Porque, efectivamente, y como decía Aristóteles, “el
Estado es un hecho natural, el hombre es un ser naturalmente sociable, y el que
vive fuera de la sociedad (…) es, ciertamente, o un ser degradado o un ser
superior a la especie humana (…) es un bruto o un dios”. Algo es
natural cuando ha alcanzado la autosuficiencia, cuando se basta a sí mismo y
puede entenderse como un ente cabal. El individuo no se basta a sí mismo, mientras
que el Estado, la comunidad organizada políticamente, podemos entender que sí;
el Estado es un organismo del cual los individuos son sus miembros. Y en este
sentido, dice también Aristóteles, “el todo es necesariamente superior a la
parte, puesto que una vez destruido el todo, ya no hay partes (…) porque la
mano separada del cuerpo no es ya una mano real (…) La naturaleza arrastra,
pues, instintivamente a todos los hombres a la acción política”. Por
tanto, es un error pensar que el individuo sólo está obligado a seguir su
interés particular, y que el interés general queda articulado como la mera
adición de los egoísmos individuales o, según decían los ilustrados, como resultado
de un pacto social, porque ello significaría que el individuo es autosuficiente
y la sociedad algo sobrevenido.
El interés general, mientras tanto, es el que atañe al
Estado y, por consiguiente, tiene entidad por sí mismo. Puede llegar incluso a contraponerse
a los intereses particulares, que residen en un nivel subordinado. Ninguno de
estos, por ejemplo, permitiría comprender cabalmente la necesidad de preservar
el medio ambiente a largo plazo, y desde ninguno de ellos, considerados
aisladamente, se podría directamente llegar hasta la construcción de carreteras
o la atención al desvalido; así que hay que elevarse por encima de lo
particular para acceder a esa comprensión del interés general. Aunque tampoco resulta
imprescindible entender que tal interés contradice inevitablemente el
particular, porque en última instancia, como dice Hegel, “aunque sin conciencia de ello,
el fin universal reside en los fines particulares y se cumple mediante estos”;
no son lo mismo, pero aquel emana de estos, y sólo habría auténtica oposición
entre el interés general y el particular cuando este último declina hacia el
capricho. En suma –seguimos con Hegel–, “un Estado estará bien constituido y será
fuerte en sí mismo cuando el interés privado de los ciudadanos esté unido a su
fin general y el uno encuentre en el otro su satisfacción y realización”.
O bien: “La naturaleza del Estado consiste en la unidad de la voluntad
subjetiva y la voluntad universal; la voluntad subjetiva se ha elevado hasta
renunciar a su particularismo”. En tal caso, el individuo percibe lo
general como un complemento o ampliación de su propio interés personal.
Es en este contexto donde debemos encajar las genuinas
posiciones del liberalismo, por ejemplo, esto que, defendiendo el
individualismo, sostenía Friedrich A. Hayek: “El reconocimiento del individuo
como juez supremo de sus fines, la creencia en que, en lo posible, sus propios
fines deben gobernar sus acciones, es lo que constituye la esencia de la
posición individualista”. Hay dos motivaciones, pues, que gozan de
cierta autonomía, el interés particular y el general, y algo que vincula a
ambos, aunque no de una manera mecánica o simple. “En la historia universal –sigue
diciendo Hegel– y mediante las acciones de los hombres, surge algo más que lo que ellos
se proponen y alcanzan, algo más que lo que ellos saben y quieren
inmediatamente. Los hombres satisfacen su interés; pero, al hacerlo, producen
algo más, algo que está en lo que hacen, pero que no estaba en su conciencia ni
en su intención”.
Esa distinción entre el interés particular y el general ha
servido de sustrato a las dos correlativas posiciones políticas que han
resultado ser las fundamentales, y que, en su estado puro, se corresponderían,
a un lado, con el estricto individualismo, y al otro, con el colectivismo. La
dificultad que existe a la hora de entender la manera en que están conectados ambos
tipos de interés ha convertido estas dos posiciones políticas en virtualmente
irreconciliables. Desde el estricto individualismo (que me permito diferenciar
de aquel matizado individualismo que defiende Hayek), el interés particular es
soberano, y el interés general no es sino el conglomerado que resulta de la
suma de las preferencias de cada individuo; en consecuencia, el Estado sólo
debe intervenir como mero coordinador de intereses particulares. Mientras
tanto, el colectivismo entiende que el interés general trasciende del que atañe
a los individuos, y puesto que es evolutiva y moralmente superior a este, debe,
en lo posible, desplazarle y desalojarle. El colectivista, por tanto, demanda
del Estado que sustituya con sus funciones a lo que espontáneamente surgiría de
los dictados de los intereses particulares, que emanan del egoísmo de cada
individuo, y que finalmente deben quedar relegados en aras de aquello que exige
el bien común.
