sábado, 22 de febrero de 2014

Somos el resultado de una angustiosa gana de escapar hacia algo mejor

     Hablando de los “tics”, cuenta el gran psiquiatra que fue Juan José López Ibor el caso de una enferma suya cuyo problema no es fácil situar dentro del continuo que discurre entre lo cómico y lo trágico: “Los tics –empieza explicando– se presentan en diversas partes del cuerpo: en los ojos, en la cara, en la cabeza, en la garganta, en la musculatura respiratoria, etc. A veces se presentan generalizados. Una enferma nuestra tenía tics de esta naturaleza que se combinaban con el impulso a decir alguna palabra sucia u obscena. Al reprimir esta palabra, todo su cuerpo se convertía en un diluvio de tics. Su tormento era tan grande que de vez en cuando tenía que refugiarse en el cuarto de baño y soltar entonces una retahíla de obscenidades, con lo que quedaba liberada de los tics por un cierto tiempo”. Todo lo cual nos sentimos tentados de decir que viene a constituir una seria objeción al más conocido presupuesto de la filosofía de Ludwig Wittgenstein, según el cual, “de lo que no se puede hablar, mejor es callarse”. A la vista de experiencias como esta, tal presupuesto solo podría funcionar a medias y siempre y cuando se tuviera a mano un escusado en el que, aunque sea de modo clandestino y para cuando uno ya no aguante más, poder desahogarse.

     Un caso como el descrito parecería ser un claro ejemplo del mecanismo de defensa psíquico de la represión: en el principio habría una gana intensa de decir palabrotas que el superyó, la instancia psíquica que según Freud es la encargada de civilizarnos, habría prohibido; los tics subsiguientes no serían sino resultado de la combinación del poderoso impulso oral por un lado y, por otro, de las barreras que la musculatura intentaría contraponer a aquel procaz impulso. Una vez consentido el desahogo verbal, la coraza muscular, al menos mientras durase el efecto del desahogo, se relajaría.

     Sin embargo, se impone tratar de acomodar los datos de una experiencia como la que describe López Ibor a la idea de que el lenguaje de los órganos es anterior al lenguaje hablado, de que empezamos a hablar con el cuerpo antes que con las palabras, de que los gestos (o los tics, o las perturbaciones orgánicas de origen psíquico) son una forma de expresión más primitiva que la que realizamos a través del pensamiento abstracto y las palabras. La estructura muscular no tendría tanto la función de impedir la expresión verbal (como sostendría Freud), sino que más bien serviría de sustrato a esta: el lenguaje de las palabras vendría, pues, a superponerse, y en alguna medida a sustituir, al lenguaje de los órganos y de los gestos (y eventualmente, de los tics); el cuerpo seguiría expresando aquello que no hemos conseguido incorporar al modo de expresión que utiliza las palabras (y el pensamiento abstracto que ellas traducen). Un tic, por ejemplo, sería, según esto, el resto gestual que queda cuando no hay palabras suficientes que vengan a sustituir a aquel como modo de expresión. Asimismo, una enfermedad orgánica de origen psíquico vendría a traducir a lenguaje de los órganos aquello que una buena psicoterapia habría de encargarse de convertir en lenguaje hablado (y, claro está, elaborado también mental y existencialmente). De aquí que Wilhelm Reich sostuviera que el carácter, antes que en el lenguaje hablado, está anclado en la coraza muscular y en la fisiología.

     Ortega, cuando de comprender algo se trata, recomienda aplicar el método de la conquista de Jericó por los israelitas que buscaban asentarse en la Tierra Prometida, según el cual, y por recomendación divina, hay que dar vueltas alrededor del objetivo, precedidos por bulliciosos trompeteros, antes de que las murallas se derrumben y dejen expedito el paso a la ciudad; las elaboraciones intelectuales vendrían a sustituir a los vivaces sones de las trompetas, y la comprensión del problema equivaldría al derribo de murallas y subsiguiente conquista de la plaza fuerte. Como la Jericó intelectual que tratamos de conquistar, aunque tiene muchas riquezas dentro, es compleja y multifacética, seguiremos dando rodeos por los arrabales del asunto antes de pretender acceder a su intelectual conquista.

