La muerte no sólo aguarda al final: es también nuestro origen y sustrato. La vida no es sino un provisional intento de rebeldía contra esa sustancia última de la que, por un tiempo, emergemos tan impetuosa como inútilmente. Por un lado, la vida parece discurrir de manera arrolladora, como si estuviésemos poseídos por la ilusión de que pudiera ser eterna; pero por otro, la muerte se nos insinúa de manera persistente como nostalgia de una paz (la misma que sobrevendría si dejáramos de tener tareas pendientes) de la que nos aleja el bregar incansable de cada día y la lucha contra el desencanto acumulativo que el propio vivir genera. Atravesado cierto meridiano, el exuberante gesto de rebeldía en que la vida consiste empieza incluso a impregnarse de languidez y decadencia, igual que los árboles en el otoño, como si se tratara de que nos hiciéramos capaces de comprender, con el Macbeth de su momento más sombrío, que, efectivamente, “la vida es sólo una sombra caminante, un mal actor que, durante su tiempo, se agita y se pavonea en la escena, y luego no se le oye más. Es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, y que no significa nada”.
La inercia es el representante de la muerte aquí, en la tierra de los vivos; el modo en que se manifiesta su omnipresente latencia. Cuando Antonio López instruye a sus modelos, le imagino diciéndoles que abandonen todo esfuerzo expresivo, que dejen de tensar cualquiera de sus músculos, que lo que él pretende con sus pinturas y esculturas es deconstruir los cuerpos hasta que lleguen a su máximo momento de inercia e inexpresividad. A su hija María, con diez años, aún le consiente esa muestra de aproximación que significa sostener la mirada, pero la mayoría de sus personajes miran al vacío, están flácidos, abstraídos, ausentes; en el cuadro más conocido de su hija Carmencita, la pinta de espaldas. Llevando hasta el extremo la constatación de Ortega de que “la forma es un movimiento detenido”, muchas veces esos personajes de sus cuadros y esculturas están dormidos o tumbados. Me cuesta pensar que, al recibir a los modelos profesionales en su casa o en su estudio, llegue Antonio López a decirles algo más que “buenos días” o “hasta mañana”. Interactuar con ellos comprometería el resultado que parece que busca: sustraer de su figura todas las distorsiones expresivas a que conduce esa falaz ilusión en que consiste el vivir. Ya decía Cioran que “el desapego a la vida engendra un gusto por la rigidez. Comenzamos a ver un mundo de formas rígidas, líneas precisas, contornos muertos”. A veces, asimismo, los escenarios recreados por López son declaradamente fantasmales u oníricos: platos o velas flotando en el aire, lámparas colgando en el vacío en un espacio exterior, personajes con los ojos difuminados…
Cuando pinta interiores, la atmósfera reflejada empuja al espectador, si no a la claustrofobia, sí, al menos, a cierto grado de congoja: retretes sucios, puertas que dan a nuevos espacios cerrados, ventanas que se abren a suburbios inanimados, luces de neón estupendas para dar el tono luminoso a una sensación de ahogo… Todo ello trasladado al cuadro, eso sí, con encomiable delicadeza, incluida la mugre de los retretes.
Y respecto de los exteriores, singularmente los paisajes urbanos de Madrid, nos dan una exacta idea de lo que sería una ciudad después de ser atacada con bombas de neutrones. Sabido es que el efecto de la radiación de estas bombas consiste en la eliminación de cualquier clase de vida, pero la plena conservación de edificios y estructuras físicas. Impresiona ver la Gran Vía de Madrid sin coches ni viandantes. No voy a negar que resultaría atractivo pasear por una ciudad así, sin ruido, sin tráfico, sin aglomeraciones… durante cinco minutos, para acto seguido echarse a correr, porque un paisaje así tendría toda la pinta de ser un muy mal augurio. No todo lo que pinta o esculpe Antonio López resulta así de fantasmal. Incluso puede que sea cierta una primera constatación que creo haber realizado: le resulta más fácil ganar en expresividad y vivacidad cuanto más se aleja del paradigma del realismo.
