El momento a partir del cual la vida queda inaugurada,
y que marcará de manera indeleble todo lo que en ella haya de ocurrir, es el
que acontece al producirse la separación de la madre. Lo siguiente será
intentar regresar, recuperar aquella unidad perdida. Por eso dice María
Zambrano que “no más partir, volvemos”. Como Ulises al salir de Ítaca. O los
judíos errantes queriendo volver a su Tierra Prometida. O, en fin, Adán y toda
su estirpe tratando de reconstruir el Paraíso perdido. Desde entonces, desde
que nacimos, la vida será el resultado de todo lo que el tan persistente como
irrealizable deseo de reconstruir aquella unidad perdida sea capaz de producir.
En el extremo más depauperado del trayecto que allí comienza, la sensación de
abandono, rechazo, exclusión o soledad inundará la personalidad, impidiendo que
la vida, que necesita sustentarse sobre la esperanza de llegar a reparar
aquella primigenia separación, pueda desenvolverse. Pero aquellos sentimientos
y esta interrupción del fluir de la vida, a la larga resultan insoportables,
así que la personalidad busca modos de reparar o contrarrestar aquellas
angustiosas sensaciones para de esa manera componer o recomponer un cauce a
través del cual pueda discurrir la vida. El grado más inoperante e ineficaz de
ese movimiento compensador consiste en el simple fantaseo de la solución a
aquella angustiosa separación y a sus consecuencias (la sensación de rechazo y
abandono), que puede finalmente concluir en el uso de esos recursos extremos
que son el delirio y la alucinación. Las relaciones de dependencia y
sometimiento (activo o pasivo) serían recursos coadyuvantes a la hora de
intentar combatir aquella sensación de ser excluido. Y en su vertiente más
productiva, en fin, los intentos de contrarrestar tales sentimientos
conducirían hacia la puesta en marcha de un plan de vida reparador, de
compensación por la pérdida sufrida, que permita sobreponerse suficientemente y
de un modo real a los efectos de aquella primigenia separación.
Afirmar que la sensación de exclusión y de abandono
pueden llegar a provocar una hipersensibilidad que, en vez de desembocar en la
regresión que suponen el delirio y la alucinación, desarrollen (o tal vez
recuperen) facultades que trasciendan el umbral de la mera intuición y entren
en el terreno de la telepatía y la videncia (transmisión de pensamiento, en
suma, sin mediación sensorial), supone aceptar los riesgos de entrar en un
terreno plagado de inseguridades y vedado a mentalidades que, para atreverse a
investigar algo, necesitan del apoyo experimental y de conceptos claros que
establezcan firmes conexiones entre causas y efectos. Estas mentalidades
cuentan, entre otras, con la facilidad que da disponer de un concepto tan
dilatado y dilatable como el de la casualidad para tratar de arrinconar con él
a quienes acudan a la palestra de este debate exhibiendo su bagaje de fenómenos
pretendidamente paranormales. Aquí, efectivamente, podrían integrarse (es
decir, desecharse) sin demasiadas complicaciones todos esos fenómenos que, sin
embargo, han merecido la atención de personalidades no precisamente dadas al
capricho o al devaneo intelectual. Por ejemplo, el premio Nobel Henri Bergson,
que en 1886 publicó un artículo en el que detallaba asombrosas experiencias de
adivinación realizadas por un sujeto hipnotizado. O Sigmund Freud, que en su
ensayo “Psicoanálisis y telepatía”, y
a propósito de un caso concreto, llegaba a esta conclusión: “Me
parece que estamos obligados a admitir en este caso la posibilidad de
transferencia de una persona a otra de un deseo inconsciente y de los pensamientos y hechos que en él se relacionan”.
Y en una carta que en 1932 dirigió a su discípulo Edoardo Weiss concluía de un
modo ya más general: “Es cierto que estoy dispuesto a creer que
detrás de todo fenómeno supuestamente oculto se esconde algo nuevo e importante:
el fenómeno de la transmisión de pensamiento, es decir, la transmisión de procesos
psíquicos a otras personas en el espacio”.
