viernes, 30 de noviembre de 2012

Cómo llegó el fin del mundo (antes de lo previsto por los mayas)

Somos herederos del Romanticismo, ese movimiento cultural del que decía Arnold Hauser que “representó una de las variaciones más importantes en la historia de la mentalidad occidental”, y cuya nota diferencial más característica fue la de certificar la desaparición del mundo, o al menos su descrédito, hasta el punto de que Novalis, el más romántico de los literatos alemanes (los más románticos entre todos), pudo decir: “Todo lo bueno que hay en el mundo viene de dentro”. Se explicó un poco más cuando añadió: “Soñamos con viajes por el universo, ¿no está acaso el universo en nosotros? No conocemos las profundidades de nuestro espíritu. Hacia el interior conduce el camino misterioso. En nosotros o en ninguna parte se encuentra la eternidad con sus mundos, el pasado y el futuro. El mundo exterior es el mundo de sombras, proyectadas en el reino de la luz”. Como ocurre con los niños, para los que ese mundo exterior es sólo vestidura y coartada de los juegos que tiene diseñados en su imaginación o mero escenario de sus autárquicos sueños y cuentos infantiles, el romántico hace que el paisaje que le rodea sea sólo el interruptor que pone en marcha sus emociones, siendo éstas las únicas a las que finalmente concede credibilidad. Una idea que viene a confirmar Ortega en esta reflexión: “Esto es, en rigor, lo que el romántico busca al rozarse con los paisajes: más que verlos a ellos, contempla los remolinos que en su alma apasionada y líquida forma la piedra que cae de fuera”. Y también cuando dijo: “El romántico (…) no necesitaba ver las cosas sino lo estrictamente necesario para que se disparase su emoción, para entrar en frenesí y embriaguez. Entonces se volvía de espaldas al exterior y se ponía a beber su propio estupor”. También Arnold Hauser, en su ya clásica “Historia Social de la Literatura y el Arte”, ratifica esta misma idea: “(El romántico) consideraba el mundo simplemente como materia prima y sustrato de la propia experiencia, y lo utilizaba como pretexto para hablar de sí mismo”.

No parecen, en principio, ideas o maneras de afrontar la vida especialmente peligrosas. Si nos despojamos de la necesaria cautela, veríamos en el Romanticismo sólo una respuesta más –especialmente cabal, eso sí– a la consigna vital que el Renacimiento lanzó para que el hombre fuese capaz de dirigir sus propios destinos, sacándole del oscuro túnel de la Edad Media, en la que todo aquello en que los hombres intervenían estaba prefijado desde instancias que les trascendían, tanto si provenían de este mundo como si lo hacían desde el más allá. El mismo Descartes, el más cualificado adalid de la entrada en la modernidad, sospechó de todo aquello que proviniera del mundo externo, y se concedió crédito sólo a sí mismo como ser pensante. Y las construcciones mentales (las matemáticas, el mecanicismo…) con las que tanto él como los que le siguieron sustituyeron al mundo exterior demostraron una eficacia práctica tan abrumadora, que hoy todos los descubrimientos de la ciencia y todas las aplicaciones de la tecnología nacen en aquel fecundo hontanar de la filosofía cartesiana (también en el del empirismo, la otra cara de la modernidad). Nada especialmente sospechoso, pues, parece haber en aquellos anticipos filosóficos y existenciales del Romanticismo. Casi podríamos aceptar sin mayores prevenciones una conclusión que parece imponerse: el mundo es sólo la capa exterior de nuestra intimidad, el escenario que inventa el alma para poder salir de sí misma, una especie de sueño budista en el que aceptamos sumergirnos para que en él pueda tener lugar nuestra vida.