Ante la metodología de trabajo de este gran artista no deberíamos pasar de largo, como si no tuviera mayor significado: sus cuadros se desarrollan a lo largo de varios años, décadas en ocasiones, con una plasmación lenta, meditada; no creo que erráramos mucho si dijéramos que hasta obsesiva. Los aspectos de lo cotidiano que refleja se trasladan al lienzo o a la escultura a veces con un detallismo extremadamente minucioso. Retoca, rehace y corrige obsesivamente, llegando a recuperar piezas que ya estaban en manos de sus clientes para dar otra vuelta de tuerca al proceso creativo incluso después de muchos años… y al final devolver la obra a su dueño de nuevo. En su opinión, “una obra nunca se acaba, sino que se llega al límite de las propias posibilidades”. De hecho, muchas de sus pinturas están efectivamente inacabadas, lo cual resulta paradójico si lo relacionamos con el detallismo que por otro lado exhibe. En el mismo tipo de predisposiciones psíquicas que le llevan a realizar así sus obras habría que incluir su intento de reflejar un mismo paisaje en diferente cuadros a distintas horas del día, lo cual le obliga a veces a interrumpir su trabajo y a volver al cabo de un año sobre él, para no perder los matices que la traslación del sol provocaría sobre los efectos de luz y sombras cuando ya han pasado unos días. Hay que deducir que nuestro artista no llega a permitirse, pues, la sensación de certidumbre, de haber concluido ya lo que quería hacer, o de haber capturado, por fin, con su arte, el ser (estético) de las cosas; y así, la duda sobre lo que ha hecho, la indeterminación, pasa a ser un ingrediente más de su trabajo.
La técnica que, por otro lado, exhibe Antonio López, su destreza como pintor y como escultor, el estudio que realiza de las variaciones de luz, el cuidado en cada pincelada o en cada centímetro cúbico de volumen… no hay que decir sobre ello más que una cosa: insuperable. Lo siento por quien se haya perdido la exposición del Thyssen-Bornemizsa (dentro de un rato será 25 de septiembre, el último día).
Pero es lo cierto que, en este rincón virtual en el que escribo, el arte viene tratándose, más que desde el punto de vista estético, como una de las formas en que se manifiesta el alma, que late más abajo, compartiendo magma con los sentimientos y los modos primordiales de situarse en la vida y ante el mundo. Allí al fondo, el núcleo del alma resulta ser un centro de atracción y de proyección a la vez, una especie de péndulo que, oscilando, a ratos se acerca y a ratos se aleja de su más genuino estado: la vertical, allí donde los dinamismos contrapuestos que lo constituyen encontrarían, por fin, su equilibrio y compensación. Aquél sería precisamente el punto de arranque del movimiento pendular, cuando todavía no era movimiento, de modo que el ir y venir de la bola serían en realidad, de ese modo, sendos deslices o transgresiones de la postura esencial que se esconde tras el balanceo: la inmovilidad, algo así como el motor inmóvil de Aristóteles. Todo en el péndulo recalaría allí si no fuera porque todo quiere alejarse de allí. Todo lo que, en el péndulo y en el resto del universo, se dedica a buscar ese punto de equilibrio allí representado lo acaba perdiendo. “El mundo –decía Lao Tsé– es un Recipiente Sagrado que no se puede manipular. Quien lo manipula lo estropea. Quien lo agarra lo pierde”. Cuando crees que te acercas… ya te estás alejando. “Entramos y no entramos en los mismos ríos; somos y no somos”; “Camino arriba, camino abajo, uno y el mismo”, decía también Heráclito sin salirse de este mismo ámbito de paradojas. ¿En qué consiste, pues, ese centro de atracción y repulsión universales desde el que van emergiendo todas las funciones del alma y en donde late todo lo que de nosotros alguna vez se hizo manifiesto? Consiste en… nada. De allí venimos y allí volveremos. Mejor dicho: de allí estamos viniendo y hacia allí estamos volviendo. A la vez. “En la promesa de ser, se esconde la atracción del no-ser”, decía María Zambrano, envuelta también en esta paradoja. La muerte, la nada, es la paz que anhelamos y la desaparición que tememos. La vida es el péndulo alejándose de la vertical, del estado de reposo; la nostalgia, el deseo de regresar a lo que, viviendo, sentimos haber perdido, es el péndulo acercándose a la vertical, atendiendo a la llamada de la muerte. Poniendo el énfasis en esta primera clase de movimiento, decía Ortega: “La vida activa, la vida que se mueve, se mueve hacia la muerte (...) El movimiento es la vida gastándose, es el disfraz de la muerte entrando astuta en la vida”. Heidegger concluía: “vivimos para la muerte”. Completemos ambos pensamientos con una obviedad que compensa su parcialidad: vivimos contra la muerte.
