viernes, 26 de abril de 2013

A más estado, menos bienestar

La vida es un resultado provisional o permanentemente diferido del intento de la naturaleza de lograr la estabilidad en entornos inestables. O dicho en terminología matemática: de convertir en previsible (en cosmos) lo que puso en marcha el azar (el caos). O según un vocabulario más próximo a la psicología: de alcanzar seguridad o tranquilidad en contextos de incertidumbre o angustiosos, y asimismo transformar el infortunio en oportunidades. O en terminología médica: de sobreponerse a la invasión de los agentes patógenos que nos rodean. Y en fin, en clave moral, de transformar el mal en bien y el absurdo en sentido. No es, pues, la estabilidad, lo previsible, la seguridad, la inocuidad, el bien, el sentido lo que garantiza la vida; al contrario, es gracias a la inestabilidad, el azar, la incertidumbre, la angustia, los agentes patógenos, el mal, el absurdo… y al hecho de confrontarnos con todo ello, por lo que la vida existe. La vida no es un estado en el que se pueda reposar, salvo circunstancialmente, es un combate. Como decía María Zambrano: “Vivir es no poder reposar hasta la muerte”. Vivimos mientras combatimos contra todo eso que de alguna forma nos niega, amenaza o trata de anularnos (si es que esa negación o amenaza no llega a superar definitivamente nuestra capacidad de contrarrestarlas). Envejecer, mientras tanto, es ese modo de aproximación a la estabilidad, a lo previsible, lo seguro… de afirmación en lo que ya se es y consiguiente desistimiento de confrontarse con lo que no se es que sirve de heraldo y anticipo de la muerte. Cuando uno no tiene ya con qué confrontarse, cuando se conforma, cuando acepta ser quien es… está invocando su muerte.

Nuestra cultura posmoderna está lejos de asumir que la vida se sostiene sobre esta clase de paradojas, que para desarrollarse y seguir hacia delante necesita, en fin, precisamente de aquello que la niega. El modo de entender las cosas hoy prevalente prioriza el intento de anular toda esa vertiente de las mismas que da a nuestra zona oscura, al término negativo de nuestra consustancial paradoja, y lo que de esa manera consigue en realidad es debilitar las funciones vitales. Nassim Nicholas Taleb, en un libro que acaba de ser publicado, “Antifragilidad” (Paidós, 2013), pone un ilustrativo ejemplo de lo que entiende por tal, y que viene a confluir con lo que aquí estamos diciendo. El ejemplo no le coge muy lejos, pues habla de algo que le ocurrió a él mismo. Un día se rompió la nariz; le llevaron a Urgencias, y a la vista de que la cara se le había puesto muy hinchada, el médico le dijo que se colocara hielo sobre ella, con el fin de rebajar la hinchazón. A pesar del dolor que sentía, Taleb tuvo la singular ocurrencia de preguntarle entonces al médico si existía alguna clase de estudio estadístico que avalase los efectos curativos de ese tipo de intervención. El médico ironizó sobre ello, pero no le llegó a dar una respuesta en ese sentido. Cuando Taleb pudo consultar en internet, confirmó que, efectivamente, no existían pruebas estadísticas convincentes a favor de los beneficios de la reducción forzada de una inflamación, al menos no más allá de los cuadros (sumamente raros) en los que la hinchazón puede amenazar la vida del paciente, lo que claramente no era su caso. En general, para Taleb, una estructura es antifrágil, y por tanto más resistente a los ataques, cuando es capaz de generar sus propias maneras de combatir el desorden, los imprevistos o, como en el ejemplo citado, los accidentes.

