Un caso como el descrito parecería ser un claro ejemplo del
mecanismo de defensa psíquico de la represión: en el principio habría una gana
intensa de decir palabrotas que el superyó, la instancia psíquica que según Freud
es la encargada de civilizarnos, habría prohibido; los tics subsiguientes no
serían sino resultado de la combinación del poderoso impulso oral por un lado
y, por otro, de las barreras que la musculatura intentaría contraponer a aquel
procaz impulso. Una vez consentido el desahogo verbal, la coraza muscular, al
menos mientras durase el efecto del desahogo, se relajaría.
Sin embargo, se impone tratar de acomodar los datos de una
experiencia como la que describe López Ibor a la idea de que el lenguaje de los
órganos es anterior al lenguaje hablado, de que empezamos a hablar con el
cuerpo antes que con las palabras, de que los gestos (o los tics, o las
perturbaciones orgánicas de origen psíquico) son una forma de expresión más
primitiva que la que realizamos a través del pensamiento abstracto y las
palabras. La estructura muscular no tendría tanto la función de impedir la expresión
verbal (como sostendría Freud), sino que más bien serviría de sustrato a esta: el
lenguaje de las palabras vendría, pues, a superponerse, y en alguna medida a
sustituir, al lenguaje de los órganos y de los gestos (y eventualmente, de los
tics); el cuerpo seguiría expresando aquello que no hemos conseguido incorporar
al modo de expresión que utiliza las palabras (y el pensamiento abstracto que
ellas traducen). Un tic, por ejemplo, sería, según esto, el resto gestual que
queda cuando no hay palabras suficientes que vengan a sustituir a aquel como
modo de expresión. Asimismo, una enfermedad orgánica de origen psíquico vendría
a traducir a lenguaje de los órganos aquello que una buena psicoterapia habría
de encargarse de convertir en lenguaje hablado (y, claro está, elaborado también mental y existencialmente).
De aquí que Wilhelm Reich sostuviera que el carácter, antes que en el lenguaje
hablado, está anclado en la coraza muscular y en la fisiología.
Ortega, cuando de comprender algo se trata, recomienda
aplicar el método de la conquista de Jericó por los israelitas que buscaban
asentarse en la Tierra Prometida, según el cual, y por recomendación divina,
hay que dar vueltas alrededor del objetivo, precedidos por bulliciosos
trompeteros, antes de que las murallas se derrumben y dejen expedito el paso a
la ciudad; las elaboraciones intelectuales vendrían a sustituir a los vivaces
sones de las trompetas, y la comprensión del problema equivaldría al derribo de
murallas y subsiguiente conquista de la plaza fuerte. Como la Jericó intelectual
que tratamos de conquistar, aunque tiene muchas riquezas dentro, es compleja y
multifacética, seguiremos dando rodeos por los arrabales del asunto antes de
pretender acceder a su intelectual conquista.
“En el principio era la acción”, decía Goethe. A la vista de
los descubrimientos de la psicología (fundamentalmente de las psicologías
dinámicas y existenciales) podríamos retrotraernos un poco y fijar ese
principio, no ya en la acción estricta, sino algo antes: en el impulso hacia ella,
en la inquietud. O refinando aún más nuestras apreciaciones, en el principio
estaría la activación fisiológica, combinada con la parálisis motora, que, como
veíamos hace un par de entradas, caracteriza a la angustia. Y un paso más allá
aparecería la ansiedad, cuya manifestación inmediata más característica sería
ya la tormenta de movimientos, la hiperactividad, la acción desenfrenada,
caótica y sin objetivos concretos. Enlazado con estos presupuestos fisiológicos
(angustia) y psíquicos (ansiedad) habría que situar el síntoma que algunos
denominan “impaciencia muscular”, la
incapacidad que tienen algunas personas para estar tranquilas, su necesidad
continua de moverse o, al menos, de mover las piernas. Puesto que la quietud y
el reposo les resultan insufribles a tales personas, si no pueden moverse, al
menos gesticulan (incluso conforman tics). Esa impaciencia muscular crece en
lugares cerrados, de modo que resulta ser un síntoma que también enlaza con la
claustrofobia. Y en el sentido de que suele identificarse con la sensación de
“estar en vilo” (que, según la R.A.E. equivale a estar “suspendido, sin el
fundamento o apoyo necesario; sin estabilidad”), constituiría una forma
especial o un precedente de la crisis vertiginosa, así como de la agorafobia.
El famoso síndrome de TDAH (trastorno por déficit de atención e
hiperactividad), que motiva entre el 20 y el 40 por ciento de las consultas de
psiquiatría infantil y que según cifras oficiales sufren entre el 5 y el 10 por
ciento de la población infantil, habría que situarlo asimismo en el contexto de
estas formas primarias de manifestación de la angustia y la ansiedad, en vez de
ser tratado como un síndrome neurológico y combatido exclusivamente con productos
bioquímicos.
Bien, pues esto es lo que somos “en el principio” y según
nuestra manera más asilvestrada de manifestarnos: angustia, ansiedad,
inquietud, impaciencia, impulsividad. La manera más primaria de estar en el
mundo es estar en vilo, suspendidos, colgados de la brocha y con la escalera
caída, sin fundamentos, sin estabilidad. Gracias a ello vivimos, puesto que la
vida consiste en la tarea que realizamos para adquirir un suelo firme en el que
pisar, un ámbito estable en el que ubicarnos, unos objetivos que alcanzar y en
los que reposar o que nos sirvan para aproximarnos a esa hogareña sensación.
Vivimos gracias a todo eso que amenaza nuestra vida. Pero, curiosamente,
resulta que es antes la amenaza que la vida misma (antes el mal que el bien). Y
antes la necesidad de moverse que la de saber hacia dónde o para qué. El bien,
el “hacia dónde”, el “para qué” son, precisamente, las construcciones a las que
estamos obligados a dedicar la vida. No disponer de ellos significaría que
estamos anclados aún en la improductiva fase de angustia, de ansiedad, de impaciencia
muscular (así como de enfermedades psicosomáticas, vértigo, agorafobia, tics…).
¿Qué le pasaba, en fin, a aquella enferma de López Ibor que
solo en el escusado alcanzaba cierta paz y sosiego? Estaba desarrollando un
primer intento de trascender la ansiedad que sentía, transformar el miedo y la
agresividad que ese sentimiento le producía en algo más que respuesta
fisiológica y muscular o gestual; aunque la tormenta de palabrotas seguía sin
ser cauce verbal y vital suficiente para hacer discurrir por él su inquietud,
su miedo, su agresividad. En general, nuestra inquietud, nuestro miedo, nuestra
agresividad, han de encontrar un modo constructivo de encajar en la realidad.
Pero habrá que entender también que sentimientos como esos siguen estando en el
sustrato de nuestra civilizada y constructiva manera de ser, que, si entrara en
crisis, volverían a asomar en su forma asilvestrada. Y si la que entrara en
crisis fuera la sociedad y su sistema de valores, entonces, tal vez, no habría
escusados suficientes para todos.