El 14 de diciembre, Adam Lanza, un joven norteamericano de
20 años, después de matar a su madre, cogió tres de las armas de fuego que había
en su casa, fue a la escuela de primaria en la que aquella era maestra y de la
que él mismo fue alumno tiempo atrás, y disparó sobre niños y profesores,
asesinando a 26 personas, entre ellas 20 niños. Cuando, en medio de la matanza,
oyó que llegaba la policía, se suicidó.
Fuentes cercanas a la familia han confirmado que Lanza
padecía el síndrome de Asperger, una especie de autismo mitigado caracterizado
por una ausencia grave de habilidades para la interacción social, incapacidad
para mostrar empatía incluso hacia la gente más cercana, y consiguiente
tendencia al aislamiento social. Las personas que sufren el síndrome pueden,
sin embargo, entregarse sentimentalmente de una manera muy intensa a alguna
persona, por ejemplo la madre (sería el caso de Lanza), de modo que suelen
mostrarse muy celosos, obsesionados o posesivos con la persona en cuestión. Asimismo,
manifiestan patrones de conducta repetitivos y estereotipados, y se centran en
actividades e intereses muy acotados y a menudo extravagantes o atípicos, de manera
que muestran una coherencia débil en lo que se refiere a la captación de
globalidades, en beneficio de un procesamiento mucho más centrado en nimiedades
o detalles. Por ejemplo, pueden recopilar grandes cantidades de información
sobre datos meteorológicos o nombres de estrellas, o memorizar números de serie
de modelos de cámaras fotográficas sin que a la vez exista un interés por la
fotografía, o coleccionar sellos… Cuando estos intereses coinciden con una
tarea útil en el ámbito material o social, el individuo con Asperger puede
lograr una vida ampliamente productiva.
En congruencia con esta tendencia a la atomización de sus
objetos de interés, muestran estas personas incapacidad para la abstracción y
el uso de metáforas, lo cual les lleva a hacer interpretaciones literales de
las palabras y los dichos. Tal falta de comprensión de los matices,
ambigüedades y paradojas del lenguaje anula su sentido del humor y asimismo
altera la prosodia en su forma de comunicarse, haciendo que la suya sea un
habla afectada, excesivamente formal o pomposa, sin la adecuada entonación ni el debido ritmo en la exposición. Al
conversar demuestran asimismo no ser capaces de incorporar el punto de vista de
su interlocutor, derivando hacia los monólogos, la contextualización deficiente
en la exposición de un tema y los fallos a la hora de excluir los pensamientos
internos ajenos al discurso central. Asimismo, las personas con síndrome de Asperger
dependen psíquicamente de que su entorno y su vida diaria estén estrictamente
ordenados, de modo que a toda costa intentan mantenerlos invariables. Los
cambios repentinos pueden sobreexigirlos o hacer que se pongan muy nerviosos.
Pese a todo esto, no se observa en estas personas de manera
específica un retraso en el desarrollo del lenguaje o en el cognitivo e
intelectual. El síndrome Asperger puede incluso concurrir con la existencia de
una alta capacidad intelectual o artística. Hans Asperger, el pediatra e
investigador a cuyo apellido se debe el nombre del síndrome, escribió: “Al
parecer, se requiere un chorrito de autismo para el éxito en la ciencia o en el
arte”. Una de sus pacientes, por ejemplo, fue la escritora austriaca y
Premio Nobel de Literatura de 2004 Elfriede Jelinek, premio que no se presentó
a recoger, aludiendo “fobia social”, y que poco antes había declarado: “Cuando
yo quiero decir algo, lo digo como quiero. Al menos quiero darme ese gusto,
aunque no consiga nada más, aunque no logre ningún eco”; algo que parece
estar en sintonía con esa inclinación, característica de los Asperger, hacia el
monólogo que en la práctica prescinde del interlocutor o que no tiene en cuenta
si éste está interesado o no en el tema de la conversación. El prestigioso literato
sueco Knut Ahnlund, que presentó su dimisión a la Academia Sueca en protesta
por la distinción a esta escritora, describió la obra de esta como “una masa de texto sin el menor rastro
de estructura artística”.
De todas formas, se especula con la posibilidad de que figuras históricas como
Albert Einstein e Isaac Newton, u otras contemporáneas como Bill Gates hayan
tenido el síndrome de Asperger.
Los conocidos de Adam Lanza lo han definido como un joven
“callado y tímido” y “muy
antisocial” pero muy
inteligente, especialmente en temas informáticos. “Era claramente un chico atormentado”, explicó a la cadena NBC Russell Hanoman, un amigo de la
madre de Lanza, que añadió: “Sabíamos que tenía Asperger, Nancy (la
madre) me lo mencionó en varias
ocasiones. Era muy tranquilo, muy retraído, como suelen ser la mayoría de los
chicos con Asperger”, ha afirmado.
Busquemos unos presupuestos psicológicos y existenciales en
los que poder encajar este caso. “La vida –decía Ortega–
es precisamente un inexorable ¡afuera!, un incesante salir de sí al Universo (…)
Es (el hombre) un dentro que tiene que convertirse en un fuera”.