El ejemplo citado sirve asimismo para delatar aquella actitud generada por nuestra cultura según la cual se hace preciso evitar lo negativo, en este caso la inflamación producida por una herida, que, sin embargo, es una respuesta que nuestro organismo produce cuando sufre un trauma, y con la intención de contrarrestarlo. Actuando así estaríamos anulando la labor de la naturaleza, de la vida misma que combate lo que la ataca, en vez de respaldarlas o complementarlas, que sería la auténtica función de la medicina. Cuando en psiquiatría, asimismo, se llega (como se está llegando) hasta el punto de medicar el fracaso escolar, es decir, que se recetan psicofármacos para evitar la sensación de frustración y angustia que sufre el escolar en esa coyuntura vital, se están anulando también las emociones que eventualmente estarían encargadas de hacerle reaccionar positivamente a su fracaso. En el ámbito hacia el que estos ejemplos apuntan, quedan de manifiesto los graves problemas generados por esta clase de intervencionismo que pretende corregir o incluso anular las funciones de la naturaleza y de la vida misma: por un lado, no sólo no se favorece la salud, sino que se trata de enseñar a nuestro organismo a no reaccionar ante los ataques o las dificultades, a quedarse como estaría si no se hubiesen producido esos ataques; por otro lado, la sobremedicación que conlleva esta manera de entender los problemas de salud está llevando al colapso a los sistemas sanitarios, especialmente en España, donde el consumo de fármacos es todavía más exagerado que en ningún otro lugar de Europa (como se puede ver aquí). En suma, estamos haciendo nuestras estructuras cada vez más frágiles… y costosas.

 
Pero si seguimos hacia delante la pista de los argumentos expuestos hasta aquí, podemos llegar, sin solución de continuidad, hasta las mismísimas estribaciones del estado del bienestar en general, y su obsesiva afición a intervenir en las funciones que espontáneamente la sociedad genera para favorecer su vida y su salud, intervencionismo del que los españoles, como en el caso de la sobremedicación, somos los más partidarios entre los europeos, según ha puesto de manifiesto el estudio estadístico llevado a cabo recientemente por la Fundación BBVA (aquí se puede consultar). Cuando el estado, por ejemplo, decide subvencionar a un determinado sector de la economía, puede que en un caso extremo, paralelo a aquel en el que el médico tiene que imperativamente actuar, su intervención sea beneficiosa. Pero al detraer vía impuestos los recursos que necesita para poner en marcha su política de subvenciones, está interfiriendo en la dinámica que la propia sociedad había puesto en marcha para crecer y desarrollarse, como hace todo organismo vivo, y esa actuación del estado suele tener muchas veces, igual que vimos que ocurría en el caso de la medicina, efectos iatrogénicos, es decir, que genera más problemas de los que resuelve. Especialmente, si consideramos que para organizar ese intervencionismo del estado es preciso generar una burocracia administrativa que a su vez habrá de ser regida por un cuerpo de interventores políticos que encarecen decididamente el proceso y que, además, son vulnerables a sus propios caprichos a la hora de redirigir esos recursos detraídos, como se demuestra fácilmente echando un vistazo al BOE en casi cualquiera de los capítulos de las subvenciones (en esta entrada de este mismo blog hay suficientes ejemplos).

Hoy mismo, el Gobierno ha decidido subir todavía más los impuestos y no recortar el gasto público. Este es el camino que está llevando a convertir el supuesto estado del bienestar en una trampa fatal. La economía está cada vez más asfixiada. Mientras tanto, somos el país con más políticos de Europa (es decir, más personas encargadas de gastar presupuesto), con un aparato estatal sobredimensionado y, por el contario, con los sectores de la economía productiva cada vez más colapsados y produciendo paros de manera imparable, valga el oxímoron. ¿Hasta cuándo se podrá seguir haciéndolo tan mal?

viernes, 19 de abril de 2013

Cómo llegar a ser un insignificante asesino en serie (reflexiones a raíz del atentado de Boston)

Nacemos como seres absolutamente insignificantes. Por entonces, nada de lo que ocurría se debía a nosotros, todo nos venía dado, nos encontrábamos diluidos en el océano de una clase de voluntad que por todos sus extremos nos era ajena. Que aparezca la palabra “yo” es una relativamente tardía conquista de la evolución del individuo y de la especie. Antes de eso, nos sentíamos incorporados a alguna forma del “nosotros”, que nos traía y nos llevaba sin que por nuestra parte ofrecer resistencia pudiera haber tenido algún sentido: ¿quién sería en tal caso el encargado de resistir, si “yo” no existía todavía?