     “En el principio era la acción”, decía Goethe. A la vista de los descubrimientos de la psicología (fundamentalmente de las psicologías dinámicas y existenciales) podríamos retrotraernos un poco y fijar ese principio, no ya en la acción estricta, sino algo antes: en el impulso hacia ella, en la inquietud. O refinando aún más nuestras apreciaciones, en el principio estaría la activación fisiológica, combinada con la parálisis motora, que, como veíamos hace un par de entradas, caracteriza a la angustia. Y un paso más allá aparecería la ansiedad, cuya manifestación inmediata más característica sería ya la tormenta de movimientos, la hiperactividad, la acción desenfrenada, caótica y sin objetivos concretos. Enlazado con estos presupuestos fisiológicos (angustia) y psíquicos (ansiedad) habría que situar el síntoma que algunos denominan “impaciencia muscular”, la incapacidad que tienen algunas personas para estar tranquilas, su necesidad continua de moverse o, al menos, de mover las piernas. Puesto que la quietud y el reposo les resultan insufribles a tales personas, si no pueden moverse, al menos gesticulan (incluso conforman tics). Esa impaciencia muscular crece en lugares cerrados, de modo que resulta ser un síntoma que también enlaza con la claustrofobia. Y en el sentido de que suele identificarse con la sensación de “estar en vilo” (que, según la R.A.E. equivale a estar “suspendido, sin el fundamento o apoyo necesario; sin estabilidad”), constituiría una forma especial o un precedente de la crisis vertiginosa, así como de la agorafobia. El famoso síndrome de TDAH (trastorno por déficit de atención e hiperactividad), que motiva entre el 20 y el 40 por ciento de las consultas de psiquiatría infantil y que según cifras oficiales sufren entre el 5 y el 10 por ciento de la población infantil, habría que situarlo asimismo en el contexto de estas formas primarias de manifestación de la angustia y la ansiedad, en vez de ser tratado como un síndrome neurológico y combatido exclusivamente con productos bioquímicos.

 
     Bien, pues esto es lo que somos “en el principio” y según nuestra manera más asilvestrada de manifestarnos: angustia, ansiedad, inquietud, impaciencia, impulsividad. La manera más primaria de estar en el mundo es estar en vilo, suspendidos, colgados de la brocha y con la escalera caída, sin fundamentos, sin estabilidad. Gracias a ello vivimos, puesto que la vida consiste en la tarea que realizamos para adquirir un suelo firme en el que pisar, un ámbito estable en el que ubicarnos, unos objetivos que alcanzar y en los que reposar o que nos sirvan para aproximarnos a esa hogareña sensación. Vivimos gracias a todo eso que amenaza nuestra vida. Pero, curiosamente, resulta que es antes la amenaza que la vida misma (antes el mal que el bien). Y antes la necesidad de moverse que la de saber hacia dónde o para qué. El bien, el “hacia dónde”, el “para qué” son, precisamente, las construcciones a las que estamos obligados a dedicar la vida. No disponer de ellos significaría que estamos anclados aún en la improductiva fase de angustia, de ansiedad, de impaciencia muscular (así como de enfermedades psicosomáticas, vértigo, agorafobia, tics…).

     ¿Qué le pasaba, en fin, a aquella enferma de López Ibor que solo en el escusado alcanzaba cierta paz y sosiego? Estaba desarrollando un primer intento de trascender la ansiedad que sentía, transformar el miedo y la agresividad que ese sentimiento le producía en algo más que respuesta fisiológica y muscular o gestual; aunque la tormenta de palabrotas seguía sin ser cauce verbal y vital suficiente para hacer discurrir por él su inquietud, su miedo, su agresividad. En general, nuestra inquietud, nuestro miedo, nuestra agresividad, han de encontrar un modo constructivo de encajar en la realidad. Pero habrá que entender también que sentimientos como esos siguen estando en el sustrato de nuestra civilizada y constructiva manera de ser, que, si entrara en crisis, volverían a asomar en su forma asilvestrada. Y si la que entrara en crisis fuera la sociedad y su sistema de valores, entonces, tal vez, no habría escusados suficientes para todos.

jueves, 13 de febrero de 2014

Cooperación y altruismo: los nuevos valores de la sociedad que quiera superar la crisis

