos, sin embargo,
no basta con que el estado ejerza su fuerza bruta coactiva, sino que es preciso
que las poblaciones suscriban el imperio de la ley que les ha sido impuesto, es
decir, que las instituciones gocen del prestigio y la aceptación por parte de
quienes se someten a ese poder coactivo. Algo que fue ocurriendo en Occidente
sobre todo a partir de la Ilustración y la consiguiente llegada de la
democracia, y que se convierte en perentorio aviso de lo que puede ocurrir
cuando, como hoy ocurre en España, las instituciones pierden credibilidad.
A la vista del mapa de la criminalidad, podemos concluir que
las democracias arraigadas son lugares relativamente seguros, al igual que las
autocracias arraigadas, pero las semidemocracias y las democracias emergentes
suelen ser muy vulnerables al delito violento y a la guerra civil, En el mundo
actual, las regiones más propensas al crimen son países que han experimentado
el desmoronamiento de sus instituciones tradicionales, como Rusia (29,7
homicidios por cada cien mil habitantes) y Sudáfrica (69). Lo mismo acontece en
otros muchos países que al adquirir la independencia no han conseguido asentar
un marco institucional perdurable, como ocurre en el África subsahariana. Y en
fin, en ciertas partes de Latinoamérica que tampoco gozan del consenso necesario
para sustentar instituciones estables; por ejemplo, Jamaica (33,7 homicidios al
año por cada cien mil habitantes), México (11,1) y Colombia (52,7). Asimismo,
el descalabro institucional que ha sufrido Venezuela en estos últimos tiempos
se ha traducido en un grave aumento de la violencia: de 4.500 homicidios en
1999, primer año de la era Chavez (es decir, 14,8 homicidios por cada cien mil
habitantes), se ha pasado a 25.400 homicidios en 2013 (84 por cien mil, seis veces
más).
Hay dos casos de violencia digamos que inesperada dentro de
este contexto y de esta línea argumental que estamos siguiendo, que serían el
índice de violencia de Estados Unidos, claramente superior respecto del de
Europa occidental, y el significativo aumento de violencia que en todo el mundo
se produjo en la década de los sesenta del pasado siglo y que duró hasta la
década de los 90, en que las cifras volvieron al cauce de lo esperable según la
línea evolutiva que hasta los sesenta se iba siguiendo. Argumentaremos
someramente las posibles razones que permitirían explicar ambos casos.
Cuando se trata de la violencia, Estados Unidos no es un
país, sino tres. La franja norte, en la que se incluyen estados como Nueva
Inglaterra, Minnesota, Iowa, las Dakotas, Montana, los estados del noroeste del
Pacífico y Utah, tienen comportamientos respecto de la violencia similares a
los que se producen en Europa, con índices de homicidio inferiores a 3 por cada
cien mil habitantes al año. El gradiente de homicidios va aumentando de Norte a
Sur, y debajo de una zona intermedia, ya en el extremo meridional encontramos
estados con altos índices de homicidios: Arizona (7,4), Alabama (8,9), y sobre
todo Luisiana (14,2). Las atípicas diferencias correlacionan con el hecho de
que en estos últimos estados vive una gran proporción de afroamericanos.
Efectivamente, entre 1976 y 2005 el índice medio de homicidios en el conjunto
de Estados Unidos era de 4,8 anual entre los americanos blancos, mientras que
el de los americanos negros era de 36,9. Estas diferencias hay que achacarlas
al hecho de que el proceso civilizador impulsado por el estado, tuvo en el país
americano diferente intensidad según los estados y según las razas.