En aquellos tiempos, la marea colectiva a la que entregábamos nuestro ser acababa por encarnar simbólicamente en seres concretos, que se convertían así en depositarios de esa voluntad que trascendía de los individuos, en representantes de ese destino que mueve el cosmos y en lo cual consiste la divinidad. Esos hombres que existieron antes de que apareciera el “yo” buscaban, pues, dioses encarnados, héroes o reyes (padres sublimados, diría Freud) a los que seguir incondicionalmente, seres que guiaran sus pasos por el mundo, que les permitieran trascender de su insignificancia como individuos al incorporarles a la voluntad colectiva o cósmica que tales líderes representaban, y a los cuales esos sus súbditos les entregaban el dominio de su vida y de su muerte. Cuando, por ejemplo, Francisco Pizarro ejecutó a Atahualpa, rey de los incas, en julio de 1533 (digamos de paso que de una forma ignominiosa), sus súbditos se sintieron huérfanos, incapaces de conducirse a sí mismos, puesto que faltaba el representante y catalizador de la voluntad colectiva en la que estaban inmersos. En el pueblo inca no existían los individuos; si faltaba el conductor, el representante de Dios, la marea colectiva quedaba desintegrada, sofocada por el caos. Esa fue precisamente la clave de la conquista del poderoso Imperio inca por parte de unas pocas docenas de españoles.

La era moderna ha expulsado a los individuos de su matriz colectiva; podemos decir que Dios ha entregado a los hombres ese destino que hasta entonces les usurpaba, o dicho de otra manera: les ha dado un “yo”, y en esa medida ha dejado de ampararles… o de imponerles tal destino. Desde el Renacimiento para acá, y salvo regresiones como las que han procurado el totalitarismo o el colectivismo, la voluntad supra personal ha dejado de suplantar a la voluntad individual. Cada cual se ha convertido en depositario último de su destino. El significado de la vida es una dependencia y una responsabilidad de cada uno de nosotros. En terminología bíblica, hemos pasado de la indiferencia ante los acontecimientos –que nos superaban– a tener conciencia del bien y del mal y, consiguientemente, a estar comprometidos a favor de aquel y en contra de este. Es decir: hemos sido expulsados del paraíso de la inconsciencia –también podríamos llamarla conciencia cósmica o colectiva– y empezamos a ser responsables de lo que sucede, actores, no sólo espectadores, en el escenario de nuestra vida.

Sin embargo, Rollo May, un psicólogo de la corriente existencialista, gran estudioso de la mentalidad de nuestro tiempo, se preguntaba hace ya décadas (“El dilema del hombre”, 1990): “¿Uno de los mayores problemas del hombre occidental en esta época no es el de sentirse un ser carente de significación como individuo? (…) Toda clase de gente en estos días, sobre todo los jóvenes, cuando acuden a un consejero o a un psicoterapeuta diagnostican su problema como una ‘crisis de identidad’”. También Karl Jaspers, un filósofo de la misma corriente que May, advertía del “peligro de que el hombre moderno pierda la conciencia de sí mismo”. Situación paradójica esta a la que hemos llegado, puesto que a una mirada superficial parecería que de lo que hemos perdido conciencia no es de nosotros mismos, sino de los límites que nos impone la realidad, que parece haberse vuelto de plastilina y prestarse a cualquier pretensión o incluso capricho de nuestro yo aparentemente soberano. Pero es precisamente esa versatilidad en las posibilidades de ser, esa falta de compromiso tanto con los principios como con las metas, ese relativismo que nos puede llevar a ver hoy como bueno lo que ayer juzgábamos malo, y viceversa, lo que, bajo apariencia de que podemos hacer lo que nos plazca, promueve aquella crisis de identidad y consiguiente pérdida de la conciencia que nos habría de permitir saber quiénes somos.
 
