sábado, 26 de octubre de 2013

El encanallamiento del Estado español

Me apoyaré en un solo ejemplo: el 11 de diciembre de 1987, en el atentado de ETA a la casa-cuartel de Zaragoza, (Henri Parot fue quien estacionó el coche bomba), murieron 11 personas, cinco de ellas niñas. Entre las víctimas mortales estaba el sargento de la Guardia Civil José Julián Pino Arriero, de 39 años, que custodiaba la entrada, su mujer, María del Carmen Fernández, de 38 años, y la hija de ambos Silvia Pino, de 7 años. De esa familia quedaron vivos –aunque resultaron heridos– solamente dos hermanos, Víctor y José María, que contaban entonces 11 y 13 años de edad, y que fueron acogidos por su abuela, hasta su muerte, poco después, y, desde entonces, puesto que nadie más se hizo cargo de ellos, por el Colegio de Huérfanos de la Guardia Civil, institución de la que hoy son miembros ambos.



Días después del atentado se hizo pública una repugnante pastoral de los obispos vascos en la que se recogían los habituales argumentos y reivindicaciones de la banda etarra, como, por ejemplo, acusaciones contra los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado, duras críticas a la política de extradiciones de etarras de Francia y propuestas de solución a través de negociaciones del Gobierno y ETA.

A estas alturas, los entonces niños Víctor y José María Pino han tenido la desgraciada oportunidad de comprobar cómo, después de quedar rotas sus vidas, han sido las expectativas de aquellos rastreros obispos las que se han ido cumpliendo. A consecuencia de las negociaciones entre el Estado y la banda etarra, hoy ETA gobierna en diversas instituciones del País Vasco, maneja miles de millones de euros del presupuesto público y accede a una ingente información sobre bienes y personas de la que podrá hacer uso para llevar a cabo sus planes criminales. Como culminación de ese proceso, el Tribunal de Estrasburgo acaba de dictaminar el fin de la doctrina Parot, según la cual los beneficios penitenciarios de los presos etarras habrían de calcularse no aplicándolos a la pena final, que nuestro sistema jurídico penal reduce a treinta años como máximo, sino a la suma de las diferentes penas achacables a cada uno de los delitos, de forma que, a efectos de computar esos beneficios, no resulte igual matar a una persona que a cincuenta.

Los últimos resultados de ese proceso de negociación con ETA que el presidente Rajoy no ha dudado en llevar a su culminación (haya participado o no directamente en las negociaciones) han quedado explicitados con la excarcelación de presos etarras, que se hicieron ya evidentes para la opinión pública con la de Bolinaga en septiembre de 2012. Pero el paso más importante en ese proceso de excarcelación de etarras se está dando ahora mismo a raíz de la sentencia del Tribunal de Estrasburgo que anula la doctrina Parot. En algunos países europeos, como Suecia, Dinamarca o Reino Unido, las sentencias de ese Tribunal carecen directamente de eficacia interna. En España, el Tribunal europeo no tiene preeminencia sobre el Tribunal Constitucional y el Tribunal Supremo españoles, porque España no ha renunciado nunca a su soberanía en el terreno judicial. El Tribunal Constitucional español dejó claro este asunto en 1994 cuando el europeo le conminó a repetir el juicio que se había llevado a cabo contra Ruiz Mateos, a lo que aquel contestó textualmente: “Del artículo 53 y concordantes del Convenio de Roma de 1950 no se desprende en modo alguno que este Tribunal (es decir, el Tribunal Constitucional) sea una instancia jerárquicamente subordinada al Tribunal Europeo de Derechos Humanos, y obligada por tanto a dar cumplimiento a sus sentencias en el orden interno”. Asimismo se afirmaba allí que “el Tribunal Constitucional carece de jurisdicción para revisar sus propias sentencias, contra las que no cabe recurso alguno”. En suma: el Tribunal Constitucional no estaba obligado a acatar la sentencia del Tribunal europeo que decreta la libertad de la etarra Inés del Río, a la que se da la razón, y la de los afectados por la doctrina Parot en general (como diversos violadores y asesinos múltiples), a lo cual es evidente que los tribunales españoles y el propio gobierno español se pliegan, a pesar de que la doctrina Parot fue declarada constitucional en 2008 por el Tribunal Constitucional español.

Un elemental silogismo nos permite comprender que si se acepta el criterio del Tribunal europeo es por una decisión política evidentemente ligada al proceso de negociación con ETA. Máxime si tenemos en cuenta que el magistrado Luis López Guerra fue colocado por el PSOE en el Tribunal de Estrasburgo como miembro que representaba a España –entre los diecisiete magistrados que lo componen–, en el contexto de las negociaciones del gobierno de Zapatero con ETA, y para abogar precisamente por la supresión de la doctrina Parot (este magistrado fue el número 2 del Ministerio de Justicia con Zapatero y asimismo resultó elegido diputado para la Asamblea de Madrid, yendo en las listas del PSOE en las elecciones de 2003); si el miembro español del Tribunal –que el gobierno de Rajoy nunca recusó o cambió–, que es el más directamente implicado en la decisión, muestra esa postura, es evidente que los demás miembros tenderán a aceptar su opinión como la más cualificada (así se lo reconoció a Ángeles Pedraza, presidenta de la AVT, uno de los magistrados del Tribunal).

En pocos días, las víctimas del terrorismo han tenido que ver cómo al etarra Lasarte le concedían unos días libres para que se fuera de vacaciones al valle del Baztán; a la Audiencia Nacional no aplicando ya la doctrina Parot de modo digamos que preventivo en un caso que acaba de juzgar, y antes de que el Tribunal de Estrasburgo se pronunciara; a la Audiencia Nacional dictando sentencia en el caso Faisán y diciendo en ella que, puesto que la intención de los condenados no era colaborar con ETA, no se les puede juzgar por eso (es decir, juzgando intenciones); y asimismo, amputando las posibilidades de investigar las derivaciones políticas del chivatazo a ETA. Y en fin, ya han comenzado las excarcelaciones de etarras, empezando por la de Inés del Río (responsable de 24 asesinatos, por los que había sido condenada a 3.828 años de cárcel).

