El universo es el conjunto de seres que pueblan el trayecto que va desde la Nada hasta la realidad (evidentemente, o a pesar de la evidencia, hay seres intermedios entre una y otra). Por algún motivo desconocido, la Nada, insatisfecha, salió de sí misma camino de la realidad. La realidad iba a ser la materia, pero ésta sigue siendo un molde insuficiente, en el que no cabe todo lo que la insatisfacción se proponía, así que ésta, una vez insertada en la materia, sigue empujando en busca de algo más. Antes de que llegue a su forma humana, primero llamamos a la insatisfacción energía, y si ya habita en la vida animal, instinto.
La energía es, pues, el impulso originado en una Nada que quiere llegar a ser algo. Antes de llegar a ser mundo, materia, e inmediatamente después de ser Nada, todo fue energía. Ninguna materia llega a incluir y agotar toda la energía de la que (sólo hasta cierto punto) es expresión y resultado. Todo sigue en movimiento, todo sigue aspirando a ser más o a llegar más lejos que lo que quedó acotado en su materialidad. La Nada salió de sí misma en busca de lo real, pero en ningún lugar el impulso que va desde aquélla hasta esto ha encontrado el reposo, la plena realización. Por eso el universo sigue expandiéndose. Y por eso la materia cambia y lo que nace muere: porque la energía (la insatisfacción) que contiene empuja hacia fuera hasta acabar alterándose (volcándose hacia lo o el otro) y rompiendo cualquier molde en busca de otra forma de ser.
La energía sólo se refrena y domestica en alguna medida cuando encuentra en la realidad un destino, un centro de gravedad suficientemente sugestivo en el que desembocar o alrededor del cual orbitar. Entonces empieza a dar vueltas, a retornar una y otra vez al punto de partida: busca cómo repetirse. La energía, al gravitar, al orbitar se solidifica. Hasta ese momento es el azar el que guía sus pasos (el azar es una especie de tanteo a ciegas, de búsqueda de un destino que aún no llega a vislumbrarse). Desde entonces, la energía halla reposo en la regularidad. La historia del universo comenzó en el azar y culminará en la regularidad.
Sigo dándole vueltas a lo de Fukushima. No porque la energía nuclear sea una regresión al punto cero de la energía en su intento de hacerse materia, sino porque sigo impactado por el comportamiento altruista de sus decenas de trabajadores, que siguen trabajando allí, expuestos a las radiaciones, intentando restablecer la corriente eléctrica que vuelva a poner en marcha los sistemas de refrigeración de la planta. A estas alturas (bajuras) de mi vertiginosa caída en el escepticismo, no tengo muchas oportunidades de encontrar algo que admirar, y he de aprovecharlas, como el sediento que encuentra un oasis con agua potable, para restablecer el nivel normal de flujo de energía en mis circuitos anímicos.
Bien mirado, no es tanto (aunque también) el fallo de la energía, el escape radiactivo en Fukushima lo que nos amenaza de muerte. Ocurre más bien lo contrario: una vez que no tenemos ya sitios hacia los que salir de nosotros mismos (nada que ad mirar, nada hacia lo que mirar), nos falla la energía que nos sostiene en la vida.
La filosofía, la historia, la psicología, el arte, la antropología, la actualidad... de la mano, sobre todo, de Ortega y Gasset, el pensador más importante de todos los tiempos en lengua española
domingo, 27 de marzo de 2011
domingo, 20 de marzo de 2011
LOS HÉROES DE FUKUSHIMA (¿EXISTEN “LOS DEMÁS”?)
Como suele ser costumbre en este ámbito, Ortega pone con sus palabras el marco adecuado para la reflexión que hoy, por su perentoriedad, se nos impone: “Una moral de más quilates que la imperante no aceptaría el principio que nos mueve a evitar todo riesgo con el fin de hacernos arribar a nuestra muerte natural. Ésta es la muerte química, forzosa, involuntaria, como la de la bestia y la planta, tal vez la del mundo. Parece de mayor dignidad humana aprovechar el hecho y la fuerza que es la muerte usando de ella bajo el regimiento de la voluntad. Esta moral mejor había de advertir al hombre que posee la vida para exponerla con sentido”.