Cuando dormimos, permanecemos inertes o nos retiramos del mundo y de su ruido, estamos acercándonos a la vertical del péndulo (viviendo para la muerte). Esa atracción por la inmovilidad puede llegar incluso a la patología si consigue opacar excesivamente la parte dinámica de lo que somos (la que vive contra la muerte). Pierre Janet, un destacado psicólogo de aquella gran hornada de la que salieron Freud, Jung, Adler… alumbró el concepto de psicastenia para designar con él un trastorno del sentido de la realidad caracterizado por la debilidad psíquica de quien lo sufre, que le impide confrontarse adecuadamente con las experiencias cambiantes que van surgiendo en la vida. Confrontados los variables estímulos con un yo pasivo y retraído, no se consigue darles una forma organizada, de modo que lleguen a la percepción convertidos en conjuntos congruentes, por lo cual el sujeto psicasténico, colocándose a la defensiva, reduce su trato con los estímulos en general, renuncia a adentrarse en esa fuente de inquietud permanente, de caos, que son el mundo y los demás. Prolongando esa retirada, se hacen frecuentes los sentimientos de cansancio, incluso cuando falta la actividad, los dolores corporales, las dudas que llevan a la irresolución, los pensamientos obsesivos, los miedos infundados… El psicasténico está sesgado hacia la parte del movimiento pendular que busca el punto de inmovilidad, y, en la misma medida, se aleja de la parte de sí que querría centrifugarse hacia la vida. “El hombre no tiene más remedio que aprender a (…) sentirse a la par mudable y eterno”, decía Ortega. El psicasténico quisiera, sin embargo, renegar de su mutabilidad; pero aspirando a la eternidad lo que hace es alejarse de la vida. Momentos de perplejidad como éste, le hacían a Lao Tsé preguntarse en el Tao: “¿Qué mal es mayor: la pérdida o la posesión?”.
Pierre Janet, en su libro “De la angustia al éxtasis”, uno de los pocos suyos publicados en español, describe así a uno de sus pacientes psicasténicos-tipo: “Por lo demás, de cuando en cuando, esta misma enferma se queja de dificultades en la percepción, bastante singulares. Los objetos son vistos con un detalle excesivo, sin percepción suficiente del conjunto, y además pierden su significación, y sobre todo su uso: ‘Veo las hojas de los árboles una por una, las piedras de la pared demasiado claras, y no veía yo así antes… veo que es un banco, pero no tengo ya la idea de que es posible sentarse en él, es un banco porque tiene patas, y me parece que no sirve para nada’ ”; algo así como si una ciudad dejara de servir de hábitat para sus ciudadanos. Y como si la excesiva atención a los detalles impidiera referirse a las globalidades, o vislumbrar grandes asuntos dentro de los que lo cotidiano (un frigorífico, una taza de váter, un conejo desollado, un membrillo…) sólo fuera una parte. Porque, como dice María Zambrano, “sólo tras de haberse señalado un fin lejano aparecen las finalidades inmediatas. Esa lejana luz es claridad que recae sobre las circunstancias inmediatas y las ordena, las hace cobrar sentido”.