En resumen: estamos hablando de unos jueces y de un gobierno que está compuesto por canallas. Mañana domingo hay diversas concentraciones a favor de las víctimas del terrorismo y contra la anulación de la doctrina Parot. Rajoy enviará en representación del Gobierno a diversos cargos políticos. Deberían de ser echados a gorrazos.

viernes, 25 de octubre de 2013

La caída del Imperio romano y otros modos de adentrarse en la oscuridad

Efectivamente, John Carlos, Carlota, creo que las cosas suelen acontecer primero en su forma espiritual y solo después bajan a la tierra a encarnar en lo visible. O como decía Ortega y recordé hace cuatro o cinco artículos: “Casi siempre las cosas humanas comienzan por ser leyendas y sólo más tarde se convierten en realidades”. También entonces recordé unos versos de mi poeta preferido, León Felipe (olvidé allí decir que eran de él): “en la carne del mundo se sembraron los mitos y en esa misma carne han de florecer”. Cioran decía esto mismo de una forma tan brillante en él como de costumbre: “Los objetos no son sino ilusiones materiales de excesos interiores”. El “casi” de Ortega (y el mío mismo) hace referencia a los momentos de mayor declive histórico, aquellos en los que los deseos de los hombres acaban coincidiendo con lo que oferta la realidad (con la desecación de los “excesos interiores” de Cioran): entonces, los hombres dejan la iniciativa al mundo circunstante, y los acontecimientos pasan a responder a leyes propias. Ortega lo dice así: “Las transformaciones de orden industrial o político son poco profundas: dependen de las ideas, de las preferencias morales y estéticas que tengan los contemporáneos. Sólo en edades tan maduras que tocan ya los tiempos de descomposición se alza el principio económico con el mando sobre la historia”. Y Cioran, encuentra aplicación para esta idea en los tiempos actuales, aprovechando que Don Quijote pasaba por allí (por su inquietud intelectual de aquel momento, quiero decir): “Don Quijote representa la juventud de una civilización: él se inventaba acontecimientos; nosotros no sabemos cómo escapar a los que nos acosan”.
 






Así que de lo que se trata es de comprender por qué los hombres y las civilizaciones, una vez que han alcanzado cumbres como la del Imperio romano en tiempos de Marco Aurelio, se empeñan, como Sísifo, en dejar caer montaña abajo la enorme y fructífera carga que han logrado subir con ellos; por qué, como dice Lao Tsé en el Tao te King, “tras alcanzar su plenitud, las cosas decaen”. U Ortega y Gasset: “Al alcanzar una forma su máximo se inicia su conversión en la contraria”. La primera aproximación a una respuesta nos la da Cioran: “Tarde o temprano cada deseo debe encontrar su fatiga: su verdad”. Y la segunda, también: “Nada hay tan desmoralizador como el ideal realizado”. Cioran sigue añadiendo nuevos matices a esta idea que rondamos, aplicándola ya en concreto a la caída de Roma: “Los romanos no desaparecieron de la superficie de la tierra a causa de las invasiones bárbaras, ni del virus cristiano; un virus mucho más sutil les resultó fatal: una vez ociosos, tuvieron que afrontar el tiempo vacío, maldición soportable para un pensador, pero tortura sin igual para una colectividad (...) La temporalidad huera caracteriza el aburrimiento. La aurora conoce ideales; el crepúsculo solamente ideas, y en lugar de pasiones, la necesidad de diversión. La Antigüedad que tocaba a su fin intentó curar ese hastío característico de todas las decadencias históricas mediante el epicureísmo o el estoicismo. Simples paliativos (...) que ocultaron, falsearon o desviaron el mal, sin anular su virulencia. Un pueblo colmado sucumbe víctima del tedio, como un individuo que ha ‘vivido’ y que ‘sabe’ demasiado”. El mismo Marco Aurelio parecería que quiere ratificar esta línea de pensamientos: “Todo lo que acontece –dice, una vez que ya ha alcanzado la edad del desengaño es tan vulgar y usado como la rosa en primavera y los frutos en el verano: tal es la enfermedad, la muerte, la calumnia, la traición y cuanto alegra o aflige a los necios”.

La vejez consiste en esa forma de defección que lleva a dejar de sorprenderse, a constatar que todo lo que parece nuevo se inscribe sobre la pauta de lo ya sido y conocido, a empezar a necesitar salir de esa rueda del eterno retorno en que, a partir de cierto momento, parece ya consistir la vida. Ser viejo es haber sobrepasado un cierto umbral de sabiduría, de reconocimiento de las cosas, mantenerse ya seguro frente a ellas y abocarse hacia el desistimiento de ir de nuevo a un excesivamente reiterado más allá. “Rebajarse a la sabiduría –viene Cioran a redondear la idea devolviéndola al cauce principal de nuestra reflexión– supone llegar a un acuerdo con el ritmo universal, con las fuerzas cósmicas, es saberlo todo y adaptarse al mundo, nada más (...) El estoicismo como justificación práctica y teórica de la sabiduría es lo más anodino y cómodo que pueda imaginarse. ¿Existe un vicio del espíritu mayor que la resignación?”. Por el contrario, “el desacuerdo con las cosas es un signo evidente de vitalidad espiritual”. El Imperio romano, al final, había llegado a la vejez, a la sabiduría que representaba el estoicismo, al acuerdo con y adaptación a las cosas, a la resignación. No sabía hacia dónde más ir. Había perdido su vitalidad.

Sentimiento de seguridad y desistimiento: he ahí, probablemente, las claves de la actitud espiritual de los romanos que, como fatal hornacina, quedó dispuesta y a la espera de que los acontecimientos del mundo visible vinieran a ratificar la decadencia de Roma. Claves cuya evolución podemos rastrear siguiendo el relato que Ortega y Gasset hace de las causas de la decadencia del Imperio romano basándose a su vez en el análisis que sobre ello dejó hecho Max Weber, y que nos permiten comprender cómo actúan las fuerzas que, partiendo de las zonas de íntima penumbra en las que laten, inquietos, los deseos de los hombres, mantienen su primacía sobre los acontecimientos a la hora de ordenar el mundo (o desordenarlo, según los casos).