Empezamos a sentir cierta alarma ante este desapego hacia el mundo exterior que venía gestándose a lo largo de la modernidad cuando vemos cómo llega Novalis diciendo: “El mundo me resulta cada vez más extraño. Las cosas que me rodean me resultan indiferentes”. Hölderlin, el otro gran romántico alemán cava aún más hondo en la trinchera que nos separa del mundo exterior: “El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona”. Esa degradante actividad que consiste en “reflexionar” era para Hölderlin el proceso que, desde la misma escuela, trata de adaptarnos a las exigencias del mundo exterior. Arnold Hauser considera que Byron, otro gran romántico, lleva el Romanticismo hasta su consolidación, pues gracias a él “el desasosiego y la indecisión románticos se convierten en una epidemia, en la ‘enfermedad del siglo’; el sentimiento de aislamiento, en un culto resentido de la soledad; la pérdida de la fe en altos ideales, en individualismo anárquico; la fatiga cultural y el tedio de la vida, en un coqueteo con la vida y la muerte”. El mundo había dejado de ser creíble. Para un romántico genuino, nada interesante quedaba por hacer en él, pues sólo importaba “lo que venía de dentro”, no las consecuencias externas que a partir de esa intimidad se generasen. Y he aquí la dramática consecuencia de aquella actitud: el esplín, la melancolía y el tedio de la vida. El mismo Lord Byron llegó a decir que se sentía tan aburrido que no le quedaban ni fuerzas para pegarse un tiro.

El aburrimiento: ése es finalmente el gran legado práctico que nos dejó el Romanticismo, resultado del desapego hacia el mundo, del sesgo vital que supone el dejar de creer que ante nosotros tenemos un mundo consistente y que las cosas tienen más propiedades que las que nosotros les asignamos; que el mundo entorno, en fin, está hecho de dificultad y resistencia a nuestros deseos. Empezó el romántico por hacer que prevaleciera su voluntad por encima de lo que su circunstancia le demandara. Parecía con ello ser fiel a la propuesta moral del imperativo categórico de Kant: no es el éxito o el fracaso de nuestros proyectos lo que eventualmente ha de sancionarles como válidos o inválidos; lo que surja de nuestro interior: eso es lo que debe de prevalecer, incluso cuando previsiblemente nos vaya a llevar hacia el fracaso. Pero siendo los únicos que, en soledad, debemos de intervenir en nuestras decisiones, y no las circunstancias objetivas, estamos sentando las bases del relativismo más devastador: que una cosa sea bella o fea no depende para nada de ella, por lo tanto, es una atribución que de forma soberana a cada cual le corresponde hacer. Lo mismo cabe decir de una obra de arte: Marcel Duchamp sancionó la posibilidad de que un urinario o una rueda de bicicleta lo fueran de hecho, y Piero Manzoni hizo lo propio con sus botes de excrementos propios, hoy expuestos en los principales museos de arte moderno, sólo por cumplir el simple requisito de recibir previamente la subjetiva atribución de ser una obra de arte. Que uno sea hombre o mujer es hoy, asimismo, una opción que en nada depende de cualidades objetivas: cada uno puede inscribirse en el Registro Civil con el sexo que le parezca. Y permitámonos ser políticamente incorrectos en su grado hoy máximo: un matrimonio ya no es, como sigue diciendo nuestra Constitución, la unión de un hombre y una mujer con la intención de procrear y formar una familia, sino cualquier unión estable de dos personas (¿Dos? ¿Por qué no una unión polígama?).

La realidad ha dejado de existir, cuando menos se ha hecho dudosa: el cine aporta ya un número significativo de buenas películas en las que queda explícita esa duda sobre la consistencia de lo real: Blade Runner (Ridley Scott), Matrix (Hermanos Wachowski), Orígen (Cristopher Nolan)… y recientemente una digna, aunque no tan buena, aportación hispánica a ese conjunto: Fin, de Jorge Torregosa. El caso es que cuando todo lo que hay que hacer depende sólo de nosotros, cuando ninguna exigencia nos llega de nuestra circunstancia, cuando nada externo a nosotros nos solicita, convoca o compromete, ocurre que la necesaria tensión vital se afloja, no hay nada que moralmente nos obligue a lo que no nos apetezca, a lo que no nos salga de las entrañas. Consecuencia: igual que nuestros antepasados románticos, nos aburrimos mortalmente.

