sábado, 20 de agosto de 2016

Heroísmo e Islam

     Nuestra vocación más importante, la principal tarea que habremos de realizar en este mundo, siguiendo un íntimo e ineludible mandato, es llegar a ser héroes. Y las diferentes culturas no son, o no han sido, sino moldes diversos que a los individuos se nos han propuesto sobre maneras posibles de encajar nuestra actividad vital en tal aspiración. El filósofo y psicólogo estadounidense William James (1842-1910) así venía a afirmarlo cuando decía que “el mundo es esencialmente un escenario para el heroísmo”. Una tarea esa a la altura de todo lo que tenemos que superar para llegar a compensar nuestra nadería de partida. Porque empezamos por ser la expresión máxima de la vulnerabilidad y la insignificancia: al nacer, en nada éramos capaces de valernos por nosotros mismos, nuestro cuerpo nos abrumaba bañándonos en vómitos y excrementos, el mundo que nos rodeaba nos resultaba vertiginoso y caótico… Mero anticipo de lo que más adelante aún nos esperaba: tomar conciencia de que tarde o temprano nos llegará la muerte. Embadurnados de mierda, arrojados a un mundo incomprensible y enfrentados a un riesgo permanente de desaparecer: mal empezamos, es evidente. Por eso hemos tenido que construir trayectorias, mitologías, objetivos a través de los cuales contrarrestar nuestras iniciales miserias, elevarnos, como Hölderlin preveía, desde nuestra inicial condición de mendigos, cuando reflexionamos a ras de tierra, hasta la de ser dioses, tal y como nuestros sueños nos proponen. Blaise Pascal observó cómo la religión cristiana atendía a ese difícil equilibrio que nos hace ser miserables para empezar, pero también virtualmente semejantes a Dios: “El cristianismo es extraño –decía–; ordena al hombre reconocer que es vil e incluso abominable, y le ordena querer ser semejante a Dios. Sin tal contrapeso esta elevación le volvería horriblemente vano, o este rebajamiento le volvería horriblemente abyecto”. Cuando el oráculo de Delfos y, evocándolo, el mismo Sócrates nos recomendaba: “conócete a ti mismo”, y Aristóteles venía a plantearnos: “llega a ser el que eres”, ambos ponían también ante nosotros esa tarea de elevarnos hasta nuestra naturaleza divina, sobreponernos a la insustancial apariencia de partida, la insignificante materia prima que inicialmente nos constituye. Y cuando Ulises reconocía ante el cíclope Polifemo que su nombre era “Nadie”, no dejaba de latir en esa constatación su auténtica y más profunda naturaleza, la que, entonces de modo aún tácito y por demostrar, le elevaba a la condición de rey, rey de Ítaca, que su heroísmo acabaría por desvelar.
     Pero ¿cómo conciliar estos enunciados y reflexiones sobre nuestra heroica naturaleza con la evidencia de la universal cobardía de que habitualmente hacemos gala los humanos en las más diversas circunstancias? No hay tal. Una cobardía no es, en realidad, más que una retirada táctica hacia posiciones donde nuestra tarea heroica pueda plasmarse o resultar patente. La psicosis extrae del delirio y la alucinación los recursos necesarios para que uno mismo pueda convencerse, como Don Quijote, de que está haciendo lo necesario para llevar adelante su heroica misión. Y en la neurosis, esa retirada táctica solo precisa del añadido de los ensueños para dejar a salvo la entereza de la propia imagen al contrastarla con aquel objetivo. En general, escogemos vivir en, o atender a, solo aquella parcela del mundo en la que podamos convencernos de que estamos llevando adelante la heroica tarea de compensar nuestras miserias o insuficiencias de partida. Lo que del mundo excede de esas estrictas parcelas en las que se desenvuelve nuestra misión queda desactivado con nuestra desatención, al menos emocional. Y si no nos sentimos capaces de llevar adelante nuestra tarea redentora en primera instancia, aún nos queda el recurso de identificarnos con la que realice un héroe auténtico que nos represente, que siendo capaz de vencer a la muerte, o al menos eclipsarla, nos incluya también a nosotros, por adhesión o por imitación, en su misión redentora.
     Héroe, en última instancia, es el que tiene el valor de desafiar a la muerte. “Valor” es una palabra que procede de “vir”, lo mismo que “virilidad” y que “virtud”. Héroe es el que practica la virtud, y lo hace porque siente que la victoria es posible, y que la vida que, por el contrario, solo mueve la inercia, la aceptación de lo que no exige ningún esfuerzo, la vida viciosa en suma, es un destino inaceptable que nos devuelve a nuestros miserables orígenes. Nuestra cultura occidental parece hoy remansarse, en gran medida, en la hondonada que forman los antihéroes, la aceptación de lo que hay, un arte que impone la vigencia de lo escatológico y de la fealdad, la negación de que, más allá de la neblina que aparenta clausurar lo presente, exista algo más que movilice nuestras ilusiones… en suma, en la aceptación del fracaso y correspondiente hipérbole en el consumo de psicofármacos. La civilización que más lejos ha llevado al hombre, que más héroes ha producido a lo largo de la historia, atraviesa, en muchos sentidos, por un período de fatiga en el que solo parece quedar sitio para esa mitad de lo que somos que más nos empuja, o nos paraliza, hacia la inercia.
 