Pero ocurre que cuando el colectivista ha tratado de fijar
los parámetros de aquello en lo que consiste el bien común, lo ha hecho pasar siempre
a través del filtro de una ideología, interfiriendo, retorciendo o
interrumpiendo la dirección de las cosas que hubieran señalado los esfuerzos
individuales. Y así, obligado como se siente el colectivista a planificar la
economía, al tomar sus decisiones, dice Hayek, “tiene que establecer diferencias
de mérito entre las necesidades de los diversos individuos. Cuando el Estado
tiene que decidir respecto a cuántos cerdos cebar o cuántos autobuses poner en
circulación, qué minas de carbón explotar o a qué precio vender el calzado,
estas resoluciones no pueden deducirse de principios formales”, y, por
tanto, seguros y previsibles, sino responder a criterios arbitrarios. Cuando
por ejemplo, y como ha ocurrido recurrentemente en nuestro país, nuestros
gobernantes deciden subvencionar la compra de coches, la arbitrariedad de su
decisión queda de manifiesto al interferir en las preferencias espontáneas de
la gente, que, sin esas trabas o impulsos artificiales, quizás hubiera
preferido dirigirse hacia la compra de electrodomésticos o a pagar el importe
de una matrícula para ampliar estudios. En el extremo, el colectivista, puesto
que sospecha de las preferencias de los individuos, inevitablemente dictadas,
según él, por el egoísmo, trata de sustituir la realidad que brota del libre
juego de la competencia por aquello que surge del dictado de su ideología. En
suma, impone un determinado tipo de preferencias (las que dicta su ideología) a
los individuos. Y así nos encontramos, por ejemplo, con el caso que Aristóteles
cita de Hipódamo de Mileto, “hombre que tenía la pretensión de no
ignorar nada de cuanto existía en la naturaleza”, y que pertrechado con
tal prepotencia, con ese falaz antídoto contra los imprevisibles designios que
los infinitos intercambios entre individuos van generando, se sentía capaz de
planificar hasta el extremo la vida de sus conciudadanos. De manera que imaginó
una república ideal que, según informa Aristóteles, “se componía de diez mil
ciudadanos, distribuidos en tres clases: artesanos, labradores y defensores de
la ciudad, que eran los que hacían uso de las armas. Dividía el territorio en
tres partes: una sagrada, otra pública y la tercera poseída individualmente (y
asimismo) creía que las leyes no podían tampoco ser más que de tres especies,
porque los actos justiciables, en su opinión, sólo pueden proceder de tres
cosas: la injuria, el daño y la muerte”. Y así sigue exponiendo el
filósofo de Estagira esa visión utópica de Hipódamo, al que podríamos
considerar casi supersticiosamente fascinado por el número tres, y acaba
advirtiendo: “Indudablemente, cada cual es dueño de crear hipótesis a su gusto, pero
no deben tocarse los límites de lo imposible”. “Lo imposible”, lo
utópico, acaba inevitablemente surgiendo cuando el planificador pretende
sustituir la infinita variedad de posibilidades que genera el libre juego de la
oferta y la demanda por su limitada, e inevitablemente prejuiciosa, capacidad
de ordenación, que está abocada a toparse en algún momento con “lo posible”, lo
que, sobrepasando sus falaces presupuestos, se empeña en entrar en escena en
representación de lo real.
Mientras tanto, el individualista puro no reconoce el bien
común como una entidad diferenciada de la suma de los intereses particulares, y
no demanda del Estado otra función que la de servir de cauce a su buena marcha
y mediar en los conflictos que puedan aparecer entre ellos. Pero, como se ha
dejado dicho, esto sería así solamente si el individuo fuera un ser
autosuficiente y la sociedad, como Rousseau suponía, un artificio. Pero la
sociedad, la polis de los griegos, es el destino al que han de ir a parar los
esfuerzos y tareas de los individuos. Metafísicamente, pues, la sociedad es
anterior al individuo.
Así que la dificultad estribaría en deslindar el área del
interés general y acertar en la manera de fijar cuál debe de ser el modo de
administrarlo. Y aquí es donde conviene recuperar las conclusiones del
liberalismo: es del libre juego de la oferta y la demanda de donde, mientras
sea posible, deben emanar las fuerzas vectoriales encargadas de fijar la marcha
de la sociedad, y habrá que complementar esas directrices, como el mismo Hayek
admite, con la necesaria atención a aquellos aspectos de la vida social a los
que no se pueda llegar a través de la libre competencia. ¿Dónde habría que
concluir que se ha sobrepasado ese marco fundamentalmente delimitado por el
libre intercambio entre los individuos y, consiguientemente, se habría
adentrado una sociedad en los derroteros que empujan hacia el totalitarismo?
Serviría para delimitar la frontera entre un tipo de sociedad y otro aquello
que en 1950 dijo Ayn Rand (polémica minarquista, aunque finalmente admiradora
de Aristóteles, ese que decía que la sociedad es anterior al individuo): "Cuando adviertas que para producir
necesitas obtener autorización de quienes no producen nada; cuando compruebes
que el dinero fluye hacia quienes no trafican con bienes sino con favores;
cuando percibas que muchos se hacen ricos por el soborno y por influencias más
que por su trabajo, y que las leyes no te protegen contra ellos sino, por el
contrario, son ellos los que están protegidos contra ti; cuando descubras que
la corrupción es recompensada y la honradez se convierte en un auto-sacrificio,
entonces podrás afirmar, sin temor a equivocarte, que tu sociedad está condenada". Palabras que, de
paso, pueden ayudarnos a valorar qué tipo de Estado tenemos hoy los españoles.