Y sin embargo, es fácil transitar por un camino
ortodoxamente materialista durante casi todo el trayecto que conduce hacia la
formación de conceptos con los que entender estos fenómenos que pretenden
encontrar acomodo en el ámbito de lo paranormal. Y es que entre los síntomas
característicos de la esquizofrenia están, precisamente, el del miedo que sufre
el afectado por ella a que le roben sus pensamientos, así como la convicción no
menos habitual que tiene de poder leer los pensamientos ajenos. Todo lo cual no
suele traspasar los límites del simple delirio, que puede ser interpretado
dinámicamente como un residuo mental y emocional de aquella primigenia etapa de
fusión simbiótica con la madre, con la que el sujeto afectado se sentiría
patológicamente identificado, de tal modo que, en su desvarío regresivo,
pretendería estar ubicado en un estado equivalente de fusión con el entorno en
el que no existirían fronteras para el flujo de los pensamientos. Esta ausencia
de límites entre la propia personalidad y la ajena atentaría contra su
sentimiento de identidad, de poder mantener una personalidad independiente,
capaz de guardar secretos y de emitir deseos personales, y desencadenaría
fácilmente sentimientos paranoicos de vigilancia y persecución. Según esto, lo
que desde el punto de vista del enfermo mental pretendían ser fenómenos de
telepatía y clarividencia, no llegarían a ser sino meros delirios producidos
por su mente trastornada. ¿Pero sería siempre así? ¿O, un grado más allá del
simple delirio, y más o menos dentro de esa misma vía regresiva que utiliza el
psicótico, se llegan a producir, efectivamente, fenómenos de transmisión de
pensamiento o adivinación?
Sigamos la pista de la formación de un simple delirio
que no necesita para ser entendido de más instrumentos que los que da la
psicología dinámica, y para nada se necesita recurrir a la parapsicología. La
psiquiatra y psicoanalista Elisabeth Laborde-Nottale, en su ensayo sobre “La videncia y el inconsciente”, relata,
en este sentido, el caso de un joven paciente que sufría el delirio de creer
que tenía poderes telepáticos, acompañado de un acusado interés por las
coincidencias, creyendo que podía encontrar siempre algún vínculo entre hechos
que se producían en el mismo momento. Contaba a su psicoanalista que todos los
seres humanos estaban unidos por cables invisibles, semejantes a cables
eléctricos, que servían para la comunicación infraverbal y eran manejados por
extraterrestres. Este joven permanecía atento a la más mínima expresión, al
menor suspiro del prójimo para interpretarlo enseguida como algo integrado
dentro del conjunto significativo de fenómenos que se producían a la vez. Sus
interpretaciones eran muy a menudo erróneas, puesto que proyectaba en ellas sus
propias emociones y sus propias sensaciones. Lo único que demostraba, pues, era
su propia confusión mental. Su creencia delirante parecía ser más bien reflejo
de la impresión que tenía de que desde su nacimiento había sido para sus padres
una especie de extraterrestre. Esa impresión estaba probablemente causada por
el hecho de haber sido un hijo no deseado, y había aprendido a protegerse de
esa sensación de rechazo imaginando, de manera compensatoria, que los tres, sus
padres y él, estaban unidos por cables, de modo que, a partir de un acto de
sometimiento, pretendía que sus pensamientos eran prolongación de los de sus
padres, lo que no era en realidad sino resultado de su miedo, intenso y
realista, a perder contacto con ellos y de esa manera hundirse definitivamente
en el caos psíquico. Esta interpretación constituiría, pues, como antes
preveíamos, una explicación suficiente de lo que no dejaría de ser sino un
delirio.
