Cuenta nuestro romántico Mariano José de Larra en uno de sus justamente afamados artículos, el que tiene como título “Nadie pase sin hablar al portero” (http://www.biblioteca.org.ar/libros/70455.pdf), la peripecia que tuvieron que sufrir un par de viajeros que queriendo atravesar los caminos que, pasando por Álava, llegaban a Madrid, fueron detenidos a la entrada de Vitoria por una partida de carlistas. Corría entonces por el calendario el año 1833, el del inicio de la primera guerra carlista, y se daba la circunstancia de que la partida de facciosos que hacían de porteros en la virtual entrada hacia los diversos lugares de España que de allí partían, estaba compuesta exclusivamente por sacerdotes. Gente así, curas trabucaires, era la que capitaneaba en buena medida a los rebeldes carlistas que, opuestos al liberalismo que por aquel siglo trataba de hacerse sitio en nuestro país y en el resto del mundo civilizado, se alzaron en armas, decididos a parar la historia y a llevar de vuelta a España hacia los periclitados dominios del Antiguo Régimen. Si de personajes como aquéllos hubiera dependido, no habría salido nuestro país del marco feudal en el que la falta de subordinación del poder a la ley, los privilegios medievales, los fueros regionales, la dispersión legislativa o las aduanas interiores, amén de la mentalidad inquisitorial, hubieran sido traba suficiente con la que impedir la implantación del estado moderno que al liberalismo tocaba por entonces abanderar. Personajes atrabiliarios, pues, para los que la historia era y es un camino en cuyas orillas pretendían, y aún pretenden, permanecer apostados para asaltar e impedir avanzar a los que por allí quieran pasar.
Dice Mircea Eliade, el más conspicuo de los historiadores de las religiones (su “El mito del eterno retorno” es uno de los libros con mejor ratio de sabiduría versus número de páginas que yo haya leído), que respecto de la manera de situarse ante la historia “aún asistimos al conflicto de dos concepciones: la concepción arcaica, que llamaríamos arquetípica y antihistórica, y la moderna, posthegeliana, que quiere ser histórica”. Quienes sustentan la primera, quisieran regresar al tiempo primordial, fundacional, en el que podríamos decir que el mundo, su mundo al menos, quedó inaugurado, pues a partir de entonces, según ellos, todo ha ido a peor. Su interés se centra en el regreso a esa edad dorada que suponen que una vez existió y que de una inconsolable manera añoran; a eso es a lo que se refería Jon Juaristi cuando hablaba del “bucle melancólico” de los nacionalistas. Estamos hablando del modo de pensar típico de las sociedades premodernas, cuyo rasgo más destacable, según Mircea Eliade, es "su rebelión contra el tiempo concreto, histórico; su nostalgia de un retorno periódico al tiempo mítico de los orígenes, al Tiempo Magno". Esta visión de las cosas para la cual todo tiempo pasado fue mejor prevaleció en el mundo hasta el siglo XVI (aunque el judaísmo y el cristianismo ya habían echado las semillas para la visión del tiempo como algo unidireccional e irreversible), a través de una interpretación cíclica del paso del tiempo, encajada a menudo en el fatalismo astrológico de los ritmos cósmicos, que permitía interpretar que todo acaba volviendo al punto de partida, que todo lo que ocurre termina desembocando en lo que ya fue y que cualquier innovación es un error que hay que conseguir reconducir hacia lo acostumbrado. “La diferencia capital entre el hombre de las civilizaciones arcaicas y el hombre moderno, ‘histórico’ –dice también Eliade–, está en el valor creciente que éste concede a los acontecimientos históricos, es decir, a esas ‘novedades’ que, para el hombre tradicional, constituían hallazgos carentes de significación, o infracciones a las normas (por consiguiente, ‘faltas’, ‘pecados’, etc.), y que, por esa razón, necesitaban ser ‘expulsados’ (abolidos) periódicamente”.
