El más allá se nos manifiesta de diversas maneras que pueden
incluirse unas en otras, de forma semejante a como lo hacen las muñecas
matrioskas. Sin duda, la forma rectora que modela y sustenta a todas las demás
es el más allá de la muerte, última frontera del ser. De ese más allá vienen
emitidas, en última instancia, todas nuestras angustias, todo lo que amenaza
con convertir en frágiles o provisionales las conquistas que hayamos alcanzado
a lo largo de la vida, obligándonos una y otra vez a sobreponernos a esa
expectativa que la muerte añade a todo lo que nos constituye.
El héroe o el dios vienen a ser aquellos personajes que,
habiendo traspasado las fronteras en las que la muerte acechaba, han conseguido
sobrevivir o resucitar. Han conquistado, pues, el más allá. Sobre su modelo
construimos la creencia en la supervivencia, en que no desaparecerán los logros
alcanzados a lo largo de la vida, en que, de alguna forma, el ser que somos es
más poderoso que la misma muerte. En suma, que existe la manera de seguir
adelante. Ha sido la religión, se infiere, el instrumento radical de
aproximación a esa frontera, la más angustiosa, a base de sugerirnos que existe
un camino heroico por el que es posible acceder, confiados, al más allá.
En un sentido topográfico, de inferior nivel por tanto, e
incluido en aquel otro sentido escatológico y modelado por él, el más allá ha
tendido a estar ubicado en el Occidente, siguiendo el rastro que deja el Sol,
origen de toda forma de vida, mientras discurre hacia el ocaso. Y la frontera,
las tierras de la muerte, el “Finis Terrae”, ha merodeado, desde tiempo
inmemorial, alrededor de lo que llamamos España, la Iberia de los fenicios, la
Hispania romana, que hasta Colón fue el extremo occidental del mundo conocido,
el que envolvía al “Mare Nostrum”.
Sobre esta atracción hacia el Occidente decía Ortega: “Los
hombres de Grecia y Roma (...) recordaban o veían que el Poder, el mando del
mundo, el Imperio, se había ido moviendo, desplazando y como emigrando de un
punto de la tierra a otro. En efecto, sabían que, primero, había habido el
Imperio de los asirios, y que de allí el mando pasó al Imperio de los persas,
de donde a su vez se trasladó a Macedonia, con Alejandro el Magno, y que en su
tiempo acababa de llegar a manos del pueblo romano. Es decir, que, por lo
visto, el Imperio emigra de Oriente a Occidente, lo mismo que las estrellas
(...) Lo curioso es (...) que con el Imperio ha seguido aconteciendo lo propio,
ha seguido trasladándose, moviéndose
de Oriente a Occidente. Es lo que llamaban “translatio Imperii”. Es decir que,
por lo visto, la Historia sigue el mismo curso sideral”.
“El anhelo es la primera manifestación de la vida humana”, dice
María Zambrano. El anhelo, el Deseo,
está presente, por lo tanto, a la hora en que se imaginan y confeccionan las
trayectorias por las que habrá de discurrir la realidad. Bien pudiera ser que
la tarea del Deseo consistiera en crear mundos imaginarios para, acto seguido,
quedarse pacientemente a la espera de que la historia acabe dejando a su
alcance un mundo real en el que poder encarnar, mejor o peor, ese otro mundo
deseado. Entonces la imaginación dejaría que los lugares y los personajes del
drama que ella inició tomaran prestados los nombres que consigo trae la
realidad. La historia, según esto, consistiría en una secuencia de ensayos de
aproximación a las pretensiones del Deseo, de forma que, una vez interpuesto el
cedazo encargado de separar los aciertos de los errores, se acaben recogiendo
el número suficiente de los primeros como para que quede configurado el
acontecimiento que ha de servir de anclaje real al mundo que la imaginación
tenía preparado. Ortega lo dice así: “Casi siempre las cosas humanas comienzan
por ser leyendas y sólo más tarde se convierten en realidades”. Y se
reafirma cuando dice: “El hombre es el animal fantástico (...) Y
la historia universal es el esfuerzo gigantesco y milenario de ir poniendo
orden en esa desaforada, anti-animal fantasía”. María Zambrano aludía a
esta misma idea diciendo: “La historia, toda ella, pudiera titularse:
‘Historia de una esperanza en busca de su argumento’ ”. A partir de que
el mismo Ortega recuerda que “Homero decía que los héroes combaten y
mueren no más que para dar motivo a que luego el poeta los cante”, nos sentimos ya con licencia para invertir los términos de esa
secuencia argumental sin atentar demasiado contra el pensamiento que subyace:
en el principio era el cantor; los hechos persiguen la pauta por él
preestablecida. Pues “en la carne del mundo se sembraron los
mitos y en esa misma carne han de florecer”.