Hemos regresado, pues, a aquella posición moral del hombre primitivo que le llevaba a la indiferencia (irresponsabilidad) ante los acontecimientos. Como dice Rollo May, “la respuesta pragmática ofrecida por la situación inmediata” es prácticamente todo lo que tenemos ya; en suma, “la respuesta impersonal”. Hemos vuelto a los tiempos en los que vagábamos inmersos en una voluntad ajena, una voluntad “divina”… pero con una diferencia: ya no hay ninguna voluntad divina en la que vagar, somos irremediablemente individuos, nos sabemos dueños de nuestro destino, pero no creemos que podamos hacer nada con él, que podamos dar ningún significado a nuestra vida, sólo respuestas a lo inmediato. Estamos volviendo a ser insignificantes, pero, al revés que nuestros ancestros, condenados a vivir esa insignificancia en soledad, no bajo el amparo de un destino superior que nos envuelva.

El caso es que el absurdo, la falta de significado (la insignificancia) no es soportable como sustrato sobre el que hacer discurrir la vida. El resultado inmediato de aquello es la ansiedad o angustia patológica. Dice Rollo May que esa ansiedad “es la pérdida de sentido de uno mismo en relación con el mundo objetivo”. El mundo objetivo y los demás se ven entonces como contrapuestos y enfrentados a uno mismo, sentimos su proximidad como una agresión contra nuestra frágil identidad, lo convencional se vive como un ataque contra uno mismo, como una asfixiante imposición o intolerable privación. Karl Menninger (“El hombre contra sí mismo”, 1972) habla de una docena de criminales que fueron sometidos a psicoanálisis: “En todos los casos –concluye – apareció la misma fórmula general, es decir, un gran deseo de seguir siendo un niño subordinado a la dependencia familiar, y un gran resentimiento contra las fuerzas sociales, económicas y otras que frustraron sus satisfacciones”. Al final de ese periplo psicológico se entra en un círculo vicioso que May describe de esta forma: “La ansiedad lleva a la apatía, ésta a un odio creciente que desemboca en un mayor aislamiento de la persona respecto de su prójimo, un aislamiento que, por último, aumenta el sentimiento de insignificancia y desamparo del individuo (…) Y el odio y la disposición a destruir a nuestros vecinos se convierte (…) en una descarga para nuestra propia ansiedad e impotencia”. Todos estos elementos de la personalidad de quien se siente tan gravemente enfrentado a su entorno pueden valorarse asimismo como componentes de la personalidad paranoide. En un manual de psiquiatría que tengo ante mí (“El mundo paranoide”, VVAA., 1974), se habla de “la necesidad del paranoide  de ser el centro de la atención, y de ser lo bastante importante como para que otros, particularmente los que están en posesión de autoridad, se preocupen de él”. Si no es así, si el paranoide no tiene éxito en provocar una respuesta de atención (la manera más primaria de ser significativo) de figuras paternales, da paso a las típicas rumiaciones persecutorias que no van acompañadas en principio de comportamientos que sirvan para hacerlas manifiestas. Sin embargo, lo que se produce paulatinamente es que “aumenta la tensión, y en personas gravemente paranoides ello desemboca en actos violentos hacia sí, o desgraciadamente en ocasiones, hacia otros”.

Estallidos de violencia indiscriminada como el que acaba de producirse en Boston y que recurrentemente se producen, con uno u otro formato, de manera singular en la sociedad norteamericana, podrían ser, según esto, resultado extremo de este proceso de alienación, de falta de sentido e identidad de algunos individuos que, con el camuflaje, quizás, de alguna ideología que dé apariencia de racionalidad a su odio, culpan a los demás de su insignificancia.
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Oslo, Inglaterra: ¿casos aislados o síntomas?


viernes, 12 de abril de 2013

Los orígenes de nuestra propensión al socialismo (de izquierdas y de derechas)

