Soy de Letras. No aspiro a entender la fórmula matemática
encargada de dar razón de estos fenómenos en movimiento. Casi me conformo con
aprovecharme del concepto para aplicarle cualitativa, no cuantitativamente, a
la comprensión de algunas parcelas de la realidad. Otro concepto, el de
“estructuras disipativas” del Premio Nobel de Química Ilya Prigogine, me sirve
para entender que no todos estos cambios repentinos, desproporcionados e
irreversibles son catastróficos. A veces, cambia la estructura de forma
irreversible, pero mejorando la anterior, no meramente destruyéndola, para
poder contener los cambios que la antigua estructura era ya incapaz de soportar.
Serviría esta fórmula para explicar, por ejemplo, las mutaciones genéticas
sobre las cuales se sostiene la evolución (los cambios evolutivos serían, pues,
repentinos, no célula a célula).
Buscaré un ejemplo sociológico sobre el que poder aplicar
este tipo de conceptos. Y lo cogeré del argumento central de un libro que acaba
de publicarse: “La gran degeneración.
Cómo decaen las instituciones y mueren las economías” (Ed. Debate, 2013),
de Niall Ferguson, considerado por la revista Time como uno de los 100 personajes
más influyentes del mundo. Además de otras cosas, en general creo que menos
interesantes, habla del fenómeno de la urbanización como el elemento central de
la historia. Es un fenómeno que tiende a intensificarse: cada vez son más
grandes las ciudades a medida que pasa el tiempo, lo cual es comprensible porque
en principio tiene unas muy positivas consecuencias: los rendimientos en los
servicios crecen de una manera exponencial. Así, cuanto más grande es una
ciudad, menos gasolineras per cápita se necesitan; simplificando, cuando la
población de una ciudad crece en un 100 por ciento, esa ciudad necesita
incrementar el número de gasolineras per cápita sólo en un 85%. Sobre esa misma
tendencia de crecimiento exponencial de la eficiencia se mueve el incremento en
los salarios, porque los rendimientos se hacen mayores cuanto más grande es la
ciudad. También habrá en esa ciudad en crecimiento más instituciones
educativas, más acontecimientos culturales, más patentes producidas, más
opciones laborales… en una proporción mayor que la que significa la estricta
correlación con el aumento de población. La ciudad es pues una estructura que
incorpora aumentos constantes sin necesidad de romper el molde, de, en
principio, pasar a ser otra cosa, otra estructura cualitativamente distinta.
¿Quién está encargado de mantener esa estructura para que se pueda sostener en
pie el organismo de la ciudad? Las instituciones: gobierno, policía, leyes,
jueces, funcionarios…
En paralelo, sin embargo, a medida que aumenta el tamaño de
la ciudad, de manera más o menos soterrada van creciendo también otros
elementos disfuncionales y que en alguna medida amenazan el sistema. Así,
cuanto más grande es una ciudad, mayor es la delincuencia, pero no en una
proporción equivalente, sino en el mismo sentido que antes decíamos: tiende a
aumentar exponencialmente. Lo mismo podemos decir de la contaminación y de las
enfermedades. De todas formas, la estructura global de la ciudad, mientras se
mantiene sana, puede ir controlando estas fuerzas disfuncionales que, si
llegaran a rebasar ese control, amenazarían con provocar el colapso de la
ciudad. “Allí donde hay un gobierno representativo eficaz -dice Ferguson–, donde existe una economía de
mercado dinámica, donde se respeta el imperio de la ley y donde la sociedad
civil es independiente del Estado, los beneficios de una población densa
superan a sus costes. Pero allí donde no rigen esas condiciones sucede lo
contrario”. Un marco institucional seguro puede incluso permitir que la
estructura salga reforzada de las perturbaciones (es lo que asimismo sostiene
Nicholas Taleb en su teoría sobre los “cisnes negros” y la antifragilidad). “Pero
allí donde no existe ese marco –concluye Ferguson--, las redes urbanas son frágiles:
pueden desmoronarse frente a perturbaciones relativamente pequeñas (como Roma
cuando fue atacada por los visigodos en el año 410)”.
En principio, la conjunción de voluntades en una sociedad,
de modo que el soporte institucional permita a esa sociedad sentirse como un
solo cuerpo, sería un importante síntoma de estabilidad de esa estructura social en crecimiento (mejor
habría que decir antifragilidad, según Taleb, porque es una estructura en
movimiento y, por tanto, no estable). Pero no es suficiente: la sociedad más
avanzada del mundo en 1932, atendiendo, por ejemplo, al número de premios Nobel
de ciencias por habitante era Alemania. En 1933, subió el partido nazi al
poder, y etc., etc. Así que hemos de conformarnos con atender a las fuentes de
inestabilidad o fragilidad que, llegado un momento crítico, pueden superar en
sus efectos a las de estabilidad y llevar a las estructuras sociales al
colapso. Que estén detectadas en nuestra sociedad española, podemos considerar
como fuentes de inestabilidad o fragilidad: las tendencias centrífugas
nacionalistas y regionalistas que impiden que el cuerpo colectivo quede
suficientemente integrado en una estructura común; la degeneración de nuestras
instituciones, de nuestros poderes públicos, de los partidos políticos, de los
sindicatos… de todo lo cual la corrupción económica es un síntoma, y el
desprecio al principio de legalidad, otro; la usurpación de funciones de
nuestra sociedad civil por parte de una burocracia administrativa
sobredimensionada; el endeudamiento público en unas condiciones de falta de
credibilidad ante los mercados que a menudo hace subir los intereses de una
manera muy onerosa y que desplaza hacia las futuras generaciones la hipoteca
del crecimiento; el avance de los grupos extremistas, representado por las
expectativas electorales en crecimiento constante de Izquierda Unida, más que
por la todavía hoy contenida expansión de protestas callejeras exasperadas, y contrarrestando la fuerza antifrágil que supone el crecimiento de UPyD; los
enormes quistes cancerosos que nadie con poder asume que es necesario sajar, y
que están degradando moral e institucionalmente a nuestra sociedad: los pactos
políticos con los terroristas, la falta de investigación del atentado del 11-M
de 2004, unos servicios secretos incontrolados y que recurrentemente inyectan
su dosis de inestabilidad/fragilidad al sistema... Frente a todo esto, y como
colofón de tales síntomas desestabilizadores, tenemos un gobierno dirigido por
una persona que cree que la mejor solución de los problemas es la inacción y
dejar que pase el tiempo, como si no existiera ese posible horizonte de colapso
general si las fuentes de inestabilidad siguen creciendo y sin ser
contrarrestadas, un gobierno, en fin, que no conoce la Teoría de las
Catástrofes y cree que una situación de fragilidad como la nuestra puede
prolongarse indefinidamente o incluso mejorar sin necesidad de actuar de
ninguna forma para contrarrestarla.
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