El suicidio constituye la primera causa de
muerte violenta en España, con un número que excede holgadamente al de los
muertos por accidente de tráfico, accidentes laborales y homicidios juntos. Según
el Instituto Nacional de Estadística, un total de 3.910 personas (2.938 hombres
y 972 mujeres) falleció por este motivo durante 2014. Es un 20% más que lo que se
registró en 2007, antes de la crisis económica, y la cifra más alta alcanzada
en los últimos 25 años, que es la época de la que el I.N.E. ofrece cifras (en la década de los
80 se contabilizaban poco más de 1.500 suicidios al año). Entre 2007 y 2014,
desde que empezó la actual crisis hasta el momento más próximo en que contamos
con datos del I. N. E., el número de suicidios al año ha crecido en 647
personas. Por otro lado, por cada suicidio consumado hay entre veinte y treinta
intentos de suicidio. Hay, además, muchas muertes que posiblemente sean
suicidios, pero que no se contabilizan como tales (envenenamientos, accidentes de
tráfico, ahogamientos…). El índice de suicidios anuales en nuestro país es de
8,4 por cada 100.000 personas. Es una tasa baja en relación a las de otros países
de Europa, y así ha venido siendo desde siempre; según los últimos datos de
Eurostat, correspondientes a 2013, la media de la UE estaba en una tasa de 11,6
por 100.000 habitantes. En las cinco últimas décadas, la tasa de suicidios se
ha incrementado de forma global en un 60%. Y lo más llamativo es que España, a
pesar de su bajo índice de partida, resulta ser el país de Occidente donde
proporcionalmente más se ha incrementado el número de suicidios en los últimos
veinticinco años. Las cifras son especialmente alarmantes entre los
adolescentes, donde ese número se ha cuadruplicado entre los chicos y
triplicado entre las chicas (ver capítulo de Redes 310, programa dirigido por
Eduardo Punset, de 31 de diciembre de 2012).
Activistas en Berlín pretenden generar conciencia sobre el suicidio (Efe) |
Resulta equívoco atribuir, como se ha hecho, el
aumento de suicidios a un problema de empobrecimiento de la población o de incremento
del paro o de los desahucios. De hecho, países con elevados índices de
bienestar son los que tienen tasas de suicidio más altas, lo que no resultaría
entendible desde esa óptica que lo relaciona con la pobreza. Emile Durkheim
(1858-1917), uno de los padres fundadores de la moderna sociología, dedicó a
este tema del suicidio un estudio que publicó en 1897, y que ha pasado a ser
canónico. En él llega a la conclusión de que las crisis económicas tienen,
efectivamente, una influencia agravante sobre la tendencia al suicidio; sin
embargo, esa tendencia se agrava tanto en el caso de las crisis que conducen a
un mayor empobrecimiento como de las que suponen un rápido enriquecimiento de
la población. “Hasta las crisis dichosas –afirma, en efecto–,
cuyo efecto es el de acrecentar bruscamente la prosperidad de un país, influyen
en el suicidio lo mismo que los desastres económicos”. Sostiene su
afirmación sobre la base de minuciosos y exhaustivos análisis estadísticos. “Pero
–prosigue, analizando los datos de la época– lo que demuestra mejor aún que
el desastre económico no tiene la influencia agravante que se le ha atribuido a
menudo, es que produce más bien el efecto contrario. En Irlanda, donde el
aldeano vive una vida tan penosa, se matan muy poco. La miserable Calabria, no
cuenta, por decirlo así, con suicidios; España tiene 10 veces menos que
Francia. Hasta se puede decir que la miseria protege”. Y por el
contrario: “En los diferentes departamentos franceses, los suicidios son tanto más
numerosos, cuanto más gentes hay que viven de sus rentas”. De modo que
extrae una inferencia concluyente: “Así, pues, si las crisis industriales o
financieras aumentan los suicidios, no es porque empobrecen, puesto que las
crisis de prosperidad tienen el mismo resultado; es porque son crisis, es
decir, perturbaciones del orden colectivo. Toda rotura de equilibrio, aun cuando
de ella resulte un bienestar más grande y un alza de la vitalidad general,
empuja a la muerte voluntaria. Cuantas veces se producen en el cuerpo social
graves reorganizaciones, ya sean debidas a un súbito movimiento de crecimiento
o a un cataclismo inesperado, el hombre se mata más fácilmente”.