Antes de seguir, dejemos suficientemente apuntalada la idea de que este punto de partida que escogemos incluye suficiente licencia como para afirmar que las utilidades que rinden las grandes gestas humanas, y aún más las utilidades económicas, son un motivo de segundo orden que viene a hacerse sitio y a acoplarse con las más genuinas pasiones que mueven a los hombres, las cuales, sin embargo, se elevan por encima de lo que las explicaciones ambientalistas detectan. Al final, el hombre, al menos en las épocas de vitalidad espiritual, siempre ha pretendido ir más allá de lo que ha sido capaz de conseguir, de las utilidades que han quedado incorporadas a sus logros. El mismo Ortega, en fin, da un carácter concluyente a esta línea argumental: “Las cosas llamadas “serias” y útiles han sido en la historia míseras decantaciones, precipitados y como propinas del puro deportivismo”. Y sólo cuando ese deportivismo, ese apasionado y desprendido impulso hacia el más allá decae, el utilitarismo toma el mando de los acontecimientos.

Ese impulso de transcendencia, de transgresión de fronteras que acompañó a Roma mientras esta tuvo suficiente vitalidad, encontró en los primeros romanos una utilidad con la que engarzarse: la adquisición de tierras para el cultivo, convirtiendo al conquistador en pequeño propietario. El exceso de tierras cultivables adquiridas derivó en la aparición de una segunda utilidad de las conquistas territoriales: la adquisición de esclavos para trabajarlas. Esto produjo una diferenciación de clases entre el capitalista de esclavos, mucho más productivo, y el pequeño propietario, que no pudiendo competir con aquel, desiste de formar parte de las fuerzas sobre las que seguía progresando Roma. Mientras que el gran propietario de esclavos se convierte en latifundista y reside en la urbe, el pequeño propietario de tierras abandona la ciudad, se retrae en su gleba, se retira del pujante intercambio comercial urbano y regresa a la economía autárquica y de intercambio en especie propia de culturas anteriores.

Sobre el latifundista y el obrero urbano sigue pivotando, mientras tanto, el comercio en moneda y la propia gestión de lo público, pues es el contingente humano de los grandes propietarios aquel del que se nutre la clase senatorial. Asimismo, el sostén fiscal del Estado sigue residiendo en este ámbito urbano en el que el comercio en moneda se mantiene. Pero puesto que el campesino ha regresado a la autarquía económica y no compra en la ciudad, y el rico propietario tampoco, pues tiene su propia red productiva organizada alrededor de su villa, el obrero industrial, acosado, también desiste y comienza a emigrar al campo.

Asimismo, las grandes conquistas realizadas requieren de un ejército numeroso que, a partir de un cierto momento, empieza a ver rebasadas sus posibilidades. Se renuncia a ganar más territorios (sobre todo desde Commodo, el sucesor de Marco Aurelio), aunque el mantenimiento de los ya conseguidos sigue requiriendo de un gasto militar ingente; mientras que, al no haber nuevas conquistas, empiezan a escasear los esclavos. La sobrecarga impositiva a los habitantes de la ciudad (únicos sujetos fiscales en la práctica), especialmente a los ricos que, además, están obligados a ejercer los cargos municipales y a responder con su fortuna ante el erario, provoca un nuevo desistimiento: los ricos emigran al campo, a sus villas, en las que organizan asimismo una economía autárquica, de subsistencia, dando un mazazo a la en otros tiempos boyante economía romana y a su régimen tributario.

A la vez, el Estado, atrapado, se entrega a los pueblos bárbaros, a los que encarga la defensa del Imperio y sus fronteras a cambio de tierras. Dice al respecto Pierre Grimal, un clásico historiador de Roma: “Los romanos, como suele acontecer, habían ido olvidando poco a poco el oficio de las armas. La prosperidad material del “siglo de oro” es en buena parte responsable de tal desafección. Cuando es posible comerciar, enriquecerse, vivir en la paz y el bienestar, ¿quién escogería la precaria existencia de los soldados?”. Aquella entrega de fronteras, pues, el paso de los grandes ríos fronterizos por los pueblos del norte, se puede entender como el desistimiento por parte del propio Estado de mantener su impulso de seguir adelante. Y claro está, los bárbaros acaban haciéndose dueños de aquello que estaban encargados de defender.

A un organismo lo mantiene vivo la inquietud, la tensión que se produce entre lo que actualmente es y lo que pretende ser. En el organismo humano llamamos a esto, más explícitamente, “deseo”. Cada mañana nos ponemos en marcha con ánimo de ir resolviendo los diversos motivos de inquietud que forman, todos juntos, nuestro bagaje vital. Hay dos medios por los que el organismo advierte que ya no hay motivos para inquietarse: uno es la consecución de las metas previstas y la consiguiente sensación de seguridad que acompaña a tales logros (sensación inevitablemente ilusoria, puesto que todo sentimiento de satisfacción es provisional); y el otro es el desistimiento, la instalación en la decepción, la convicción de que es imposible ir más allá y de que el mundo nunca va a estar a la altura de nuestros deseos. El sentimiento de seguridad y el desistimiento son las dos señales que el organismo detecta para empezar a abrir las compuertas que conducen a la muerte. Ya no queda nada por hacer, luego la vida empieza a ser superflua. El sistema inmunológico del hombre y, si podemos hablar así, el de las civilizaciones y los organismos sociales, recibe la consigna y se desactiva. Las enfermedades anticipan el inevitable desenlace. Y puesto que, según Ortega, “el hombre es un sistema de deseos imposibles”, el conformismo, la resignación (la “fatiga” que dice Cioran) y sus trágicas secuelas parece que fatalmente acaban llegando tarde o temprano.

