Efectivamente, John Carlos, Carlota, creo que las cosas suelen
acontecer primero en su forma espiritual y solo después bajan a la tierra a
encarnar en lo visible. O como decía Ortega y recordé hace cuatro o cinco
artículos: “Casi siempre las cosas humanas comienzan por ser leyendas y sólo más
tarde se convierten en realidades”. También entonces recordé unos
versos de mi poeta preferido, León Felipe (olvidé allí decir que eran de él): “en
la carne del mundo se sembraron los mitos y en esa misma carne han de florecer”.
Cioran decía esto mismo de una forma tan brillante en él como de costumbre: “Los
objetos no son sino ilusiones materiales de excesos interiores”. El
“casi” de Ortega (y el mío mismo) hace referencia a los momentos de mayor
declive histórico, aquellos en los que los deseos de los hombres acaban
coincidiendo con lo que oferta la realidad (con la desecación de los “excesos
interiores” de Cioran): entonces, los hombres dejan la iniciativa al mundo
circunstante, y los acontecimientos pasan a responder a leyes propias. Ortega
lo dice así: “Las transformaciones de orden industrial o político son poco
profundas: dependen de las ideas, de las preferencias morales y estéticas que
tengan los contemporáneos. Sólo en edades tan maduras que tocan ya los tiempos
de descomposición se alza el principio económico con el mando sobre la historia”.
Y Cioran, encuentra aplicación para esta idea en los tiempos actuales,
aprovechando que Don Quijote pasaba por allí (por su inquietud intelectual de
aquel momento, quiero decir): “Don Quijote representa la juventud de una civilización: él se inventaba acontecimientos; nosotros no sabemos cómo escapar a los que nos acosan”.
Así que de lo que se trata es de comprender por qué los
hombres y las civilizaciones, una vez que han alcanzado cumbres como la del
Imperio romano en tiempos de Marco Aurelio, se empeñan, como Sísifo, en dejar
caer montaña abajo la enorme y fructífera carga que han logrado subir con
ellos; por qué, como dice Lao Tsé en el Tao te King,
“tras
alcanzar su plenitud, las cosas decaen”. U Ortega y Gasset: “Al
alcanzar una forma su máximo se inicia su conversión en la contraria”.
La primera aproximación a una respuesta nos la da Cioran: “Tarde o temprano cada deseo debe
encontrar su fatiga: su verdad”. Y la segunda, también:
“Nada hay tan desmoralizador como el ideal realizado”. Cioran sigue añadiendo
nuevos matices a esta idea que rondamos, aplicándola ya en concreto a la caída
de Roma: “Los romanos no desaparecieron de la superficie de la tierra a causa de
las invasiones bárbaras, ni del virus cristiano; un virus mucho más sutil les
resultó fatal: una vez ociosos, tuvieron que afrontar el tiempo vacío,
maldición soportable para un pensador, pero tortura sin igual para una
colectividad (...) La temporalidad huera caracteriza el aburrimiento. La aurora
conoce ideales; el crepúsculo solamente ideas, y en lugar de pasiones, la
necesidad de diversión. La Antigüedad que tocaba a su fin intentó curar ese
hastío característico de todas las decadencias históricas mediante el
epicureísmo o el estoicismo. Simples paliativos (...) que ocultaron, falsearon o
desviaron el mal, sin anular su virulencia. Un pueblo colmado sucumbe víctima
del tedio, como un individuo que ha ‘vivido’ y que ‘sabe’ demasiado”.
El mismo Marco Aurelio parecería que quiere ratificar esta línea de
pensamientos: “Todo lo que acontece –dice,
una vez que ya ha alcanzado la edad del desengaño– es tan vulgar y usado como la rosa en primavera y los frutos en el
verano: tal es la enfermedad, la muerte, la calumnia, la traición y cuanto
alegra o aflige a los necios”.
La vejez consiste en esa forma de defección que lleva a
dejar de sorprenderse, a constatar que todo lo que parece nuevo se inscribe
sobre la pauta de lo ya sido y conocido, a empezar a necesitar salir de esa
rueda del eterno retorno en que, a partir de cierto momento, parece ya consistir
la vida. Ser viejo es haber sobrepasado un cierto umbral de sabiduría, de
reconocimiento de las cosas, mantenerse ya seguro frente a ellas y abocarse
hacia el desistimiento de ir de nuevo a un excesivamente reiterado más allá.
