sábado, 25 de mayo de 2013

Obstáculos a la modernización de España a lo largo de la historia

Enunciado del problema a abordar: intentar desentrañar, en lo posible, el hilo conductor de nuestra historia desde la Edad Moderna hasta el día de hoy. Paso previo que considero imprescindible: entender qué cambió al pasar desde la Edad Media a la Moderna, saber cuál era la manera de estar en el mundo que tenía el hombre medieval y cuál la del hombre que empezó a irrumpir con el Renacimiento y la Reforma. No me atrevo a garantizar que el periplo intelectual que propongo no resulte un tanto vertiginoso, ni tampoco que quien por él me acompañe no acabe teniendo la incómoda sensación de estar sobrevolando los cerros de Úbeda. ¡Ni siquiera garantizo que no acabemos extraviados por aquellas serranías!

El prototipo de hombre medieval era el hombre cristiano. El cristianismo, al menos en principio, surgió como rechazo del mundo: “Mi reino no es de este mundo”, había dicho Jesús. “No os acomodéis a los criterios de este mundo –abundó San Pablo–; al contrario, transformaos, renovad vuestro interior para que podáis descubrir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto”. Y San Agustín, en un imaginario diálogo con Dios, concluía que “la amistad de este mundo es adulterio contra ti”. ¿Y por qué este rechazo del mundo? Porque en última instancia es absurdo, absurdo el mundo y absurda la vida que en él llevamos adelante: lo que aquí acontece es una mezcla caótica de bien y mal, de fortuna y desgracia, de vida y muerte. Nada tiene sentido finalmente; todo acaba y acaba mal (en la muerte). Un absurdo que el mismo San Pablo venía a palpar cuando afirmaba: “Dios mismo dijo a Moisés: Tendré misericordia de quien quiera y me apiadaré de quien me plazca (…) Así pues –consiente en ello el santo acto seguido–, Dios muestra su misericordia a quien quiere y deja endurecerse a quien le place”. Nada hay en la marcha del mundo que responda obligatoriamente a nuestra necesidad de sentido. Tertuliano, primer Padre de la Iglesia, afirmaba: “Creo porque es absurdo”. Y San Agustín, desesperado, rezaba: “¡Dios mío, ayúdame, no entiendo nada!”. Pero no había nada que entender: todo tiende al absurdo, todo lo que tenemos acabaremos perdiéndolo, no podemos estar seguros de nada. En resumen: hagamos lo que hagamos, nuestras obras no nos garantizan la salvación (ni en el cielo ni tampoco en la tierra). El cristiano antiguo y medieval optó por retirarse de este mundo, a veces literalmente (al desierto o al eremitorio) y otras convirtiendo la vida en una espera más o menos paciente de la otra, la que, si el azar le bendice y está entre los elegidos que Dios previó salvar ya en el momento de la Creación, tendrá por fin sentido y le traerá la felicidad en el cielo.
 
Santo Tomás (siglo XIII) significó un intento de aproximación a este mundo, de creer que sí que tenía sentido la vida en la tierra. El cielo y Dios no estaban, según él, en contra del mundo sino al final, en la prolongación de este. Las buenas obras, afirmó oponiéndose a lo que hasta entonces se había sostenido, sí influyen en nuestra salvación; la marcha del mundo, por lo tanto, tiene sentido, hay una relación entre lo que hacemos y lo que conseguimos. Recuperando la confianza de la que habían hecho gala los estoicos, Tomás vino a decir que el mundo se comporta razonablemente. Y Dios, en fin, no era un ser arbitrario, que castiga o premia según le place, tal y como lo había imaginado San Pablo, sino obligado por las leyes de la razón y del sentido. Dios era bueno y razonable, se ajustaba a los criterios de bondad y justicia que manejamos los humanos fundamentándolos en la razón. Confiados, los católicos aceptaron ubicarse en un mundo que empezaban a pensar que era razonable y tenía sentido, pero a costa de amputar el trato con todo ese otro trozo de mundo y de vida que desembocaba en el absurdo (la zona de sombra de lo inconsciente que hubiera dicho Jung).