Efectivamente, a partir de la segunda mitad del siglo XIX,
las comunidades de afroamericanos de bajos ingresos pasaron de ser esclavos a
ser una especie de apátridas que se basaban en una cultura del honor o “código
de las calles” para defender sus intereses, en vez de recurrir a los
tribunales, que de hecho resultaban instituciones distantes y ajenas. Y algo
similar habría ocurrido en los estados de Sur, en los que la misión
civilizadora del gobierno nunca llegó a adentrarse tanto como en el Norte del
país, por no hablar de Europa. En buena medida, a lo largo de la historia de
esta parte de América, la fuerza legítima la ejercieron pandillas, grupos
parapoliciales, bandas de linchadores o policía privada. El Oeste americano,
más aún que el Sur, fue una zona de anarquía hasta bien entrado el siglo XX. El
tópico de los westerns de Hollywood
de que “el sheriff más cercano está a
cien kilómetros” era una realidad en millones de kilómetros cuadrados de
territorio, de modo que se generalizó una justicia de autoayuda, que pasó a
formar parte de los esquemas mentales de la población de estos lugares. Se
trata de la llamada “cultura del honor”, que no genera una violencia
depredadora o instrumental, sino de represalia tras una ofensa u otros
maltratos. En el Salvaje Oeste americano, los índices de homicidios anuales
eran de entre cincuenta y varios centenares de veces superiores a los de las
ciudades del Este y las regiones agrícolas del medio oeste. Y es que, a falta
de estado, la justicia de autoayuda era el único medio de disuadir a los
ladrones, salteadores de caminos y otros forajidos.
Diversos psicólogos han demostrado que esta mentalidad sigue
dominando las leyes, la política y las actitudes del sur de Estados Unidos.
Allí no se producen más homicidios como resultado de robos que en el resto de
Estados Unidos, sino como resultado de peleas. En ellas, lo que se defiende por
parte de los contendientes es su sentido de la justicia y de la dignidad
personal y familiar, cuya defensa no se deja en manos del estado, sino que se
entiende como una obligación personal. La moral o incluso las leyes en estos
estados refrendan este modo de individualismo, de manera que se imponen menos
restricciones a la venta de armas, se da amplia libertad a las personas para
matar en defensa propia o de sus propiedades, se permite el castigo corporal en
las escuelas y se establece la pena de muerte por asesinato, que sus sistemas
judiciales llevan a cabo de buen grado. Quizás este sentido del honor que
subyace a tal apropiación personal de la defensa de la libertad y de la
propiedad que la civilización ha ido, sin embargo, delegando en los estados, se
mantiene todavía porque el primer hombre que se atrevió a cuestionarla y a
abjurar de esta moral recibió todo el desprecio del resto de la gente por
cobarde.
Asimismo resulta muy ilustrativo hacer el seguimiento y
estudio del llamativo caso que supone el aumento dramático de los índices de
violencia que se produjo en Estados Unidos y Europa a partir de la década de
1960, unos índices que llevaron de nuevo a niveles que se habían abandonado en
esos lugares un siglo atrás, y que multiplicó los homicidios por más de dos y
medio respecto de la década anterior. El recrudecimiento incluyó también las
demás categorías de delitos importantes. Este escenario duró, con altibajos,
tres décadas.
Este repunte de la violencia en 1960 contradijo todas las
expectativas. Aquella década fue una
época de crecimiento económico sin precedentes, casi con pleno empleo, niveles
de igualdad económica de los que ahora sentimos nostalgia, florecimiento de
programas sociales, por no hablar de avances médicos gracias a los cuales las
víctimas de disparos o cuchilladas tenían más probabilidades de sobrevivir y
así disminuir las cifras de homicidios en las estadísticas.
Muchos criminólogos han llegado a la conclusión de que la
oleada delictiva de la década de 1960 no se puede explicar mediante las
acostumbradas variables socioeconómicas, sino que se debió en buena medida a un
cambio en las normas culturales. En suma, que después de que el proceso
civilizador en Europa y Estados Unidos hubiera realizado su recorrido, fue
reemplazado por un proceso que si resulta excesivo decir que fue
descivilizador, podríamos denominarlo de informalización. El proceso
civilizador había supuesto un flujo de normas y estilos que se extendieron
desde las clases altas hacia abajo. Sin embargo, a medida que los países
occidentales se fueron volviendo más democráticos, las clases superiores
estuvieron cada vez más desprestigiadas como modelo moral, y la gente entró en
un proceso de informalización contrario a las normas vigentes hasta entonces
que afectó a la manera de vestir, al lenguaje, al trato interpersonal, a la
conducta… Todos ellos se volvieron menos afectados y más espontáneos. Asimismo,
el desprestigio de las clases superiores que habían marcado las pautas morales
aumentó a medida que estas iban haciéndose menos creíbles y convincentes: el
descrédito de la religión, la defensa de la igualdad de derechos entre
diferentes sexos y razas, la defensa del medio ambiente, el pacifismo frente la
amenaza nuclear y las guerras… fueron algunas de las consecuencias, que muchas
veces llevaron hacia posturas radicales y antisistema. El marxismo, el
anarquismo y el movimiento de la contracultura ganaron prestigio. Diversos
sondeos de opinión realizados desde la década de1960 hasta la de 1990 pusieron
de manifiesto una caída en picado de la confianza de la población en todas las
instituciones sociales.