     Toda crisis social tiene su origen más o menos inmediato en una exacerbación del individualismo. Así lo señalaba Hegel, cuando afirmaba que en esas circunstancias “los individuos se retraen en sí mismos y aspiran a sus propios fines (…) Esto es la ruina del pueblo; cada cual se propone sus propios fines según sus pasiones”. Cuando la historia ha tratado de que los hombres nos acercáramos a nuestro ser interior, a nuestra individualidad, ha tropezado una y otra vez con el hecho de que de esa forma despertaba nuestro egoísmo y nuestra desconfianza en los demás, inhabilitándonos, parecería que irremisiblemente, para la cooperación y el altruismo.

     Uno de los primeros en desbrozar ese camino que conduce hacia uno mismo y que, correlativamente, supone una confrontación con la sociedad, fue Diógenes el cínico, que afirmaba que “el sabio se basta él mismo a sí mismo”. “Es curioso –resaltaba Ortega a este respecto– que toda crisis se inicie con una etapa de cinismo. Y la primera de Occidente, la de la historia grecorromana, se inició precisamente inventándolo y propagándolo”. A esa primera crisis de Occidente que, en lo fundamental, tuvo su dramático comienzo en la Guerra del Peloponeso, se refería el destacado estudioso de la época clásica Werner Jaeguer cuando decía: “Probablemente veía con claridad toda persona inteligente que el estado no tenía salvación a menos que se superase tal individualismo, o siquiera la forma más cruda de él, el desenfrenado egoísmo de cada persona; pero era difícil desembarazarse de él cuando hasta el Estado estaba inspirado por el mismo espíritu –había hecho de él el principio de sus actos”.

     En apariencia, el cristianismo, con su propuesta de amor al prójimo, venía a superar las limitaciones que, una vez decaído el intento universalizador del estoicismo, el egoísmo institucionalizado significaba. Sin embargo, su manera de plantear la trascendencia ultramundana le llevó, en la práctica, a contradecir aquella propuesta y, en esa medida, a distanciarse de ella. De tal manera que el mismo Jesús fue quien contrapuso el amor a Dios y el amor a los más próximos cuando dijo: “Si alguno quiere venir conmigo y no está dispuesto a renunciar a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, hermanos y hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío”. San Agustín confirmaba tal doctrina de esta guisa: “La ley eterna ordena no amar lo temporal, y que todos se conviertan al amor de lo eterno”. Y Pascal glosaba esta misma idea al hablar de las barreras que irremisiblemente ha de haber entre uno mismo y el prójimo: “Es injusto –decía– que uno se adhiera a mí, aunque lo haga con placer y voluntariamente. Yo engañaría a aquellos en quien hiciera nacer tal deseo, porque yo no soy el fin de nadie, y no tengo de qué satisfacerlos. ¿No estoy yo pronto a morir? Así, el objeto de su adhesión morirá (…) (Aunque) esto me fuera gustoso, por esto mismo soy culpable de hacer que se me ame (…) Por eso mismo que no deben apegarse a mí; porque es menester que pasen su vida y sus cuidados en agradar a Dios o en buscarle”. En aras del más allá, el cristianismo vino, pues, a proponer el desdén y la desconfianza hacia lo de acá.