Sin embargo, Carl Gustav Jung, uno de los psiquiatras
más renombrados de la historia, vino a avalar la existencia objetiva de sucesos
que serían equivalentes a esas coincidencias significativas entre hechos sin
relación causal que en el joven esquizofrénico del ejemplo expuesto no pasaban
de ser sino el irreal contenido de su
delirio. Jung denominaba a este fenómeno
“sincronicidad”, y decía de él que consistía en “la
simultaneidad de dos sucesos vinculados por el sentido pero de manera acausal”. Y añadía: “Así
pues, emplearé el concepto general de sincronicidad en el sentido especial de
una coincidencia temporal de dos o más sucesos relacionados entre sí de una
manera no causal, cuyo contenido significativo sea igual o similar”. Bajo ese epígrafe
de “sincronicidad”, Jung aludía, por
tanto, no a la mera coincidencia sincrónica, pero casual, de dos sucesos, sino
que era preciso, además, una coincidencia significativa entre ambos, uno de
ellos, un suceso externo, y otro, procedente del mundo interior del sujeto, y
que tendría una vinculación simbólica con el primero. Este último, el de
procedencia íntima, acontecería en forma de imagen (las más de las veces),
palabras escuchadas, sueño, ensueño, ocurrencia, presentimiento, intuición,
dibujo o escritura automáticos, o sensación corporal, todo ello percibido en
forma más o menos vaga y en un estado de conciencia crepuscular, es decir, no
muy clara en el momento de recibir tales señales, que siempre se sentirían como
recibidas del exterior de la persona (todo esto, por otra parte, podría
asimismo provenir, como en el caso antes expuesto, de una mente simplemente
delirante o alucinada y no constituir auténticos casos de videncia). Estos
fenómenos paranormales llamaron también la atención del físico cuántico y
Premio Nobel de Física en 1945, Wolfgang Ernest Pauli, con quien Jung escribió
un libro, “La interpretación de la
naturaleza y la psique”, dedicado a esta cuestión.
Estamos hablando, pues, de la eventual
existencia, más allá de los fenómenos habituales con los que se enfrenta la
psicología, de un sutil campo o lugar de encuentro de sucesos –unos de origen físico
con otros de origen psíquico– no vinculados entre sí por una relación de
causa-efecto, sino por el hecho de que tienen un significado común, al menos en
parte. Sería como si el universo, visto a través de estos fenómenos, estuviera
constituido por campos de metáforas: unos sucesos físicos vendrían a ser
símbolo o metáfora de otros psíquicos (o viceversa), y cuando por alguna
circunstancia (normalmente un suceso acompañado de intensa carga afectiva) se
cruzan sus significados, uno reclamaría la aparición del otro. El ejemplo más
conocido de este tipo de fenómenos es aquel que aporta Jung en relación con el
tratamiento que estaba llevando a cabo de una joven con una mentalidad muy
racionalista con la que le costaba progresar en la tarea terapéutica, porque se
resistía a asimilar ciertas ideas que él le proponía. El mismo Jung relata que
esa “joven
paciente soñó, en un momento decisivo de su tratamiento, que le regalaban un escarabajo de oro.
Mientras ella me contaba el sueño yo estaba sentado de espaldas a la ventana
cerrada. De repente, oí detrás de mí un ruido como si algo golpeara suavemente
la ventana. Me di media vuelta y vi fuera un insecto volador que chocaba contra
la ventana. Abrí la ventana y lo cacé al vuelo.” Se trataba de un escarabajo dorado que inmediatamente
entregó a la paciente. Lo curioso es que para los antiguos egipcios, el
dios Khefri, representado
como un escarabajo, es una figura arquetípica relacionada con la transformación
del individuo, y esta vinculación simbólica sería la que habría puesto en
marcha la sincronicidad, la confluencia del suceso psíquico del sueño y el
suceso externo de la aparición del escarabajo en aquel momento crítico de la
situación terapéutica. La paciente, ante lo insólito del acontecimiento, sintió
resquebrajarse sus esquemas racionalistas, y a partir de ese momento empezó a
considerar los argumentos de Jung, a dejarse influir por ellos, y el
tratamiento comenzó a progresar.