 
Pero al final seguía valiendo lo que ya habían descubierto los cínicos, los escépticos y los cristianos primitivos: el mundo es absurdo (la razón, lo ideal, pertenece al otro mundo, había dicho ya Platón). Así que tuvieron que venir los protestantes a recuperar la idea de un Dios arbitrario, que distribuía premios y castigos no según lo que dictase la razón ni un más o menos comprensible criterio sobre lo que es justo o injusto, sino “según le place”. En consecuencia, uno no podía vincularse a Dios (no podía hallar sentido, fuerza para seguir adelante) a través de la razón, sino a través de la fe. Eso es lo que vinieron diciendo los protestantes. Lo cual les daba una gran ventaja, porque el católico, cuando se adapta al mundo, a un mundo razonable (acercándose en esa medida a las propuestas de Santo Tomás, pero alejándose de las de San Pablo), lo hace a costa de amputar todo ese segmento de la vida que resulta absurdo, y cuando llega la desgracia, o lo meramente incomprensible, ese católico se queda sin recursos, no tiene en su bagaje psicológico con qué acoger eso que es absurdo (Santo Tomás decía que las verdades de la fe no van contra la razón… pero hay muchas cosas que la razón no puede incorporar). Mientras tanto, en situaciones así el protestante puede seguir adelante, no porque entienda lo que le pasa, no porque encuentre que tiene sentido eso que le pasa, sino porque tiene fe. De partida, ya sabe el protestante que aunque se comporte razonablemente, como Job, puede caerle encima la desgracia; y sin embargo, cuando esta llega no se hunde: sigue adelante. Tiene fe en que, aunque él no entienda las cosas, Dios, en quien tiene fe, sí sabe el por qué. “En nuestra triste condición –decía Lutero–, el único consuelo que tenemos es la esperanza de otra vida. Aquí abajo todo es incomprensible”.

Los valores que en esta actitud de los protestantes estaban implícitos, Carlota, son aquellos a los que alude Habermas según sostiene Ruiz Soroa en el artículo que traes a colación, y que podrían sintetizarse en el de trabajar y, en general, tirar para adelante, sin tener en cuenta los resultados, gratificantes o no. Es decir, que el protestante se sentía realizado no con el resultado de su trabajo, ni amasando la fortuna que le llegaba como fruto de su laboriosidad, sino con el hecho mismo de trabajar. “El hombre se relaciona con la ganancia como con el fin de su vida –dice Max Weber un poco confusamente refiriéndose a esta actitud del protestante–, y no ya la ganancia con el hombre como medio para la satisfacción de sus necesidades vitales materiales”. Y también: “ ‘Nada’ de su riqueza lo tiene para su persona; sólo posee el sentimiento irracional del ‘buen ejercicio de su profesión’ ”. Efectivamente, Zinzendorf, uno de los representantes del pietismo (una evolución del movimiento reformador que pretendía reaccionar contra la doctrina luterana de la santificación por la sola fe, tratando de convertir esta en algo que tuviera consecuencias prácticas), decía a este respecto: “No se trabaja sólo para vivir, sino que se vive por el trabajo, de suerte que, cuando se deja de trabajar, o se enferma o se muere”. En suma, el protestante actuaba sin esperar a la recompensa, sólo por sentido del deber. Cuando uno actúa esperando que ello dé frutos, está sujetándose a planteamientos racionales, esperando que, como decía Santo Tomás, las buenas obras influyan en la salvación. El protestante actúa, trabaja, tira hacia adelante sin más, sin esperar que el mundo se comporte razonablemente y le recompense (las buenas obras, dicen sus mentores, no garantizan la salvación). Desde luego, estos valores que Ruiz Soroa considera premodernos (y que, por el contrario, son la base de la modernidad) han entrado en barrena con la cultura del consumismo.

El Renacimiento y la Reforma vinieron a significar que, al contrario que los cristianos primitivos y medievales, los hombres empezaban a aceptar vivir en este mundo… a pesar de que era absurdo, negándose, incluso, a ser tutelados en ese aterrizaje por la razón (porque los resultados fueran congruentes con las causas). Lutero llamaba a la razón “la ramera del diablo”. También decía que “merecería que se la relegase al lugar más sucio de la casa, a las letrinas”. Los católicos o bien rechazaban el mundo o, a partir de Santo Tomás, aceptaban vivir en la parte de él que resultaba razonable, quedándose inermes ante todo lo que demostraba ser absurdo. Mientras tanto, los protestantes conseguían, armados con la fe, seguir adelante cuando la razón ya no daba motivos para ello. El protestante, en suma, aceptaba como cristiano ortodoxo que era, que el mundo era absurdo, que las buenas obras no garantizaban la salvación, pero también aceptaba que aquí, en la tierra, tenía una tarea que cumplir aunque cayesen chuzos de punta. Y en vez de retirarse al desierto o al convento (en vez de huir del absurdo), se comprometió con el mundo, con este mundo irracional, asumió que la vida era una tarea, el ámbito en el que desarrollar su vocación, la llamada de Dios. O sea: trabajar. En esto consistió fundamentalmente el cambio que significó la entrada en la Edad Moderna.