Hace milenios, la imaginación helénica dispuso que en el
Occidente había unas feraces tierras a las que envió a Hércules a llevar a cabo
alguno de los trabajos que su madrastra, la diosa Hera, le había impuesto para
compensarse por los devaneos de su esposo Zeus, padre de Hércules, al que engendró en uno de los episodios de
infidelidad a los que su incontinencia sexual le empujaba frecuentemente. Allí,
en el extremo del Occidente, y como monumento a esa ardua empresa que le llevó
en pos de las manzanas de las Hespérides y a enfrentarse con los toros de
Gerión y con el can Cerbero, construyó el héroe dos columnas que, al encarnar
en la geografía, pasaron a convertirse en sendos cabos del estrecho de
Gibraltar, el límite del mundo conocido, la puerta del más allá, un más allá
tenebroso, pero también prometedor, pues, como suele ocurrir en estos casos, un
país maravilloso aguardaba al otro lado de la frontera a que algún espíritu
heroico se decidiera a transgredirla.
Hace también milenios, pero ahora en el lado de acá de la
imaginación, el Mediterráneo era, efectivamente, el centro del mundo conocido.
Desde Tiro, en su extremo oriental, los fenicios, maestros en el arte de la
navegación y convertidos, como hubiera dicho León Felipe, en “argonautas
del ensueño”, desplegaron las velas de sus barcos en pos de Occidente,
dando cauce histórico a aquel mito del primigenio Eldorado que fue Tartessos
(quizá, como supone el arqueólogo Schulten, la mismísima Atlántida de la que
hablaba Platón), en la región que aproximadamente ocupan en la actualidad las
provincias de Cádiz, Huelva y el valle del Bajo Guadalquivir. En las minas de
esta región abundaban la plata, el plomo y quizás el oro, además del cobre y el
estaño, cuya aleación, el bronce, había dado nombre a aquella edad que apuntaba
ya a su término. Al final del segundo milenio antes de Cristo, acometieron los
fenicios la audaz tarea de traspasar la que a lo largo de los siglos fue temida
frontera del más allá: las Columnas de Hércules, el estrecho de Gibraltar. De
esta forma, dice María Cruz Fernández Castro en su libro “La prehistoria de la Península Ibérica”, “podría ser que la aportación
decisiva de los colonizadores fenicios diera vida al mito de Tartessos y lo
hiciese verosímil”. En congruencia con este tipo de fenómenos, Sánchez
Albornoz se preguntaba: “¿Los pueblos zigzaguean ebrios de azar
empujados por su ancestral temperamento? ¿O cumplen una misión suprahumana que
podríamos llamar divinal?”. Lo que un historiador está obligado a
plantearse entre interrogantes, el poeta, León Felipe en este caso, se puede
permitir enunciarlo afirmativamente:
“Se sabe que el poema es una crónica,
que la crónica es un mito,
la
Historia una serpiente que se muerde la fábula.”
