El nacimiento del individuo no es propiamente un suceso sino
un proceso. Un proceso largo y costoso
que ha ido entrando por las páginas de la historia (sigue haciéndolo aún) con
gran esfuerzo. No lo hizo suficientemente en el mundo antiguo: “El
‘yo’ no tiene gran papel en la noción antigua del mundo –dice Ortega–. Los
griegos no usaban nunca tal palabra en su filosofía”. Aaron Gurevich lo confirma en “Los orígenes del individualismo europeo”: “En
la Antigüedad, al parecer, no existía la conciencia personal (…) El individuo
está sometido a una fuerza superior sin rostro, el destino, al que no está en
condiciones de oponerse”. Sí
podemos destacar, sin embargo, como otro de los hitos fundamentales de ese
proceso, el momento en el que San Pablo incluye en el bagaje cultural de
Occidente la idea de que “somos templos del Espíritu Santo”,
y de que, por tanto, la fuerza creadora reside en nosotros, los
individuos. O aquel otro, a comienzos
del siglo V, en el que San Agustín declaraba: “Yo y no el destino ni el azar ni
el diablo”, una idea que manaba en el santo de la misma fuente que le hizo
escribir un libro como las “Confesiones”, en donde emerge la necesidad de dar
razón de sí mismo, de interrogarse sobre su propia identidad. Como asimismo
hizo Patricio, el apóstol de Irlanda, que en su propia “confesión” escrita
pregunta a Dios: “¿Quién soy, Señor, y cuál es mi sentido?”. Todo lo cual vendría
a sustentar esta reflexión que siglos después hiciera Kierkegaard: “El
heroísmo cristiano, muy raro por cierto, consiste en que uno se atreva a ser sí
mismo, un hombre individuo, este particular hombre concreto, solo delante de
Dios, solo en la inmensidad de este esfuerzo y de esta responsabilidad”.
Sin embargo, a lo largo de la Edad Media fue el cristianismo el que sirvió de
sustento ideológico a la idea de que el destino del hombre se decide exclusivamente
en instancias que le trascienden.
Llegado el momento, surgieron el Renacimiento y la Reforma
para dar un renovado impulso a la idea del individuo como gestor de su propia vida.
Lutero (1483-1546) llegó diciendo: “El cristiano es un hombre libre, dueño de
todas las cosas; no se halla sometido a nadie”. Y Friedrich
Schleiermacher (1768-1834), el filósofo-teólogo protestante más importante de
Alemania después de Lutero, proclamaba: “Manifestad vuestra individualidad y marcad
con vuestro espíritu todo lo que os rodee; trabajad en las santas tareas de la
humanidad, atraed a espíritus amistosos, pero siempre mirad en vosotros mismos,
estad atentos a lo que hacéis y a cómo se revela vuestra esencia”.
Todo fue cambiando para acomodarse a los nuevos parámetros
que la emergencia del ser individual iba imponiendo. Hasta en el vocabulario: “La
palabra ‘yo’ –dice Jeremy Rifkin en “El
sueño europeo”– comenzó a aparecer con más frecuencia en la literatura a comienzos del
siglo XVIII, igual que el prefijo ‘self’ (auto) (...) La autobiografía se
convirtió en un nuevo y popular género literario. En el terreno artístico se
hicieron populares los autorretratos. Más interesante aún es el dato de que a
mediados del siglo XVI había una producción masiva de pequeños espejos
personales, un artículo poco usado en la época medieval”. Deambular en
solitario dejó de ser, como lo había sido en la Edad Media, un signo de
desvarío. En el ambiente doméstico irrumpió un nuevo valor: la privacidad, de
modo que, por ejemplo, empezaron a ser posibles los dormitorios personales en
cada vivienda; todavía Miguel Ángel dormía con sus asistentes, cuatro en la
misma cama, y aún en aquellos tiempos de transición a la Modernidad era
costumbre que, en las noches de boda, los familiares e invitados de los recién
casados acompañaran a estos al lecho conyugal para presenciar la consumación
del matrimonio. En el siglo XVIII, actos como bañarse desnudo, orinar y defecar
pasaron también a la esfera privada, y la visión y el olor de las heces humanas
se empezaron a convertir en fuente de incomodidad y disgusto.
El ramal de la Ilustración que Kant representó marcó un hito
decisivo en esta larga emergencia del individuo: “ ‘Sapere aude!’ ¡Ten valor para
servirte de tu propio entendimiento!”, fue el lema que este filósofo
consideró que expresaba la esencia de aquel momento. Desde entonces, la
democracia pasó a dar articulación política a la idea de que es en el
individuo, investido ahora de la condición de ciudadano, en quien ha de residir
la responsabilidad última de la marcha de los destinos colectivos. La Asamblea
Nacional Francesa de 1789 proclamó “los
derechos naturales e inalienables del hombre y del ciudadano”. Los hombres,
se decía en tal proclama, “nacen libres y continúan siempre libres e
iguales en sus derechos”, los cuales se enumeraban y definían como los
derechos a la libertad, la propiedad privada, la inviolabilidad de la persona y
a la resistencia contra la opresión. Todos los ciudadanos eran, pues, iguales
ante la ley y tenían derecho a participar directa o indirectamente, en la
legislación; nadie podía ser arrestado sin orden judicial; y se garantizaba la
libertad religiosa y de expresión.
