El prototipo de hombre medieval era el hombre cristiano. El
cristianismo, al menos en principio, surgió como rechazo del mundo: “Mi
reino no es de este mundo”, había dicho Jesús. “No os acomodéis a los criterios
de este mundo –abundó San Pablo–; al contrario, transformaos, renovad
vuestro interior para que podáis descubrir cuál es la voluntad de Dios, qué es
lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto”. Y San Agustín, en un
imaginario diálogo con Dios, concluía que “la amistad de este mundo es adulterio
contra ti”. ¿Y por qué este rechazo del mundo? Porque en última
instancia es absurdo, absurdo el mundo y absurda la vida que en él llevamos
adelante: lo que aquí acontece es una mezcla caótica de bien y mal, de fortuna
y desgracia, de vida y muerte. Nada tiene sentido finalmente; todo acaba y
acaba mal (en la muerte). Un absurdo que el mismo San Pablo venía a palpar
cuando afirmaba: “Dios mismo dijo a Moisés: Tendré misericordia de quien quiera y me
apiadaré de quien me plazca (…) Así pues –consiente en ello el santo
acto seguido–, Dios muestra su misericordia a quien quiere y deja endurecerse a
quien le place”. Nada hay en la marcha del mundo que responda
obligatoriamente a nuestra necesidad de sentido. Tertuliano, primer Padre de la
Iglesia, afirmaba: “Creo porque es absurdo”. Y San Agustín, desesperado, rezaba: “¡Dios
mío, ayúdame, no entiendo nada!”. Pero no había nada que entender: todo
tiende al absurdo, todo lo que tenemos acabaremos perdiéndolo, no podemos estar
seguros de nada. En resumen: hagamos lo que hagamos, nuestras obras no nos
garantizan la salvación (ni en el cielo ni tampoco en la tierra). El cristiano
antiguo y medieval optó por retirarse de este mundo, a veces literalmente (al
desierto o al eremitorio) y otras convirtiendo la vida en una espera más o menos
paciente de la otra, la que, si el azar le bendice y está entre los elegidos
que Dios previó salvar ya en el momento de la Creación, tendrá por fin sentido
y le traerá la felicidad en el cielo.
Santo Tomás (siglo XIII) significó un intento de
aproximación a este mundo, de creer que sí que tenía sentido la vida en la
tierra. El cielo y Dios no estaban, según él, en contra del mundo sino al final,
en la prolongación de este. Las buenas obras, afirmó oponiéndose a lo que hasta
entonces se había sostenido, sí influyen en nuestra salvación; la marcha del
mundo, por lo tanto, tiene sentido, hay una relación entre lo que hacemos y lo
que conseguimos. Recuperando la confianza de la que habían hecho gala los
estoicos, Tomás vino a decir que el mundo se comporta razonablemente. Y Dios,
en fin, no era un ser arbitrario, que castiga o premia según le place, tal y
como lo había imaginado San Pablo, sino obligado por las leyes de la razón y
del sentido. Dios era bueno y razonable, se ajustaba a los criterios de bondad y
justicia que manejamos los humanos fundamentándolos en la razón. Confiados, los
católicos aceptaron ubicarse en un mundo que empezaban a pensar que era razonable
y tenía sentido, pero a costa de amputar el trato con todo ese otro trozo de
mundo y de vida que desembocaba en el absurdo (la zona de sombra de lo
inconsciente que hubiera dicho Jung).
Pero al final seguía valiendo lo que ya habían descubierto
los cínicos, los escépticos y los cristianos primitivos: el mundo es absurdo
(la razón, lo ideal, pertenece al otro mundo, había dicho ya Platón). Así que
tuvieron que venir los protestantes a recuperar la idea de un Dios arbitrario,
que distribuía premios y castigos no según lo que dictase la razón ni un más o
menos comprensible criterio sobre lo que es justo o injusto, sino “según le
place”. En consecuencia, uno no podía vincularse a Dios (no podía hallar sentido,
fuerza para seguir adelante) a través de la razón, sino a través de la fe. Eso
es lo que vinieron diciendo los protestantes. Lo cual les daba una gran
ventaja, porque el católico, cuando se adapta al mundo, a un mundo razonable
(acercándose en esa medida a las propuestas de Santo Tomás, pero alejándose de
las de San Pablo), lo hace a costa de amputar todo ese segmento de la vida que
resulta absurdo, y cuando llega la desgracia, o lo meramente incomprensible, ese
católico se queda sin recursos, no tiene en su bagaje psicológico con qué
acoger eso que es absurdo (Santo Tomás decía que las verdades de la fe no van
contra la razón… pero hay muchas cosas que la razón no puede incorporar).