Se les conoce ya como los “héroes de Fukushima”: 180 hombres que en turnos de 50 están entrando a estas horas en la central nuclear de Fukushima, gravemente afectada por el terremoto y el posterior tsunami de Japón, jugándose la vida al exponerse a las muy probables emisiones radiactivas para salvar la de los demás. A la hora en que escribo, están intentando enfriar los reactores dañados y las posibles fusiones parciales del núcleo y así evitar el desastre. Durante el tiempo que permanecen en la central están sometidos a altos niveles de radiación perjudiciales para la salud, pero su marcha podría significar una catástrofe mundial. Gran parte de ellos son jubilados o trabajadores próximos a la jubilación de la central que se han ofrecido como voluntarios, porque, por edad, estando más próximos a la muerte, la repercusión de las posibles enfermedades a las que se exponen es menor que la que tendría lugar en los trabajadores más jóvenes. Muchos de estos trabajadores ya están heridos y son varios los que han muerto.
¿Por qué arriesgan su vida estas personas? ¿De dónde extraen los motivos para un comportamiento que a ellos personalmente en nada les beneficia?
Llevamos varios siglos dando pábulo a una manera de entender la vida cuyo presupuesto fundamental es que el individuo es la realidad básica del universo. La señal de salida hacia esa cultura (en muchos sentidos liberadora: la verdad es paradójica) la dio ya Guillermo de Ockham en el siglo XIV al afirmar que sólo existen los individuos, que toda realidad supraindividual es un artificio, un invento de la mente: no existe, pues, el bosque, sólo los árboles individuales. “Bosque” es un flatus vocis, un soplo de voz, una palabra, no una realidad objetiva. El posmodernismo dará a esa manera de entender la vida su expresión más acabada: no existe la realidad, sólo existen fragmentos de realidad. Seamos aún más concluyentes o descarnados: no existe la sociedad, sólo existen los individuos. Y yendo a lo concreto: los héroes de Fukushima son unos pobres despistados, unos locos suicidas o unos extravagantes a la búsqueda de una gloria que muy probablemente no podrán disfrutar. Si, como hoy se tiende a admitir mayoritariamente, el último motivo de nuestro comportamiento es el egoísmo (quizás un “sano” egoísmo), la vanidad o la búsqueda de algún modo de rentabilidad o directo beneficio personal (la “salvación del alma” en última instancia), ¿qué otra explicación podría tener eso que “parece ser” arriesgar la vida por los demás?
Todavía no ha llegado la hora de que se impongan otras filosofías que nos ayuden a entender mejor la sustancia de la que estamos hechos. Hegel, por ejemplo, lo puso difícil, porque su capacidad para hacerse entender no llega tan alto como lo hacen sus sublimes ideas. Y para colmo, Marx, un totalitario vocacional, se declaraba a fin de cuentas (después de ponerle “boca arriba”, decía) hegeliano. Pero podemos seguir el rastro de lo que Hegel nos va diciendo, e ir reparando en que nos lleva hacia las respuestas que buscamos: “Debemos buscar en la historia un fin universal, el fin último del mundo, no un fin particular del espíritu subjetivo o del ánimo”. “La muchedumbre de las particularidades debe comprenderse aquí en una unidad”. “Todo parece pasar y nada permanecer (…) Pero otro aspecto se enlaza en seguida con esta categoría de la variación: que una nueva vida surge de la muerte”. “Ahora bien (…): ¿cuál es el fin de todas estas formas y creaciones? No podemos verlas agotadas en su fin particular. Todo debe redundar en provecho de una obra”.
No estamos en la vida sólo para servirnos a nosotros mismos, sino para, saliendo de dentro hacia fuera, ponernos asimismo al servicio de una tarea, de una “obra”, de una finalidad que nos trasciende. O como dice María Zambrano: “Mi realidad depende de otro”. Cuando rehabilitemos estas ideas, dejaremos de hacer esas retorcidas interpretaciones de las cosas que nos llevan, por ejemplo, a entender que los hijos son un estorbo para nuestro desarrollo personal, que la patria es un concepto fascista o que la vida hay que conducirla según el principio del carpe diem y de que, de manera absoluta, hay que buscar el placer y huir del dolor. Llegará así el momento en el que podamos entender a Ortega cuando dice: “Quien siente menos apetitos vitales y percibe la existencia como una angustia omnímoda, según suele acaecer al hombre moderno, supedita todo a no perder la vida (...). Por otra parte, el valor supremo de la vida (como el valor de la moneda consiste en gastarla) está en perderla a tiempo y con gracia”. Y aun entenderemos a nuestro filósofo cuando eleva sus reflexiones hasta esta gran altura: “Sé no existir, tal vez la ciencia más difícil de todas”.
O esto o dejará de haber héroes como los de Fukushima.Y entonces sí tendrá razón el comisario europeo de Energía, Günther Oettinger: habrá llegado el Apocalipsis.