La psicoanalista Elizabeth Laborde-Nottale, en
su ya citado ensayo, describe por su parte, entre otros muchos, un ejemplo de
videncia o sincronicidad que también podemos incluir aquí. Se refiere al
momento final del tratamiento de una de sus pacientes videntes, un final
voluntariamente asumido y promovido por la paciente, que se consideraba ya lo
suficientemente curada como para dar por terminada la relación terapéutica, y en
la que ese hecho objetivo activó un correlativo fenómeno de videncia que venía
a servir de evocación simbólica de aquella separación. Cuenta Laborde-Nottale
hablando de sí misma: “Un día recibí una (tarjeta postal) (…) El
texto que leí en la tarjeta me desconcertó: estaba escrito con una letra tosca
y firmado con el nombre de pila de una de mis parientas cercanas, fallecida
algunos años antes, que había dejado dos niños pequeños. Mi paciente, en los
cinco años de terapia jamás había evocado ese nombre y tampoco existía
posibilidad alguna de que hubiese sido informada verbalmente de esta muerte
trágica que fue un drama en mi vida. Se expresaba como si me hablara desde el
mundo de los muertos, dándome noticias de la persona fallecida en los mismos
términos, muy específicos, que ella hubiera empleado si se hubiese podido
expresar y, en especial, pidiéndome que le diera un beso al bebé que había
dejado, tuteándome, llamándome por mi nombre de pila y dándome seguridades de
su amor”. La carta estaba escrita con un tipo de letra que la
psicoanalista reconoció como la suya propia cuando era adolescente. Aquella
tarjeta fue el último contacto que Laborde-Nottale tuvo con su paciente. Se
trataba, pues, de un acto de despedida, su manera de comunicarle la separación
que, puesto que iba a ser definitiva, evocaba de una manera simbólica la
separación que la muerte significa. Para decirle adiós, la paciente se había identificado,
pues, con una muerta a la que la psicoanalista había querido mucho, pero de
cuya existencia la paciente no pudo haber llegado a saber nunca. Coinciden,
pues, aquí, dos sucesos no relacionados causalmente, aunque sí simbólicamente,
de la manera en que, según Jung, es característica de la sincronicidad: el
recuerdo de un hecho objetivo, la pasada muerte de esta persona especialmente
vinculada con la terapeuta y la vivencia de la separación de la paciente que
dio por terminada la relación terapéutica, pero que sentía cómo ello venía a
simbolizar, a ser metáfora de la separación definitiva que es la muerte.
Ese lugar de encuentro de sucesos vinculados
por su significado y catalizados por la carga afectiva del sujeto es lo que
Jung denomina “inconsciente colectivo”.
También habría de servir para ayudar a entender tales fenómenos el concepto de “campo mórfico” del bioquímico y autor
de varios libros sobre este tema Rupert Sheldrake (por cierto, tan denostado
por la ciencia ortodoxa como aquel otro de Jung). Los campos mórficos
serían patrones o estructuras de orden que tenderían a reunir asimismo fenómenos
que tuvieran una forma común. Puesto que Sheldrake es bioquímico, aplica su
concepto más bien al campo de la biología o de las estructuras físicas y
químicas, aunque enseguida generaliza, de modo que para él, estos campos se
refieren “no solo a los campos de organismos vivos sino también de cristales y
moléculas. Cada tipo de molécula, cada proteína por ejemplo, tiene su propio
campo mórfico -un campo de hemoglobina, un campo de insulina, etc. De igual
manera cada tipo de cristal, cada tipo de organismo, cada tipo de instinto o
patrón de comportamiento tiene su campo mórfico. Estos campos son los que
ordenan la naturaleza. Hay muchos tipos de campos porque hay muchos tipos de
cosas y patrones en la naturaleza...". En el momento en que
aparece un campo mórfico se crearía una atracción o resonancia de fenómenos que
vendrían a reunirse en él por una especie de simpatía. Esto nos permite
entender asimismo que Sheldrake afirme que “los campos mentales podrían extenderse más
allá del cerebro”, hacia un ámbito en el que se haga posible que
diferentes campos mentales puedan, efectivamente, reunirse por simpatía. La
“resonancia mórfica” de Sheldrake y la “sincronicidad” de Jung serían conceptos
no coincidentes, pero sí confluyentes. Ambos tendrían en común también el hecho
de considerar que lo que ocurre en la mente no puede ser explicado refiriéndolo
exclusivamente a los procesos bioquímicos subyacentes: la bioquímica que
subyace a dos recuerdos diferentes puede, efectivamente, ser idéntica, pero
esos recuerdos no son idénticos. Sheldrake ha mostrado asimismo un activo
interés por los fenómenos paranormales, especialmente la telepatía. El concepto
de “espíritu de la época”, según el cual tenderían a emerger de forma
coincidente determinadas ideas o procesos mentales, sin comunicación previa
entre sus portadores, tampoco andaría lejos de estos otros conceptos de
inconsciente colectivo o campo mórfico. Como tampoco lo haría el estado de
conciencia (o mejor habría que decir inconsciencia) compartida que el antropólogo
Lucien Lévy Bruhl denominaba “participación mística”, y que caracterizaba la
forma de comunicación interna y de identificación con el grupo propias de los
pueblos primitivos.
