La “participación mística” alude a un estado mental propio
de los hombres primitivos según el cual el mundo externo no es reconocible como
diferenciado del interno; dicho de otra manera, los objetos del mundo exterior
vienen a servir de vestidura o símbolo de los procesos mentales y emocionales
que bullen en lo interior, de la misma forma que en los sueños las personas y
cosas que en ellos aparecen, lo hacen por su significación simbólica y para
servir de soporte a la narración que el sueño, alimentado por nuestros procesos
emocionales –y secundariamente mentales– más íntimos, pretende hacer, no porque
vengan a ser evocación de lo que esos mismos seres que aparecen en el sueño
hayan hecho en el mundo real, el mundo de la vigilia. Carl Gustav Jung pone un expresivo
ejemplo de esto que decimos, que observó en uno de sus viajes a África, estando
en contacto con los elgeyo, una tribu del África oriental. Para estos indígenas,
la noche y la salida del Sol no eran meros acontecimientos naturales o fenómenos
físicos, sino correlatos de la experiencia interior que en ellos producían. La
noche es lo que para ellos significa emocionalmente: una serpiente y un frío
hálito espectral. La noche y la sensación de miedo que les produce,
representado en esa serpiente y esos espectros, resultan ser una misma cosa.
Mientras tanto, la mañana, la salida del sol, tampoco es un fenómeno de la
naturaleza externa, sino que es lo que desde el punto de vista de sus emociones
significa: el nacimiento de un hermoso dios que derrota a la oscuridad.
Concluye Jung: “Los mitos son ante todo fenómenos psíquicos que ponen de manifiesto la
esencia del alma. El hombre primitivo tiene en principio poco interés en
obtener una explicación objetiva de las cosas evidentes, y en cambio siente una
imperiosa necesidad, mejor dicho su alma inconsciente tiene una urgencia
inaplazable por asimilar toda le experiencia sensorial exterior al acontecer
anímico. El hombre primitivo no se da por satisfecho con ver salir y ponerse el
sol, sino que esa observación exterior tiene que ser al mismo tiempo un hecho
anímico”. Y añade: “El hombre primitivo es de una subjetividad
tan extraordinaria que (…) su conocimiento de la naturaleza es esencialmente
lenguaje y revestimiento exterior del acontecer anímico inconsciente”.
Para, en fin, concluir: “La proyección es tan completa que han sido
necesarios varios milenios de civilización para separarla, si quiera en cierta
medida, del objeto exterior”, es decir, para diferenciar los hechos
naturales de las emociones que suscitan en el alma, y que empujan a ver
aquellos como señales o animaciones externas de estas.
La objetividad, la consideración de lo que ocurre fuera de
nosotros, sin añadir a su comprensión la contaminación explicativa que suponen
nuestros estados emocionales, en suma, el desencantamiento del mundo, ha sido
el resultado de un gran esfuerzo; un esfuerzo que ni siquiera constituye la
meta final a la que ha de llegar nuestra cosmovisión de las cosas, puesto que,
una vez llevado a término en gran medida por la cultura occidental, empieza a
hacerse manifiesta la necesidad de añadir a la objetividad conquistada –de la
que inevitablemente habrá ya que partir–, nuestra implicación emocional, es
decir, volver a encantar el mundo de alguna forma… pero eso es otra historia
que excede de los propósitos de este artículo. De momento hemos de contentarnos
con entender cómo se desenvuelve esa parte de nosotros que aún está sumergida
en ese gran iceberg de subjetividad y emotividad anteriores a la posibilidad
del pensamiento empírico, del pensamiento subordinado a los hechos.
La objetividad es un logro del proceso de individuación; es
cuando el individuo aparece en la historia, emergiendo por encima de la
colectividad en la que hasta entonces había permanecido completamente subsumido,
cuando empieza a hacerse capaz de salir de sí y observar el mundo tal y como
es, desalojando poco a poco las contaminaciones que producía su subjetividad. “Con el desarrollo de
la individualidad –dice,
efectivamente, Jung– (…), corre pareja la despsicologización de
la ciencia objetiva”. Por el contrario, “cuanto más retrocedemos en el
tiempo, con tanta mayor frecuencia vemos a la personalidad desvanecerse oculta
bajo el manto de la colectividad. Y si descendemos tan lejos como para llegar a
la psicología primitiva, nos encontraremos con que allí ni tan siquiera tiene
sentido hablar de la idea de individuo. En lugar de individualidades observamos
únicamente una vinculación colectiva o ‘participation mystique’ (…) Si de algo
es incapaz una mente orientada colectivamente es justamente de pensar y sentir
de otra manera que mediante proyecciones. Lo que nosotros entendemos por la
idea de ‘individuo’ constituye una conquista relativamente reciente en la
historia del espíritu y la civilización humanas”.
Cuando el hombre forma parte de una masa (no necesariamente
física, el vínculo con ella puede ser meramente espiritual), su nivel de alerta
mental desciende, tiende a sustituir el esfuerzo analítico por la
interpretación animista de los acontecimientos, o sea, por lo que viene a dar
sentido a estos en cuanto que convertidos en revestimiento o prolongación de
vivencias subjetivas. Es como si el estado de vigilia fuera atenuándose y
transformándose en algo parecido a un estado hipnótico o, cuando menos, en enlentecimiento
de las funciones mentales.