 
 
     Complementariamente, en los aledaños y en los intersticios de nuestra civilización se ha apostado otra civilización que hace dudar si no sería mejor referirse a ella como modalidad de barbarie: el Islam. Son 1.500 millones los musulmanes que hay en el mundo; a muchos de ellos los ha traído a Europa la inmigración paulatina o impetuosa que se originó a partir de la Segunda Guerra Mundial. En España, la población musulmana alcanza el 4,06% de la población; en Francia, el 8%, en Alemania, el 6%, en Bélgica, el 6% (el 25,5% en Bruselas), en el Reino Unido, el 5%. Son contingentes de población que, en su gran mayoría, no aceptan incorporarse a los modos de vida y a los tejidos sociales de los países que los han acogido. Prefieren formar guetos suburbanos en los que no solo mantienen vivas las enseñanzas coránicas, sino el correspondiente rechazo de todo lo que Occidente significa. Es normal que el resultado último de este choque cultural, considerado desde la perspectiva de las sociedades en que estos musulmanes trabajan, estudian y, les guste o no, realizan su vida –muchas veces ya desde que nacen–, sea la inadaptación. Especialmente los jóvenes, no se identifican en absoluto con el país en el que viven o incluso han nacido. En edades en las que tan necesario resulta tener una identidad, solo mantienen realmente activa una fuente a través de la cual lograrla: su condición de musulmanes. Y el cauce cultural a través del cual lograr llevar a la práctica esa íntima exigencia que todos tenemos de alcanzar la condición de héroes, queda, por tanto, muy restringido. Poner la propia vida al servicio de una misión, sentir que uno se eleva sobre su miserable condición de partida, hacer algo en la vida que merezca la pena, y que no va a estar relacionado ni con sus estudios, ni con su trabajo, ni con las diferentes tareas vitales que la cultura occidental en la que están inmersos propone… ¿cómo hacerlo posible? ¿Qué queda en este sentido al alcance de la mano para un joven musulmán desarraigado y en riesgo de caer en la depresión por no tener nada importante ni interesante que hacer con su vida?
     Gracias a internet, ese joven puede llegar a comprender que aún le queda algo importante que hacer, alguna tarea heroica sobra la que apuntalar su precaria autoestima. No se siente europeo, no tiene ilusión por realizar su proyecto de vida trabajando en ninguna de estas naciones occidentales en las que vive, desprecia la flacidez o morbosidad de las fórmulas de ocio con las que se entretienen sus infieles coetáneos… pero, frente a todo eso, aún le queda un sentimiento de identidad al que aferrarse: es musulmán. Y no un musulmán tibio y contemporizador: eso no sería suficiente. Aún puede poner su vida al servicio de una causa, hacer algo importante… ser un héroe. Las páginas web del Estado Islámico vendrán a hacer el resto.

sábado, 6 de agosto de 2016

La función de la memoria

     Venir a la vida, descender a la realidad, es venir a parar al reino de lo concreto e individual, de la experiencia múltiple, diversa y caótica. Pero ya desde el principio traemos con nosotros una misión: ir agavillando ese sinfín de particularidades mundanas en generalidades, en formas unificadoras, en abstracciones supramundanas. Porque, en lo esencial, somos creadores de hornacinas conceptuales en las que ir introduciendo esa inagotable cantidad de experiencias, sucesos y fenómenos concretos en que la vida consiste, hasta conseguir hacerlos regresar al reino de la Unidad del que sentimos proceder y estar desterrados.
     El infante (también el enfermo mental), rodeado aún por el caos de inconsistencias al que ha venido a parar, trata de escapar, de huir de la realidad. Incapaz de hacerse con conceptos, con generalizaciones que le ayuden a transitar por su circunstancia externa, regresa a su mundo interior, donde sigue vigente el imperio de la estabilidad, de la recurrencia y de la imitación. Escindida como está todavía su necesidad de orden del ámbito de la experiencia, atiende más a aquel que a esta. Empezará a hacer hueco en su memoria (empezará a haber memoria) cuando descubra ahí afuera alguna reiteración que poner a salvo, cuando consiga incorporar lo dado a alguna clase de generalización que lo convierta en significativo, cuando por encima de la dispersión sobre la que todo fluye descubra algo a lo que aferrarse y en lo que ponerse a salvo… cuando de algo descubra que tiene un ser.
 
Representación del Mito de la Caverna, de Platón
 
     Pese a aquellos fracasos de los desmemoriados, el hombre como conjunto es el único ser al que le ha sido permitido adentrarse cabalmente en la realidad, abismarse en el caos de las particularidades, descubrirse como individuo. Platón diría que ha venido a introducirse en el mundo de las apariencias, de lo opinable y paradójico. Y su tarea, dice también, es recordar, descubrir lo esencial detrás de ese velo de singularidades, regresar, después de su experiencia mundana, al ámbito de lo ideal, lo modélico, lo arquetípico. Por eso, la memoria va evolucionando de manera que, cuando uno progresa y se hace mayor, empieza a encontrar dificultades en recordar las cosas concretas y sus nombres, y aumenta, sin embargo, su capacidad de abstracción. Y cuando la memoria va deteriorándose, lo hace, como dice Henri Bergson, como si supiera gramática: primero desaparecen los nombres propios, luego los nombres comunes, más tarde los adjetivos, y por fin, los verbos, recorriendo un camino que va desde lo más particular y, por tanto mundano, hasta lo más abstracto y, por eso, ultrarreal, hasta atravesar de nuevo el umbral del más allá, del cual un día se desprendió.