Para que no queden demasiado dispersos nuestros
argumentos, retomaremos el hilo conductor que ha de servirnos de guía volviendo
a los inicios de nuestra exposición, aunque ahora que regresamos, llevamos en
nuestro bagaje el complemento de estos otros argumentos que han ido surgiendo por
el camino. Podremos entender así que el vacío que nos dejó aquella separación
de la madre de la que hablábamos al principio viene a conformarse al final como
este campo mórfico o lugar de encuentro al que afluyen tanto nuestros pensamientos
y deseos como aquellos correlatos objetivos suyos con los que se constituye el
fenómeno de la sincronicidad. El intento de reparar aquel desgarro original,
aquella primigenia sensación de abandono y soledad que es la consecuencia del
hecho de nacer genera, si las cosas van bien, la implementación de un programa
de vida destinado a contrarrestar tales sentimientos; pero si esta reacción
reparadora no llega a ponerse en práctica y esas negativas sensaciones invaden
y anegan la personalidad, el sujeto afectado regresará, o intentará hacerlo,
hacia formas de comunicación preverbales propias del estado de unión simbiótica
con la madre. Para el psiquiatra norteamericano Jan Ehrenwald, que escribió varios
libros sobre fenómenos paranormales en contextos clínicos, la telepatía se
puede precisamente reducir al lazo no verbal que une a una madre con su hijo,
en la medida en que la separación física que se produce con el corte del cordón
umbilical no acarrea una correlativa separación psíquica inmediata. Y
Laborde-Nottale comenta cómo en las aldeas wolofs de África, “el
niño es el principal vidente; cuando empieza a hablar se escuchan sus primeras
palabras con mucha atención, porque se cree que en cierto modo pertenece aún al
mundo ancestral de donde se presume que viene, lo que significa que se lo
considera un embajador del mundo de los muertos”. Asimismo, señala que
en un dialecto chino, una misma palabra significa médium y niño.
Esto será lo que provoque que sean las personas
que sufren las enfermedades mentales más graves (y que, por tanto, sufren una
regresión a los estadios más primitivos de la personalidad) las que de forma
característica manifiesten, primero, delirios de transmisión de pensamiento y
adivinación, pero además, un paso más allá (o más atrás quizás), esos delirios
podrían acabar desembocando en auténticos fenómenos (no sistemáticos sino
aleatorios) de videncia. Como dice Laborde-Nottale: “Con frecuencia estos momentos de
videncia se relacionan con la angustia de ser rechazado o desinvestido y con el
sentimiento de pérdida”. Y más adelante añade que “he observado frecuentemente que
las videncias pueden tener lugar durante o después de las depresiones”. Lo cual no quiere
decir que este tipo de fenómenos solo acontezcan si son protagonizadas por
enfermos mentales, puesto que ese modo de comunicación preverbal existiría en
estado de latencia en todos nosotros, aunque sea como atavismo, y en
determinadas ocasiones (normalmente situaciones críticas con intensa carga
afectiva) puede activarse. Nunca se producen estos fenómenos de manera
sistemática (de ahí el fraude repetido de muchos videntes que creen que pueden
producirlos intencionalmente y se resisten a ver que no es así) y no es
posible, pues, estudiarlos con los instrumentos tradicionales de la ciencia,
puesto que, al no ser repetibles o replicables, no hay manera de someterlos a
análisis experimental.
Elizabeth Laborde-Nottale relata también el
caso de una enferma mental, a la cual llama Coccinelle, cuyas facultades de
videncia tuvo repetidamente ocasión de comprobar, y a la que trató como paciente.