     Algo, esto último, que vino a corregir el Renacimiento, que, sin embargo, mantuvo, desprovista ya de esa proyección hacia lo trascendente, la otra vertiente a la que daba el cristianismo, la retracción hacia lo interior, esa actitud que los hombres no hemos sabido todavía desligar del egoísmo. “El Renacimiento –dice así Ortega– descubre en toda su vasta amplitud el mundo interno, el me ipsum, la conciencia, lo subjetivo”. Erich Fromm lo confirma: “La historia europea y americana desde fines de la Edad Media no es más que el relato de la emergencia plena del individuo”. De esta combinación de factores brotó, se diría que fatalmente, una actitud de acusada desconfianza del individuo hacia sus congéneres, contrapunto y complemento de aquel egoísmo de partida. De lo cual vendría a ser expresión por entonces la manera en que Maquiavelo entendía la naturaleza de los hombres y de sus relaciones con los demás: “De los hombres –escribió– se puede decir en general que son ingratos, volubles, mentirosos e hipócritas, temerosos del peligro, ávidos de ganancias. En tanto que los beneficias, son del todo tuyos y te ofrecen la sangre, los bienes, la vida, los hijos (siempre que no los necesites) (…); pero cuando llegan las dificultades miran a otra parte. El príncipe que ha basado todo su poder en la palabra de los hombres labra su ruina por encontrarse privado de una verdadera protección”. En la misma línea, Thomas Hobbes elevó a categoría la desconfianza hacia el semejante  cuando enunció aquello de que “el hombre es un lobo para el hombre”, y que, si se junta en sociedad y forma un estado, un Leviatán, no es primariamente por afán de cooperación y ayuda mutua, sino para ceder a aquel el poder con el que ha de controlar la peligrosidad que nos supone estar cerca de nuestros congéneres. Asimismo, para Hobbes, la moral es una derivada del interés personal: nuestro sentido del bien viene a coincidir con aquello que nos resulta beneficioso. La teoría del contrato social, que ya pergeñó el mismo Hobbes y que culmina en Rousseau, defiende asimismo que nos socializamos para satisfacer nuestro interés personal, aunque, por vocación, seguimos siendo misántropos.

     Descartes trasladó a la filosofía su desconfianza hacia el entorno: “¿Qué es entonces lo cierto? –se preguntaba– Quizá solamente que no hay nada seguro”. Porque “de todas aquellas cosas que juzgaba antaño verdaderas no existe ninguna sobre la que no se pueda dudar. ¿Qué cosas eran estas? La tierra, el cielo, los astros y todo aquello a lo que llego por los sentidos. Pero ¿qué es lo que percibía claramente acerca de esas cosas? Pues que las ideas o los pensamientos de tales cosas se presentaban en mi mente”. Solo el propio yo era digno de confianza, y el egocentrismo la única actitud que aproxima a la verdad: “Yo (soy) una sustancia cuya total esencia o naturaleza es pensar, y que no necesita, para ser, de lugar alguno ni depende de ninguna cosa material”. Así es como, siglo y medio después, en nombre del Romanticismo, pudo decir Novalis: “Todo me conduce, de nuevo, hacia mí mismo”. Y también, cortando cualquier amarra con algún tipo de trascendencia: “El yo es el ideal que se persigue en todo esfuerzo”. Lo cual vendrá a servir de sustrato metafísico a las propuestas de vida de Nietzsche: “Hay que aprender a amarse a sí mismo –así enseño yo– con un amor saludable y sano: a soportar estar consigo mismo y a no andar vagabundeando de un sitio para otro. Semejante vagabundeo se bautiza a sí mismo con el nombre de ‘amor al prójimo’ ”.

     Ortega observa que, a partir de la perspectiva racionalista que nace en Descartes, así como de los precedentes de su teoría, los que llevaban a la desconfianza del hombre hacia la realidad entorno, “concluye el hombre creyendo que posee una facultad casi divina, capaz de revelarle de una vez para siempre la esencia última de las cosas. Esta facultad tendrá que ser independiente de la experiencia, la cual, en sus constantes variaciones, podría modificar aquella revelación. Descartes llamó raison o pure intellection a esa facultad, y Kant, más precisamente, “razón pura” (…) En vez de buscar contacto con las cosas, se desentiende de ellas y procura la más exclusiva fidelidad a sus propias leyes internas”.  Desconfianza en los demás y autarquía individual que asimismo encontró prolongación en los mentores de la cultura contemporánea. André Breton, dando expresión al surrealismo, decía en este sentido: “El hombre propone y dispone. Tan sólo de él depende poseerse por entero, es decir, mantener en estado de anarquía la cuadrilla de sus deseos, de día en día más temible”. Y asimismo: “Únicamente el surrealismo podrá explicar el estado de completo aislamiento al que esperamos llegar aquí en esta vida”. Con todo lo cual se compuso el caldo de cultivo en el que fue tomando forma el hombre-masa del que hablaba Ortega de esta manera: “El hombre que analizamos se habitúa a no apelar de sí mismo a ninguna instancia fuera de él”.

