El nacionalismo es una forma de ser. Una de las dos fundamentales posibles, la que Platón proponía, y según la cual soy lo que recuerdo haber sido, frente a la que avaló Aristóteles, que venía a decir que soy lo que, futuro adelante, estoy llamado a ser. Decía a este respecto Mircea Eliade (filósofo e historiador de las religiones, uno de los grandes referentes de nuestra cultura contemporánea) que “Platón podría ser considerado (…) como el filósofo por excelencia de la ‘mentalidad primitiva’ ”. Y es que la forma de ser que él proponía era, precisamente, la que se corresponde con la que es propia del hombre arcaico: “El hombre de las culturas arcaicas –afirmaba, en efecto– soporta difícilmente la ‘historia’ y (…) se esfuerza por anularla en forma periódica”. Decía asimismo: “El rechazo (…) a la historia por el hombre arcaico, su negativa a situarse en un tiempo concreto, histórico, denunciaría, pues, un cansancio precoz, la fobia al movimiento y la espontaneidad”.
El
nacionalista vasco rechaza, por ejemplo, el cambio histórico que supuso la
romanización, la pérdida de la identidad tribal vascona, de la que se siente
heredero, pérdida ésta necesaria para poder asimilar la nueva identidad
colectiva que trajo Roma y que, mezclando sangres y razas, permitía acceder a
la condición de ciudadano. Aquella identidad tribal la recuperaron los vascones
con la caída del Imperio y el retroceso histórico que aquello supuso, y la defendieron
frente a los nuevos adalides de la romanidad, los visigodos. En ese esfuerzo
por anular la historia del que hablaba Eliade, los actuales nacionalistas
vascos prefieren asimismo recuperar un idioma supuestamente prerromano a usar
otro, el español, que deriva precisamente del latín, el cual llegó para superar
la previa fragmentación lingüística entre las tribus, cuyo modo de vida
autárquico no exigía entre ellas la comunicación. El esfuerzo anti histórico, reaccionario,
de los nacionalistas vascos se puede percibir asimismo en su identificación con
el carlismo decimonónico, del que también se sienten herederos, y que no fue
sino un intento de mantener las estructuras del Antiguo Régimen frente al
constitucionalismo liberal que demandaban los nuevos tiempos a partir de la
Ilustración.
Respecto
del nacionalismo catalán, se puede constatar asimismo su esfuerzo por ir contra
la historia, por ejemplo, y para empezar, en su oposición a lo que significaron
los Reyes Católicos, que unificaron los diversos reinos de la Península,
excepto Portugal. Además de su papel histórico a la hora de culminar la
Reconquista o de patrocinar el descubrimiento de América, los Reyes Católicos pusieron fin a una
larga época de guerras civiles, protagonizadas por una nobleza que con ellos, e
inaugurando así la modernidad, empezó a ser una clase social en recesión. También
sentaron las bases del estado moderno tanto en el aspecto burocrático y técnico
(donde el criterio de selección a la hora de elegir los cargos dejó de fundamentarse
en la pertenencia a las clases superiores y pasó a hacerlo en el mérito
personal) como en el de la política exterior, en el terreno militar y en el del
orden público (con la formación de la primera policía europea: la Santa
Hermandad). En suma: los Reyes Católicos, después de reunificarla (es decir, de llevar
adelante la superación de la fragmentación medieval, como fue ocurriendo en
todos los países europeos),
introdujeron resueltamente a España en la Era Moderna. El nacionalista (el hombre
arcaico) catalán encuentra aquí una frontera histórica que nunca hubiera
querido traspasar; sus añoranzas le llevan a preferir aquello que la Edad
Moderna a la que los Reyes Católicos abrieron paso vino a superar.
La
unidad conseguida por los Reyes Católicos era algo todavía incipiente,
equivalente a una confederación entre reinos, aunque ellos mismos pretendían que
fuera un primer paso en la dirección
de una unión mucho más sólida. Sin embargo, esto que debía de haber sido una
etapa transitoria de un proceso que conducía hacia el reforzamiento del estado
y la profundización de la unidad nacional,
quedó interrumpido con la dinastía de los Austrias, que reinaron entre el 1506
y el 1700. Con
ellos, el estado en España sufrió incluso, en muchos sentidos, una regresión a una etapa anterior a la
que supusieron los Reyes Católicos. El
primer rey Borbón, Felipe V (1700-1746), después de la guerra dinástica previa contra el aspirante de la
dinastía de los Austrias,
retomó la tarea de reforzar la unidad estatal, en la que ya íbamos con retraso
respecto de algunos de los principales países de Europa. A esta tarea se
orientaron sus Decretos de Nueva Planta, que liberaron de trabas interiores al
comercio (…y al
idioma),
unificaron textos legislativos, así como la Administración, que pasó a ser
común en buena parte. La Ilustración
pudo empezar a abrirse paso así en el solar hispano.
Los nacionalistas catalanes, como buenos
reaccionarios (como hombres arcaicos), preferirían haberse quedado en el ámbito
premoderno que los Austrias significaban. Y a partir de ahí es como realizan la
simplificación de considerar que la Guerra de Sucesión entre el Borbón Felipe V
y el aspirante de los Austrias Carlos III (que incluso llegó a controlar, por
ejemplo, Madrid) fue una guerra entre España y Cataluña. En realidad era una
guerra entre la modernidad que pujaba por asomar y el arcaísmo que se resistía
a abandonar la historia. Por eso el hombre arcaico, el nacionalista catalán,
tiene a Felipe V como su personaje más odiado. Así se entiende que el pasado jueves
6 de septiembre la Generalitat haya acabado de retirar del edificio del
Parlamento catalán (construido precisamente por orden de Felipe V entre 1716 y
1748) el escudo que preside la fachada de este edificio,
el de armas de Felipe V, y lo
haya sustituido por las cuatro barras de la bandera catalana.
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