Efectivamente, su historial clínico mostraba el extremo grado de abandono en
que transcurrió su infancia. Esta enferma recibía por su parte a clientes
solicitando sus servicios como vidente, y describía así la manera en que
preparaba sus sesiones de videncia: “Cuando alguien viene a verme y me
concentro, me resulta fácil ponerme en su lugar. Me identifico con él, me
integro a su persona. Usurpo su personalidad. No pienso en ninguna otra cosa,
solo pienso en la persona que tengo frente a mí. Concentro en ella toda mi
atención. Es un vacío mental”. Laborde-Nottale comenta a este respecto:
“Las
separaciones precoces pueden provocar una tendencia a vivir relaciones
fusionales en una dinámica psíquica puesta en movimiento en la lucha contra la
depresión (…) Suele ocurrir entonces que con motivo de una depresión se
produzca una regresión espontánea a la fase relacional que se caracteriza por
la fusión”. Y añade que el recurso puesto en marcha en los actos
preparatorios de la videncia antes citados, “simbólicamente es también una
manera de tener su espacio en el otro y no correr el riesgo de ser separada de
él”. Un perentorio recurso, por lo tanto, puesto en marcha para
combatir la sensación de soledad y abandono, y que Laborde Nottale encontró en
el historial de los casos de videncia que trató. Dice precisamente al respecto:
“En
el pasado de los videntes hay una circunstancia que me ha llamado la atención a
menudo: la de la separación precoz y prolongada de su madre”. Y añade: “Una
consecuencia posible de estos traumatismos es una especie de regresión del niño
a una fase anterior a la separación, que se caracterizaba por la relación
fusional que vivía con su madre en los primeros tiempos. Algunos de ellos dan
luego la impresión de conservar la posibilidad de entablar con mucha facilidad
relaciones fusionales con cualquiera”.
Sándor Ferenczi, uno de los psicoanalistas más
reconocidos que ha habido, coetáneo de Sigmund Freud, ya había notado que el
miedo podía intervenir en la génesis del don de los médiums: “Al
parecer –decía–, la hipersensiblización de los órganos de
los sentidos, tal como lo he constatado en muchos médiums, se tendría que
reducir a la escucha ansiosa de las pulsiones de deseo de una persona cruel”.
Esta hipersensibilidad que permite presentir la inminente amenaza procedente de
alguien de su entorno, también la había notado Laborde-Nottale en su paciente
Coccinelle, y la denominaba “capacidad meteorológica” o facultad de prever los
cambios de humor del prójimo y los peligros consiguientes que de ello pudieran
derivarse para esa víctima potencial de los enfados. No siempre esa capacidad de
prever el estado de ánimo de quienes rodean al médium está destinada a anticipar reacciones peligrosas por parte de quienes le rodean; a veces es lo contrario:
por ejemplo, otro de los pacientes de Laborde-Nottale la veía a ella misma “como
un doble o más exactamente como una prolongación suya y creía que yo compartía
sus sufrimientos y sus deseos, en una fantasía de una comunidad cultural entre
nosotros, como si tuviésemos una sola identidad”. Un paso más allá de
estos tipos de hipersensibilidad, aparecería la videncia, algo que Laborde-Nottale
pudo comprobar en diversas ocasiones con tales pacientes, facultad que,
curiosamente, desapareció, en algún caso que la psicoanalista relata, al dar
por terminada la terapia, en la medida en que había aparecido la posibilidad de
una comunicación verbal normalizada, y consiguientemente dejaba de tener
sentido la regresión defensiva hacia la comunicación preverbal. Otro conocido
psicoanalista, Michael Balint, menciona observaciones que vienen a confluir con
estas otras citadas, aunque ceñidas esta vez a la situación terapéutica, una en
concreto para empezar: “El paciente –dice refiriéndose a
esta específica ocasión–, desesperado por su dependencia,
reaccionaba ante esta situación haciendo esfuerzos reiterados para captar la
atención del analista. En esta situación muy tensa, al borde de la
desesperación, sobrevinieron, al parecer, los fenómenos de telepatía y
clarividencia”.