“Rebajarse a la sabiduría –viene Cioran a redondear la idea
devolviéndola al cauce principal de nuestra reflexión– supone llegar a un acuerdo con el ritmo universal, con las fuerzas
cósmicas, es saberlo todo y adaptarse al mundo, nada más (...) El estoicismo
como justificación práctica y teórica de la sabiduría es lo más anodino y
cómodo que pueda imaginarse. ¿Existe un vicio del espíritu mayor que la
resignación?”. Por el contrario, “el
desacuerdo con las cosas es un signo evidente de vitalidad espiritual”. El
Imperio romano, al final, había llegado a la vejez, a la sabiduría que
representaba el estoicismo, al acuerdo con y adaptación a las cosas, a la
resignación. No sabía hacia dónde más ir. Había perdido su vitalidad.
Sentimiento de seguridad y desistimiento: he ahí, probablemente,
las claves de la actitud espiritual de los romanos que, como fatal hornacina, quedó
dispuesta y a la espera de que los acontecimientos del mundo visible vinieran a
ratificar la decadencia de Roma. Claves cuya evolución podemos rastrear
siguiendo el relato que Ortega y Gasset hace de las causas de la decadencia del
Imperio romano basándose a su vez en el análisis que sobre ello dejó hecho Max
Weber, y que nos permiten comprender cómo actúan las fuerzas que, partiendo de
las zonas de íntima penumbra en las que laten, inquietos, los deseos de los
hombres, mantienen su primacía sobre los acontecimientos a la hora de ordenar
el mundo (o desordenarlo, según los casos).
Antes de seguir, dejemos suficientemente apuntalada la idea
de que este punto de partida que escogemos incluye suficiente licencia como
para afirmar que las utilidades que rinden las grandes gestas humanas, y aún
más las utilidades económicas, son un motivo de segundo orden que viene a
hacerse sitio y a acoplarse con las más genuinas pasiones que mueven a los
hombres, las cuales, sin embargo, se elevan por encima de lo que las
explicaciones ambientalistas detectan. Al final, el hombre, al menos en las
épocas de vitalidad espiritual, siempre ha pretendido ir más allá de lo que ha
sido capaz de conseguir, de las utilidades que han quedado incorporadas a sus
logros. El mismo Ortega, en fin, da un carácter concluyente a esta línea
argumental: “Las cosas llamadas “serias” y útiles han sido en la historia míseras
decantaciones, precipitados y como propinas del puro deportivismo”. Y
sólo cuando ese deportivismo, ese apasionado y desprendido impulso hacia el más
allá decae, el utilitarismo toma el mando de los acontecimientos.
Ese impulso de transcendencia, de transgresión de fronteras
que acompañó a Roma mientras esta tuvo suficiente vitalidad, encontró en los
primeros romanos una utilidad con la que engarzarse: la adquisición de tierras
para el cultivo, convirtiendo al conquistador en pequeño propietario. El exceso
de tierras cultivables adquiridas derivó en la aparición de una segunda
utilidad de las conquistas territoriales: la adquisición de esclavos para
trabajarlas. Esto produjo una diferenciación de clases entre el capitalista de
esclavos, mucho más productivo, y el pequeño propietario, que no pudiendo
competir con aquel, desiste de formar parte de las fuerzas sobre las que seguía
progresando Roma. Mientras que el gran propietario de esclavos se convierte en
latifundista y reside en la urbe, el pequeño propietario de tierras abandona la
ciudad, se retrae en su gleba, se retira del pujante intercambio comercial
urbano y regresa a la economía autárquica y de intercambio en especie propia de
culturas anteriores.
Sobre el latifundista y el obrero urbano sigue pivotando,
mientras tanto, el comercio en moneda y la propia gestión de lo público, pues
es el contingente humano de los grandes propietarios aquel del que se nutre la
clase senatorial. Asimismo, el sostén fiscal del Estado sigue residiendo en
este ámbito urbano en el que el comercio en moneda se mantiene. Pero puesto que
el campesino ha regresado a la autarquía económica y no compra en la ciudad, y
el rico propietario tampoco, pues tiene su propia red productiva organizada
alrededor de su villa, el obrero industrial, acosado, también desiste
y comienza a emigrar al campo.
Asimismo, las grandes conquistas realizadas requieren de un
ejército numeroso que, a partir de un cierto momento, empieza a ver rebasadas
sus posibilidades. Se renuncia a ganar más territorios (sobre todo desde
Commodo, el sucesor de Marco Aurelio), aunque el mantenimiento de los ya
conseguidos sigue requiriendo de un gasto militar ingente; mientras que, al no
haber nuevas conquistas, empiezan a escasear los esclavos. La sobrecarga
impositiva a los habitantes de la ciudad (únicos sujetos fiscales en la
práctica), especialmente a los ricos que, además, están obligados a ejercer los
cargos municipales y a responder con su fortuna ante el erario, provoca un
nuevo desistimiento: los ricos emigran al campo, a sus villas, en las
que organizan asimismo una economía autárquica, de subsistencia, dando un
mazazo a la en otros tiempos boyante economía romana y a su régimen tributario.