Mientras tanto, en situaciones así el protestante puede seguir adelante, no
porque entienda lo que le pasa, no porque encuentre que tiene sentido eso que le
pasa, sino porque tiene fe. De partida, ya sabe el protestante que aunque se
comporte razonablemente, como Job, puede caerle encima la desgracia; y sin
embargo, cuando esta llega no se hunde: sigue adelante. Tiene fe en que, aunque
él no entienda las cosas, Dios, en quien tiene fe, sí sabe el por qué. “En
nuestra triste condición –decía Lutero–, el único consuelo que tenemos
es la esperanza de otra vida. Aquí abajo todo es incomprensible”.
Los valores que en esta actitud de los protestantes estaban
implícitos, Carlota, son aquellos a los que alude Habermas según sostiene Ruiz
Soroa en el artículo que traes a colación, y que podrían sintetizarse en el de trabajar
y, en general, tirar para adelante, sin tener en cuenta los resultados,
gratificantes o no. Es decir, que el protestante se sentía realizado no con el
resultado de su trabajo, ni amasando la fortuna que le llegaba como fruto de su
laboriosidad, sino con el hecho mismo de trabajar. “El hombre se relaciona con la ganancia como
con el fin de su vida –dice Max Weber un poco confusamente refiriéndose
a esta actitud del protestante–, y no ya la ganancia con el hombre como
medio para la satisfacción de sus necesidades vitales materiales”. Y
también: “ ‘Nada’ de su riqueza lo tiene para su persona; sólo posee el
sentimiento irracional del ‘buen ejercicio de su profesión’ ”. Efectivamente,
Zinzendorf, uno de los representantes del pietismo (una evolución del
movimiento reformador que pretendía reaccionar contra la doctrina luterana de
la santificación por la sola fe, tratando de convertir esta en algo que tuviera
consecuencias prácticas), decía a este respecto: “No se trabaja sólo para vivir,
sino que se vive por el trabajo, de suerte que, cuando se deja de trabajar, o
se enferma o se muere”. En suma, el protestante actuaba sin esperar a
la recompensa, sólo por sentido del deber. Cuando uno actúa esperando que ello
dé frutos, está sujetándose a planteamientos racionales, esperando que, como
decía Santo Tomás, las buenas obras influyan en la salvación. El protestante
actúa, trabaja, tira hacia adelante sin más, sin esperar que el mundo se
comporte razonablemente y le recompense (las buenas obras, dicen sus mentores,
no garantizan la salvación). Desde luego, estos valores que Ruiz Soroa
considera premodernos (y que, por el contrario, son la base de la modernidad)
han entrado en barrena con la cultura del consumismo.
El Renacimiento y la Reforma vinieron a significar que, al
contrario que los cristianos primitivos y medievales, los hombres empezaban a
aceptar vivir en este mundo… a pesar de que era absurdo, negándose, incluso, a
ser tutelados en ese aterrizaje por la razón (porque los resultados fueran congruentes
con las causas). Lutero llamaba a la razón “la ramera del diablo”. También
decía que “merecería que se la relegase al lugar más sucio de la casa, a las
letrinas”. Los católicos o bien rechazaban el mundo o, a partir de
Santo Tomás, aceptaban vivir en la parte de él que resultaba razonable, quedándose
inermes ante todo lo que demostraba ser absurdo. Mientras tanto, los
protestantes conseguían, armados con la fe, seguir adelante cuando la razón ya
no daba motivos para ello. El protestante, en suma, aceptaba como cristiano
ortodoxo que era, que el mundo era absurdo, que las buenas obras no
garantizaban la salvación, pero también aceptaba que aquí, en la tierra, tenía
una tarea que cumplir aunque cayesen chuzos de punta. Y en vez de retirarse al desierto
o al convento (en vez de huir del absurdo), se comprometió con el mundo, con
este mundo irracional, asumió que la vida era una tarea, el ámbito en el que
desarrollar su vocación, la llamada de Dios. O sea: trabajar. En esto consistió
fundamentalmente el cambio que significó la entrada en la Edad Moderna.
