Así, el nacionalismo vasco pasó a sentirse representante de
aquel ramal de nuestra historia que ya vino a superar la romanización, y construye su bagaje ideológico sobre un nostálgico sentimiento de identidad que
busca retrotraerse hasta la tribu prerromana de los vascones; una identidad,
por otro lado, que además de resultar absurda a esta altura de los tiempos es
imposible reconstruir después de la mezcla de sangres que ha procurado la
historia y, antes aún, del acceso a la civilización que supuso Roma, a partir de la cual la
categoría de ciudadano vino a sustituir a la de pertenencia a una etnia a la hora de decidir esa identidad. El
idioma en el que supuestamente (ha variado mucho) se entendían aquellos vascones, y que empezó a
perder vigencia histórica cuando los romanos aportaron un idioma en el que
pudieran entenderse las diferentes tribus que –desde entonces camino de su
desaparición– poblaban la Península, se ha convertido en el último recurso
desde el que seguir reivindicando aquella identidad tribal por parte del
nacionalismo vasco.
Por su parte, el nacionalismo gallego reivindica, de la
misma forma, una imposible identidad tribal celta, y busca posterior apoyo
histórico en otro de los ramales que representan un coyuntural obstáculo a lo
que finalmente ha resultado ser nuestra trayectoria histórica real y
vertebradora: en este caso, los nacionalistas gallegos reivindican también la
línea centrífuga de nuestra historia que significaron los invasores suevos, que
entraron en nuestra Península a la caída del Imperio romano y que se
establecieron en la Gallaecia de entonces hasta que en el año 585 fueron
derrotados por el rey visigodo Leovigildo, auténtico constructor del estado unitario
que en la Península ibérica sucedió a la desintegración de Roma y que, como
expusimos en la primera parte, continuaba la trayectoria histórica sobre la
cual se fue construyendo nuestra actual nación.
El nacionalismo andaluz anda ahora mismo agazapado detrás de
ideologías islamizantes que reivindican para Andalucía su pasado musulmán. No,
pues, el exuberante pasado romano que llevó al trono del Imperio a Trajano y a
Adriano o a filósofos como Séneca, todos ellos nacidos en la Bética; ni los
tiempos visigóticos en los que aquella región vio nacer a la cumbre del
pensamiento de aquel entonces que fue San Isidoro de Sevilla. Por el contrario,
estos peculiares andaluces se sienten herederos de al-Ándalus, una cultura que jamás
fue española, como se pude deducir del simple hecho de que nunca un muladí (un
musulmán de origen español) alcanzara el poder ni en los tiempos del emirato,
ni en los del califato, ni en las taifas, así como del hecho de que los andalusíes se sintieran parte de una comunidad islámica foránea y contrapuesta a la que aquí
estaba asentada. Descontemos el hecho de que la historia
del Islam se ha conducido por unos derroteros que, si hubieran sido los de
España, jamás habríamos tenido aquí ni Renacimiento ni Ilustración ni estado
democrático, conquistas a las que nunca ha accedido realmente el islamismo.
Otros nacionalistas, por lo tanto, estos de Andalucía, que encuentran sus
fuentes de identidad en aquellos ramales que resultan excluyentes respecto del
itinerario real recorrido por nuestra historia, es decir, respecto de lo que es
la nación española.
Por su parte, el nacionalismo catalán reivindica sobre todo
una parcela de la historia que dejó de estar vigente al terminar la Edad Media,
tratando además de ignorar, para empezar, aquel otro pasado que hizo de Tarraco la
primera capital de la Hispania romana o de Barcino la primera de la España
visigoda. Ni siquiera aquel precedente de los condados medievales sirve de soporte a la
reelaboración de la historia que pretenden hacer los nacionalistas catalanes,
pues nunca Cataluña fue una entidad política como tal, sino solo en cuanto
parte del Reino de Aragón. Pero una vez en marcha su impulso hispanofóbico,
estos nacionalistas han tratado de rehacer la historia hasta el punto de que
cupiera en sus proyectos de exclusión de lo español. Y así, la entrada de los
Borbones en España en 1700, en disputa con las pretensiones dinásticas de los
Habsburgo –disputa que provocó una guerra europea, aunque tuviera lugar en
suelo español–, la reelaboran aquellos como una guerra de España contra
Cataluña, de forma semejante a como enseñan en las escuelas catalanas que
nuestra guerra civil fue un nuevo capítulo de esa larga guerra que sus mentes
han imaginado entre España y Cataluña.
