Edvard Munch (1863-1944) sabía que estaba neurótico. Incluso
tenía conciencia de que su arte estaba, no ya condicionado, sino más bien
determinado por su neurosis, lo que le llevaba a incluso no querer curarse de
la misma; y es que, como dice Ortega, “cuando alguien es una pura herida, curarlo
es matarlo”. Kandinsky opinaba asimismo que el desequilibrio conducía a
la creación. Pero es que hasta el mismo Aristóteles se preguntaba: “¿Por
qué razón todos aquellos que han sido hombres excepcionales, en lo que respecta
a la filosofía, la ciencia del estado, la poesía o las artes, son
manifiestamente melancólicos…?”. Stendhal, en su “Vida de Mozart” hacía, por su parte, esta reflexión confluyente
con las anteriores: “Quizá sin esa exaltación de la sensibilidad nerviosa que llega hasta
la locura no hay genio superior en las artes que requieren ternura”. Y
Kafka, en fin, desde su particular plataforma creadora llegó a manifestar que “si
en algún momento he sido feliz por un medio distinto de la literatura y lo que
estaba relacionado con ella… precisamente entonces era incapaz de escribir”.
En línea con lo que Kafka experimentaba, Marcel Réja, un psiquiatra francés que
investigó en profundidad las peculiaridades íntimas que condicionan la
actividad de los artistas, subrayaba que “el hombre con sentido común y con sentido
práctico, probo trabajador, buen ciudadano y buen esposo, no fue jamás un gran
poeta”.
Estamos pretendiendo derivar hacia la conclusión de que el
arte no debe ser valorado en primera instancia como un producto estético. Ante
todo, está hecho de los girones de irrealidad que nos vamos dejando en ese
difícil acceso y acoplamiento a lo real en que en buena medida consiste la
vida. La aspiración a la belleza es sólo uno de los trayectos que el arte puede
seguir: justamente aquel en el que el roce con alguna concreta porción de la
realidad nos permite evocar la categoría de lo bello, que, estrictamente
hablando, sólo habita en esa sucursal de lo que no existe que es nuestra alma. Pero
el arte está también llamado a recorrer, y a su manera plasmar, todos esos otros
lugares poblados de ectoplasmas, a veces terroríficos, como en la pinturas
negras de Goya o en las angustiosas del mismo Munch, y de productos de la
imaginación en general que, partiendo de nuestra intimidad, no han logrado encajar
en ningún rincón de la realidad.
Así considerado, el arte no sirve para nada, es un
paréntesis abierto en la utilitaria tarea de adaptación a lo real, como también
lo es el juego, la religión, el lamento, el sueño, el deseo de lo que nunca
conseguiremos o la neurosis. El arte, en suma, es un medio de aproximación a y
exploración de ese otro paréntesis definitivo, de apoteosis de la inutilidad
que es la muerte. Es por ello por lo que Baudelaire, en un momento crítico de
su vida, a los 24 años, anunció a su tutor: “Voy a matarme porque soy inútil
para los demás… y peligroso para mí mismo”. Justo aquel en el que
exploró la posibilidad del suicidio, del paréntesis que en la vida se abre
hacia la muerte, fue también el momento en que su vida se bifurcó y empezó a
encaminarse hacia esa otra forma de inutilidad menos destructiva que es la
creación literaria. Este peculiar maridaje entre irrealidad y arte hace que el
artista tienda a ser un inadaptado, y, a menudo, un perturbado mental. “La
neurosis hace al artista”, afirmaba André Malraux a través de uno de
los personajes de sus novelas. Y pecaba de optimismo, porque inmediatamente
después añadía: “y el arte cura la neurosis”. Seguro que cualquier artista se
conformaría simplemente con encontrar en él alivio o consuelo para sus
tormentos. Sartre decía, en fin: “Una neurosis la superas, de ti mismo no te
curas”.
Edvard Munch, del cual se está exponiendo ahora mismo en
Oslo la más amplia representación de sus cuadros jamás reunida, acumuló a lo
largo de su vida estupendas oportunidades de quedarse atascado en esos
paréntesis de la realidad que abocan a la neurosis y, si uno se decide a
explorarlos, puede que también al arte. Cuando contaba con cinco años de edad,
su madre murió de tuberculosis. Philipe Brenot, en su ensayo “El genio y la locura”, sostiene que “en
la vida de los grandes creadores y los personajes excepcionales se da con
frecuencia la pérdida temprana de un ser cercano: del padre, de la madre, de un
hermano o hermana, de un hijo o una hija”. Efectivamente, la orfandad
temprana atenta contra la búsqueda de identidad, contra la necesidad de ser
acogido, de ser alguien significativo, lo cual obliga a un trabajo psicológico subsiguiente
por encima de lo normal. Para el psicoanálisis, asimismo, el acto creador
nacería de la necesidad de reparar la pérdida de un “objeto” amado. Por añadidura,
el padre de Edvard era una persona atormentada y de religiosidad estricta, que transmitió
a sus cinco hijos sus tenebrosas ideas sobre el infierno que espera a quienes
se portan mal en esta vida. “La enfermedad, la locura y la muerte –llegó
a confesar Munch– fueron los ángeles negros que se cernieron sobre mi cuna y que me han
seguido durante el resto de mi vida. Desde una edad temprana, me enseñaron los
peligros y las miserias de la vida en la tierra, me hablaron de la vida después
de la muerte y de las agonías del infierno que aguardaban a los niños que
pecasen. A veces me despertaba de
noche y miraba alrededor ¿Estaba en el infierno?”. Más aún: su
hermana favorita, Sophie, murió cuando él tenía 14 años, y a Laura, otra de sus
hermanas, le diagnosticaron enfermedad bipolar y fue internada en un
psiquiátrico. El propio Munch sufrió prolongadas enfermedades y depresiones que
le condujeron al alcoholismo y lo pusieron al borde de la enfermedad mental,
por lo que también llegó a estar internado, en 1908, en una clínica
psiquiátrica de Copenhague. Así que, en conclusión, en 1880 decidió convertirse
en pintor, es decir, elaborar su particular manera de defenderse de la
depresión, la angustia y la autodestructividad a través de una tarea creadora. “Qué
profunda paradoja –reflexiona Brenot–: esa angustia que permite crear
y, precisamente por eso, existir, conduce igualmente a la muerte y al borde del
abismo”.