Muchos psicopatólogos han estudiado estos fenómenos, la mayoría a costa de poner
en peligro su prestigio profesional, en la medida en que interesarse por ellos
suele ser para la comunidad científica indicio suficiente de falta de rigor y
extravagancia. Pierre Janet (1849-1947), que llegaría a ser uno de los más
grandes psicopatólogos de su época, junto a personajes de la talla de Sigmund
Freud, Alfred Adler o Carl Gustav Jung, fue uno más de los que se interesaron
por la telepatía y la videncia. Estudió, por ejemplo, los efectos de telepatía
bajo hipnosis con una campesina llamada Léonie B: anotaba en una hoja de papel
una orden en la que se iba a concentrar, sin llegar a leerla en voz alta. A
partir de ahí, los testigos habrían de evaluar en qué grado su sujeto de
observación, Léonie, cumplía la sugestión posthipnótica de “llevarles un vaso de agua a estos señores”, tal y como ponía en la
hoja de papel. Efectivamente, Léonie cumplió perfectamente esa orden
poshipnótica que nunca llegó a oír.
La característica de las señales recibidas por
el vidente de ser percibidas como una intuición o ensoñación que le viene de
fuera de su mente es común a la manera en que los creadores artísticos o
científicos describen a menudo el modo en que les llega la inspiración. Hay, al
parecer, una inspiración que llega como producto de una ardua labor
preparatoria y otra, esta de la cual hablamos, que llega fácilmente, como un
chispazo inesperado y original, aunque no del todo claro, y que hay que
traducir a términos formales. Lo novedosa que resulta esta clase de inspiración
ha hecho pensar a quien la tiene que le es enviada desde fuera por algo así
como las musas. También obedece al mismo esquema la inspiración que ha llevado
a los grandes científicos a formular sus más innovadoras teorías. Einstein ha
contado lo que sentía cuando hacía un descubrimiento: “Las palabras y el lenguaje, en
su expresión oral o escrita, no parecen desempeñar rol alguno en el mecanismo
de mi pensamiento. Las entidades psíquicas que al parecer sirven como elementos
de pensamiento son ciertos signos e imágenes, más o menos claros, que se pueden
reproducir y combinar ‘voluntariamente’ (…) Este juego combinatorio es, al
parecer, la característica principal del pensamiento productivo, antes de que
se establezca un vínculo cualquiera con una construcción lógica en palabras u
otros signos comunicables a los demás”. Einstein, pues, describe dos
etapas en la tarea creativa: la primera, de orden sensorial (signos, imágenes
en cuyo formato llega la inspiración), la segunda, intelectual y laboriosa, que
consiste en traducir aquella primera inspiración a términos verbales y lógicos.
En la psicoterapia suele darse también un tipo
de vivencia similar, que ha sido repetidamente referida, y que hace que el
terapeuta tenga de pronto un momento de inspiración que le permite acceder a
una comprensión luminosa del material psíquico aportado por el paciente, lo
cual se produce al margen de las deducciones que el terapeuta pueda realizar a
partir de los datos que va aportando el paciente. El psicoanalista Michel de
M’Uzan dice que en esos momentos “el aparato psíquico del analista ha pasado
a ser, literalmente, el del analizado”. Como ejemplo complementario
para entender de qué hablamos, podemos citar lo relatado en una novela que, a
la hora de escribir este artículo, está arrasando en la lista de superventas en
las librerías: se trata de “Ofrenda a la
tormenta”, de Dolores Redondo. Allí se cuenta cómo la inspectora Salazar,
encargada de investigar unos crímenes que han tenido lugar en el valle del
Baztán, tiene también ese tipo de inspiración, que llama “el rayo”, y que es
tan frágil e inconsistente como un sueño, a partir del cual se le representan
claves fundamentales destinadas a aclarar sus pesquisas, pero que apenas puede
retener la memoria, porque su código expresivo es, para empezar, muy diferente
del que empleamos en la comunicación verbal y racional.