Pasa entonces Durkheim a investigar la
naturaleza de esas perturbaciones del orden colectivo, de esa ruptura del
equilibrio social que vendría a dar sustento al correspondiente aumento de los
comportamientos autodestructivos. Y va construyendo una línea argumental que
parte de esa peculiar condición del hombre que le convierte en un ser
insaciable, acuciado por versátiles y persistentes necesidades que nunca llegan
a ser del todo satisfechas: “¿Cómo fijar –se pregunta– la
cantidad de bienestar, de confort, de lujo que puede legítimamente perseguir un
ser humano? Ni en la constitución orgánica, ni en la constitución psicológica
del hombre se encuentra nada que marque un límite a semejantes inclinaciones”.
Las necesidades a satisfacer que aparecen en el horizonte de los individuos son,
pues, ilimitadas, y trascienden sobradamente el tope de las que pueden llegar a
ser satisfechas. Son esas necesidades las mismas que empujan recurrentemente
hacia la utópica aspiración a lo que no puede ser, y otras tantas veces hacia
una frustración que, en el sentido que estamos analizando, puede llegar a resultar
fatal: “Por sí misma –confirma Durkheim–, hecha abstracción de todo poder
exterior que la regule, nuestra sensibilidad es un abismo sin fondo que nada
puede colmar. Pero entonces, si nada viene a contenerla desde fuera, no puede
ser por sí misma más que un manantial de tormentos”. Esa sed
inextinguible que el hombre siente, si no encuentra la forma de ser, ya que no
saciada, al menos controlada, se convierte en “un suplicio perpetuamente
renovado”, que provoca un permanente estado de descontento. Y es ese
descontento lo que puede acabar abocando al desistimiento de la vida.
Ha de aparecer, pues, un poder regulador que
acote nuestras aspiraciones, que nos permita metabolizar la dosis de decepción
necesaria, la aceptación de los límites que, de una u otra forma, en uno u otro
grado, nos impone la realidad. Ese poder regulador que comprime el grado de
satisfacción al que podemos aspirar hasta que acabe encajando en el marco de
aquella realidad que nos trasciende, es a lo que llamamos moral. Y es la
sociedad en su conjunto o a través de sus instituciones la que impone esa
regulación, esa moral. “Ella sola tiene la autoridad necesaria para
(…) marcar a las pasiones el punto más allá del cual no deben ir… En bien del
interés común”. Sigue explicando Durkheim cómo la sociedad se
constituye sobre un conjunto de ideas aceptadas por la generalidad de sus
componentes, y que llevan a admitir que hay un cierto modo de vivir que se considera como el
límite superior que, por ejemplo, puede proponerse el obrero en los esfuerzos
que hace para mejorar su existencia, y un límite inferior por bajo del cual se
tolera difícilmente que descienda, si no se ha degradado gravemente. Uno y otro
límites son diferentes para el obrero de la ciudad y el del campo, para el
criado y para el jornalero, para el empleado de comercio y para el funcionario,
etc., etc. Así se va formando, pues, esa reglamentación colectiva que no
necesita plasmarse en ningún texto jurídico, pero que ejerce la suficiente
presión para que cada cual, en su esfera de acción, se dé cuenta suficientemente
del punto extremo hasta el que pueden llegar sus ambiciones, y desde el que
debe actuar su capacidad de conformarse.
No hay ninguna sociedad que funcione sin que
estén activados estos mecanismos de control moral. Desde luego, no serían aquellos
de los que hablamos unos límites inamovibles, y toda sociedad va cambiando
sobre la base de su necesaria ductilidad en este sentido, pero a la vez deben
de ser estos límites lo suficientemente claros y rotundos como para que el
orden social resulte viable. Cuando esos topes se remueven, pueden hacerlo en dos
direcciones: hacia una ambición productiva, si las nuevas aspiraciones se
adecuan lo suficientemente a la realidad, o hacia la frustración y
desesperación, cuando esas aspiraciones chocan abruptamente con ella. Y cuando
se producen crisis, tanto dolorosas como felices, cuando, consiguientemente,
deja de saberse lo que es posible y lo que no lo es, lo que es justo y lo que
es injusto, cuáles son las reivindicaciones y las esperanzas legítimas, y cuáles
las que pasan de la medida, es cuando –señala Durkheim– se ha alcanzado el
estado de anomia, de ausencia de la regulación moral y social sobre la que se
constituye una sociedad. Es entonces cuando aparecen esas bruscas ascensiones
de la curva de los suicidios. Y es desde aquí desde donde podemos entender que
la pobreza incluso proteja contra el suicidio, porque el pobre está
acostumbrado a contar con los medios a su alcance para determinar aquello que
quisiera tener. Mientras que la riqueza, al disminuir la resistencia que nos
oponen las cosas, nos induce a creer que esa resistencia puede ser vencida con
más facilidad de la real. Incluso es la riqueza la que exalta más de lo
debido al individuo, la que más excita su espíritu de rebelión. La realidad, en
este caso, se va volviendo inconsistente y se desdeña en la misma medida en que
las imaginaciones calenturientas van sobrepasando con sus aspiraciones el tope de
lo posible. Y entonces, al menor revés que sobrevenga, faltan las fuerzas para
soportarlo.