Me parece perfecto tu análisis, Carlota, de cómo el socialismo, tanto de derechas como de izquierdas, nos ha traído hasta este punto de aproximación al colapso en el que hoy estamos (remito a tus comentarios a mi artículo anterior). He echado el freno, sin embargo, en un lugar de tu exposición, por la que iba rodando sin apenas rozamiento, concretamente cuando dices: “Tenemos una Constitución socialista, no porque su texto impusiese el socialismo, sino porque lo permitía, y hubiera sido precisa una clase política de otra categoría para que no degenerase en el socialismo…”. Más he frenado para meditar que para contradecirte (como bien señalas, Alejo Vidal-Quadras, tú y yo estamos de acuerdo en esto). Me quedan a estas alturas pocas dudas respecto de que tenemos la clase política que nos merecemos; la encuesta de la Fundación BBVA vendría a ser una manera de legitimar mis correlativos temores. Hasta no hace mucho, estaba situado en el lado de allá de aquellas dudas, más inclinado a pensar que la perversa estructura política que tenemos atraía hacia ella a un tipo de políticos de baja calidad y, digamos que en el extremo (aunque también en la posición de interior, incluso de delantero centro), sesgados hacia la corrupción. Tendía, pues, a pensar que eso se debía a una coyuntural mala estructura y que la ciudadanía española no nos merecíamos a estos políticos.

Pero efectivamente, voy transitando hacia al lado de acá de las dudas, e inclinándome a pensar que esa ciudadanía española es el correlato de nuestra clase política, a pesar de su actual cabreo para con ella (en la encuesta del BBVA, de los 10 países estudiados, somos el país que peor califica la calidad de su respectiva democracia y asimismo a sus políticos, a distancia incluso de Italia, la siguiente). Y para confirmarlo, si nadie lo remedia, lo próximo que tendremos en el gobierno cuando los votantes acaben echando a estos inútiles de ahora, amenaza con ser todavía más socialista. Ahí tenemos a las Juventudes Comunistas, respaldadas por Cayo Lara, apoyando a Corea del Norte en el actual conflicto con Corea del Sur, y a este último haciendo lo propio con Hugo Chávez y su legado, así como con la Cuba de los Castro, para saber hacia dónde apunta el partido que más está creciendo en el actual río revuelto de nuestra política nacional, por encima incluso de mi partido, UPyD (ver aquí). Y así seguiremos, me temo, hasta llegar al colapso, como tú bien dices, que es lo único que parece ser capaz de obligar a pensar que ese era un camino equivocado y que hay que ensayar el camino contrario, el de la responsabilidad personal. Ojalá que cuando lleguemos a eso haga efecto la vacuna que ya se inocularon los países nórdicos, Alemania y la Inglaterra posterior a Thatcher. Lo que no sé es si para entonces quedará organismo en el que pueda actuar la vacuna.

Pero entrando en la cuestión principal de tu exposición, la de las raíces de esa falta de madurez personal de los españoles que les predispone a buscar en instancias pseudopaternas la solución a su falta de vigor y de iniciativa ante la vida, yo me ratifico en pensar que el punto de inflexión principal que definió las cosas en este sentido se produjo en los inicios de la Edad Moderna, precisamente cuando irrumpió en Occidente esa gran potencia cultural que fue el humanismo, así como también el protestantismo (aunque las vías por las que discurrió este último hacia la responsabilidad personal me parecen sorprendentemente retorcidas; llego a entenderlas a través de los razonamientos de Max Weber, que a mí, en fin, sí que me seducen). Aquí, mientras tanto, los Austrias nos llevaron por un camino  contrario al de esa modernidad (creo que fue una desgracia cambiar de línea dinástica, que el azar impidiera seguir la de los Trastámara). En la encuesta de la Fundación BBVA, hay una clara diferencia entre países en cuanto a la percepción de su respectivo funcionamiento institucional, en el nivel de incidencia de la crisis, asunción de responsabilidades a nivel personal, asociacionismo, nivel de información… a favor de Dinamarca, Suecia, Países Bajos y Alemania, y en contra de Italia, Francia y España (ver conclusiones). Justo de la raya para allá y para acá que quedó marcada en los tiempos del humanismo y de la Reforma (aunque la misma encuesta delata también la fatiga de Europa como conjunto).