Podemos deducir de diferentes investigaciones,
por ejemplo, las que llevaron a cabo los psicoanalistas Melanie Klein y Donald
Winnicott, que este código expresivo en el que aparece la videncia o la
inspiración de las personas creativas sería anterior a la aparición del
lenguaje, y se correspondería con el del pensamiento propio del bebé. Este,
antes de acceder al pensamiento estructurado por un lenguaje y que permita el uso
de la comunicación verbal y de la comprensión de la realidad en términos de
causas y efectos, tiene una actividad mental que podríamos denominar de
pensamiento visual o, quizás mejor, sustentado en ideogramas, es decir, en
imágenes que sirven como símbolos con los que se puede representar una idea,
pero no reducirse a palabras o frases con significado concreto. Este tipo de
pensamiento que es característico del bebé sería el mismo que Carl G. Jung
describe como propio del hombre primitivo: “(Al primitivo) –dice– el
pensamiento se le aparece; no lo
piensa, sino que se le presenta de un modo proyectado, perceptible a los
sentidos, en forma de alucinación diríase, o al menos de sueño sobremanera
vivo. Por ello, un pensamiento puede en el primitivo tapar hasta tal punto la
realidad sensible que si un europeo se comportara de ese mismo modo hablaríamos
de locura”. El marco en el que quedaría acogido ese pensamiento visual es,
dice Jung, el inconsciente colectivo: “Lo inconsciente suprapersonal o colectivo
(está constituido por) posibilidades de representación innatas, condiciones de
la representación fantástica a priori,
comparables, por ejemplo, a las categorías kantianas. Las condiciones innatas
no proporcionan ningún contenido, sino que proporcionan a los contenidos
adquiridos determinadas formas”. Serían, pues, formas a priori, una especie de
hornacinas preverbales preparadas para recibir contenidos verbales y lógicos,
pero no reducibles a estos. Las mentalidades creativas son aquellas que
consiguen traducir aquellas primigenias representaciones a lenguaje verbal o de
alguna manera estructurado, adaptado a la realidad espacio-temporal en el que
las cosas se encadenan unas después de otras y unas como causa de otras. “Lo
inconsciente colectivo –dice también Jung– es ese fondo oscuro sobre el que
se distingue claramente la función de adaptación de la consciencia”,
dice también Jung. Pero en los orígenes, cuando nos manteníamos en aquel estado
crepuscular, en el que nuestra mente formaba parte del inconsciente colectivo, cuando venía a nosotros el contenido de
nuestra mente sin nuestra intervención, ¿estábamos dentro o fuera, en nuestra
mente o en la realidad externa? Interrogantes estos parecidos a estos otros que
intrigaban a Jung: “¿Se origina la
función psíquica, el alma, el espíritu o lo inconsciente en mí, o existe
realmente la psique, en los comienzos de la formación de la consciencia, fuera
de nosotros, en forma de intencionalidades y de fuerzas arbitrarias
adentrándose y creciendo en los seres humanos en el curso de la evolución
anímica?”. Las respuestas de Jung son inevitablemente poco
concluyentes: “El alma (…) es algo lo suficientemente misterioso como para no estar
seguros de en qué proporción yo soy mundo y en qué proporción el mundo soy yo
(…) Es, en consecuencia como si nuestra conciencia estuviera entre dos mundos o
realidades o, quizá mejor dicho, entre dos clases totalmente distintas de
fenómenos u objetos psicológicos. Una mitad de las percepciones fluye hasta
ella a través de los sentidos; la otra mitad, a través de la intuición, esa
contemplación de procesos interiores estimulados por lo inconsciente (…) Estas
dos imágenes del mundo son incompatibles entre sí, y no hay lógica alguna que
pueda conciliarlas (…) Y, sin embargo, siempre ha sentido la humanidad la
necesidad de unir de algún modo estas dos imágenes del mundo”.
Por nuestra parte, pondremos fin a estas
divagaciones también de una manera poco concluyente, dejando en el aire una
pregunta más: ¿somos quienes parecemos ser o meramente flotamos como la punta
de un iceberg sobre la masa inmensa de algo que nos trasciende, pero a lo cual
estamos inextricablemente unidos y que de vez en cuando nos emite sus
destellos?