María Zambrano resalta la importancia de la nueva forma de mirar del hombre moderno: “Con todos los descubrimientos extraordinarios de la física y de las ciencias todas, con los prodigiosos adelantos de la técnica, lo decisivo de nuestra época es sin duda la conciencia histórica, desde la cual el hombre asiste a esta dimensión irremediable de su ‘ser’ que es la historia”. Fue Leibniz, en el siglo XVII, quien sobre todo empezó a hacer que se saltasen las costuras de la arcaica visión restrictiva del tiempo e introdujo la idea de progreso en la filosofía y en la mentalidad occidental que, junto a las teorías evolutivas que se fueron abriendo paso a partir de la Ilustración, iban a servir de adecuado cauce cultural a la gran transformación histórica que en Occidente estaba teniendo lugar. El futuro, para el hombre occidental moderno, es un ámbito cargado de promesas, y su nueva forma de mirar hizo que apareciera en su panorama vital una ristra inacabable de fenómenos que primero descubría y después se empeñaba en comprender.
Pero esa visión futurista y progresista que ha caracterizado nuestra modernidad ha entrado en crisis. Para muchos, esa intención que empuja a la historia en pos de lo mejor ha pasado a ser una falacia, y la perspectiva progresista ha sido sustituida por otra en la que todo está sometido al juego ciego de fuerzas económicas, sociales y políticas, en la que el azar y la improvisación han sustituido al sentido de la historia y en donde el relativismo más absoluto (valga el oxímoron) se impone en el modo de valorar las cosas. En gran medida, el futuro ha dejado de ser prometedor para el hombre occidental, que prefiere regirse por la doctrina del carpe diem, reducirse a vivir el momento, improvisar en vez de comprometerse, renunciar a programar su vida… y olvidarse de tener hijos, quizás la más expresiva manera de certificar la confianza en el futuro.
Sin embargo, el hombre no puede soportar indefinidamente el predominio en su vida y en la marcha de las cosas del azar, es decir, del absurdo, porque eso le aboca finalmente a la angustia. Y puesto que, como en todas las épocas milenaristas, el futuro se ha convertido en algo indeseable y, a menudo, aterrador, se ha resucitado alternativamente la antigua visión cíclica del tiempo. María Zambrano explica que “una crisis es el momento largo o corto, intrincado y confuso siempre, en que pasado y futuro luchan entre sí (…) Ante la inseguridad de los tiempos de crisis, que es propiamente lo que les caracteriza, existe una minoría creadora que se adelanta abriendo el futuro (…) Pero hay otra clase de minorías formada por los que se retiran horrorizados ante la confusión, y buscan refugio en el pasado (…) imaginario, pues ningún pasado nos es enteramente conocido (…) Es la raíz anímica del reaccionarismo, causa de esterilidad y de esa enfermedad que se manifiesta en un constante desdén a todo lo presente”.
En los arrabales de esta rehabilitación del pasado pululan las reavivadas religiones paganas, los esoterismos astrológicos y otros muchos camuflajes del fatalismo que empujan a concluir que todo está escrito, que lo que ocurre es sólo una representación de lo que ya fue, y que podemos dejar de añadir nuestro esfuerzo personal a los acontecimientos porque la fatalidad nos arrastra como el río a una cáscara de nuez. Y en otras capas no tan ceñidas a lo personal, aquéllas en las que se manifiestan fenómenos de índole más social y política, podemos observar cómo esta perspectiva reaccionaria con la que se trata de sobreponerse al angustioso imperio del azar restableciendo lo que ya fue, ha promovido entre otras cosas los nacionalismos y el restablecimiento de lenguas, costumbres y modos de organización social ya periclitados, que amenazan las conquistas sociales y políticas de la modernidad y del progresismo.
Ahí estamos, pues: en la encrucijada en que nuestras opciones nos llevan o bien a resignarnos de diferentes modos a la fatalidad y, correlativamente, a que los nacionalismos y el resto de visiones reaccionarias nos hagan regresar a alguna “edad dorada” que quedó preservada en el paleolítico y sus alrededores, o a recuperar el sentido de la historia, el progresismo y la confianza en el futuro que desatasquen de una vez este tiempo interrumpido y resuelvan nuestra actual crisis de valores.