 
Desde esta perspectiva que propongo, el hecho de que la anti-moderna Inquisición española, como tú señalas, no necesitara de tantas víctimas como las que estas persecuciones ideológicas provocaron en otros países del entorno, lo que vendría a resaltar precisamente es la falta de vigor de nuestro humanismo, de nuestros reformistas y de nuestro pensamiento moderno en general. Como suele ocurrir en las dictaduras asentadas, la represión cumple un papel secundario, porque la población asume sin mucho trauma las directrices que imponen los dictadores. Aquí, después del aplastamiento de los Comuneros, la dirección alternativa a la que impuso el césar Carlos no dio mucho más de sí (lo cual no obsta para que, en mi opinión, tengas razón a la hora de considerar el abandono al que sometieron al Emperador en su lucha contra el turco).

Desde esta línea argumental que sigo, se explicaría también mejor aquel grito de “¡Vivan las caenas!” que los absolutistas españoles acuñaron cuando en 1814, en la vuelta del destierro del rey felón, Fernando VII, personas del pueblo que fueron a recibirle desengancharon los caballos de su carroza y se pusieron ellas a tirar de la misma. Por entonces se estaba produciendo en Occidente el otro gran punto de inflexión hacia la autorresponsabilidad individual, el que antes, en el siglo XVIII, había promovido la Ilustración, y ahora, a lo largo del XIX, protagonizaban los liberales. Ese impulso quedó aquí frustrado en buena medida (la Inquisición, precisamente, no se abolió en nuestro país hasta 1834, evidentemente que porque estaba en sintonía con lo que aquí ocurría, no porque tuviera una gran tarea represiva que realizar).

Y, según mi perspectiva, es, en fin, en ese mismo impulso absolutista y antiliberal tan boyante en la España del XIX en donde enraíza nuestra propensión colectivista, a la cual, yendo hacia atrás, se llega por la vía que nos desvió del humanismo y de la Reforma protestante en los orígenes de la modernidad, la misma, pues, que finalmente desemboca en este socialismo de derechas y de izquierdas que hoy sufrimos. Recordemos asimismo que nuestros nacionalismos tienen su precedente, explícito en el caso del nacionalismo vasco, en el carlismo, es decir, en la añoranza del estado premoderno, aquel que sobre todo rigió en tiempo de los Austrias, explícitamente reivindicado esta vez por los nacionalistas catalanes, donde las fronteras interiores (aduanas que lastraban el tráfico comercial entre unas regiones y otras, legislaciones diferentes en cada una de ellas, administraciones también diferentes…) eran la norma. Ese es, precisamente, el estado de cosas que nuestros nacionalistas centrífugos intentan elevar al nivel de categoría definitiva, esto es: intentan acabar de desbaratar nuestra larga marcha hacia el estado moderno. Es curioso: todos nuestros “progresismos” actuales (socialismos y nacionalismos) tienen la en realidad reaccionaria pretensión de desembocar en la frustración del impulso que, desde el Renacimiento hasta aquí, ha dado contenido a la modernidad.

Una modernidad que tú, que sigues tan amablemente lo que yo voy poniendo en este blog, sabrás que a mi modo de ver está llena de lagunas, y que, víctima de sus propias exageraciones (el olvido del zoon politikon, de la vertiente que da a la trascendencia hacia lo social, a lo cual tú mismo aludes), ha ido caminando también hacia su propio colapso. Colapso al que, en esta ocasión, se llega caminando hacia delante, no como este otro caso del que hablamos aquí, que se cierne sobre nosotros por el empeño en caminar hacia atrás.