El católico, el hombre que no había conseguido salir de la Edad Media, siguió considerando la vida contemplativa, la que significaba una retirada del mundo, como el mejor modelo de vida. España, por ejemplo, vanguardia del catolicismo y abanderada de la Contrarreforma, fue ejemplar morada para los místicos, que aquí encontraron su hábitat natural. Y congruentemente, como denuncia el destacado historiador marxista Pierre Vilar, fue un paraíso para los ociosos. Cita Vilar las causas de la decadencia española tradicionalmente asumidas por la historiografía: “alza de precios, alza de salarios, desprecio del trabajo manual, exceso de vocaciones religiosas, expulsión de disidentes religiosos, emigración, abandono de la agricultura, vida picaresca, etc.”. Poco más adelante, resume o matiza: “emigración, alza de precios, ‘hidalguismo’ en la sociedad, ruina por la burocracia y el impuesto”.  Y asimismo añade: “Todas son, al mismo tiempo, causas y efectos en la ‘crisis general’ de una sociedad, donde se entrelazan de manera inextricable los elementos económicos, políticos, sociales y psicológicos”. Resulta categórico Vilar cuando comenta que en la España de 1600 “un solo labrador –nos dice un contemporáneo– debía alimentar a treinta no productores”. Los enormes gastos, por otro lado, que suponían las empresas imperiales y las guerras contra los protestantes acabaron de agotar la economía española, especialmente la castellana, a pesar del oro y la plata que en grandes cantidades llegaban de América. “¿Podía este imperialismo lanzar una economía moderna?”, se pregunta retóricamente Pierre Vilar. Sucesivas bancarrotas estatales a lo largo de la Edad Moderna aunadas a todos esos factores citados, avalan la conclusión de que no, de que en realidad nos alejábamos de la marcha hacia la modernidad.

Hubo, efectivamente, como bien afirmas, John Carlos, núcleos protestantes y, sobre todo, erasmistas en España en el siglo XVI. Y el regente Cardenal Cisneros, antes de que le sustituyera Carlos I, podríamos decir que era un protorreformista. Pero las hogueras de la Inquisición, azuzadas por los Austrias, cumplieron su tarea reduciendo literalmente a cenizas aquellos brotes de modernidad.

El siglo XVIII, el de la Ilustración, fue, efectivamente, un muy buen siglo para España. Entre 1700 y 1800, la población española pasó de seis a once millones de habitantes, y los factores de la decadencia se fueron borrando. Prácticamente no hubo entonces persecuciones religiosas, que es tanto como decir ideológicas, y las clases productoras ganaron terreno a las improductivas. Se llevaron a cabo importantes obras públicas, y los decretos de Nueva Planta de Felipe V supusieron un avance en la modernización del Estado, en la medida en que se logró cierta unificación legislativa, administrativa y judicial. Asimismo,  se abolieron fronteras y trabas al mercado interior, y se delimitaron poderes en la relación de la Iglesia y el Estado. El libre comercio con América, suprimiendo monopolios, también se generalizó. Por un instante, pareció posible que España abordara en buena posición la Revolución Industrial que estaba iniciándose.