Se les conoce ya como los “héroes de Fukushima”: 180 hombres que en turnos de 50 están entrando a estas horas en la central nuclear de Fukushima, gravemente afectada por el terremoto y el posterior tsunami de Japón, jugándose la vida al exponerse a las muy probables emisiones radiactivas para salvar la de los demás. A la hora en que escribo, están intentando enfriar los reactores dañados y las posibles fusiones parciales del núcleo y así evitar el desastre. Durante el tiempo que permanecen en la central están sometidos a altos niveles de radiación perjudiciales para la salud, pero su marcha podría significar una catástrofe mundial. Gran parte de ellos son jubilados o trabajadores próximos a la jubilación de la central que se han ofrecido como voluntarios, porque, por edad, estando más próximos a la muerte, la repercusión de las posibles enfermedades a las que se exponen es menor que la que tendría lugar en los trabajadores más jóvenes. Muchos de estos trabajadores ya están heridos y son varios los que han muerto.
¿Por qué arriesgan su vida estas personas? ¿De dónde extraen los motivos para un comportamiento que a ellos personalmente en nada les beneficia?
Llevamos varios siglos dando pábulo a una manera de entender la vida cuyo presupuesto fundamental es que el individuo es la realidad básica del universo. La señal de salida hacia esa cultura (en muchos sentidos liberadora: la verdad es paradójica) la dio ya Guillermo de Ockham en el siglo XIV al afirmar que sólo existen los individuos, que toda realidad supraindividual es un artificio, un invento de la mente: no existe, pues, el bosque, sólo los árboles individuales. “Bosque” es un flatus vocis, un soplo de voz, una palabra, no una realidad objetiva. El posmodernismo dará a esa manera de entender la vida su expresión más acabada: no existe la realidad, sólo existen fragmentos de realidad. Seamos aún más concluyentes o descarnados: no existe la sociedad, sólo existen los individuos. Y yendo a lo concreto: los héroes de Fukushima son unos pobres despistados, unos locos suicidas o unos extravagantes a la búsqueda de una gloria que muy probablemente no podrán disfrutar. Si, como hoy se tiende a admitir mayoritariamente, el último motivo de nuestro comportamiento es el egoísmo (quizás un “sano” egoísmo), la vanidad o la búsqueda de algún modo de rentabilidad o directo beneficio personal (la “salvación del alma” en última instancia), ¿qué otra explicación podría tener eso que “parece ser” arriesgar la vida por los demás?
Todavía no ha llegado la hora de que se impongan otras filosofías que nos ayuden a entender mejor la sustancia de la que estamos hechos. Hegel, por ejemplo, lo puso difícil, porque su capacidad para hacerse entender no llega tan alto como lo hacen sus sublimes ideas. Y para colmo, Marx, un totalitario vocacional, se declaraba a fin de cuentas (después de ponerle “boca arriba”, decía) hegeliano. Pero podemos seguir el rastro de lo que Hegel nos va diciendo, e ir reparando en que nos lleva hacia las respuestas que buscamos: “Debemos buscar en la historia un fin universal, el fin último del mundo, no un fin particular del espíritu subjetivo o del ánimo”. “La muchedumbre de las particularidades debe comprenderse aquí en una unidad”. “Todo parece pasar y nada permanecer (…) Pero otro aspecto se enlaza en seguida con esta categoría de la variación: que una nueva vida surge de la muerte”. “Ahora bien (…): ¿cuál es el fin de todas estas formas y creaciones? No podemos verlas agotadas en su fin particular. Todo debe redundar en provecho de una obra”.
No estamos en la vida sólo para servirnos a nosotros mismos, sino para, saliendo de dentro hacia fuera, ponernos asimismo al servicio de una tarea, de una “obra”, de una finalidad que nos trasciende. O como dice María Zambrano: “Mi realidad depende de otro”. Cuando rehabilitemos estas ideas, dejaremos de hacer esas retorcidas interpretaciones de las cosas que nos llevan, por ejemplo, a entender que los hijos son un estorbo para nuestro desarrollo personal, que la patria es un concepto fascista o que la vida hay que conducirla según el principio del carpe diem y de que, de manera absoluta, hay que buscar el placer y huir del dolor. Llegará así el momento en el que podamos entender a Ortega cuando dice: “Quien siente menos apetitos vitales y percibe la existencia como una angustia omnímoda, según suele acaecer al hombre moderno, supedita todo a no perder la vida (...). Por otra parte, el valor supremo de la vida (como el valor de la moneda consiste en gastarla) está en perderla a tiempo y con gracia”. Y aun entenderemos a nuestro filósofo cuando eleva sus reflexiones hasta esta gran altura: “Sé no existir, tal vez la ciencia más difícil de todas”.
O esto o dejará de haber héroes como los de Fukushima.Y entonces sí tendrá razón el comisario europeo de Energía, Günther Oettinger: habrá llegado el Apocalipsis.