A la vez, el Estado, atrapado, se entrega a los pueblos
bárbaros, a los que encarga la defensa del Imperio y sus fronteras a cambio de
tierras. Dice al respecto Pierre Grimal, un clásico historiador de Roma: “Los
romanos, como suele acontecer, habían ido olvidando poco a poco el oficio de
las armas. La prosperidad material del “siglo de oro” es en buena parte
responsable de tal desafección. Cuando es posible comerciar, enriquecerse,
vivir en la paz y el bienestar, ¿quién escogería la precaria existencia de los
soldados?”. Aquella entrega de fronteras, pues, el paso de los grandes
ríos fronterizos por los pueblos del norte, se puede entender como el desistimiento
por parte del propio Estado de mantener su impulso de seguir adelante. Y claro
está, los bárbaros acaban haciéndose dueños de aquello que estaban encargados
de defender.
A un organismo lo mantiene vivo la inquietud, la tensión que
se produce entre lo que actualmente es y lo que pretende ser. En el organismo
humano llamamos a esto, más explícitamente, “deseo”. Cada mañana nos ponemos en
marcha con ánimo de ir resolviendo los diversos motivos de inquietud que
forman, todos juntos, nuestro bagaje vital. Hay dos medios por los que el
organismo advierte que ya no hay motivos para inquietarse: uno es la
consecución de las metas previstas y la consiguiente sensación de seguridad
que acompaña a tales logros (sensación inevitablemente ilusoria, puesto que
todo sentimiento de satisfacción es provisional); y el otro es el desistimiento,
la instalación en la decepción, la convicción de que es imposible ir más allá y
de que el mundo nunca va a estar a la altura de nuestros deseos. El sentimiento
de seguridad
y el desistimiento
son las dos señales que el organismo detecta para empezar a abrir las
compuertas que conducen a la muerte. Ya no queda nada por hacer, luego la vida
empieza a ser superflua. El sistema inmunológico del hombre y, si podemos
hablar así, el de las civilizaciones y los organismos sociales, recibe la
consigna y se desactiva. Las enfermedades anticipan el inevitable desenlace. Y
puesto que, según Ortega, “el hombre es un sistema de deseos
imposibles”, el conformismo, la resignación (la “fatiga” que dice Cioran)
y sus trágicas secuelas parece que fatalmente acaban llegando tarde o temprano.
Así que fueron el sentimiento de seguridad y el
desistimiento lo que, echando agua sobre el fuego del vigoroso deseo que
sostuvo en pie a Roma, abrió las compuertas de la decadencia. En principio,
generando la disociación entre las distintas partes del Imperio. Rostovtzeff, otro
clásico en el estudio de Roma y de su decadencia, habla así de la disgregación
social que existía: “Los campesinos odiaban a los terratenientes y a los funcionarios; el
proletariado de las ciudades odiaba a la burguesía urbana, y el ejército era
odiado por todos, incluso por los campesinos... Las relaciones entre el Estado
y los contribuyentes tomaron la forma de un latrocinio más o menos organizado”.
Las rutas por tierra y por mar para la circulación de bienes eran cortadas
continuamente por las hostilidades, el bandolerismo, la piratería; los usurpadores
prohibían la salida de productos fuera de las provincias en que eran
reconocidos. Los soldados se dedicaban a la rapiña en los territorios que
debían defender. A todo esto lo llama Ortega pérdida de la “elasticidad social”. A
tal concepto se refiere cuando dice: “Habrá (...) salud nacional en la medida en
que (las) clases sociales y gremios (a través de los cuales se articula el
cuerpo nacional) tengan viva conciencia de que son un trozo inseparable, un
miembro del cuerpo público”. “Cuando esto falta –dice el mismo
Ortega más adelante– (es ello) síntoma mucho más grave de
descomposición que los movimientos de secesión étnica y territorial”. El caso es que esto último también se
produjo: aparecieron particularismos regionales, habitualmente unidos a
sectarismos religiosos.
Y en fin, las formas del desistimiento cristiano al que me
he referido en los artículos anteriores, su apología de la huida al desierto, a
los eremitorios o a la “vida interior”, serían solo un microcosmos de
desistimiento dentro del macrocosmos del desistimiento general. El
cristianismo, en cuanto modo de escapar hacia el más allá dejando orilladas sus
obligaciones con el César (pese a que supuestamente le daban a este lo que era suyo
y a Dios solo lo que era de Dios), fue solo uno de los modos de colaborar en el
cataclismo general de un pueblo que había dejado de saber hacia dónde ir.