Así que fueron el sentimiento de seguridad y el desistimiento lo que, echando agua sobre el fuego del vigoroso deseo que sostuvo en pie a Roma, abrió las compuertas de la decadencia. En principio, generando la disociación entre las distintas partes del Imperio. Rostovtzeff, otro clásico en el estudio de Roma y de su decadencia, habla así de la disgregación social que existía: “Los campesinos odiaban a los terratenientes y a los funcionarios; el proletariado de las ciudades odiaba a la burguesía urbana, y el ejército era odiado por todos, incluso por los campesinos... Las relaciones entre el Estado y los contribuyentes tomaron la forma de un latrocinio más o menos organizado”. Las rutas por tierra y por mar para la circulación de bienes eran cortadas continuamente por las hostilidades, el bandolerismo, la piratería; los usurpadores prohibían la salida de productos fuera de las provincias en que eran reconocidos. Los soldados se dedicaban a la rapiña en los territorios que debían defender. A todo esto lo llama Ortega pérdida de la “elasticidad social”. A tal concepto se refiere cuando dice: “Habrá (...) salud nacional en la medida en que (las) clases sociales y gremios (a través de los cuales se articula el cuerpo nacional) tengan viva conciencia de que son un trozo inseparable, un miembro del cuerpo público”. “Cuando esto falta –dice el mismo Ortega más adelante– (es ello) síntoma mucho más grave de descomposición que los movimientos de secesión étnica y territorial”. El caso es que esto último también se produjo: aparecieron particularismos regionales, habitualmente unidos a sectarismos religiosos.

Y en fin, las formas del desistimiento cristiano al que me he referido en los artículos anteriores, su apología de la huida al desierto, a los eremitorios o a la “vida interior”, serían solo un microcosmos de desistimiento dentro del macrocosmos del desistimiento general. El cristianismo, en cuanto modo de escapar hacia el más allá dejando orilladas sus obligaciones con el César (pese a que supuestamente le daban a este lo que era suyo y a Dios solo lo que era de Dios), fue solo uno de los modos de colaborar en el cataclismo general de un pueblo que había dejado de saber hacia dónde ir.

viernes, 18 de octubre de 2013

La verdad precisa de nosotros, pero pertenece a las cosas

Desde luego, John Carlos, Carlota, creo que el artículo anterior me salió un tanto heteróclito y atrevido. Alguno de los argumentos que allí expuse prefiero dejarlo abierto: se refieren a asuntos de mucha envergadura y que abarcan demasiado tiempo como para pretender ser rotundo en las conclusiones. Incluso hay que considerar que el mismo cristianismo es una doctrina lo suficientemente abierta como para permitir interpretaciones o matizaciones que convierten en temerarias las afirmaciones demasiado categóricas.

No sé, por ejemplo, en qué medida o hasta qué punto el cristianismo contribuyó a la decadencia del Imperio romano. Pero creo que sí, que contribuyó, a pesar incluso de que su propuesta de vuelta hacia lo interior, su descubrimiento de la intimidad, se consolidó como uno de los pilares de Occidente. “¿No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?”, preguntaba en aquellos tiempos inaugurales San Pablo a los corintios. Pero ya antes el mismo Jesucristo había traído al primer plano a la intimidad del ser humano. Así, por ejemplo, el pecado, para Jesús, no tenía lugar en el mundo exterior, sino dentro de uno mismo; y es por ello que afirmaba: “Habéis oído que se dijo: No cometerás adulterio. Pero yo os digo que todo el que mira con malos deseos a una mujer ya ha cometido adulterio con ella en su corazón”. También la virtud, no solo el pecado, acontecía de puertas adentro: “No hagáis el bien para que os vean los hombres (…) Tú, cuando des limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha. Así tu limosna quedará en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te premiará”. Y asimismo, la relación con Dios dejaba de estar supeditada, como hasta entonces, a los rituales externos: “Tú, cuando ores, entra en tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto”. Siguiendo estas enseñanzas fue como el individuo acabó reparando en la conciencia de sí mismo, lo cual le hacía decir a San Justino, aquel al que decapitó el estoico Marco Aurelio: “Evidentemente, ellos (los estoicos) intentan convencernos de que Dios se ocupa del universo en su conjunto, de los géneros y de las especies. Pero si no se ocupara de mí o de ti, de cada cual en concreto, nosotros no le rezaríamos noche y día”. Sin todo esto, sin ese realce de lo interior, de la subjetividad, no creo que Descartes hubiera llegado a decir aquello de “pienso, luego existo”.

Pero efectivamente, el cristianismo, con esa perspectiva, viene a subvertir todo orden social establecido. Mientras el emperador Marco Aurelio decía: “Solo al ser racional le ha sido dado seguir voluntariamente los acontecimientos, pues seguirlos sin más es obligatorio para todos”, y Séneca, otra cumbre del pensamiento estoico, había afirmado: “Es la naturaleza quien tiene que guiarnos; la razón la observa y la consulta”, Lutero, siguiendo a San Pablo y aludiendo a la vertiente mundana del hombre, daba expresión a la fórmula contrapuesta que es característica del cristianismo: “El cristiano es un hombre libre, dueño de todas las cosas, no se halla sometido a nadie”. Y mientras que Marco Aurelio, al contrario que San Justino, recomendaba “no referir la acción a ninguna otra cosa excepto al fin común”, María Zambrano sabía que “el Cristianismo (…) es religión de la persona que existe en soledad”. Y también el mismo Ortega: “El cristianismo es el descubridor de la soledad como sustancia del alma”. El modelo de vida para el cristiano era… y sigue siendo, ante todo, el propio del monje (etimológicamente, “monje” proviene del griego monakhós “solitario”, “solo”, “único”, derivado de monos “uno”, “solo”); el modelo del estoico, por el contrario, fue el ciudadano dócil, adaptable, sumiso.


Y aunque ambas paradójicas vertientes, la del ser solitario, libre, insumiso y la del ciudadano obediente y acomodaticio, conjuntadas de esa forma a la que se refiere Ortega cuando dice que “yo soy yo y mi circunstancia”, vienen a desembocar en esa impar creación que es el hombre de Occidente, la exclusiva y excluyente influencia del cristianismo, con su insistencia en que aquí estamos de prestado, en que en lo sustancial no pertenecemos a este mundo, fue en gran medida desmovilizadora para el Imperio romano. Así argumenta, con un verbo casi demasiado florido, Edward Gibbon al respecto: “Anduvo el clero predicando con éxito la doctrina de la paciencia y la pusilanimidad (¡ni que fueran enviados de Rajoy!); desmerecieron las prendas gallardas de la sociedad, y los restos postreros de la bizarría militar se empozaron en el claustro; consagrose parte crecida de la riqueza pública y particular a las peticiones bienquistas de la caridad y la devoción, y la paga del soldado se vinculó en la muchedumbre inservible de ambos sexos (monjes y monjas), en galardón de la abstinencia y la castidad, sus únicos realces (…) Desviaron los emperadores su ahínco de los campamentos para encaminarlo a los sínodos (…) Un siglo servil y afeminado se enamoró devotamente de la poltronería sagrada de los monjes”. Una vez realzado el individuo, pues, el cristianismo lo desechaba en cuanto que ser de carne y hueso y comprometido con su circunstancia mundana.