     Ese de la soberanía del interés más personal ha resultado ser el fundamento de muchos de los actuales desarrollos de la ciencia. Así, hoy, la psicología conductista, tal y como fue formulada por B. F. Skinner, y que ha influido en todos los estamentos que tienen que ver con la salud mental, interpreta el comportamiento humano como resultado de la conjunción de recompensa y castigo. El comportamiento altruista, que tiene lugar incluso en ausencia de refuerzo (o en presencia de castigo) no es considerado por esta teoría (aunque hay quien retuerce los conceptos hasta deducir que la mera satisfacción interior que encuentra quien se entrega a alguna causa de manera altruista constituye una demostración de que, en el fondo, sigue siendo el egoísmo lo que está en el sustrato de tales comportamientos. El caso es dejar a salvo, sea como sea, la teoría de que todo lo decide el egoísmo humano).

     A mediados del siglo XX, en fin, quedó ya perfectamente formulada una teoría social, con derivaciones hacia la economía, la biología, la teoría militar e incluso la filosofía, que venía a dar expresión matemática a esta forma de mirar el mundo y la sociedad según la cual todo se cifra en el interés personal, en el egoísmo: se trataba de la teoría de juegos, según la cual las relaciones humanas se establecen sobre la base de un equilibrio que se alcanza a partir del intercambio de expectativas de ganancias para cada persona (jugador) que participa en la interacción social; cuando cada jugador, a la vista de la contraposición de los intereses de los demás con el suyo propio, alcanza el óptimo de ganancias, se llega al equilibrio. Los sentimientos cooperativos solo entran a ser considerados en los juegos en los que son grupos los que compiten entre sí, lo que hace posible que dentro de cada uno de ellos (de cada equipo) se produzca esa coyuntural cooperación, que sigue, pues, sustentada a fin de cuentas en el egoísmo. En la teoría de juegos, que está influyendo enormemente en la manera de entender el mundo por parte de quienes hoy lo gestionan en muchas de sus áreas, no cabe, no entra a ser considerado el comportamiento altruista. Que la figura intelectual más destacada de entre los formuladores de esta teoría de juegos, el Premio Nobel John Forbes Nash, sufriera esa enfermedad mental que viene a ser la cristalización máxima de la desconfianza en los demás, cual es la esquizofrenia paranoide, no debería ser considerado como una mera casualidad.

     Bien, pues es el mundo que hemos construido con este sesgo hacia el egocentrismo el que hoy está en crisis. Que todo lo dirija el interés personal, el egoísmo, es una forma de entender la vida que tarde o temprano habría de llegar al colapso. En la zona de sombra de esta guía de conducta dominante ha ido manteniéndose una actitud contrapuesta, destinada a aflorar en algún momento y pasar a corregir aquellos sesgos. Ya Aristóteles (384 a. C.-322 a. C.) dejó dicho: “La existencia de la comunidad, en esa forma concreta de acuerdo o concordia, es la condición necesaria para el desenvolvimiento de las vidas de los individuos, y, por consiguiente, para que estos sean felices”. Y Séneca (4 a. de C.-65) sentenció: “Hemos de vivir para el prójimo si queremos vivir para nosotros”. En los preludios de nuestro tiempo, Montesquieu (1689-1755), desde el liberalismo, afirmaba: “Si yo supiera alguna cosa que fuera útil para mí y que fuera perjudicial para mi familia, la expulsaría de mi mente. Si yo supiera alguna cosa que fuera útil para mi familia y que no lo fuera para mi patria, intentaría olvidarla. Si supiera alguna cosa útil para mi patria y que fuera perjudicial para Europa o para el género humano, la miraría como un crimen”. André Gide (1869-1951) decía ayer mismo: “La mejor manera de aprender a conocerse a sí mismo es intentar comprender a los demás”. Y Milán Kundera (n. en 1929) hace un rato: “Todo el valor del ser humano se basa en la capacidad de sobresalirse, de emerger fuera de sí mismo, de ser en otro y para otro”. Por ahí, pues, habrán de llegar los nuevos tiempos, porque, como concluía Ortega: “Librada a sí misma, cada vida se queda sin sí misma, vacía, sin tener que hacer”.