Pero estas pretensiones de hacer nacer definitivamente al
individuo como ser libre y responsable tuvieron que hacer frente a lo largo de
toda la Era Moderna a las que reaccionaban contra ello y trataban de
rehabilitar la fuerza de lo colectivo. Lo cual quedaría meridianamente claro en
las diferentes utopías que imaginaron diversos autores de la primera Edad Moderna,
para empezar, la de quien utilizó por primera vez esa palabra, Tomás Moro
(1478-1535). La sociedad que Moro imaginó desde aquellas premisas colectivistas
habría de habitar en ciudades construidas todas ellas con el mismo plan, y en
ellas todos sus habitantes habrían de vestir de la misma forma. Los lugares de
residencia estarían abiertos para todos y se intercambiarían por sorteo cada
diez años. La vida privada no tendría allí sentido alguno. La comida tendría
lugar en comedores comunales. Nadie podría viajar sin autorización; la
violación por dos veces de esta regla se castigaría con la esclavitud. La edad
mínima para el matrimonio sería de dieciocho años para las mujeres y de
veintidós para los hombres, castigándose severamente el sexo fuera del
matrimonio. Y no existiría la propiedad privada, fuente de todos los males que
afectaban a la humanidad, según Moro. La maquinaria del reloj, en la cual cada
pieza no es sino apéndice de las demás, servía como adecuada metáfora de esa
sociedad utópica en la que, contradiciendo aquel impulso hacia la
individualidad que estaba brotando, todo cumple una función prevista y decidida
al margen de la voluntad individual.
Tommaso Campanella (1568-1639) en “La ciudad del sol” imaginó un mundo muy parecido al de Moro, en el
que también serían comunes todas las cosas, incluso las artes, los honores y
los placeres. Todos vivirían en comunidad, y de la educación de los niños se
encargaría el gobierno, pues la familia, fuente de la codicia humana, quedaría
eliminada. Y para que todo cuadrase y nadie se desmandara, la sedición contra
el Estado se castigaría con la muerte.
Alexis de Tocqueville en “La
democracia en América”, que publicó en 1835, observa las dos perversas direcciones
que, superpuestas a la que favorecía la libertad y la responsabilidad, estaban
tomando muchos individuos: una de ellas les dirigía hacia sus intereses más
pacatos y egoístas, y la otra, a la promoción de un colectivismo totalitario: “Quiero
imaginar –dice pensando en aquella primera perversión– bajo
qué riesgos nuevos el despotismo puede producirse en el mundo: veo una multitud
innumerable de hombres semejantes e iguales, que dan vueltas sin descanso sobre
sí mismos, para procurarse pequeños y vulgares placeres, de los que llenan su
alma. Cada uno de ellos, mantenido aparte, es como extraño al destino de todos
los demás: sus hijos y sus amigos forman para él toda la especie humana; en lo
que se refiere a sus conciudadanos, está a su lado, pero no los ve; los toca y
no los siente; no existe más que en sí mismo y para él solo, y, si le queda
todavía una familia, por lo menos se puede decir que ya no tiene patria”.
Y desvelando la base misma que hace posible la aparición de
los totalitarismos, dice asimismo: “Por encima de ellos (de aquellos
hombres que “dan vueltas sin descanso sobre sí mismos”) se alza un poder inmenso y
tutelar (…) Es un poder absoluto, detallado, regular, previsor y suave. Se
parecería al poder paterno si, como él, tuviese como objeto preparar a los
hombres para la edad viril; pero no se persigue, al contrario, más que
mantenerlos irrevocablemente en la infancia; le gusta que los ciudadanos se
diviertan, con tal de que no piensen más que en divertirse. Trabaja a gusto por
su felicidad; pero quiere ser su único agente y su único árbitro; provee a su
seguridad, prevé y asegura sus necesidades, facilita sus placeres, conduce sus
principales asuntos, dirige su industria, regula sus sucesiones, divide sus
herencias (…) De esta manera, a diario, hace menos útil y más raro el empleo
del libre arbitrio; encierra la acción de la voluntad en un espacio más
pequeño, y arrebata, poco a poco, a cada ciudadano, hasta el uso de sí mismo”.
El mismo Tocqueville concluye resaltando esta escisión que sufría
(y sigue sufriendo) el hombre moderno: “Nuestros contemporáneos son incesantemente
asaltados por dos pasiones enemigas: sienten la necesidad de ser conducidos y
el deseo de seguir siendo libres”. Apoyados en el sesgo que les hacía
desear ser conducidos, surgieron los adalides del totalitarismo del siglo XX: “Fuimos
los primeros en afirmar que conforme la civilización asume formas más
complejas, más tiene que restringirse la libertad del individuo”, aseveró,
por ejemplo, Benito Mussolini.
Pero la dirección de la historia está marcada. Así lo señaló
María Zambrano: “La persona humana (…) constituye no sólo el valor más alto, sino la
finalidad de la historia misma”. Y lo mismo vino a decir Miguel de
Unamuno: “El proceso de la cultura no halla su perfección y efectividad plena
sino en el individuo”. Aún
más dijo el filósofo vasco: “El individuo (es) el fin del Universo”.
Saludos, Javier. Me ha gustado la entrada, muy interesante, aunque no creo que los antiguos no supiesen lo que era el individuo, o que no les preocupase. Diría que consideraban que con la soledad se pasa mucho frío, en la actualidad podemos sentirnos muy individualistas y actuar como si fuésemos el centro del Universo, pero es porque vivimos muy bien - comparado con ellos, claro -.
ResponderEliminarBuenas tardes John Carlos. Me ha ocurrido algo que ya usted reconocerá como casi habitual: me he puesto a escribir una contestación a su comentario y me ha salido un artículo nuevo. Así que le remito a la nueva entrada que, cuando la pula un poco, colgaré en breve.
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