En el núcleo de las nuevas actitudes de rebeldía que se
desencadenaron en los sesenta está ese poderoso regulador de la conducta civilizada
que es el autocontrol. De forma que la espontaneidad, la expresión personal sin
tapujos y el desafío a las inhibiciones se convirtieron en grandes virtudes. El
instinto empezó a gozar de mucho más prestigio que la razón. “El
rock and roll es música del cuello para abajo”, alardeaba Keith
Richards, el guitarrista de los Rolling Stones. En la misma línea, la impulsiva
adolescencia se valoraba y la sensata edad adulta se desvalorizaba: “No
confíes en nadie de más de treinta años” pintaban en las paredes los
agitadores; “Espero morir antes de llegar a viejo”, cantaban los Who en un
tema que hizo historia, “My Generation”.
Los escritores e intelectuales de la época, como Herbert Marcuse, Paul Goodman,
la Escuela de Frankfurt o los representantes de la Antipsiquitría
racionalizaron el nuevo libertinaje. El emergente consumo masivo de drogas se
encaja en esto que podríamos denominar aspiración al descontrol.
Además del
autocontrol y las normas sociales, fue atacado un tercer ideal: el matrimonio y
la vida familiar, que en las décadas precedentes tanto habían hecho por domeñar
la violencia masculina. La idea de que un hombre y una mujer debieran dedicar
sus energías a una relación monógama en la que criar a los hijos en un entorno
seguro se convirtió en objeto de clamoroso ridículo. Como consecuencia extrema,
hoy una mayoría de niños negros nacen en Estados Unidos fuera del matrimonio y
muchos crecen sin padre. La cultura popular, asimismo, despreciaba la limpieza,
el decoro y la continencia sexual.
Aunque los 60 se suelen presentar como una época de paz y
amor, y en muchos aspectos lo fue, también se exaltó la vida disoluta, que a menudo
se convirtió a la larga primero en complacencia con la violencia y más tarde en
violencia propiamente dicha. No es que la cultura popular estuviera
directamente relacionada con el aumento de la violencia (una abrumadora mayoría
de los jóvenes rebeldes no realizó nunca un acto violento), pero la crisis
institucional y de pérdida de los valores tradicionales que promovió sí que
están en la base de ese fenómeno. Fue en ese contexto como Eldridge Cleaver,
dirigente de los Panteras Negras pudo escribir: “La violación era un acto
insurreccional. Me llenaba de alegría el hecho de estar desobedeciendo y
pisoteando la ley del hombre blanco, su sistema de valores y que yo estuviera
deshonrando a sus mujeres”.
Asimismo, jueces y legisladores, impregnados en mayor o
menor medida de esta contracultura, se mostraron cada vez más indulgentes con
los transgresores de la ley. En Estados Unidos, desde 1962 a 1979, la
probabilidad de que un delito terminara en detención disminuyó casi a la mitad,
y de que terminara en encarcelamiento, pasó a ser cinco veces menor.
Una vez más contra todo pronóstico, este aumento de
violencia revirtió de nuevo a cauces previsibles a partir de la década de 1990.
En 1992, el índice de homicidios en Estados Unidos cambió de dirección, y
disminuyó casi un 10 % con respecto al año anterior, y siguió descendiendo
durante otros siete años más; se estancó ahí durante otros siete años, y siguió
reduciéndose aún más hasta 2009. Los mismos altibajos ocurrieron tanto en
Canadá como en Europa occidental. No solo se mataba menos sino que disminuyeron también
los demás delitos. Y esto ocurrió tanto en países en los que descendió el
desempleo como en otros en los que aumentó.