Y en otro lugar: “Vivir significa tener que ser fuera de mí”. Birger Sellin, un
autista que, como tal, era considerado incurable, pero que gracias a una nueva
técnica acabó mejorando sensiblemente, llegó incluso a escribir un libro que
tituló de esta impactante manera: “Quiero
dejar de ser un dentrodemí” (Galaxia Gutenberg, 1994). Vayamos extrayendo
inferencias: todos empezamos siendo autistas, el mundo exterior es algo que,
con suerte, va apareciendo y convirtiéndose en el “afuera” que ha de acogernos,
en el escenario en el que hemos de desarrollar nuestra vida. Esa vida se
desarrolla a lo largo de un continuo que, como Ortega dice, va de dentro a
fuera. Si no hay suerte, nos quedaremos en el extremo inicial del continuo, en
el que residen las enfermedades mentales más graves (además del autismo, la
esquizofrenia, la depresión mayor y las psicosis en general). En estadios menos
extremos del continuo se sitúan las neurosis e incluso la timidez digamos que
patológica. Todos los trastornos psíquicos resultarían de un mayor o menor
fracaso en esa tarea que consiste en salir al mundo.
Una manera abrupta o más o menos frustrada de salir al mundo
es la que conduce a la inadaptación, dentro de la cual podríamos situar tanto a
los rebeldes antisociales como a las personas creativas o positivamente
innovadoras. Pero aquí y ahora nos interesa seguir la pista de ese tipo de
personalidades que llevan su confrontación con el mundo hasta esos extremos en
los que se es capaz de realizar actos tan terribles e indiscriminados como el
que protagonizó Adam Lanza en Connecticut o los que llevaron a cabo no hace
tanto James Holmes en un cine de Denver, Colorado, en julio de este año (del
que hablé en la entrada de este blog del 22-VII, “El malestar de la
civilización…”) o Anders Behring Breivik en Oslo un año antes (caso que abordé
en mi entrada del 14 de agosto de 2011, que titulé “Oslo, Inglaterra, ¿casos
aislados o síntomas?”). En todos esos personajes podemos observar esa
introversión extrema de la que hablamos como factor predisponente de partida
que o bien les lleva directamente a sentirse confrontados con el mundo exterior
o bien a delirar un mundo alternativo que, para que acabe siendo realidad,
precisa de la desaparición de este otro que a sus ojos bloquea e impide esa
realización (caso de Breivik). En quienes falta ese delirio digamos que
“ideológico” que tenía Breivik, para que
lleguen a cometer sus asesinatos se necesita normalmente añadir a esa
predisposición de base una progresiva acumulación de frustraciones que conduzcan
al estallido final, estallido que se produce como un acto más o menos
impulsivo e impremeditado. Sería el caso de Adam Lanza: la frustración
acumulada día a día por su fallida conexión con el mundo exterior habría llegado
a desbordarse al añadir un más o menos casual acontecimiento que serviría de
desencadenante, en esta ocasión, al parecer, un desencuentro dramático con su madre,
provocando así su reacción desorbitada y trágica (en estos casos, el hecho de
disponer fácilmente de armas, como ocurre en Estados Unidos, es, evidentemente,
un facilitador para estas reacciones asesinas).
Un caso particular de acción impulsiva, que tampoco precisa
de ninguna justificación desde el punto de vista de la moral convencional, la
cual se desprecia tanto como al mundo que la sustenta, fue el de Brenda Ann Spencer, una chica de dieciséis
años, que el lunes 29 de enero de 1979 se dedicó a disparar desde la ventana de
su casa de San Diego (California) a niños y adultos de un colegio que había
enfrente de su casa, matando a tres adultos y dejando heridos a once niños y a
un oficial de policía. El rifle con el que disparó se lo había regalado su
padre hacía unos días, en Navidad. Tras ser capturada, le preguntaron
cuál había sido el motivo de su acción. Ella simplemente se encogió de hombros
y contestó: “No me gustan los lunes. Sólo lo hice para animarme el día”,
añadiendo a continuación: “no tengo ninguna razón más, sólo fue por
divertirme, vi a los niños como patos que andaban por una charca y un rebaño de
vacas rodeándolos, blancos fáciles”.
En otros casos, como
el del noruego Breivik, el delirio utópico permite tener diseñado un plan de
largo recorrido, y las reacciones son premeditadas incluso con gran antelación
(para estos casos, no es tan decisivo tener armas al alcance inmediato; en el
plan se puede incluir el conseguirlas). Quienes de esta manera elaboran sus utopías alternativas a este mundo en
el que no han logrado encajar, van construyendo una microética a la medida de
sus delirios, dentro de la cual, aunque perversamente distorsionada, cabe una
distinción entre el bien y el mal. Según marca esa microética, uno mismo es
plenamente soberano en sus opciones morales y en sus decisiones de
comportamiento. Los demás no entran ni en la configuración de sus esquemas
morales ni como límite a sus necesidades o impulsos.
