Nuestra cultura posmoderna está lejos de asumir que la vida
se sostiene sobre esta clase de paradojas, que para desarrollarse y seguir
hacia delante necesita, en fin, precisamente de aquello que la niega. El modo
de entender las cosas hoy prevalente prioriza el intento de anular toda esa
vertiente de las mismas que da a nuestra zona oscura, al término negativo de
nuestra consustancial paradoja, y lo que de esa manera consigue en realidad es
debilitar las funciones vitales. Nassim Nicholas Taleb, en un libro que acaba
de ser publicado, “Antifragilidad” (Paidós, 2013), pone un ilustrativo ejemplo
de lo que entiende por tal, y que viene a confluir con lo que aquí estamos diciendo.
El ejemplo no le coge muy lejos, pues habla de algo que le ocurrió a él mismo.
Un día se rompió la nariz; le llevaron a Urgencias, y a la vista de que la cara
se le había puesto muy hinchada, el médico le dijo que se colocara hielo sobre
ella, con el fin de rebajar la hinchazón. A pesar del dolor que sentía, Taleb tuvo
la singular ocurrencia de preguntarle entonces al médico si existía alguna
clase de estudio estadístico que avalase los efectos curativos de ese tipo de
intervención. El médico ironizó sobre ello, pero no le llegó a dar una
respuesta en ese sentido. Cuando Taleb pudo consultar en internet, confirmó
que, efectivamente, no existían pruebas estadísticas convincentes a favor de
los beneficios de la reducción forzada de una inflamación, al menos no más allá
de los cuadros (sumamente raros) en los que la hinchazón puede amenazar la vida
del paciente, lo que claramente no era su caso. En general, para Taleb, una
estructura es antifrágil, y por tanto más resistente a los ataques, cuando es
capaz de generar sus propias maneras de combatir el desorden, los imprevistos
o, como en el ejemplo citado, los accidentes.
El ejemplo citado sirve asimismo para delatar aquella
actitud generada por nuestra cultura según la cual se hace preciso evitar lo
negativo, en este caso la inflamación producida por una herida, que, sin
embargo, es una respuesta que nuestro organismo produce cuando sufre un trauma,
y con la intención de contrarrestarlo. Actuando así estaríamos anulando la
labor de la naturaleza, de la vida misma que combate lo que la ataca, en vez de
respaldarlas o complementarlas, que sería la auténtica función de la medicina.
Cuando en psiquiatría, asimismo, se llega (como se está llegando) hasta el
punto de medicar el fracaso escolar, es decir, que se recetan psicofármacos
para evitar la sensación de frustración y angustia que sufre el escolar en esa
coyuntura vital, se están anulando también las emociones que eventualmente
estarían encargadas de hacerle reaccionar positivamente a su fracaso. En el
ámbito hacia el que estos ejemplos apuntan, quedan de manifiesto los graves
problemas generados por esta clase de intervencionismo que pretende corregir o
incluso anular las funciones de la naturaleza y de la vida misma: por un lado,
no sólo no se favorece la salud, sino que se trata de enseñar a nuestro
organismo a no reaccionar ante los ataques o las dificultades, a quedarse como
estaría si no se hubiesen producido esos ataques; por otro lado, la
sobremedicación que conlleva esta manera de entender los problemas de salud
está llevando al colapso a los sistemas sanitarios, especialmente en España,
donde el consumo de fármacos es todavía más exagerado que en ningún otro lugar
de Europa (como se
puede ver aquí). En suma, estamos haciendo nuestras estructuras cada vez
más frágiles… y costosas.
Pero si seguimos hacia delante la pista de los argumentos
expuestos hasta aquí, podemos llegar, sin solución de continuidad, hasta las
mismísimas estribaciones del estado del bienestar en general, y su obsesiva
afición a intervenir en las funciones que espontáneamente la sociedad genera
para favorecer su vida y su salud, intervencionismo del que los españoles, como
en el caso de la sobremedicación, somos los más partidarios entre los europeos,
según ha puesto de manifiesto el estudio estadístico llevado a cabo
recientemente por la Fundación BBVA (aquí
se puede consultar). Cuando el estado, por ejemplo, decide subvencionar a
un determinado sector de la economía, puede que en un caso extremo, paralelo a
aquel en el que el médico tiene que imperativamente actuar, su intervención sea
beneficiosa. Pero al detraer vía impuestos los recursos que necesita para poner
en marcha su política de subvenciones, está interfiriendo en la dinámica que la
propia sociedad había puesto en marcha para crecer y desarrollarse, como hace
todo organismo vivo, y esa actuación del estado suele tener muchas veces, igual
que vimos que ocurría en el caso de la medicina, efectos iatrogénicos, es
decir, que genera más problemas de los que resuelve. Especialmente, si
consideramos que para organizar ese intervencionismo del estado es preciso
generar una burocracia administrativa que a su vez habrá de ser regida por un
cuerpo de interventores políticos que encarecen decididamente el proceso y que,
además, son vulnerables a sus propios caprichos a la hora de redirigir esos
recursos detraídos, como se demuestra fácilmente echando un vistazo al BOE en
casi cualquiera de los capítulos de las subvenciones (en
esta entrada de este mismo blog hay suficientes ejemplos).
Hoy mismo, el Gobierno ha decidido subir todavía más los
impuestos y no recortar el gasto público. Este es el camino que está llevando a
convertir el supuesto estado del bienestar en una trampa fatal. La economía
está cada vez más asfixiada. Mientras tanto, somos el país con más políticos de
Europa (es decir, más personas encargadas de gastar presupuesto), con un
aparato estatal sobredimensionado y, por el contario, con los sectores de la
economía productiva cada vez más colapsados y produciendo paros de manera
imparable, valga el oxímoron. ¿Hasta cuándo se podrá seguir haciéndolo tan mal?
No hay comentarios:
Publicar un comentario