El católico, el hombre que no había conseguido salir de la
Edad Media, siguió considerando la vida contemplativa, la que significaba una
retirada del mundo, como el mejor modelo de vida. España, por ejemplo,
vanguardia del catolicismo y abanderada de la Contrarreforma, fue ejemplar
morada para los místicos, que aquí encontraron su hábitat natural. Y
congruentemente, como denuncia el destacado historiador marxista Pierre Vilar, fue
un paraíso para los ociosos. Cita Vilar las causas de la decadencia española tradicionalmente
asumidas por la historiografía: “alza de precios, alza de salarios,
desprecio del trabajo manual, exceso de vocaciones religiosas, expulsión de
disidentes religiosos, emigración, abandono de la agricultura, vida picaresca,
etc.”. Poco más adelante, resume o matiza: “emigración, alza de precios, ‘hidalguismo’
en la sociedad, ruina por la burocracia y el impuesto”. Y asimismo añade: “Todas son, al mismo tiempo,
causas y efectos en la ‘crisis general’ de una sociedad, donde se entrelazan de
manera inextricable los elementos económicos, políticos, sociales y
psicológicos”. Resulta categórico Vilar cuando comenta que en la España
de 1600 “un solo labrador –nos dice un contemporáneo– debía alimentar a treinta
no productores”. Los enormes gastos, por otro lado, que suponían las
empresas imperiales y las guerras contra los protestantes acabaron de agotar la
economía española, especialmente la castellana, a pesar del oro y la plata que
en grandes cantidades llegaban de América. “¿Podía este imperialismo lanzar una
economía moderna?”, se pregunta retóricamente Pierre Vilar. Sucesivas
bancarrotas estatales a lo largo de la Edad Moderna aunadas a todos esos
factores citados, avalan la conclusión de que no, de que en realidad nos
alejábamos de la marcha hacia la modernidad.
Hubo, efectivamente, como bien afirmas, John Carlos, núcleos
protestantes y, sobre todo, erasmistas en España en el siglo XVI. Y el regente
Cardenal Cisneros, antes de que le sustituyera Carlos I, podríamos decir que
era un protorreformista. Pero las hogueras de la Inquisición, azuzadas por los
Austrias, cumplieron su tarea reduciendo literalmente a cenizas aquellos brotes
de modernidad.
El siglo XVIII, el de la Ilustración, fue, efectivamente, un
muy buen siglo para España. Entre 1700 y 1800, la población española pasó de
seis a once millones de habitantes, y los factores de la decadencia se fueron
borrando. Prácticamente no hubo entonces persecuciones religiosas, que es tanto
como decir ideológicas, y las clases productoras ganaron terreno a las improductivas.
Se llevaron a cabo importantes obras públicas, y los decretos de Nueva Planta de
Felipe V supusieron un avance en la modernización del Estado, en la medida en
que se logró cierta unificación legislativa, administrativa y judicial.
Asimismo, se abolieron fronteras y
trabas al mercado interior, y se delimitaron poderes en la relación de la
Iglesia y el Estado. El libre comercio con América, suprimiendo monopolios,
también se generalizó. Por un instante, pareció posible que España abordara en
buena posición la Revolución Industrial que estaba iniciándose.
Sin embargo, había “una mayoría social (hidalgos, bajo clero,
campesinos) –seguimos, ya que estamos, con Pierre Vilar– impermeable
a las nuevas ideas, una atmósfera que no las sustenta y una minoría que se abre
al espíritu del siglo, pero con moderación y timidez. Estas clases ilustradas no minan de ninguna forma el poder real (…)
La masa española sigue siendo más sensible a los llamamientos del fanatismo
misoneísta (hostil a las novedades) que a las lecciones, algo pedantes, es
verdad, de los escritores ‘ilustrados’ ”. Con Carlos IV, que reinó
entre 1788 y 1808, empieza a agotarse el impulso modernizador que se estaba
llevando adelante a contrapelo de unas mayorías nada proclives a ponerse en
sintonía con los nuevos tiempos. Cuando llegó la Guerra de la Independencia,
las corrientes que apuntaban hacia el liberalismo y el constitucionalismo no tuvieron
fuerza suficiente para contrarrestar con claridad las que latían en aquel otro
magma que haría erupción en el “¡vivan las caenas!”, a la vuelta de
Fernando VII del exilio, en 1814, que persiguió sañudamente a los liberales a
lo largo de casi todo su mandato. Las prolongadas y devastadoras guerras
carlistas del siglo XIX delatan la fuerza de esa corriente antiliberal tan
enraizada en las masas populares.
Y ahí estamos todavía, aunque parezca increíble: las zonas
en las que más fortaleza tuvieron los carlistas son hoy aquellas en las que más
fuerza tienen los nacionalismos disgregadores; es decir, aquellos que se siguen
resistiendo a la modernización. Por tanto, creo que sí, que hay una línea de
continuidad que va de Carlos I y los Austrias hasta nuestros nacionalismos en
la cual se expresa toda la resistencia que en España hemos opuesto a la
modernización. Lo cual no quiere decir que no hayan existido fuerzas favorables
a esa modernización, por supuesto, aunque no las suficientes como para
homologarnos con los países que desde el Renacimiento y la Reforma se pusieron
en marcha más decididamente hacia tal objetivo.
P. S.: Bienvenida, Ana, y muchas gracias por asomar por aquí.
Tus blogs (http://arelarte.blogspot.com.es/
; http://unlugarparalamemoria.blogspot.com.es/
; http://ana-geo.blogspot.com.es/
) son abrumadoramente buenos y
meritorios.