Sin embargo, había “una mayoría social (hidalgos, bajo clero, campesinos) –seguimos, ya que estamos, con Pierre Vilar– impermeable a las nuevas ideas, una atmósfera que no las sustenta y una minoría que se abre al espíritu del siglo, pero con moderación y timidez. Estas clases ilustradas no minan de ninguna forma el poder real (…) La masa española sigue siendo más sensible a los llamamientos del fanatismo misoneísta (hostil a las novedades) que a las lecciones, algo pedantes, es verdad, de los escritores ‘ilustrados’ ”. Con Carlos IV, que reinó entre 1788 y 1808, empieza a agotarse el impulso modernizador que se estaba llevando adelante a contrapelo de unas mayorías nada proclives a ponerse en sintonía con los nuevos tiempos. Cuando llegó la Guerra de la Independencia, las corrientes que apuntaban hacia el liberalismo y el constitucionalismo no tuvieron fuerza suficiente para contrarrestar con claridad las que latían en aquel otro magma que haría erupción en el “¡vivan las caenas!”, a la vuelta de Fernando VII del exilio, en 1814, que persiguió sañudamente a los liberales a lo largo de casi todo su mandato. Las prolongadas y devastadoras guerras carlistas del siglo XIX delatan la fuerza de esa corriente antiliberal tan enraizada en las masas populares.

Y ahí estamos todavía, aunque parezca increíble: las zonas en las que más fortaleza tuvieron los carlistas son hoy aquellas en las que más fuerza tienen los nacionalismos disgregadores; es decir, aquellos que se siguen resistiendo a la modernización. Por tanto, creo que sí, que hay una línea de continuidad que va de Carlos I y los Austrias hasta nuestros nacionalismos en la cual se expresa toda la resistencia que en España hemos opuesto a la modernización. Lo cual no quiere decir que no hayan existido fuerzas favorables a esa modernización, por supuesto, aunque no las suficientes como para homologarnos con los países que desde el Renacimiento y la Reforma se pusieron en marcha más decididamente hacia tal objetivo.

 


P. S.: Bienvenida, Ana, y muchas gracias por asomar por aquí. Tus blogs (http://arelarte.blogspot.com.es/ ; http://unlugarparalamemoria.blogspot.com.es/ ; http://ana-geo.blogspot.com.es/ ) son abrumadoramente buenos  y meritorios.

domingo, 19 de mayo de 2013

Por qué el liberalismo no convence a los españoles (o bien: por qué yo también estoy hasta los cojones de -casi- todos nosotros)

El liberalismo es el fruto maduro de la gran revolución humanista que irrumpió en nuestra cultura occidental con la llegada del Renacimiento. También la Reforma protestante, aunque de una enrevesada manera, es parte de su sustrato arqueológico, como demostró Max Weber en “La ética protestante y el espíritu del capitalismo”. El meollo, el ADN del liberalismo lo constituye la convicción que por entonces afloró de que es el individuo, y ya no instancias sobrenaturales o sociales, quien debe de tomar las riendas de su propia vida, responsabilizarse de sus propias decisiones, atreverse a ser libre. Mientras que durante la Edad Media toda la vida de los individuos estaba sujeta a normas, instrucciones, criterios morales… que de forma incuestionable se encontraban ya decididos antes de que ellos pudieran intervenir en su elaboración, a partir del Renacimiento, esos mismos individuos empezaron a tener que justificar su vida y a asumir las consecuencias de sus decisiones en primera persona. El nuevo valor que vino a alumbrar la era que nacía fue, pues, el de la libertad.

Todo lo cual influyó de manera decisiva en la manera de entender la vida en su conjunto. Porque se venía de una cultura mediatizada por el catolicismo de entonces, para el cual este mundo era un valle de lágrimas y nuestro paso por él una condena que había que sobrellevar a la espera de la auténtica vida feliz, que resultaría de un éxtasis contemplativo y vacacional que, una vez llegados al cielo, no tendría fin. Y se estaba accediendo a otra cultura contrapuesta, en la que la vida debía encontrar su justificación en este mundo, y no había ni hay otra manera de conseguirlo que a través de la acción productiva, entendiendo esa vida como una tarea y la felicidad a la que es posible aspirar como resultado de la satisfacción que pueda producir la entrega a esa tarea. En congruencia con esas respectivas maneras de estar en el mundo, el trabajo era asimismo entendido por la cultura católica como un castigo, y por la protestante y humanista como el conjunto de actividades a través de las cuales la vida adquiere sentido. Santo Tomás, a pesar de que, oponiéndose a la Escolástica anterior a él, consideraba que la salvación estaba supeditada a las buenas obras que llegasen a realizarse en este mundo, seguía, sin embargo, considerando que el trabajo era un producto del azar, algo que resultaba indiferente a la hora de programar la salvación futura, ajeno, por tanto, a su idea de lo que eran las “buenas obras”. Pascal tenía una idea parecida al respecto. Mientras tanto, Calvino y sus seguidores reformistas consideraban el trabajo como la respuesta a la vocación, a la llamada de Dios, el modo que tenemos de realizarnos aquí en la tierra. Para un católico prototípico (incluidos sus actuales epígonos izquierdistas o autodenominados “progresistas”), el ideal de vida era y sigue siendo poder dedicarse a la vida contemplativa, que le toque a uno la lotería o le llegue un buen PER u otro subsidio cualquiera, y holgar a lo largo de la vida con el mínimo de estrés posible. Por el contrario, para el hombre que configuraron el Renacimiento y la Reforma e hizo definitiva eclosión con la Ilustración y las revoluciones liberales del siglo XIX, la vida es una tarea, la respuesta a una vocación, y adquiere su sentido a través de alguna clase de productividad (no necesariamente ligada a lo económico) que empuje en pos de una más o menos ambigua e inalcanzable meta que venga a servir de referencia y guía cuando uno se levanta por la mañana.