Cuando San Pablo, llegando a los mismos parajes existenciales que ya había recorrido el antimundano Pitágoras, decía: “¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que es portador de muerte?”, estaba abogando de manera perentoria por escapar de este mundo, por dar la espalda a lo que significa afrontar los problemas, las angustias y las satisfacciones que trae consigo nuestra condición terrena y, en suma, repudiando las “pecaminosas” servidumbres que contraemos al estar insertos en nuestro cuerpo y en nuestro mundo (en nuestra circunstancia). Aún era más explícito San Pablo cuando recomendaba a sus seguidores en Corintio: “Quiero que estéis libres de preocupaciones. Y mientras el soltero está en situación de preocuparse de las cosas del Señor y de cómo agradar a Dios, el casado ha de preocuparse de las cosas del mundo y de cómo agradar a su mujer, y, por tanto, está dividido. Igualmente la mujer no casada y la doncella están en situación de preocuparse de las cosas del Señor, consagrándose a él en cuerpo y alma. La que está casada, en cambio, se preocupa de las cosas del mundo y de cómo agradar a su marido”. En suma, que si hay que ser consecuente con lo que tal cristianismo demanda, todos habríamos de ser monjes o monjas dedicados a la vida contemplativa… ¡Así no hay manera de mantener un Imperio en pie! Frente a Atila y los que como él venían representando a la oscuridad que acabó cerniéndose sobre Occidente, no valían las recomendaciones de amor a los enemigos y de desentendimiento de lo que pasara en el mundo que predicaban los anacoretas (a propósito, no fue el Papa León el que saliendo a entrevistarse con Atila evitó que este entrara en Roma, como dice la leyenda; al parecer fue una plaga mortal que asolaba la zona lo que empujó a Atila a retirarse).

En cuanto a lo del relativismo moral de los cristianos… acepto que hay que “relativizarlo”, claro: el Papa Ratzinger, precisamente, convirtió la lucha contra esa deficiencia del sentido de la responsabilidad que parece afectar a su sucesor (http://www.elmanifiesto.com/articulos.asp?idarticulo=4472) en su batalla principal. Digamos que ese relativismo viene a ser una tentación que acosa, más o menos subrepticiamente, a los cristianos, y que nace en aquella perspectiva sesgada hacia lo interior que les caracteriza, y según la cual, como decía San Agustín, “la verdad habita en lo interior”, es decir, no está comprometida con lo que pase o deje de pasar en el mundo, no está afectada por lo que sean las cosas, el mundo objetivo, es una verdad de principios, no de resultados. La misma –o de su misma índole– que cuando Occidente estaba a punto de entrar en el desvarío cultural que aconteció a partir del Romanticismo, Novalis anunciaba diciendo que “todo lo bueno que hay en el mundo viene de dentro”. Y la misma también a la que, aludiendo al melancólico (es decir, al protorromántico), se había referido Kant cuando decía de él que  “le interesan poco los juicios de los otros, lo que estos toman por bueno o por verdadero, y se apoya solo en su propio criterio”. Una perspectiva que el mismo Novalis vino a ratificar diciendo: “El hombre existe en la verdad. Si renuncia a la verdad, renuncia a sí mismo. Quien traiciona la verdad, se traiciona a sí mismo”. Una verdad absoluta, pues, de puertas para adentro, pero desentendida de lo que pasa de puertas para afuera, en el mundo, en la circunstancia. De ahí el desasosiego moderno, especialmente después de la “muerte de Dios”, del desistimiento de encontrar verdad alguna ya no solo aquí, sino también en un más allá del que se descree, y que era el consuelo al que el cristiano se aferraba. Es ese el desasosiego al que se refiere Ortega de esta forma: “El Romanticismo significa la moderna confusión de las lenguas. Es un ‘¡sálvese quien pueda!’. Cada individuo tiene que buscarse sus principios de vida –no puede apoyarse en nada preestablecido. ¡Adiós dulzura, suavidad, quietud!”. Estaba hablando del mismo ser solitario, monacal, libre, únicamente apoyado en sí mismo que había conformado el cristianismo… y al que esta misma doctrina  había empujado hacia el desierto y los cenobios o hacia la exclusiva vida interior.

Otro romántico destacado, Heinrich von Kleist, mientras sufría una crisis que le llevó a considerar su vida carente de sentido, se expresaba de esta manera en una carta dirigida a su hermana: “La idea de que no sabemos nada de la verdad, nada en absoluto, que aquello que aquí llamamos verdad, tras la muerte se llamará de otra manera, y que por tanto el afán de conseguir algo propio que nos siga también a la tumba es totalmente vano y estéril, esta idea me ha estremecido en el santuario de mi alma (…) Mi único y máximo objetivo ha caído y ya no tengo ninguno”. Von Kleist empezó por aislarse, como buen romántico (como buen epígono del cristianismo), dentro de sí mismo, desdeñando cualquier verdad mundana; siguió desesperando de que hubiera alguna verdad alternativa, pues por entonces se estaba pergeñando el nihilismo, la muerte de Dios. Y culminó esa trayectoria a los 34 años, suicidándose.