Y ahí es donde nace lo que Vargas Llosa denomina en su último libro la “civilización del espectáculo”. Nada parece hacerse porque sea objetivamente insoslayable o necesario para crecer a través de ello, sólo se busca la diversión. La literatura, el cine o la televisión van decayendo hacia ese nivel superficial en el que se garantice ese único requisito; la afición a viajar no obedece a un interés real por conocer otras culturas o reconocer lugares por los que pasó la historia, sino que se conforma con ser un mero pasatiempo; nadie quiere comprometerse en tareas serias, como la política, que va quedando en manos de meros oportunistas o arribistas, y cuando toca votar, se escoge al candidato más sonriente, ocurrente o seductor, no al que ofrezca mejores garantías de probidad y eficiencia. El mundo se ha convertido en un inmenso parque temático, en el mismo sentido en que antes decíamos que los niños usaban de ese mismo mundo como mero escenario para sus juegos.

No hay que esperar a que se cumplan las profecías de los mayas. El fin del mundo (el mundo objetivo, el mundo como exigencia y dificultad) ha llegado ya.


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viernes, 23 de noviembre de 2012

Nacionalismos y otras utopías reaccionarias

Copio y pego, querida Carlota, una parte de tu comentario a mi anterior artículo: “Ya sabes que yo no creo que los nacionalismos actuales sean reaccionarios, sino progresistas: la reaccionaria soy yo, que reacciono contra ellos porque me fastidian. -No sé donde tengo el ensayo de García Morente sobre el progreso, pero creo que ahora me vendría bien-. Tenemos aquí una seria diferencia semántica”. Efectivamente, creo que aquí está la clave de lo que parece diferenciarnos, y que te hace recelar de mi visión del nacionalismo (y de los totalitarismos o protototalitarismos en general) como una regresión, tanto de los individuos como de las colectividades en las que prende el virus, hacia estructuras de personalidad más primitivas. Tú ya sabes que cuentas con el apoyo intelectual de nuestro común amigo Jesús Laínz, que tuvo el arrojo (así hay que considerarlo en los tiempos que corren y con las maneras de fijarse el imaginario colectivo que rigen) de escoger como provocativo título para uno de sus últimos libros el de “Escritos reaccionarios”.

Yo sí tengo a mano una cita de Manuel García Morente que considero pertinente incluir en esta reflexión que llevamos a medias. La entresaco de un libro que tiene escrito sobre la filosofía de Kant, y se refiere a la inclinación hacia el utopismo que caracterizó a muchos de los contemporáneos de éste (y por tanto, de la Ilustración), y dice así: “Los hombres del siglo XVIII querían vivir en seguida conforme a la idea. Nosotros hemos aprendido a considerar que la idea está en un lejano futuro; que el presente y el pasado van poco a poco realizando la idea, y queremos que nuestra vida se encamine hacia ella, según las leyes y principios de todo encaminarse, de toda evolución. Aquellos vivían mirando al presente. Nosotros vivimos mirando al futuro. Su racionalismo era revolucionario. El nuestro es evolucionista (…) Este sentido de la vida como una realización de la idea, es propiamente el sentido kantiano (…) Kant es el pórtico que por un lado termina y cierra la labor del Renacimiento y por otro abre la entrada en la nueva época que aún vivimos. Su crítica definitiva de la metafísica, expulsa del dominio de la ciencia física los entes absolutos y los transforma en ideales para orientación de la vida”. Kant fue, efectivamente, progresista: abogaba por convertir la vida en una esforzada tarea en pos de algo mejor, en pos del ideal. Así lo reconoce Ortega, cuya filosofía se gestó, precisamente, en los regazos kantianos: “(Con la filosofía de Kant) –dice– entra en la historia un principio nuevo, al cual se debe la existencia de Europa: la voluntad personal, el sentido de la independencia autónoma frente al Estado y al Cosmos. Bajo su influjo, la vida, que era clásicamente una acomodación del sujeto al universo, se convierte en reforma del universo. La posición pasiva queda abolida y existir significa esforzarse”. La vida del hombre pasa a entenderse como tarea de reforma del universo para adecuarlo cada vez más al ideal que el hombre trae consigo. Hegel dirá que para acercarse progresivamente hacia la Idea o el Espíritu.