La raya de separación geográfica entre los países en los que el humanismo y la Reforma triunfaron y los que no, dejaron a aquel lado de la misma a casi toda Alemania, Holanda, Dinamarca, Suecia, Finlandia, Noruega, Inglaterra… y a este otro lado, a países como Portugal, Italia, Grecia, Irlanda… y España; no parece que sea necesario resaltar el significado de esa raya de separación en cuanto a la diferencia en los niveles eficiencia, laboriosidad y desarrollo cultural. Aquí, en España, por ejemplo, el trabajo siguió siendo considerado como una carga indignante cuando en los países protestantes era ya un medio de realización personal. Hasta el año 1784, por ejemplo, reinando ya Carlos III, no se abolió la prohibición que pesaba sobre los hidalgos (nobles medios y bajos) de ejercer oficios y trabajos manuales, por ser considerados deshonrosos e incompatibles con la dignidad de hidalguía. Y hoy en día, para una gran parte de la población sigue considerándose deshonroso, o al menos digno de toda sospecha, el mero enriquecimiento personal, aunque sea por medios lícitos, manteniendo así vigentes los criterios tradicionales que, con Santo Tomás por ejemplo, llevaban a considerar que trabajar más allá de lo necesario para el mero sustento era pecado de avaricia. Impregnados de estos criterios morales es como hemos llegado al punto en el que, recuperando las perspectivas prehumanistas, la gestión pública se considera por principio preferible a la iniciativa privada en la puesta en marcha de actividades emprendedoras, a pesar del fracaso que en este sentido supusieron, y siguen suponiendo, las experiencias del socialismo real. 

Es así también como llegamos al momento actual, en el que todas las opciones políticas de izquierda más los sindicatos abogan por una salida de la crisis aún más antiliberal que la que está llevando a cabo el gobierno de Rajoy. Es decir, abogan por ahogar la iniciativa privada (la que puso los pilares del mundo que hoy conocemos) aumentando todavía más los impuestos, y sustituyéndola por nuevas versiones del fracasado Plan E de Zapatero. Si este empleó en su irracional despilfarro de gasto público unos 12.000 millones de euros, el PSOE de Rubalcaba propone un nuevo plan de gasto público de 30.000 millones, y la Izquierda Unida de Cayo Lara, esos que las encuestas se empeñan en anunciar como fuerza política decisiva para un futuro inmediato, se desmelena ya sin ningún reparo: quieren un Plan E de 120.000 millones de gasto público, en línea con lo que asimismo proponen UGT y Comisiones Obreras. En suma, todas estas fuerzas pretenden poner rumbo hacia una mayor asfixia fiscal (pese a que ya tenemos una de las mayores presiones fiscales del mundo desarrollado), un mayor endeudamiento público (incluyendo, pues, en esa presión fiscal a las generaciones futuras) y una previsible salida del euro, cuando sea evidente que nos hemos quedado del todo al margen de los parámetros de la economía marcada por los países solventes.