domingo, 2 de febrero de 2014

La función de la angustia y el sentido de las enfermedades

     En los ámbitos académicos se tiende a creer que empezamos por no ser nada más que una tabla rasa en la que va escribiendo la experiencia, el aprendizaje que vamos realizando a través de nuestro contacto con el mundo externo, de lo cual iríamos extrayendo todo lo que da contenido a nuestra personalidad. Según esta perspectiva, seríamos, en principio, seres asépticos, amorfos, que encontramos nuestra forma y alcanzamos nuestra realización a medida que vamos siendo moldeados por el mundo exterior. Pero hay algo que no alcanza a explicar esta visión extrovertida de lo que somos: el hecho de que, en última instancia, el sentimiento de angustia no aparece en nosotros a causa de factores externos que lo provoquen, sino debido a la simple amenaza de extinción, previa a cualquier concreta amenaza objetiva. Una angustia que reaparece siempre que las frágiles capas que a lo largo de la vida vamos superponiendo sobre ella se resquebrajan y la dejan al descubierto.

     Wilhelm Stekel, médico y psicoanalista vienés, que fue de los primeros en convertirse en discípulo de Sigmund Freud, y también de los primeros en separarse de él (o mejor, ser separado por él), definió la angustia como una reacción del instinto de vida frente al instinto de muerte; consiguientemente, la represión del instinto de vivir conduce, según él, a la angustia. O invirtiendo los términos: la vida misma resultaría ser una capa que superponemos al sentimiento de angustia, y ésta una reacción causada por la amenaza de muerte. El universo entero sería la capa que la Creación ha superpuesto a ese núcleo original que está formado por lo que en el hombre ha resuelto manifestarse como angustia (quizás, todo lo que la Creación opone a la amenaza de ser engullida por los agujeros negros). Complementariamente, dice Stekel: “Toda angustia, en última instancia, es temor a la destrucción del ‘yo’, es, pues, miedo a la muerte”. La muerte, por lo tanto, viene a ser algo previo a la vida, y ésta, lo que centrifugándose desde aquélla a través de la angustia queda constituido como su capa exterior: la vida resulta ser así una derivada de la muerte (una emanación de la nada), algo que escapa de ésta gracias al sentimiento centrifugador de la angustia.
 
     Juan José López Ibor, después de glosar lo expresado por diversos autores, diferencia en la angustia dos componentes, reacciones o modos de manifestarse contrapuestos: el reflejo de inmovilidad y la tempestad de movimientos o, como él prefiere denominarlos, reacción de sobrecogimiento y reacción de sobresalto: “La reacción de sobrecogimiento –añade– se realiza en un plano más hondo, el ser se queda agazapado, inerte, incapaz de moción. En la de sobresalto, por el contrario, amanece el primer intento de resolver el compromiso biológico por la evasión”. Esta bifurcación en los conceptos viene a corresponderse con la correlativa diferenciación que en el campo de la psiquiatría y la psicología suelen hacer los autores entre la angustia propiamente dicha y la ansiedad.

     En la primera, la angustia, predominan los factores físicos o fisiológicos, fundamentalmente la sensación de constricción, de algo que oprime (angustia etimológicamente deriva de angor, de angostura), un sentimiento de opresión en la región epigástrica, la que coincide con el plexo solar, y en cuya cavidad se alojan el hígado, el bazo, la vesícula biliar, el estómago, el intestino grueso y el delgado, que de alguna forma pasan a estar involucrados, así como opresión en la garganta y en la región precordial, que respectivamente correlacionan con el sentimiento de ahogo y con una intensa taquicardia. La angustia tiene, en fin, un efecto sobrecogedor, paralizador. “En la ansiedad, en cambio –dice también López Ibor–, se inicia ya una tendencia al escape como una tendencia motora”. La reacción más primaria producida por ese sentimiento de ansiedad que viene a significar un paso más allá que la angustia, es de tipo mecánico: la tormenta de movimientos. Sin embargo, los componentes que predominan en la ansiedad son ya de índole psíquica, y entre estos sobresale la sensación de muerte inminente (que carece en absoluto de apoyo objetivo) o, de manera más matizada, de una gran inseguridad o expectativa (asimismo infundada) de que algo muy grave, aunque desconocido, está a punto de ocurrir.