Fernández Castro añade también estas palabras del
geógrafo griego Estrabón, escritas cientos de años después a propósito de la
fundación de Cádiz: “Los gaditanos recuerdan cierto oráculo, que, según dicen, realmente se
dio a los tirios, ordenándoles que mandaran una colonia a las Columnas de
Hércules; los hombres a quienes enviaron a reconocer la región, según cuenta la
historia, creyeron, al llegar cerca del estrecho en Calpe (el Peñón de Gibraltar), que
los dos cabos que formaban el estrecho eran extremos del mundo habitado y de la
expedición de Heracles, y que los cabos mismos eran lo que el oráculo llamó
‘Columnas’ ”.
Así pues, alrededor del 1100 antes de Cristo, fundaron los
tirios en el “más allá” Gadir (Cádiz), la que hoy es la más antigua ciudad del
Occidente europeo, para comerciar con los tartesios, que controlaban las ricas
minas onubenses y del valle del Bajo Guadalquivir. El esplendor aureoló durante
mucho tiempo el destino de aquel valiente pueblo que un día decidió
extralimitarse.
Saludos, Javier. Espero que haya pasado un buen verano.
ResponderEliminarCuriosa entrada. Me quedo con eso de que los imperios se mueven siempre hacia Occidente, en un par de milenios nos vuelve a tocar.
La creencia en el Más Allá puede hacernos mejores, nos hace reflexionar seriamente sobre lo que queremos o lo que merece la pena. Aunque veo un inconveniente, en mi opinión, sólo se puede creer por esperanza y no por fe, a ver si me explico, creo que no hay nada malo en esperar que todo tenga sentido y en luchar por ello pero no se puede dar por hecho.
Sin fe el mundo real es áspero y cruel pero sincero, sin ella hay poco consuelo o ninguno, pero deberíamos acostumbrarnos a luchar con el mundo sin esperar nada - me fastidia la cara de tonto que se me puede quedar si no hay nada al otro lado al final :) -.
He leído la entrada de Dalí, creo que fue de los últimos que yo llamo artistas... tanto tiburón en formol y tanta estatua de basura, puaf.
Saludos John Carlos, me alegro de verle por aquí de nuevo.
ResponderEliminarMi verano, como habitualmente, discretito o, mejor dicho, sin apenas vacaciones. El descanso que me he tomado en el blog ha sido debido, más bien, a que he aprovechado para hacer otros trabajos que han ocupado la casi totalidad de mi tiempo libre.
Yo creo que en lo de volver a ser Imperio tenemos las mismas probabilidades que de ganar otra vez la Copa del Mundo de fútbol: en las dos ocasiones, ya hemos cubierto el cupo.
Con unos u otros términos, el caso es que estoy de acuerdo con usted: el más allá es una referencia, el horizonte que enmarca y da dinamismo a lo que somos mirados de cerca. Las cosas inmediatas, en gran medida tienen sentido cuando las podemos ver como incluidas dentro de un proyecto de vida que nos empuja hacia algo más de lo que ya somos (el argumento podría complicarse un poco, porque hay cosas respecto de las cuales lo único que querríamos es verlas repetidas sin más, sin necesidad de proyectarlas hacia nada más, pero en lo esencial creo que vale). Y esa búsqueda de algo más, ese intento de prolongar las cosas hacia su ideal no exige que lo que él representa exista realmente, solo que lo necesitemos. El mundo, casi podríamos decir que es el lugar de paso de nuestros ideales, que se encuentran en él coyunturalmente con lo que las cosas son, pero que no se entretienen mucho con ellas, sino que prosiguen su marcha hacia el más allá.
Y sí, a mí tampoco me conmueven nada las torres de mierda del arte povera, ni las performances, ni los fragmentos o los retales hechos con fragmentos del cubismo, dadaísmo y, en general, los diferentes ismos de las vanguardias artísticas. Dalí creo que vino a significar una vía de salida a todo ese extravío.