En aquellos tiempos, la marea colectiva a la que
entregábamos nuestro ser acababa por encarnar simbólicamente en seres
concretos, que se convertían así en depositarios de esa voluntad que trascendía
de los individuos, en representantes de ese destino que mueve el cosmos y en lo
cual consiste la divinidad. Esos hombres que existieron antes de que apareciera
el “yo” buscaban, pues, dioses encarnados, héroes o reyes (padres sublimados,
diría Freud) a los que seguir incondicionalmente, seres que guiaran sus pasos
por el mundo, que les permitieran trascender de su insignificancia como individuos
al incorporarles a la voluntad colectiva o cósmica que tales líderes representaban,
y a los cuales esos sus súbditos les entregaban el dominio de su vida y de su
muerte. Cuando, por ejemplo, Francisco Pizarro ejecutó a Atahualpa, rey de los
incas, en julio de 1533 (digamos de paso que de una forma ignominiosa), sus
súbditos se sintieron huérfanos, incapaces de conducirse a sí mismos, puesto
que faltaba el representante y catalizador de la voluntad colectiva en la que estaban
inmersos. En el pueblo inca no existían los individuos; si faltaba el
conductor, el representante de Dios, la marea colectiva quedaba desintegrada,
sofocada por el caos. Esa fue precisamente la clave de la conquista del
poderoso Imperio inca por parte de unas pocas docenas de españoles.
La era moderna ha expulsado a los individuos de su matriz
colectiva; podemos decir que Dios ha entregado a los hombres ese destino que
hasta entonces les usurpaba, o dicho de otra manera: les ha dado un “yo”, y en
esa medida ha dejado de ampararles… o de imponerles tal destino. Desde el
Renacimiento para acá, y salvo regresiones como las que han procurado el
totalitarismo o el colectivismo, la voluntad supra personal ha dejado de
suplantar a la voluntad individual. Cada cual se ha convertido en depositario
último de su destino. El significado de la vida es una dependencia y una
responsabilidad de cada uno de nosotros. En terminología bíblica, hemos pasado
de la indiferencia ante los acontecimientos –que nos superaban– a tener
conciencia del bien y del mal y, consiguientemente, a estar comprometidos a
favor de aquel y en contra de este. Es decir: hemos sido expulsados del paraíso
de la inconsciencia –también podríamos llamarla conciencia cósmica o colectiva–
y empezamos a ser responsables de lo que sucede, actores, no sólo espectadores,
en el escenario de nuestra vida.
Sin embargo, Rollo May, un psicólogo de la corriente
existencialista, gran estudioso de la mentalidad de nuestro tiempo, se
preguntaba hace ya décadas (“El dilema del hombre”, 1990): “¿Uno
de los mayores problemas del hombre occidental en esta época no es el de
sentirse un ser carente de significación como individuo? (…) Toda clase de
gente en estos días, sobre todo los jóvenes, cuando acuden a un consejero o a
un psicoterapeuta diagnostican su problema como una ‘crisis de identidad’”.
También Karl Jaspers, un filósofo de la misma corriente que May, advertía del “peligro
de que el hombre moderno pierda la conciencia de sí mismo”. Situación
paradójica esta a la que hemos llegado, puesto que a una mirada superficial
parecería que de lo que hemos perdido conciencia no es de nosotros mismos, sino
de los límites que nos impone la realidad, que parece haberse vuelto de plastilina
y prestarse a cualquier pretensión o incluso capricho de nuestro yo
aparentemente soberano. Pero es precisamente esa versatilidad en las
posibilidades de ser, esa falta de compromiso tanto con los principios como con
las metas, ese relativismo que nos puede llevar a ver hoy como bueno lo que
ayer juzgábamos malo, y viceversa, lo que, bajo apariencia de que podemos hacer
lo que nos plazca, promueve aquella crisis de identidad y consiguiente pérdida
de la conciencia que nos habría de permitir saber quiénes somos.
Hemos regresado, pues, a aquella posición moral del hombre primitivo que le llevaba a la indiferencia (irresponsabilidad)
ante los acontecimientos. Como dice Rollo May, “la respuesta pragmática ofrecida
por la situación inmediata” es prácticamente todo lo que tenemos ya; en
suma, “la respuesta impersonal”. Hemos vuelto a los tiempos en los
que vagábamos inmersos en una voluntad ajena, una voluntad “divina”… pero con
una diferencia: ya no hay ninguna voluntad divina en la que vagar, somos
irremediablemente individuos, nos sabemos dueños de nuestro destino, pero no creemos
que podamos hacer nada con él, que podamos dar ningún significado a nuestra vida, sólo
respuestas a lo inmediato. Estamos volviendo a ser insignificantes, pero, al
revés que nuestros ancestros, condenados a vivir esa insignificancia en soledad,
no bajo el amparo de un destino superior que nos envuelva.
El caso es que el absurdo, la falta de significado (la
insignificancia) no es soportable como sustrato sobre el que hacer discurrir la
vida. El resultado inmediato de aquello es la ansiedad o angustia patológica. Dice Rollo
May que esa ansiedad “es la pérdida de sentido de uno mismo en
relación con el mundo objetivo”. El mundo objetivo y los demás se ven entonces
como contrapuestos y enfrentados a uno mismo, sentimos su proximidad como una
agresión contra nuestra frágil identidad, lo convencional se vive como un
ataque contra uno mismo, como una asfixiante imposición o intolerable privación.
Karl Menninger (“El hombre contra sí mismo”, 1972) habla de una
docena de criminales que fueron sometidos a psicoanálisis: “En todos los casos –concluye
– apareció
la misma fórmula general, es decir, un gran deseo de seguir siendo un niño
subordinado a la dependencia familiar, y un gran resentimiento contra las
fuerzas sociales, económicas y otras que frustraron sus satisfacciones”.
Al final de ese periplo psicológico se entra en un círculo vicioso que May
describe de esta forma: “La ansiedad lleva a la apatía, ésta a un
odio creciente que desemboca en un mayor aislamiento de la persona respecto de
su prójimo, un aislamiento que, por último, aumenta el sentimiento de
insignificancia y desamparo del individuo (…) Y el odio y la disposición a
destruir a nuestros vecinos se convierte (…) en una descarga para nuestra
propia ansiedad e impotencia”. Todos estos elementos de la personalidad
de quien se siente tan gravemente enfrentado a su entorno pueden valorarse
asimismo como componentes de la personalidad paranoide. En un manual de
psiquiatría que tengo ante mí (“El mundo paranoide”, VVAA., 1974), se
habla de “la necesidad del paranoide de
ser el centro de la atención, y de ser lo bastante importante como para que
otros, particularmente los que están en posesión de autoridad, se preocupen de
él”. Si no es así, si el paranoide no tiene éxito en provocar una
respuesta de atención (la manera más primaria de ser significativo) de figuras paternales, da paso a
las típicas rumiaciones persecutorias que no van acompañadas en principio de
comportamientos que sirvan para hacerlas manifiestas. Sin embargo, lo que se produce
paulatinamente es que “aumenta la tensión, y en personas gravemente paranoides ello desemboca
en actos violentos hacia sí, o desgraciadamente en ocasiones, hacia otros”.
Estallidos de violencia indiscriminada como el que acaba de
producirse en Boston y que recurrentemente se producen, con uno u otro formato,
de manera singular en la sociedad norteamericana, podrían ser, según esto,
resultado extremo de este proceso de alienación, de falta de sentido e
identidad de algunos individuos que, con el camuflaje, quizás, de alguna
ideología que dé apariencia de racionalidad a su odio, culpan a los demás de su
insignificancia.
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