A modo de coda, aludiré finalmente a esa misteriosa disputa entre César Vidal y Pío Moa que comentas. Yo, como resulta evidente, me inclino ideológicamente más hacia Vidal que hacia Moa, pero siempre he leído u oído a este último con suma atención, porque todo lo que escribe o dice me parece perspicaz e interesante. Nunca he llegado a entender aquella agresividad tan recalcitrante que Vidal manifestó hacia Moa y que acabó con este fuera de Libertad Digital.

domingo, 7 de abril de 2013

El escaso apego a la libertad de los españoles

Al contrario de lo que pensaba Rousseau, el hombre no nace libre, sino de muchas maneras determinado: sus limitaciones orgánicas, el entorno que le ha caído en suerte, las concretas experiencias que va teniendo, su finitud… Precisamente por ello, y al contrario que otros seres menos evolucionados, dedica su vida a sobreponerse a esas limitaciones, tratando así de hacerla significativa, más allá de lo que por él tengan decidido aquellos determinantes. Si acatáramos lo que por naturaleza nos viene dado, nos reconoceríamos en la pasividad, en la aceptación de nuestro sino, en la indiferencia ante los acontecimientos que, desde fuera de nosotros, tendrían el encargo de conducir nuestra vida con independencia de lo que nosotros pudiéramos desear. Una sumisión a la naturaleza que es la propia del salvaje, y que el mismo Rousseau proponía como preferible modo de ser: “El hábito más dulce del alma –decía en “El Emilio”– consiste en una moderación de goce que deja poco lugar al deseo y al disgusto. La inquietud de los deseos produce la curiosidad, la inconstancia; el  vacío de los turbulentos placeres produce el hastío (…) De todos los hombres del mundo, los salvajes son los menos curiosos y los menos hastiados; todo les es indiferente: no gozan de las cosas sino de ellos mismos; pasan su vida sin hacer nada y no se aburren jamás”.

Pero por suerte, y a pesar de Rousseau, el hombre es un ser activo que se cuestiona lo que le viene dado. Kurt Goldstein, sobre la base de estudios neurobiológicos, aludía a esta capacidad del ser humano de trascender de lo inmediato, identificándola con su poder de abstracción, de pensar en términos de “lo posible”, no sólo de lo inevitable. El teólogo Reinhold Nieburh contraponía a la naturaleza, que nos viene dada sin esperar nuestra anuencia, el espíritu, que es la parte de nosotros que dedicamos a sobreponernos a aquella. Y el biólogo Adolph Portmann hablaba de la “apertura al mundo” como recurso particular con el que la evolución ha dotado al hombre, y que, frente a la sujeción al medio inmediato a que están sometidos, de una u otra forma, el resto de los reinos de la naturaleza, permite que el hombre tenga a su alcance la posibilidad de librar su comportamiento de las exigencias que le impone el medio objetivo. Sostenernos sobre esa paradoja que nos hace estar sometidos a las leyes naturales y a la vez ser libres y responsables de nuestros actos es la peculiaridad que más nos caracteriza a los hombres frente al resto de los animales.

 
Pero esa capacidad de ser libres es una conquista evolutiva que aún está lejos de haberse consolidado. Recibió un impulso decisivo en el Renacimiento, cuando Pico della Mirandola pudo interpretar que Dios emitía al hombre esta clase de mensaje: “No te he dado un puesto fijo, ni una imagen peculiar, ni un empleo determinado. Tendrás y poseerás por tu decisión y elección propia aquel puesto, aquella imagen y aquellas tareas que tú quieras”. Fue tal el cambio que se produjo, que Cioran llegó a afirmar: “Con el Renacimiento comienza el eclipse de la resignación. De ahí la aureola trágica del hombre moderno. Los antiguos aceptaban su destino. Ningún moderno se ha rebajado a esa condición”.