El creador, el que lo es a través de ese cauce maravilloso,
pero inútil y superfluo, que constituye el arte, es, efectivamente, para
empezar, un ser más frágil que los demás. Su tarea se convierte en una
persecución obsesiva de puntos de anclaje para una identidad que busca pero que
le rehúye. Frente a la inseguridad y la ausencia de permanencias en que su vida
va consistiendo, se afana en buscar infructuosamente certezas, verdades, suelo
firme en el que fundamentarse. Toda creación nace de la inestabilidad, de la
duda, que, en principio al menos, no es una duda intelectual, sino afectiva,
referida a la necesidad de ser alguien significativo, de tener una identidad. Ganarse
la autoaceptación obliga a alguien así a muchas más cosas que a quien sobre
todo tuvo una infancia en que contaba con la aceptación de los demás de modo
incondicional. Enfrentado a su conflicto interior, el ser excepcional sólo
tiene, finalmente, dos alternativas: o bien reconstruirse desde su debilidad a
través de su obra reparadora, o bien caer en la angustia, la depresión, la
locura o incluso el suicidio. Tal vez, se dedique a bascular entre ambas
posibilidades y su obra venga a ser una especie de delirio o alucinación
benignos, compatibles (quizás a duras penas) con la realidad, un correlato de
sus deseos, aspiraciones o temores que encuentra el modo de plasmarse sin
necesidad de que la personalidad acabe extraviada a través de delirios y alucinaciones
cabales.
¿Qué hay en la obra pictórica de Edvard Munch que justifique
la atracción que el espectador atento suele sentir hacia ella? No, desde luego,
una técnica elaborada, que, sin duda, Munch era capaz de desarrollar, pero que
desdeñaba o sacrificaba. No lo hacía, sin embargo, por desidia (tardó tres
años, por ejemplo, en realizar “El grito”, e hizo de él tres versiones, dos
pasteles más y una litografía, y en general retocaba una y otra vez sus
cuadros, incluso después de haberse desprendido de ellos), sino porque
encontraba en el trazo esquemático y aparentemente descuidado una forma de
expresión más adecuada a sus pretensiones. También Goya en sus pinturas negras
hace algo semejante. ¿Qué es lo que el pintor noruego trata de expresar y
comunicar en sus pinturas? Creo que el vector principal, el motivo que aglutina
y cataliza el conjunto de sus pinturas es la muerte, su proximidad o
inminencia, la amenaza de disolución y pérdida que supone, la angustia que la
anticipa o la deja vislumbrar. “Sin el miedo y la enfermedad –llegó
a decir– mi vida sería como un bote sin remos”. Para transmitir esa
obsesión, esa que era su verdad, no valdrían, o no de la misma forma, figuras
dibujadas de manera realista, sino esas otras fantasmales que utiliza
aproximando las facciones de los personajes a lo que podría ser su forma
cadavérica. Munch pinta rostros a mitad de camino entre lo vivo y lo muerto:
teces verdosas, ojos hundidos y ojeras pronunciadas, rostros mórbidos que van
desde la cercanía al rigor mortis hasta la emotividad descontrolada y
angustiosa. Y los mismos argumentos de sus cuadros merodean una y otra vez
alrededor de la muerte: seres en pleno ataque de ansiedad (que no es sino
sensación de muerte inminente), asesinos, enfermos, separaciones, relaciones
vampirizantes… En “El grito”, el rostro del personaje principal no es sino el
esquema de una calavera, como queda demostrado a la vista de la momia peruana
que, en una de sus visitas a París y al museo en el que se exhibe, le
sirvió de inspiración; y la forma curvada que sustituye a sus piernas denota su
fragilidad, su propensión a caerse, la falta de consistencia de una
personalidad invadida por la angustia. Negras sombras junguianas, más bien
borrones, que acompañan incluso a figuras que, como la que representa la
pubertad, debieran de resultar inocentes,
o figuras negras como contrapunto de otras claras a las que acompañan
(una similitud más con Goya), avisan de ese extremo de la personalidad que
apunta hacia lo que, como la misma muerte, amenaza o no podemos controlar.
Decía Freud de las personas melancólicas, de alguna manera tan
próximas, como hemos visto, a las personalidades creativas, que “son
capaces de captar la verdad con más agudeza que otras personas que no son
melancólicas”. En el caso del artista no hablamos de una verdad
objetiva, supeditada a la realidad externa, sino de otra verdad íntima, aquella
a la que se accede por medio de una sensibilidad extrema, que resalta los
perfiles de lo que a la persona normal le parece desdeñable o le pasa
desapercibido. Mientras que la manera de sentir de una persona normal le hace
sentirse normalmente segura y descuidada, la propia del artista le hace
elevarse a una altura vertiginosa: la altura desde la que se divisa el abismo.
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