Con la prudencia
debida, aún nos quedan por hacer necesarias extrapolaciones hacia los ámbitos
culturales que de alguna forma parecerían estar previstos como adecuada
hornacina en la que ubicar este tipo de comportamientos. Dice Gilles
Lipovetsky, sociólogo y destacado analista de este tiempo nuestro: “Los individuos, absortos como lo están en
su yo íntimo, son cada vez menos capaces de desempeñar roles sociales (…)
Cuanto más los individuos se liberan de códigos y costumbres en busca de una
verdad personal, más sus relaciones se hacen ‘fratricidas’ y asociales”. Poco antes, en el mismo libro, “La
era del vacío”, había escrito: “Previamente
atomizado y separado, cada uno se hace agente activo del desierto, lo extiende
y lo surca, incapaz de ‘vivir’ el Otro (…) Cada uno exige estar solo, cada vez
más solo y simultáneamente no se soporta a sí mismo, cara a cara”. Y aun antes: “La generalización de la depresión no hay que achacarla a las
vicisitudes psicológicas de cada uno o a las ‘dificultades’ de la vida actual,
sino a la deserción de las ‘res publica’, que limpió el terreno hasta el
surgimiento del individuo puro, Narciso en busca de sí mismo y así, propenso a
desfallecer o hundirse en cualquier momento, ante una adversidad que afronta a
pecho descubierto, sin fuerza exterior”.
Estamos hablando de la
inadaptación al mundo del hombre contemporáneo, que no es de ahora, sino que
echa raíces en el momento mismo en el que la Edad Moderna amaneció, aunque afortunadamente,
son la creatividad y la innovación constructiva los efectos más importantes que
de tal inadaptación se han derivado. Para Erich Fromm, “el proceso por el cual el individuo se desprende de sus lazos
originales, que podemos llamar proceso de individuación, parece haber alcanzado
su mayor intensidad durante los siglos comprendidos entre la Reforma y nuestros
tiempos”. Pero el momento álgido de esa inadaptación, que dejó ver con
claridad su otra vertiente, la antisocial, llegó sobre todo con Rousseau cuando
dijo: “La naturaleza ha hecho al
hombre bueno y feliz; pero la sociedad lo ha convertido en depravado y
miserable”. Allí empezaron a legitimarse las microéticas individuales,
desde las cuales el individuo, tratando de regresar a su supuesta esencia
presocial, llega a considerarse soberano exclusivo de sus deseos y acciones. Sería
este el tipo de persona que Ortega denominó hombre-masa, del que dejó dicho: “(El hombre-masa) se habitúa a no apelar de sí mismo a ninguna
instancia fuera de él”. El mismo Ortega avisa del profundo malentendido
a que aboca esta nueva perspectiva sobre el mundo (o debiéramos decir más bien:
a pesar del mundo o incluso contra él), porque, según ella, “concluye el hombre creyendo que posee una
facultad casi divina, capaz de revelarle de una vez para siempre la esencia
última de las cosas (…) En vez de buscar contacto con las cosas, se desentiende
de ellas y procura la más exclusiva fidelidad a sus propias leyes internas”.
Una actitud esta que
viene dejando su huella en todos los ámbitos a los que llega la cultura. Por
ejemplo, desde el arte plástico, Kandinsky, el iniciador del arte abstracto,
afirmaba: “El artista debe ser ciego a
las formas “reconocidas” o “no reconocidas”, sordo a las enseñanzas y los
deseos de su tiempo. Sus ojos abiertos deben mirar hacia su vida interior y su
oído prestar siempre atención a la necesidad interior”. Y André Breton, el mayor adalid intelectual del
surrealismo, extrapolaba esa propuesta artística hacia el terreno de la moral: “El hombre propone y dispone. Tan sólo de él
depende poseerse por entero, es decir, mantener en estado de anarquía la
cuadrilla de sus deseos, de día en día más temible”. Y es por eso que el “surrealismo: (…) es un dictado del
pensamiento, sin la intervención reguladora de la razón, ajeno a toda
preocupación estética o moral”. En conclusión, para Breton: “Todo acto lleva en sí su propia
justificación”, no necesita para nada del respaldo de una moral
supraindividual.
Este es, pues, el
contexto cultural en el que de alguna manera o hasta cierto punto encuentran
acogida aquellos comportamientos antisociales de los que hemos hablado antes.
El mismo contexto y la misma introversión extrema en los que fue fermentando la
actitud que Dostoievski previó para el protagonista de su novela “Crimen y castigo”, Rodia Raskolnikov,
cuyo estado de ánimo inmediatamente anterior a la comisión de su crimen es
descrito así por Dostoievski: “Una
sensación nueva, casi invencible, se iba apoderando de él cada vez más, de
minuto en minuto. Era una especie de repugnancia infinita, casi física hacia
cuanto encontraba y le rodeaba, una repugnancia tenaz, rencorosa, empapada de
odio. Todas las personas con quienes se encontraba le parecían repugnantes, su
rostro, su manera de andar, sus movimientos. Si alguien le hubiera dirigido la
palabra, con toda probabilidad, le habría escupido a la cara sin más ni más, le
habría mordido”. Una gota de frustración más, y lo siguiente que habría
de llegar sería el estallido.
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