     La ansiedad, pues, vendría a ser una capa hecha de componentes psíquicos que se superponen a la angustia, más primaria y atenida al organismo físico y a la fisiología. Si no tememos demasiado dar saltos en el (relativo) vacío, podríamos decir que la mente es la capa que la Creación superpone a la fisiología para tratar de escapar del peligro de extinción (también, el más acabado recurso, en cuanto que último resultado de la evolución, que la Creación opone al poder devorador de los agujeros negros): mientras que el organismo sólo cuenta con reacciones fisiológicas para contraponerse a la amenaza de extinción, la mente nos abre un horizonte hecho de actividad, primero estrictamente física y caótica (la hipermotricidad, la tempestad de movimientos), y después ordenada hacia un fin y en la que acabará apoyándose el sentido de la vida, que es el recurso más refinado que oponemos a aquella amenaza de extinción de la que respectivamente emanan la angustia y la ansiedad.

     Cuando sólo contamos con la capacidad de generar respuestas fisiológicas, es decir, cuando esa fuerza centrífuga que empieza siendo angustia, sigue siendo ansiedad y termina por ser inquietud que pone en marcha las actividades que dan sentido a la vida queda interrumpida en la paralizadora fase de angustia, nuestro organismo genera respuestas apropiadas para el desarrollo de una actividad incluso extrema que, sin embargo, no llega a producirse. Precisamente, al aparecer la sensación de angustia, la reacción más característica que está sufriendo el organismo es la de producción de adrenalina, es decir, de la hormona encargada de preparar al sujeto para las situaciones de ataque y huída o para aquellas turbulentas reacciones de sobresalto y tempestad de movimientos de que hablaba López Ibor y que, sin embargo, no llegan a producirse. Gracias a ello, aumenta la frecuencia cardíaca, se contraen los vasos sanguíneos para que la sangre afluya más deprisa y se incrementa consiguientemente la presión arterial, con el objeto de que la sangre sea redistribuida selectivamente sobre todo hacia aquellos órganos cuya función es prioritaria en la respuesta al estrés, es decir, hacia las arterias coronarias y las que irrigan las zonas musculares y el cerebro; se produce asimismo hiperventilación para prevenir el previsible gasto extra de oxígeno, el otro combustible del músculo; oleadas de azúcar afluyen también a la sangre para aumentar el tono del individuo; además, el organismo urge, a través de una brutal secreción de jugos gástricos, para que el estómago libere rápidamente cuanto contiene por medio de una diarrea y así poder dedicar todos sus recursos a la respuesta de alarma propia de la angustia… Pero recordemos que, sin embargo, lo característico de un ataque de angustia es, paradójicamente, la parálisis: el organismo nos prepara para dar una respuesta, para salir perentoriamente al mundo de alguna forma, pero el angustiado no encuentra la puerta de salida. Es como pisar a tope el acelerador de un coche mientras está bloqueado por los frenos.

     Estar atrapado en la respuesta de angustia (en la sola elaboración fisiológica de la necesidad de sobreponerse al peligro de extinción, aunque interrumpida por la parálisis motriz) acaba sentando las bases de numerosas formas de enfermedad: la hipertensión, la hiperglucemia, las úlceras provocadas por la excesiva secreción de jugos gástricos… y muchas otras enfermedades vendrían a dar expresión a esa encerrona en que se encuentra el angustiado. Hasta el punto de que podríamos cuestionarnos si el hecho mismo de enfermar, cuando no se debe a un proceso de deterioro biológico propio del desgaste por la edad, a algún trauma o lesión o a un trastorno hereditario no es sino consecuencia de ese bloqueo que sufre la personalidad del sujeto que no ha encontrado modos de evolucionar hacia las respuestas no ya mecánicas, sino mentales y creativas, las que permiten insertar la vida dentro de un marco que la de sentido, y que así se contraponga a la primordial amenaza de extinción. Tendría razón entonces Wilhelm Stekel cuando afirmaba que “cada enfermedad es un aviso de que algo en nuestro espíritu no está en orden. Ella nos recuerda que debemos echar una mirada introspectiva a nuestro mundo interior y preguntarnos si nuestra existencia expresa el sentido de la vida”.