Para no desentonar de mi anterior artículo, terminaré de una manera también heteróclita: si Nietzsche levantara la cabeza, me atizaría un zurriagazo por decir que en la semilla de ese extremismo subjetivista que sembró el cristianismo maduró su idea de la voluntad de poder, una voluntad que no repara en los resultados, que busca siempre el más allá. Después de que Dios, el Bien, lo que da sentido y trascendencia a lo que aquí pase, hubiese muerto, a donde le llevará su búsqueda es más allá del bien y del mal, a la cumbre del relativismo. En ese relativismo (¡ay, Dios, lo que se ve uno obligado a concluir!) en el cual el bien y el mal ya no son categorías normativas, en donde la subjetiva voluntad de más no encuentra freno en los objetos del mundo (abogando por  las cosas que están bien y repudiando las cosas que están mal), fermentó la más monstruosa derivada que andaba agazapada en el núcleo del que salió nuestra civilización: el nazismo.

Otro día podríamos seguir el rastro de otra conexión soterrada no menos escandalosa: la que vincula aquel marxismo que afirmaba que "la existencia determina la conciencia" con el estoicismo, que llevaba a Séneca a expresar esa misma idea de una manera, desde luego, más elegante: “Es la naturaleza quien tiene que guiarnos; la razón la observa y la consulta”. Es decir, que el estoicismo, en cuanto sesgo unilateral, cuenta también con su propia perversión, el comunismo, que no deja de estar latente y agazapado en el núcleo de sus enseñanzas.

Así pues, querida Carlota, en mi opinión, el nazismo y el comunismo no son propiamente perversas alternativas al cristianismo, sino exacerbación y parodia de los respectivos sesgos del cristianismo y del estoicismo. Y será la conjunción paradójica de ambos sesgos (“yo soy yo y mi circunstancia”) lo que vendrá a suponer la auténtica alternativa cultural al despiste que hoy sufrimos.

jueves, 10 de octubre de 2013

El relativismo moral del Papa Francisco y otros graves peligros que encierra el cristianismo

La pax romana fue un amplio período de ausencia de conflictos bélicos internos y escasos conflictos externos que disfrutó el Imperio romano y que se suele datar entre el final de las Guerras Cántabras, en el 24 a de C. (aunque impropiamente tiende a retrasarse la fecha hasta el comienzo de esas guerras, en el 29) y la muerte de Marco Aurelio, en el 180 de nuestra era. Se tiende a juzgar que este estado de paz general bisecular es entendible como un mero asunto militar, que pudo ocurrir gracias a que habían sido pacificados los pueblos díscolos al mandato imperial; pero no creo que sea inoportuno traer a colación el hecho de que la manera de estar en el mundo de los romanos por entonces suponía una preponderancia de los valores colectivos y, consiguientemente, una alta adaptación a lo circunstante de aquellos individuos, lo que, sin duda, también tuvo que ver en el mantenimiento de aquella larga paz. Todo lo cual quedaba reflejado en la filosofía estoica por entonces dominante en las altas esferas intelectuales y políticas, y singularmente representada por el mismo emperador Marco Aurelio, uno de los máximos exponentes de esta filosofía, y que de manera significativa dejó escrito entre sus “Meditaciones”: “Conmigo casa todo lo que casa bien contigo, mundo”.

Los sesgos que producía aquella máxima adaptabilidad que promovían los estoicos vino a contrapesarlos el cristianismo, que, desde el otro extremo del péndulo, hizo decir a su Mesías: “Mi reino no es de este mundo”. Lo cual se traducía en propuestas doctrinales por su parte tan descarnadas como esta: “Si alguno quiere venir conmigo y no está dispuesto a renunciar a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, hermanos y hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío”. Esta doctrina fue secundada por San Pablo, el auténtico fundador del cristianismo como institución, que decía: “En lo que resta, los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los que lloran, como si no lloraran; los que se alegran, como si no se alegraran; los que compran, como si no poseyeran; los que disfrutan del mundo, como si no disfrutaran. Porque la apariencia de este mundo está a punto de acabar”. Y de una manera que dejaba aún más explícita su posición frente a lo establecido, decía también el Apostol: “Nos hemos emancipado de la ley, somos como muertos respecto a la ley que nos tenía prisioneros, y podemos ya servir a Dios según la nueva vida del Espíritu y no según la vieja letra de la ley”. O bien: “El hombre alcanza la salvación por la fe y no por el cumplimiento de la ley”. El choque que supuso esta nueva manera de ver la vida y de estar… o, más bien, no estar en el mundo, llevó a un grave enfrentamiento con aquella otra que discurrió por los cauces de la estabilidad y la adaptación a lo circunstante que representaron los estoicos y que, como decimos, ayudó a sustentar los dos siglos de pax romana. Y desde ahí se hace posible entender a Edward Gibbon, el gran historiador de la decadencia y caída del Imperio romano, que dejó escrito que “el predominio, o a lo menos el abuso del Cristianismo tuvo su influjo en la decadencia y ruina del Imperio Romano”. La oposición entre las mentalidades cristiana y pagana o estoica, queda bien simbolizada en el choque que se produjo entre San Justino, un antiguo estoico convertido al cristianismo y primer Padre de la Iglesia, y Marco Aurelio, el emperador que, además de gobernar el Imperio, llevó hasta su cumbre a esa filosofía estoica que entonces estaba a punto de declinar, y bajo cuyo mandato San Justino fue decapitado.

En el haber del cristianismo habría que poner el realce de la subjetividad, del ser interior como autónomo y libre, en cuanto que ese fue uno de los pilares sobre los que llegó a construirse la civilización occidental. Pero si a lo que ponemos atención es al debe, resulta evidente que hizo discurrir ese nuevo valor de lo íntimo e individual por la vía de la inadaptación al mundo (a este mundo). San Agustín dio sustento filosófico a esa manera de ser, y en un imaginario diálogo con Dios, concluía diciéndole a este que “la amistad de este mundo es adulterio contra ti”. Actitud en la cual nacieron dos perversiones que han convertido en tortuoso y lleno de dificultades el camino hacia la madurez  –mediado precisamente por este cristianismo–, de la civilización occidental. Al exaltar de esa manera la subjetividad, al desvincular al sujeto de su circunstancia, la doctrina cristiana abocó por un lado hacia el utopismo, puesto que el desapego hacia lo que hay pone en marcha muchas veces la idea correlativa de que es posible sustituirlo de manera voluntarista por los productos del deseo (de la fe), envueltos las más de las veces en el puro delirio. Esta actitud, esta perversión, esta propensión hacia la utopía encontraría amplio respaldo en ideas como las que Cristo dejó explícitas en las siguientes palabras: “Os aseguro que si tuvierais una fe del tamaño de un grano de mostaza, diríais a este monte: ‘Trasládate allá’ y se trasladaría; nada os sería imposible”. Y también: “Todo lo que pidáis con fe en la oración lo obtendréis”. Muchas doctrinas revestidas de progresismo y que han pasado (y siguen haciéndolo) por la historia de Occidente como Atila, aquel a cuyo paso ya no crecía la hierba, tienen fundamento en esa literalmente desorbitada creencia en el poder del deseo.