Pero los intentos de volver atrás, de renunciar a las nuevas responsabilidades que supone el hecho de dirigir la propia vida, de rendirse a lo que Fromm llamaba “miedo a la libertad”, han seguido siendo hasta ahora mismo una tentación presente en el individuo de una manera intensa. Miedo que ha empujado al hombre a seguir buscando instancias a las que delegar su capacidad de decidir, a ceder, si no ya a Dios, sí, por ejemplo, al Estado, la facultad de configurar su propio destino. El hombre de hoy todavía desea en gran medida poder dar por supuesto lo que toca hacer, contar con una instancia paternal que le indique lo que procede pensar, y que juzgue y valore qué es lo que le conviene. Lo peculiar es que a ese miedo a la libertad el voluble espíritu de esta época ha dado en considerarlo progresista, cuando en realidad nos retrotrae a tramos evolutivos cuando menos pre-modernos.

Este pasado jueves, la Fundación BBVA hizo públicas las conclusiones de un estudio que ha realizado y que titula “Valores y Visiones del Mundo” (http://www.libremercado.com/2013-04-05/los-espanoles-quieren-mas-estado-y-menos-mercado-1276486660/). La encuesta que sirve de base al estudio examina un amplio conjunto de percepciones, actitudes y valores de los ciudadanos de 10 países europeos, y el resultado es que la población española se declara abiertamente intervencionista, es decir, prefiere mucho más Estado y menos mercado, muy por encima del resto de europeos. España, junto a Italia, por ejemplo, son los países en donde una muy amplia mayoría cree que es el Estado el que debe tener la responsabilidad de asegurar un “nivel de vida digno a los ciudadanos”. Por el contrario, en Reino Unido y Países Bajos la mayoría cree que cada persona tiene la responsabilidad principal en asegurar ese nivel de vida. Y mientras que en casi todos los países la mayoría cree que las diferencias en los niveles de ingresos son necesarias para que quienes se esfuerzan más tengan ingresos más altos que quienes se esfuerzan menos, percepción que se acentúa en Dinamarca y Países Bajos, en España, sin embargo, nos alejamos de la posición europea, con una mayoría (55%) que aboga por ingresos más equilibrados con independencia del esfuerzo personal.

Quizás lo más significativo, y que sirve de colofón a esta muestra de maneras de entender el mundo es que, mientras que los europeos están divididos casi a la par entre los partidarios de hacer ajustes con el fin de cuadrar las desequilibradas cuentas públicas que resultan del actual momento de crisis, y los que creen que es mejor mantener o aumentar el gasto para estimular el crecimiento, de nuevo los españoles somos los que más destacamos por nuestra preferencia por mantener o aumentar el gasto público para estimular el crecimiento.  De esa opinión participa un 59% de los encuestados frente al 2,1% que defiende los recortes de gasto público (políticas de austeridad) para reducir el déficit y la deuda. Lo cual, nos lleva, consecuentemente, a aceptar que se aumenten los impuestos… “a los que más ganen”.

Hemos de concluir que, efectivamente, tenemos lo que nos merecemos… e incluso, según el estudio de la Fundación BBVA, deseamos: somos el país europeo en el que más han aumentado los impuestos, lo que, correlativamente, está empujando a un declive dramático en los niveles de consumo que, por ejemplo, hace que cada día cierren en España cien tiendas. Es decir, más paro en conjunción con un mayor gasto público para atender las prestaciones al desempleo sobrevenidas.

Al menos así nos diferenciaremos de los bárbaros del Norte, esos aburridos que en su momento cedieron a, entre otras, las perversas doctrinas de los protestantes, y que desde el Renacimiento para acá, reaccionarios ellos, fueron entendiendo que había llegado el momento de aprender a ser libres. ¿No somos herederos los españoles, al fin y al cabo, de esa tradición que nos llevó a montar la Inquisición y a abanderar la Contrarreforma para perseguir el pensamiento libre, y uno de cuyos presupuestos culturales era sospechar que todo enriquecimiento individual, sobre todo de los judíos, era indicio de latrocinio? ¿No nos dedicamos a sospechar asimismo que los países ricos, y que eventualmente nos prestan ahora dinero, como Alemania, lo que hacen es enriquecerse aprovechándose de los países pobres? En fin, puestas así las cosas, y como diría el clásico, ¡que prosperen ellos! Nosotros, pobres pero honrados.