 
Estanislao Figueras, primer presidente de la I República española y virtual patrono de los indignados españoles sensatos, acuñó en 1873, mientras presidía un Consejo de Ministros, la expresión que podría servir para dar cauce verbal a los recurrentes estados de ánimo que nos invaden a los españoles en casos como este: “Señores –dijo en aquella singular ocasión– ¡estoy hasta los cojones de todos nosotros!”. Poco después, y tras dejar disimuladamente en su despacho su carta de dimisión, sin decir una palabra a nadie, se fue a la estación de Atocha, cogió el primer tren que iba para Francia y no paró hasta llegar a París. Como fórmula previa antes de pasar también por Atocha con pretensiones similares para poner fin al agobio que supone tanto despropósito, yo propongo apuntarse a UPyD, de momento la única fuerza política sensata, junto a Ciudadanos, del panorama político español. Pero en el mismo paquete de perentoriedades incluyo un ruego: que dejemos de pedir un imposible “gran consenso” nacional con estas fuerzas políticas que la historia, en España, está tardando tanto en enviar a sus respectivos cementerios de elefantes.

Por si acaso, ¿a qué hora salen los trenes a París?

domingo, 5 de mayo de 2013

La Teoría de las Catástrofes aplicada a la situación política y social española

La Teoría de las Catástrofes, inventada por el matemático francés René Thom, propone un marco interpretativo desde el que contemplar aquellos fenómenos de cambio repentino en la naturaleza y en la sociedad que resultan desproporcionadamente grandes en comparación con el tamaño de la causa que los desencadena. Es aquello del efecto mariposa que a todos nos suena. Así pues, las características de estos fenómenos de cambio que constituyen el objeto de estudio propio de esta teoría son: su carácter repentino, la desproporción entre la pequeña causa y el gran efecto y la irreversibilidad del cambio una vez producido. Ejemplo: un puente puede aguantar que el trasiego que sobre él se realiza suponga un determinado peso, que puede ir en aumento sin que durante un tiempo pase nada. Pero a partir de un determinado momento, un pequeño peso de más puede provocar la catástrofe: el puente se cae y ya no es posible volver a la situación anterior. Aplicada a las Ciencias Humanas, la Teoría de las Catástrofes pretende proporcionar herramientas para abordar fenómenos muy variados: cuándo estallará un motín en una cárcel, cuándo se desplomará la Bolsa o cuándo un determinado desequilibrio psicológico puede desembocar en un estallido crítico.

Soy de Letras. No aspiro a entender la fórmula matemática encargada de dar razón de estos fenómenos en movimiento. Casi me conformo con aprovecharme del concepto para aplicarle cualitativa, no cuantitativamente, a la comprensión de algunas parcelas de la realidad. Otro concepto, el de “estructuras disipativas” del Premio Nobel de Química Ilya Prigogine, me sirve para entender que no todos estos cambios repentinos, desproporcionados e irreversibles son catastróficos. A veces, cambia la estructura de forma irreversible, pero mejorando la anterior, no meramente destruyéndola, para poder contener los cambios que la antigua estructura era ya incapaz de soportar. Serviría esta fórmula para explicar, por ejemplo, las mutaciones genéticas sobre las cuales se sostiene la evolución (los cambios evolutivos serían, pues, repentinos, no célula a célula).

 
Buscaré un ejemplo sociológico sobre el que poder aplicar este tipo de conceptos. Y lo cogeré del argumento central de un libro que acaba de publicarse: “La gran degeneración. Cómo decaen las instituciones y mueren las economías” (Ed. Debate, 2013), de Niall Ferguson, considerado por la revista Time como uno de los 100 personajes más influyentes del mundo. Además de otras cosas, en general creo que menos interesantes, habla del fenómeno de la urbanización como el elemento central de la historia. Es un fenómeno que tiende a intensificarse: cada vez son más grandes las ciudades a medida que pasa el tiempo, lo cual es comprensible porque en principio tiene unas muy positivas consecuencias: los rendimientos en los servicios crecen de una manera exponencial. Así, cuanto más grande es una ciudad, menos gasolineras per cápita se necesitan; simplificando, cuando la población de una ciudad crece en un 100 por ciento, esa ciudad necesita incrementar el número de gasolineras per cápita sólo en un 85%. Sobre esa misma tendencia de crecimiento exponencial de la eficiencia se mueve el incremento en los salarios, porque los rendimientos se hacen mayores cuanto más grande es la ciudad. También habrá en esa ciudad en crecimiento más instituciones educativas, más acontecimientos culturales, más patentes producidas, más opciones laborales… en una proporción mayor que la que significa la estricta correlación con el aumento de población. La ciudad es pues una estructura que incorpora aumentos constantes sin necesidad de romper el molde, de, en principio, pasar a ser otra cosa, otra estructura cualitativamente distinta. ¿Quién está encargado de mantener esa estructura para que se pueda sostener en pie el organismo de la ciudad? Las instituciones: gobierno, policía, leyes, jueces, funcionarios…