SEGUIMOS CON LA BURRA A BRINCOS
ResponderEliminarDigamos que la reacción sigue muy presente en nuestros días. España lleva siglos retrasada en muchos aspectos de los que quizás presumimos habernos zafado. “Dios, patria y rey” sostenían los mencionados carlistas. Si miramos a fondo, aun no habiendo ganado ellos aquellas dos primeras guerras civiles, tienen fuerte vigor sus proclamas. España dejó de ser católica (amen de que Azaña lo indicara a nivel de estado, no que los españoles hubieran dejado de serlo a título individual) en la constitución de 1931. Incluso en la liberal de las Cortes de Cádiz de 1812, seguía siendo confesionalmente católica, apostólica y romana, única y verdadera... Pero si abandonamos el lejano siglo XIX, resulta que nuestra nación continúa sujeta al famoso Concordato firmado con la Santa Sede en el anterior siglo XX. Hoy día sigue en vigor y nadie lo va a modificar.
Patria. Resulta que estamos en el país de las patrias, de las patrias por antonomasia, que habiendo confundido la gimnasia con la magnesia, aquí tomamos la mencionada antonomasia por autonomías, esas autenticidades no culminadas que reclaman a machamartillo la sujeción a las prebendas derivadas directamente del Antiguo Régimen. Y nos hemos dado diecisiete, entre nuevas, advenedizas y antiquísimas. La prosperidad industrial de alguna de ellas es lo que las mantiene en la modernidad supuesta. Habría que preguntarse por qué se privilegió a ciertas zonas nacionales con los prometedores Polos de Desarrollo en detrimento de todas las demás. La ley vieja no queda tan lejos y el estado central sigue dotando de reglamentos forales a los desagraviados nacionalismos “oprimidos”. El turbulento siglo XIX, no obstante cuna de la aparición del liberalismo, nos ha dejado trazos aún de su famoso caciquismo para que todo parezca que cambie sin cambiar nada. En el siglo XX, España seguía atrasadísima en relación a otros países de su entorno. La educación era escasamente impartida y los conatos de adoptar unas señas educativas más abiertas o progresistas –La Institución Libre de Enseñanza, el Krausismo, etc.- no fluyeron dentro de ese maremágnum educativo regentado por las fuerzas retrógradas. Hoy en día el famoso informe PISA nos sigue dejando en no muy honroso lugar.
Rey. En el famoso discurso de Noche Buena, Su majestad el rey nos quiso dar a entender que todos los ciudadanos somos iguales ante la ley, cosa que no es cierta pues él, como rey, no puede ser juzgado. Ahora mismo la Casa Real está intentando que no sucedan procedimientos habituales en lo relativo a las declaraciones que habrán de tomar al Duque de Palma por el caso abierto contra él.
(Botones de muestra)
Fíjate, Vicente, que lo que a mí me resulta más llamativo de todo esto, de que andemos todavía sometidos a criterios sociopolíticos tan anticuados como esos que a los carlistas les hacían defender su trilogía Dios-Patria-Rey (al menos, en la forma en que ellos lo hacían), es el hecho de que, por debajo de todas las motivaciones digamos que objetivas que mueven a los hombres, laten sus (nuestras) emociones más primarias. Si Marx decía que el sustrato de todo lo que ocurría era la infraestructura económica de la sociedad, yo me he ido convenciendo de que la necesidad más primaria que nos hace movernos de una u otra manera es de índole emocional, y todo lo demás es superestructura. Actuamos como el caracol: si lo vemos claro (si descubrimos que ello tiene sentido), asomamos y nos ponemos en marcha hacia delante, hacia el futuro, y si no, acabamos regresando al caparazón de nuestros hábitos, al útero materno de lo que hemos dejado atrás. El miedo (¡siempre el miedo!) nos hace tratar de regresar al punto de partida, atascarnos en el eterno retorno.
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