Prosigue más adelante Pierre Janet describiendo las fluctuaciones del estado de ánimo en sus pacientes, que podríamos asimilar a las que se deducen de la ley del péndulo enunciada antes: “Las más de las veces se reconoce que uno de esos estados presenta una actividad psicológica más débil, lenta, una tendencia a la inercia, con disposición a la tristeza y a la desconfianza, mientras que en el otro estado se observa una actividad mayor (…) La inestabilidad del humor, la oscilación entre dos estados opuestos en que predominan la inercia o la agitación, es extremadamente frecuente, hasta en el individuo casi normal; es absolutamente trivial en todos los neurópatas (…) En el primero de ellos, en el estado de obsesión, que se prolonga durante años, Sofía parece ante todo muy lenta (…) no muestra ninguna firmeza en sus actos o afirmaciones. Necesita horas para lavarse, para escribir una palabra en una carta; borra lo escrito, recomienza cien veces el mismo renglón y a menudo no termina la carta, porque es incapaz de firmarla (…) Sofía se queda una hora ante una puerta preguntándose si quiere entrar, sopesando los argumentos en pro y en contra”. La irresolución como método.
A veces, cuenta Janet, hubo que ir a buscar a Sofía y sacarla de unos almacenes a los que había ido a comprar: “¡Es tan doloroso –explica al terapeuta– tener que decidir entre una canasta redonda y una canasta cuadrada! ¿Por qué no escogieron por mí? (…) Es demasiado complicado para mí, me enredo, me siento desdoblada, una cree una cosa, la otra cree otra, yo no puedo unificar todo eso”. Finalmente, siente que “carecen de realidad (…) todos los objetos, todos los seres sobre los que se fija su atención, y en los que trata de creer sin lograrlo”. El mundo y el yo devienen en fantasmagorías, en entidades extrañas e inaprensibles. Y entonces recuerdo a María Zambrano diciendo: “El conocimiento de cualquier género de realidad que sea requiere su horizonte adecuado (…) Y cuando no lo hay, sucede que se vive, en lo que hace a esa realidad, como en sueños”. Y aún más decía nuestra filósofa: “Si este horizonte cayera destruido de repente nos encontraríamos que lo que estábamos mirando en este momento, por insignificante que fuese, se convertiría en algo terrible, en algo que no nos permitiría ni movernos; seríamos presa del terror de su presencia”. Lo presente, lo cotidiano… lo insignificante, cuando no son tan sólo el primer plano de unas realidades enmarcadas por el lejano horizonte, nos atrapan en la inmovilidad. En una angustiosa inmovilidad.
No caigo en la temeridad (y en la trivialidad) de considerar el arte de Antonio López como producto de una personalidad patológica. Pero sí estoy hablando de tendencias, flujos o gravitaciones hacia determinados complejos de energía que dan su contenido y perfil al alma humana. Y el sesgo de la obra de Antonio López es el mismo que el de la cultura que impregna hoy nuestra manera de estar en el mundo: la que ha generado el desencanto, la persistente deconstrucción de todo lo que trasciende de lo inmediato, del aquí y ahora, del detalle, de lo estrictamente cotidiano; la instalación en la incertidumbre, en la ausencia de principios claros que rijan nuestras decisiones y comportamientos; la pasividad ante unas circunstancias que nos llevan y nos traen porque hemos dejado de tener objetivos vitales sobre los que sostener nuestra voluntad. En una entrevista concedida a El País en abril de 2008, declaraba el artista de Tomelloso: “Yo no he decidido mi vida, tengo esa sensación. He sido como obediente a algo que me ha hecho hacer las cosas de una determinada manera. Es la sensación que tengo”. El yo, por tanto, como lugar de paso de las circunstancias, y nada más. Y sin embargo, de aquí mismo parte el camino hacia las metas culturales que ya están proponiendo los nuevos tiempos: las que nos permitan comprender que también la circunstancia es, además, algo que hiende, atraviesa y configura nuestro yo.
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