¿Cómo podemos explicar este descenso del crimen? Hay dos
explicaciones generales verosímiles: la primera es que el Leviatán (el estado
controlador) se volvió más grande, más listo y más eficaz. Efectivamente, por
ejemplo, aumentó drásticamente la población carcelaria… aunque no en todos los
sitios en los que disminuyó la violencia. Y aumentó también el número de
policías. La segunda explicación es que el proceso civilizador recuperó su
dirección progresiva y las normas sociales cambiaron en esa dirección
civilizadora. Para empezar, las ideologías más extremistas y antisistema
(marxismo, anarquismo, contracultura…) habían perdido atractivo (el muro de
Berlín cayó en 1989). La violencia revolucionaria dejó de tener el aura
romántica del que había gozado antes. El legado más positivo de las revueltas
de los sesenta, la lucha por los derechos civiles, los derechos de las mujeres,
la tolerancia a la homosexualidad, incluso la defensa del medio ambiente y la lucha
contra el maltrato animal dejó de ser privativo de las personas rebeldes y pasó
a ser incluido en el sistema de valores institucionalizado. Francis Fukuyama
señala también varios aspectos interesantes que habría que incorporar a la
explicación de por qué descendió la violencia a partir de 1990: este analista social
destaca cómo también descendieron otros indicadores de patología social, como
el divorcio, la dependencia de la asistencia social, el embarazo de
adolescentes, el abandono escolar, las enfermedades de transmisión sexual y los
accidentes de adolescentes con armas y automóviles.
Hay un aspecto curioso en el que la década de 1990 no
invalidó la descivilización de 1960, el referido al auge de la cultura popular:
y así, la música popular surgida desde entonces (el punk, el heavy metal, el
gótico…) deja a la que, por ejemplo, hacían los Rolling Stones como
perfectamente asimilable por las audiencias musicales más conservadoras. Por otro
lado, las formalidades en el trato social siguen siendo ampliamente desdeñadas.
Las películas son hoy más sangrientas que nunca, la pornografía está al alcance
de un clic del ratón del ordenador, los videojuegos parecería que son
ingeniados por mentes sádicas… Y sin embargo, todo eso ha sido asimilado por el
proceso civilizador. Parece ser que este proceso ha filtrado aquellas cosas a
las cuales merece la pena atenerse y dejado pasar también a aquellas que
resultan inofensivas para mantener vivo el impulso civilizador. Hace siglos
resultaba peligroso en este sentido cualquier signo de espontaneidad e
individualidad. Hoy aquella rigidez ha pasado a ser algo obsoleto, porque en gran
medida la espontaneidad ha resultado compatible con la civilización.
La auténtica música de fondo de esta entrada de mi blog ha sido la
falta de credibilidad en nuestras instituciones públicas que sufrimos los
españoles y a la que aludíamos al principio. Unas instituciones minadas por la
corrupción, una burocracia estatal sobrecargada por culpa de una organización
territorial irracional, con duplicidades, con instituciones inútiles como –es
solo un ejemplo– el Senado o un excesivo número de Ayuntamientos. Instituciones,
en fin, que despilfarran y son ineficientes. Asimismo, una Justicia politizada
y servil con el poder ejecutivo, unos partidos políticos mayoritarios y unos
sindicatos que se han convertido en fábricas de clientelismo y medios de abuso
del contribuyente, y que practican métodos de selección inversa, según la cual
son los más serviles e ineptos, no los más aptos los que suben en el escalafón.
O en fin, unos medios de comunicación obedientes a sus respectivos patrones
políticos, en vez de ser críticos formadores de opinión.
A la vista de las conclusiones a las que podemos llegar
después de nuestro análisis, podemos confirmar que nuestra crisis
institucional, aunque no sepamos exactamente hacia dónde nos lleva, podemos
deducir que no será a nada bueno. Y desde luego, no se trata tanto de volver a
dar vida a nuestras instituciones tal y como son ahora, sino de regenerarlas,
sacrificando lo que en ellas sea necesario sacrificar y revitalizando lo que merezca
sobrevivir. Esta será una crisis de crecimiento o de regresión; es decir, que a
través de ella alcanzaremos la regeneración o bien, probablemente, acabaremos de
sumirnos en el caos. Desde luego, en este futuro inmediato no vamos a tener
tiempo de aburrirnos.