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EL SENTIDO DE LA VIDA
domingo, 13 de marzo de 2011
¿SE HAN ACABADO LOS “GRANDES RELATOS”?
Ojalá, Pilar, que hubiera materia suficiente para esa tertulia que sugieres en tu comentario al artículo anterior, pero mi experiencia me va diciendo que cada vez es más difícil hablar de los temas importantes: o crispan o aburren. Y tampoco la manera de estar en el mundo que hoy impera ayuda a reflexionar adecuadamente sobre las cosas. El posmodernismo, que es la filosofía que, sepámoslo o no, hoy está en el sustrato de la manera de mirar vigente, dice que se han acabado los “grandes relatos”, que sólo podemos aspirar a ver la realidad, la realidad histórica en este caso, como conjunto disperso de fragmentos. Cuando la historia se hace con fragmentos, queda reducida a encadenamiento aleatorio de anécdotas. He aquí una miscelánea de fragmentos “anecdóticos” (más o menos dramáticos, pero a lo que voy: independientes unos de otros, sin consecuencias que los liguen entre sí): 1) El pensamiento mítico nos lleva a “recordar” que hubo una edad dorada en la que el hombre fue feliz, y de entonces para acá no hemos hecho sino decaer; 2) Rousseau, uno de los máximos referentes intelectuales de la Revolución Francesa, deja en el orfanato, nada más nacer, a sus cinco hijos; 3) las utopías revolucionarias del siglo XIX aspiran a restablecer los modos de relación social propios de la horda salvaje anterior a la civilización; 4) Marx y Engels sostienen que la ley y el estado son superestructuras jurídico-políticas que no tienen otra función que la de servir al enriquecimiento económico de la clase dominante; 5) eminentes figuras del PSOE anterior a la Guerra Civil como Pablo Iglesias y Largo Caballero, marxistas, abogan por la revolución violenta para romper el marco explotador de la “democracia burguesa”, es decir, de la democracia; 6) la “memoria histórica” que hoy impulsa el gobierno socialista presupone que la Guerra Civil fue causada exclusivamente por sectores fascistas del ejército; 7) los gobiernos socialistas actuales pactan con un grupo terrorista (al margen, por tanto, de los cauces legales e institucionales de la democracia) el modo en que la sociedad española debe organizarse políticamente. Etc.
Como, según los modos de pensar vigentes, la realidad histórica, está hecha de fragmentos, es decir, como nada tiene sentido y no hay que buscar las consecuencias que encadenen unos acontecimientos con otros, el pensamiento se encuentra con un tope insalvable a la hora de entender lo que pasa, y las inferencias que se hacen, desvinculadas de esa cadena causal y teleológica hoy desdeñada bajo la denominación de “grandes relatos”, lleva a conclusiones absurdas; por ejemplo, la de que el PSOE (o el PCE) es y ha sido un partido progresista.
Yo, en el artículo anterior, ligando unos “fragmentos” históricos con otros (por ejemplo, los anteriormente enumerados), defendiendo que las cosas están vinculadas unas a otras, que hay una intención latente, un sentido que eleva a la historia por encima del azar, y que, en suma, y con unos u otros matices, son posibles esos “grandes relatos”, creo encontrar una línea argumental que conduce a otras conclusiones (que conduce, simplemente, habría que decir, a conclusiones). Y de perdidos, al río, así que he sugerido un relato capaz de conducir desde el pensamiento prehistórico hasta el 11-M.
Como, según los modos de pensar vigentes, la realidad histórica, está hecha de fragmentos, es decir, como nada tiene sentido y no hay que buscar las consecuencias que encadenen unos acontecimientos con otros, el pensamiento se encuentra con un tope insalvable a la hora de entender lo que pasa, y las inferencias que se hacen, desvinculadas de esa cadena causal y teleológica hoy desdeñada bajo la denominación de “grandes relatos”, lleva a conclusiones absurdas; por ejemplo, la de que el PSOE (o el PCE) es y ha sido un partido progresista.
Yo, en el artículo anterior, ligando unos “fragmentos” históricos con otros (por ejemplo, los anteriormente enumerados), defendiendo que las cosas están vinculadas unas a otras, que hay una intención latente, un sentido que eleva a la historia por encima del azar, y que, en suma, y con unos u otros matices, son posibles esos “grandes relatos”, creo encontrar una línea argumental que conduce a otras conclusiones (que conduce, simplemente, habría que decir, a conclusiones). Y de perdidos, al río, así que he sugerido un relato capaz de conducir desde el pensamiento prehistórico hasta el 11-M.
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