Y la otra perversión que ha producido el cristianismo es la que simplemente lleva a instalarse en el desapego hacia este mundo, con el consiguiente abandono de la responsabilidad por lo que en él pueda ocurrir, sin pretender esta vez cambiar, o poner patas arriba, las cosas al modo de los utopistas, sino solamente retirarse de ellas. Se siguen de este modo los principios que el mismo Cristo dejó también enunciados cuando proclamó: “No os inquietéis diciendo: ‘¿Qué comeremos? ¿Qué beberemos? ¿Con qué nos vestiremos?’ Esas son las cosas por las que se preocupan los paganos (…) Buscad ante todo el reino de Dios y lo que es propio de él, y Dios os dará lo demás”. Una forma de estar en el mundo que ya antes había seducido a Diógenes el cínico, que decidió apartarse del mundo y vivir dentro de un tonel; los cristianos prefirieron apartarse yendo a vivir a los desiertos y luego a los cenobios, pero en lo esencial mantuvieron encendida la misma llama de pasotismo que, bajo otras apariencias, sigue perviviendo en tantas actitudes que hoy asimismo se consideran progresistas.

En el siglo XII y principios del XIII, San Francisco, conocido también como il poverello d'Assisi (“el pobrecillo de Asís”), fundó una de las llamadas “órdenes mendicantes”, respondiendo a esta llamada hacia el desapego de lo mundano. Cuando tenía veintiséis o veintisiete años, sus amigos le preguntaron si pensaba casarse, y él respondió: “Estáis en lo correcto, pienso casarme, y la mujer con la que pienso comprometerme es tan noble, tan rica, tan buena, que ninguno de vosotros visteis otra igual”. La mujer en cuestión era la Pobreza. En nombre de ella, empleó el patrimonio de su padre (con gran enfado de este, que seguía perteneciendo a este mundo) en la reconstrucción de iglesias en ruinas. Cuando su padre lo llevó a juicio, devolvió el dinero que aún tenía, pero desde entonces proclamó que su verdadero Padre pasaba a ser el que estaba en el cielo. Desde entonces él y sus seguidores vivieron de las limosnas y no aspiraron a otra cosa que a la vida eremítica, el silencio, la soledad y el ayuno. En septiembre de 1224, en el transcurso, precisamente, de un prolongado ayuno, Francisco oró para recibir dos gracias antes de morir: sentir la pasión de Jesús, y una enfermedad larga con una muerte dolorosa. Y efectivamente, alcanzó la dudosa gracia de la estigmatización, una manera de somatizar su peculiar devoción que le causaba intensos dolores en las llagas, y la de una larga y acusada enfermedad. Ambas se prolongaron hasta octubre de 1226, en que, con 44 años, Francisco murió.

 
 
San Francisco de Asís ha sido el modelo preferido por el Papa Bergoglio, que escogió por nombre precisamente el de Francisco para desarrollar su misión como pontífice de la Iglesia. En su reciente visita a la ciudad de Asís, Bergoglio ha llamado a la Iglesia a “despojarse de toda mundanidad”. Al contrario que Ortega, que, traduciendo a apotegma el más alto principio filosófico alcanzado por Occidente, decía que “yo soy yo y mi circunstancia”, el cristianismo más puro, el que precisamente quiere representar Bergoglio, trata de prescindir desde su aparición de esa parte inalienable de nosotros que es el mundo, nuestra circunstancia, extremando así el valor del otro polo de nuestro binomio constitutivo, el de la subjetividad. Es en ese contexto en el que hemos de situar las declaraciones que asimismo hizo el Papa hace poco en una entrevista concedida al periódico italiano La Repubblica. En ella, elevando a categoría absoluta el relativismo (valga el oxímoron), afirmó: “Cada uno tiene su propia idea del Bien y del Mal y debe elegir seguir el Bien y combatir el Mal como él lo concibe. Bastaría eso para cambiar el mundo”. En suma: la verdad, como también decía San Agustín, habita en el interior del hombre, no necesita para nada del mundo objetivo; el bien y el mal son construcciones del sujeto, no una propiedad de los objetos. Bergoglio prolonga así una larga tradición, aquella misma que combatió Marco Aurelio desde principios contrapuestos (recordemos que decía “conmigo casa todo lo que casa bien contigo, mundo”), y que ha servido de guía a una línea de pensamiento y de actitud ante la existencia que, cuando se ha desarrollado sin cortapisas, ha llegado a provocar auténticas catástrofes.

Porque, efectivamente, lo que está bien o está mal, lo mismo que lo que es bello o feo, es algo que he de descubrir yo, pero a quien pertenece es a los objetos, está en el mundo. No es solo una experiencia íntima, algo que decido yo en soledad, algo que dependa del color del cristal con que se miran las cosas. Efectivamente, necesita de nuestra intervención, de nuestro esfuerzo, para ser detectado, pero algo es bueno o es malo en sí, igual que la belleza pertenece a las cosas, aunque está esperando a que lo descubramos cada uno de nosotros. Alétheia, que en griego significa verdad, llamaba Ortega y Gasset a esa labor. Es algo semejante a lo que supone el conocimiento de un objeto como la Luna: nunca llegaremos a verla completa, porque siempre nos velará una de sus caras; hemos de intervenir nosotros como sujetos (nuestra imaginación) para construir su realidad completa, pero eso no quiere decir que la Luna sea un ente imaginario, una invención de nuestra subjetividad: está ahí afuera, es real.