“La experiencia del grupo –dice también Jung–
tiene lugar en un nivel de consciencia más bajo que el de la vivencia
individual. Es un hecho indiscutible que cuando se junta mucha gente, unida por
un estado de ánimo común, de ese grupo resulta un alma colectiva que está por
debajo del nivel del individuo (…) Es inevitable que la psicología de un montón
de personas descienda al nivel de la chusma”. En ese estado de
decaimiento del alerta y de la claridad mental, las personas se hacen más
sugestionables, como si se rindieran y cedieran la responsabilidad de sus actos
y decisiones a la colectividad. Prosigue Jung: “El estar reunido con muchos
otros tiene una gran fuerza de sugestión. El individuo que forma parte de la
masa es fácil que se convierta en víctima de su capacidad de sugestión. (…) En
la masa domina la participation mystique,
que no es otra cosa que una identificación inconsciente (…) Si se intensifica
ese estado, entonces uno se deja arrastrar, literalmente, por la ola de la
identidad común (…) (porque de esa manera) me crezco con el grupo (…) es un
camino fácil y cómodo para hacer subir de categoría a la personalidad”.
Mientras que aquel que se sustenta en su propia individualidad, en esa misma
proporción deja de buscar apoyos colectivos en los que sostener su aprecio de
sí mismo, el que busca el respaldo de la masa lo hace porque, incapaz de
afirmarse sobre sí mismo, contrarresta de esa manera su sentimiento de
insuficiencia. Sería el mismo recurso que utiliza el niño que, sintiéndose
débil y vulnerable, se identifica con, para empezar, las figuras paternas que
vendrían a compensar y contrarrestar su debilidad. Ese mismo mecanismo
explicaría que, dice asimismo Jung, “todas las tribus primitivas que poseen un
orden social comunista tienen también un cacique que ejerce sobre ellas un
poder ilimitado”. El cacique es la figura paterna (“papá” le llamaban a
Stalin) en la que viene a concentrarse la fuerza de la colectividad.
El liberalismo vendría a ser la traducción a términos
políticos de ese proceso histórico que desemboca en el surgimiento del
individuo, que acontece inicialmente dentro de la civilización occidental y que
tiene su punto de inflexión más decisivo en el Renacimiento. Precisamente, ese
proceso de individuación ha cursado en paralelo con el desarrollo del
pensamiento subordinado a los hechos y del método científico en el estudio de
los fenómenos, que fundamentó el gran avance de la ciencia y de la tecnología
que tuvo lugar a partir de entonces, así como de la subsiguiente Revolución
Industrial. Y de la mano de las ideas liberales, herederas de aquella perspectiva
que emergió en el Renacimiento y culminó en la Ilustración, que hacían al
individuo autorresponsable, es como los países han prosperado políticamente
(hacia la democracia) y económicamente (hacia la libre empresa).
Sin embargo, las ideologías colectivistas siguen plenamente
activas y amenazando esos fabulosos avances históricos que surgieron con la
individuación y el pensamiento subordinado a los hechos. Son ideologías
sustentadas en última instancia no en el análisis de la realidad, sino en
cosmovisiones mitológicas que surgen de aquella “participación mística” de la
que antes hablábamos. Un ejemplo de ello, que va incluso más allá que la
interpretación mítica de las cosas, hasta traspasar los límites del esperpento,
puede verse en la visión nacionalista que mantiene Víctor Cucurull, miembro del Secretariat Nacional de la ANC,
la Asamblea Nacional Catalana, entidad de la sociedad civil que ejerce de motor
del proceso encaminado a la independencia de Cataluña, y que se muestra en este
vídeo: http://dolcacatalunya.com/2014/06/01/reir-y-no-parar-vea-a-un-lider-de-la-anc-contando-la-historia-nacionalista-de-cataluna-2/
Pero estos fundamentos míticos se pueden rastrear en todas
las ideologías que aspiran a sustituir la iniciativa privada por la totalitaria
directriz colectivista. Todas ellas participan del mito del eterno retorno,
según el cual de lo que finalmente se trata es de regresar a la Edad de Oro que
alguna vez se perdió (la nación usurpada, el estado de comunismo primitivo a
partir del cual fuimos degenerando, el estado de naturaleza arrebatado…). Aunque
las élites de los grupos que defienden estas ideologías puedan alcanzar una
sofisticada elaboración intelectual que sirve de camuflaje a eso que en el
fondo no es sino pensamiento mítico, la forma básica de proselitismo que
utilizan no es tanto el argumento racional (salvo, fundamentalmente, la emisión
de consignas simples y repetitivas), como el contagio emocional, en donde, como
mínimo, lo emocional prevalece sobre la consideración de los hechos objetivos.
Y ese contagio emocional puede llegar a ser embriagador y euforizante, y en esa
medida, arrollador: Podemos en las últimas elecciones al Parlamento europeo
(finales de mayo) tuvo el 7,97 % de votos. Hoy (principios de julio) ya está en
el 12 %, según las encuestas.
Cuando una ideología política deja de tomar en consideración
los hechos, la realidad objetiva, y en sus análisis los sustituye por las
sugestiones emitidas por el pensamiento mítico, es decir, utópico, puede,
efectivamente, llegar a conectar con ese sustrato emotivo y prerracional que
nos sustenta y seducir a importantes capas de la población. Pero las
experiencias históricas al respecto, las que nos muestran el comportamiento de
grandes masas seducidas por aquellas ideologías de raíz mítica y,
eventualmente, por caudillos carismáticos, que tanto se prodigaron en el siglo
XX, incluso cuando tales ideologías y líderes lleguen a estar tamizados y
edulcorados por la posmodernidad, a algunos nos siguen resultando pavorosas. Lo
que unido al panorama que, por el otro lado, nos ofrece un sistema establecido rebosante
de corrupción, ineptitud y naufragio de las instituciones, deja nuestras
fuentes de optimismo a punto de la desecación.
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