En paralelo, sin embargo, a medida que aumenta el tamaño de la ciudad, de manera más o menos soterrada van creciendo también otros elementos disfuncionales y que en alguna medida amenazan el sistema. Así, cuanto más grande es una ciudad, mayor es la delincuencia, pero no en una proporción equivalente, sino en el mismo sentido que antes decíamos: tiende a aumentar exponencialmente. Lo mismo podemos decir de la contaminación y de las enfermedades. De todas formas, la estructura global de la ciudad, mientras se mantiene sana, puede ir controlando estas fuerzas disfuncionales que, si llegaran a rebasar ese control, amenazarían con provocar el colapso de la ciudad. “Allí donde hay un gobierno representativo eficaz  -dice Ferguson–, donde existe una economía de mercado dinámica, donde se respeta el imperio de la ley y donde la sociedad civil es independiente del Estado, los beneficios de una población densa superan a sus costes. Pero allí donde no rigen esas condiciones sucede lo contrario”. Un marco institucional seguro puede incluso permitir que la estructura salga reforzada de las perturbaciones (es lo que asimismo sostiene Nicholas Taleb en su teoría sobre los “cisnes negros” y la antifragilidad). “Pero allí donde no existe ese marco –concluye Ferguson--, las redes urbanas son frágiles: pueden desmoronarse frente a perturbaciones relativamente pequeñas (como Roma cuando fue atacada por los visigodos en el año 410)”.

En principio, la conjunción de voluntades en una sociedad, de modo que el soporte institucional permita a esa sociedad sentirse como un solo cuerpo, sería un importante síntoma de estabilidad  de esa estructura social en crecimiento (mejor habría que decir antifragilidad, según Taleb, porque es una estructura en movimiento y, por tanto, no estable). Pero no es suficiente: la sociedad más avanzada del mundo en 1932, atendiendo, por ejemplo, al número de premios Nobel de ciencias por habitante era Alemania. En 1933, subió el partido nazi al poder, y etc., etc. Así que hemos de conformarnos con atender a las fuentes de inestabilidad o fragilidad que, llegado un momento crítico, pueden superar en sus efectos a las de estabilidad y llevar a las estructuras sociales al colapso. Que estén detectadas en nuestra sociedad española, podemos considerar como fuentes de inestabilidad o fragilidad: las tendencias centrífugas nacionalistas y regionalistas que impiden que el cuerpo colectivo quede suficientemente integrado en una estructura común; la degeneración de nuestras instituciones, de nuestros poderes públicos, de los partidos políticos, de los sindicatos… de todo lo cual la corrupción económica es un síntoma, y el desprecio al principio de legalidad, otro; la usurpación de funciones de nuestra sociedad civil por parte de una burocracia administrativa sobredimensionada; el endeudamiento público en unas condiciones de falta de credibilidad ante los mercados que a menudo hace subir los intereses de una manera muy onerosa y que desplaza hacia las futuras generaciones la hipoteca del crecimiento; el avance de los grupos extremistas, representado por las expectativas electorales en crecimiento constante de Izquierda Unida, más que por la todavía hoy contenida expansión de protestas callejeras exasperadas, y contrarrestando la fuerza antifrágil que supone el crecimiento de UPyD; los enormes quistes cancerosos que nadie con poder asume que es necesario sajar, y que están degradando moral e institucionalmente a nuestra sociedad: los pactos políticos con los terroristas, la falta de investigación del atentado del 11-M de 2004, unos servicios secretos incontrolados y que recurrentemente inyectan su dosis de inestabilidad/fragilidad al sistema... Frente a todo esto, y como colofón de tales síntomas desestabilizadores, tenemos un gobierno dirigido por una persona que cree que la mejor solución de los problemas es la inacción y dejar que pase el tiempo, como si no existiera ese posible horizonte de colapso general si las fuentes de inestabilidad siguen creciendo y sin ser contrarrestadas, un gobierno, en fin, que no conoce la Teoría de las Catástrofes y cree que una situación de fragilidad como la nuestra puede prolongarse indefinidamente o incluso mejorar sin necesidad de actuar de ninguna forma para contrarrestarla.