Las ideologías autodenominadas “progresistas”, plasmadas,
como las de los nacionalismos, a raíz, fundamentalmente, de la crisis del 98,
vinieron a configurarse, en gran parte, en nuestro país como un compendio de
todas las ideologías hispanofóbicas y contrarias al estado moderno que habían
ido surgiendo al albur de aquella profunda crisis de autoestima nacional.
Aunque al principio muchos de los ideólogos de ese pretendido progresismo se
declararon opuestos al nacionalismo, la hispanofobia ha acabado por ser
dominante en la conformación de tales corrientes políticas. Su aversión al
libre mercado fue otra de las constantes en la conformación de aquellas ideologías,
y la tentación de considerar las libertades democráticas como meras libertades
“formales”, propias de la democracia “burguesa”, en suma, su propensión hacia
el establecimiento de regímenes en los que esas libertades quedaran
controladas, intervenidas o directamente suprimidas, ha sido también una
constante en la conformación de esas ideologías, no del todo corregida con el
paso del tiempo. Otra constante en estas ideologías, al menos en sus orígenes,
y que sigue caracterizando a sus corrientes más extremas, ha sido considerar la
propiedad privada como un robo o una clase de perversión que solo puede
corregirse regresando de alguna manera al comunismo primitivo propio de las
hordas del paleolítico, del cual el control total de la economía por parte del
estado vendría a ser un sucedáneo considerado asequible.
Nos iremos acercando a las conclusiones de este artículo
señalando de nuevo a la Leyenda Negra, especialmente al ser asumida por los
propios españoles, como el foco principal del que han surgido los peores males
que lastran la vida de nuestra nación.
Aún podríamos destacar como el elemento que quizás más ha servido a la puesta
en marcha de esa Leyenda Negra la publicación del libro que fray Bartolomé de
las Casas escribió y que tituló “Brevísima relación de
la destrucción de las Indias”, que fue lo que más ayudó a que acabase de
cristalizar una imagen de los españoles como seres bárbaros, crueles, fanáticos
e intolerantes, y a dejar degradada la misión de España en América como una
mera empresa genocida y de latrocinio por parte de los españoles que la llevaron a cabo. El libro de
Las Casas, aun señalando abusos y excesos realmente producidos durante la conquista,
llega a tal punto de exageración que sus afirmaciones quedan explícitamente contradichas por
los escritos de otros religiosos coetáneos suyos partícipes también de aquella
gran empresa americana, como fueron, entre otros, el vallisoletano Bernardo
Vargas Machuca, Antonio de Herrera y Tordesillas, Gonzalo Fernández de Oviedo o
fray Toribio de Benavente, apodado Motolinía, es decir, “el pobre” en lengua
náhualt, y que califica a Las Casas como “hombre
pesado, inquieto e importuno, bullicioso, malcriado, injuriador”.
Calificativos estos que servirían como preludio al diagnóstico que de Las Casas
hizo Ramón Menéndez Pidal en el libro que publicó en 1963, “El Padre Las Casas. Su doble personalidad”, en donde concluye que
este fraile dominico sufría un “delirio
paranoico”. Ninguno de estos desmentidos a las exageraciones vertidas en la
“Brevísima relación…” de Las Casas ha
alcanzado ni la atención ni el crédito que este tuvo. Y por el contrario, las
ediciones de este libro tan nefando para España se han repetido en todos los
momentos y ámbitos en que podía ser más dañada la imagen de nuestro país: la
primera edición, en Sevilla, se hizo en 1552; pronto, en 1578, cuando los
conflictos de España en Europa eran acuciantes, la obra fue traducida al
holandés, francés, inglés e italiano, siendo la más conocida la edición que
estuvo detalladamente ilustrada por los estremecedores grabados de De Bry. La
segunda reimpresión en España se llevó a cabo en Barcelona en 1646,
coincidiendo precisamente con los disturbios que allí acontecieron a raíz de
los intentos unificadores (modernizadores) del Conde Duque de Olivares. El libro fue también
“oportunamente” reimpreso en algunas de las principales ciudades
hispanoamericanas –Bogotá, Puebla– durante los procesos de independencia de las
naciones americanas a principios del XIX. Y en fin, fue asimismo reeditado en
Nueva York en 1898, coincidiendo con el conflicto hispano-cubano, a partir del
cual hizo eclosión ese hundimiento de nuestra autoestima que entre muchos
españoles habría de cristalizar como hispanofobia.
La conclusión que aquí venimos a extraer es que la otra
España, la que en gran medida está detrás de la conflictividad que viene
lastrando tan gravemente nuestra convivencia y nuestro desarrollo como estado
moderno es la anti-España. Nuestro mal fundamental es, en fin, nuestro
masoquismo nacional.