Mientras no acabe por descubrir el mundo, mientras no consiga entender que “yo soy yo y mi circunstancia”, no le auguro a la Iglesia, ni a su actual pontífice, un gran porvenir. Máxime cuando este, alineándose sin ninguna sutileza con la corriente giliprogre, ha afirmado también: “nunca fui de derechas”, desatendiendo su correlativa obligación de no haber sido tampoco nunca de izquierdas.

martes, 1 de octubre de 2013

Dónde acabo yo y dónde empieza el mundo

Iba a decir, John Carlos, que, claro, un dolor de muelas no lo puede tener el “nosotros”, que esas cosas se sufren de uno en uno, y que, por tanto, tiene que haber individuos, por lo menos, desde que existe el dolor de muelas. Así, desde esta perspectiva, el individuo necesariamente precede a la colectividad, que es algo más distante, menos inmediato… Bueno, pues resulta que no está tan claro. La señora Grandgrind, un personaje de una novela de Dickens, decía precisamente en cierta ocasión: “Hay un dolor en alguna parte de la habitación, pero no estoy segura si lo tengo yo”.  Es una forma de sentir peculiar en los esquizofrénicos, en los que lo que Freud llamaba “narcisismo primario”, les impide tener una conciencia clara a propósito de dónde acaban ellos y dónde empieza el mundo.

Y es más, por ahí va nuestra defensa más primaria ante el dolor en general, la que consiste precisamente en disociarnos, salir de la carcasa de nuestro ser individual (antes incluso de constituirnos como individuos) y tratar de que el dolor vaya por un lado y nosotros, lo que quede de nosotros, por otro. Daniel C. Dennet en su libro “Tipos de mentes”, observando las reacciones de los niños, explica del siguiente modo este mecanismo mental primario: “Cuando se maltrata a los niños suelen acogerse a una estrategia desesperada pero efectiva: ‘se ausentan’. En cierto modo se dicen a sí mismos que no son ellos quienes sufren ese dolor. Parece haber dos variantes de disociadores: los que simplemente rechazan el dolor como suyo y lo contemplan, por así decir, desde fuera; y aquellos que se desintegran, por lo menos momentáneamente, en algo parecido a una personalidad múltiple (no soy yo quien está sufriendo este dolor sino ‘ella’ o ‘él’). Mi hipótesis no enteramente extravagante sobre esto es que estas dos variantes de niños difieren en su aprobación tácita de una doctrina filosófica: que toda experiencia debe ser experiencia experimentada por algún sujeto. Los niños que rechazan el principio no ven nada malo en ausentarse del dolor dejándolo sin sujeto para que circule por ahí sin herir a nadie en concreto. Los que aceptan el principio tienen que inventarse a otro para que actúe de sujeto: ‘¡Cualquiera menos yo!’ ”.

El primer mecanismo de defensa frente al dolor de estos dos que refiere Dennet es el que ponía en práctica la señora Grandgrind de Dickens, y, como siempre que el objeto con el que se confrontan nuestros dolores, miedos o angustias queda difuso, indeterminado, el problema mental que de ello se sigue es más grave que cuando hay algo o alguien concreto a quien referirlo. La angustia sin objeto, por ejemplo, es más grave que una fobia a objetos concretos. Así, pues, el segundo grupo de niños, el que consigue proyectar sobre otros su dolor, tiene mejor pronóstico, aunque con su escisión no deja de sentar las bases de un posible problema mental grave.

Lo primero, pues, que hace el niño para eludir el dolor es crearse un doble, un Mister Hyde sobre el que depositar la parte mala de sí mismo (en este caso, la parte que duele), y expulsarlo fuera de sí. Es el mecanismo de defensa que Freud denominaba proyección, y que Jung consideraba que era la base de formación de un complejo de energía psíquica que podía incluso personificarse, tomar forma e intervenir bajo esa forma en los sueños, en las alucinaciones… e incluso en fenómenos de carácter paranormal, pero esto es irse demasiado por los extrarradios (al menos hoy). Mientras tanto, la parte buena, la que acaba encontrando alivio a ese dolor, se alimenta de otro mecanismo de defensa, el de identificación con las personas que le cuidan y protegen, lo que para Jung viene a desembocar en la formación de complejos o confluencia hacia arquetipos de tipo benéfico de características contrapuestas a la de los seres malignos que surgían del otro mecanismo. Bien, pues sobre esos dos mecanismos de defensa, proyección e identificación, se sustenta la inicial ausencia de “yo” en un sentido ontogenético, y la inexistencia del individuo, en un sentido filogenético. El niño, el hombre primitivo, empiezan por no ser ellos mismos, por ser parte del grupo con el que se identifican (ampliación del inicial ámbito materno) y contraparte, digámoslo así, de aquellos grupos sobre los que proyectan lo que rechazan de sí. Y aun antes, podríamos decir, el niño y el hombre primitivo viven en un hábitat poblado por fantasmas (maléficos y benéficos) antes de que esos fantasmas empiecen a aterrizar en la realidad, en sus respectivos grupos de referencia o en los objetos que rodean su mundo animista.

Para los individuos, la maduración personal exigiría encontrar su sí mismo, recuperar para sí esas parcelas de dolor o angustia que habían proyectado fuera de sí, así como esas otras parcelas de protección y defensa de sí que también habían depositado fuera a través del mecanismo de la identificación. Y desde el punto de vista de la filogénesis, el objetivo lo ha de proporcionar la historia, que acabe impulsando la aparición de individuos maduros que acepten ser sí mismos, individuos que asuman el recuperar para sí la responsabilidad de lo que antes proyectaban sobre instancias hostiles y demoníacas, así como la de aquello que cedieron a esas otras instancias tutelares con las que se identificaban.

La aparición del yo, la aparición del individuo, pues, no es, John Carlos, según este modo de ver que propongo, algo que venga dado originariamente, es una conquista, y se llega a ella tras un largo proceso de maduración personal en el primer caso, y de maduración histórica en el segundo. Este último proceso, como quise reflejar en mi artículo anterior, es el que, con gran dificultad y carga dramática, está intentando recorrer nuestra cultura occidental a lo largo de la Modernidad. Pero es evidente que aún estamos jugando ese partido.