Si hubiéramos de hacer derivar estas
reflexiones hacia el contexto de lo que efectivamente pasa en España, salta a
la vista la escasa vinculación que grandes sectores de nuestra población
sienten hacia la sociedad a la que pertenecen, hasta el punto de que, en muchos
casos, hasta pronunciar la palabra “España” resulta algo rechazable. La
disociación, la anomia resulta ser una consecuencia ineludible, que ha de
generar repercusiones en el ámbito de problemas que estamos
analizando. Esa anomia es lo que hay que entender que está detrás de la aparición
de mesianismos, utopismos o nacionalismos a los que es tan propensa nuestra
raza.
Así pues, el origen de los males que pueden
acabar empujando al suicidio sería, para Dukheim, lo que podríamos llamar el
mal del infinito, la sed insaciable de lo que no existe, que puede acabar
rompiendo las costuras de la regulación social y desembocar en la anomia. Pero
esta desregulación favorecedora del suicidio no procede tan solo de las
eventuales crisis que tengan un origen económico o político. Durkheim resalta
que la anomia proviene también de la desintegración de las sociedades
religiosas y de las domésticas. No por consecuencia de caracteres particulares
de cada una de esas sociedades, sino por una causa que es común a todas ellas,
y que es la quiebra de su poder regulador sobre esa sed insaciable que a todos
nos constituye.
Llegamos, pues, a esta conclusión general: el
suicidio varía en razón directa del grado de desintegración de los grupos
sociales de que forma parte el individuo. Nos ceñiremos por esta vez, además de
a lo ya expuesto, al análisis que hizo Durkheim de la relación entre la
desestructuración de la sociedad familiar y el aumento del índice de suicidios.
Para empezar, este autor comprobó estadísticamente cómo en toda Europa el
número de los suicidios variaba en proporción al de los divorcios y las
separaciones. “En todos los países, de donde tenemos los informes necesarios
–confirma–, los suicidios de divorciados son incomparablemente superiores en
número a los que proporcionan las otras partes de la población”. Según
las estadísticas de la época, los divorciados de los dos sexos se matan de tres
a cuatro veces más que los casados, y sensiblemente más que los viudos, a pesar
de la agravación que resulta para estos últimos de su edad avanzada. Su
explicación del fenómeno viene a confluir con la que daba en relación con las
crisis económicas. Parte de nuevo de la insaciabilidad humana, en este caso, la
referida al instinto sexual y a la búsqueda de horizontes relacionales. La
función del matrimonio sería, precisamente, la de regular toda esa potencia
pasional, cerrar el horizonte, asignando a cada hombre y a cada mujer una
pareja rigurosamente definida, y siempre la misma. “Esta determinación –dice
Durkheim– es la que produce el estado de equilibrio moral con que se beneficia el
esposo. Parque no puede, sin faltar a sus deberes, buscar otras satisfacciones
que las que así le están permitidas, limitando sus deseos. La saludable
disciplina a que está sometido le fuerza a encontrar su felicidad en su
condición, y, por eso mismo, le suministra los medios de ella (…) Si sus goces
están definidos, también están asegurados, y esta certidumbre consolida su
consistencia mental. Completamente distinta es la situación del célibe. Como
puede legítimamente ligarse a lo que le plazca, aspira a todo y nada le
satisface. Este mal del infinito que la anomia lleva consigo por todas partes,
puede alcanzar lo mismo esta zona de nuestra conciencia que cualquiera otra;
toma, muy a menudo, una forma sexual”. De nuevo, a falta de una
potencia reguladora, se tiende a soñar con lo imposible y a aspirar a lo que no
existe, aunque sea en forma de mera ensoñación. De esa manera, el sujeto ni se
entrega resueltamente ni posee nada con título definitivo. De todo esto
resulta un estado de perturbación, de agitación y de descontento que aumenta
necesariamente las probabilidades de suicidio. Y precisamente, concluye
Durkheim, “el divorcio implica un debilitamiento de la reglamentación
matrimonial. El límite que pone al placer no tiene la misma fijeza; si es
cómodamente conmovido y cambiado de lugar, contiene menos enérgicamente a la
pasión, y ésta, por consiguiente, tiende más a extenderse por fuera. Se resigna
menos fácilmente a la condición que se le ha asignado”. Si la expectativa
de un posible divorcio aumenta, la fortaleza de la relación disminuye, “no
es posible encontrase fuertemente retenido por un lazo que a cada instante
puede ser roto, sea de un lado, sea de otro. No es posible dejar de mirar más
allá del punto donde uno se encuentra cuando no se siente firme el terreno que
pisa”. En definitiva: “Es, pues, el estado de anomia conyugal,
producido por la institución del divorcio, el que explica el desarrollo
paralelo de los divorcios y los suicidios”. Es la eventual
incorporación de su posibilidad en grado excesivo lo que, debilitando el
vínculo de la pareja, convierte al divorcio en un factor favorecedor de la
anomia conyugal. Durkheim observó también que la separación, en la medida en
que constituye una ruptura del matrimonio menos drástica que el divorcio, está
en relación con un número significativamente menor de suicidios que este.
También comprobó que esta forma de anomia afectaba mucho menos a las mujeres
que a los hombres.
Toca ahora vincular estos presupuestos
establecidos por Durkheim con lo que efectivamente ocurre en nuestro país. Y es
el caso que España está a la cabeza del mundo en número de divorcios y rupturas
matrimoniales, partiendo de la situación contraria cuando se legalizó el divorcio,
en 1981. En este año, 1981, el número de rupturas fue de 16.362. En el año
2000, habían pasado a ser 102.403. En
2014, el número total de rupturas, según datos del Instituto Nacional de
Estadística, fue de 105.893. La tasa de rupturas matrimoniales por cada 1.000
habitantes en España fue de 2,3 en este año 2014. Lo cual quiere decir que en
nuestro país un 61% de las uniones acaban en ruptura. En Europa estamos solo por
detrás de Bélgica (70%), Portugal (68%), Hungría (67%) y la República Checa
(66%). Y el hecho es que nueve de los diez países con más altas tasas de
ruptura matrimonial en el mundo son europeos. Al tiempo, aumentan también en
España los nacidos fuera del matrimonio y disminuyen constantemente los
casamientos. Asimismo, los españoles se casan cada vez más mayores, con una
media de 34,1 años en mujeres y de 37,2 años en hombres. Estos datos han de
estar relacionados, sin duda, con el hecho de que la infidelidad sea también
una conducta en la que los españoles estamos de nuevo a la cabeza de Europa, según los datos de la
red social para infieles Ashley Madison, la más importante de las redes que
proporcionan “infidelidad sin riesgo” a sus usuarios.
No tanto las cifras absolutas, pero sí las
tendencias que de su análisis se derivan, avisan de que en España estamos
caminando por una senda peligrosa. Nuestras tendencias prosociales han quedado
muchas veces demostradas, por ejemplo, en el hecho de que en situaciones de
catástrofe somos los primeros en arrimar el hombro, o en el de que desde hace
décadas ocupemos el primer puesto en el ranking de donación de órganos en el
mundo. Pero también se trasluce nuestra incapacidad para acomodarnos a los moldes sociales
establecidos en la proliferación de nacionalismos
centrífugos, de ideologías extremistas o en la debilidad de nuestra institución
familiar, que acto seguido repercute en problemas tan graves como los de la violencia doméstica, el
fracaso escolar, la drogadicción, los problemas mentales y de consumo de
psicofármacos… Y en última instancia, volviendo a los orígenes de nuestro
análisis, en el espectacular aumento del número de suicidios en relación con el
exiguo índice de partida.