La utopía moderna, aquella a la que se refiere Morente, tuvo su adalid más destacado en Rousseau, contemporáneo, efectivamente, de Kant. Según lo que decía Morente, parecería que los utópicos también querían el progreso, sólo que de manera impulsiva: lo querían ya, como si sólo dispusieran del presente para realizar sus deseos. Pero esa actitud (ya sabes que me gusta hacer incursiones en paralelo hacia la psicología), además de impulsividad, significa intolerancia a la frustración y atentar contra el principio de realidad, justo las características de la personalidad inmadura (infantil, primitiva…). Por eso sostengo que el pensamiento utópico es un pensamiento reaccionario o regresivo. Efectivamente Rousseau era ése que decía que el hombre es bueno por naturaleza y lo que le pervierte es la sociedad, y abogaba por la regresión al estado natural, o a lo que consideraba como tal: más precisamente, situaba en el paleolítico el momento más feliz de la humanidad (más o menos donde los nacionalistas vascos sitúan su perdida Arcadia feliz). Rousseau consideraba incluso que la socialización, la entrada del hombre en sociedad, fue un hecho desgraciado, y que el auténtico estado natural es aquel que le lleva hacia la vida solitaria; incluso la familia era para él una creación artificial (y lo demostró prácticamente: abandonó en un orfanato, a medida que los fue teniendo, a sus cinco hijos). Y aún más (o menos) llegó a decir: “El estado de reflexión es un estado contra la naturaleza, y (…) el hombre que medita es un animal estragado”. La misma capacidad de razonar era para Rousseau un infeliz artificio. O sea que, puesto a regresar, está claro que no hubiera parado hasta volver al útero materno, la misma fantasía que alimentan los psicóticos más graves.
 
Sería necesario hilvanar más y mejores argumentos para sostener mi tesis general con suficiente solvencia, pero renuncio a ello de momento, y dejaré sólo apuntada otra correlación: la que el pensamiento utópico (esto es, el propio de quienes aspiran a reencontrar la Arcadia feliz –o Euskalerría o Catalunya felices– a la que se sienten pertenecer regresando a un pasado que consideran que se les ha arrebatado) tiene con el totalitarismo. Así lo demuestra, en mi opinión, el mismo Rousseau cuando llega a afirmar que “el que se niegue a obedecer a la voluntad general será obligado a ello por todo el cuerpo; lo cual no significa otra cosa sino que se le obligará a ser libre”. También Hitler consideró que el Tercer Reich era el súmmum de la civilización y del progreso. Y Lenin creyó que había sentado las bases del regreso a la Arcadia del comunismo primitivo. Y los ácratas aún aspiran a regresar al estado de naturaleza... Todos ellos, efectivamente, se consideraron o se consideran muy progresistas. Si así fuera, yo también preferiría ser reaccionario, desde luego.


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domingo, 18 de noviembre de 2012

Separatistas y otros seres primitivos

Hablaré de una de mis últimas lecturas: “Alma primitiva”, del destacado sociólogo, filósofo, antropólogo e historiador francés Lucien Levy-Bruhl (1857-1939). Hay una idea principal en el libro sobre cuya complejidad el mismo autor avisa, puesto que “resulta aquí muy difícil colocarse en el punto de vista de la mentalidad primitiva”. Según los hombres de las culturas arcaicas, dice también, “todos los animales de cada especie tienen un hermano mayor que es como el príncipe y como el origen de todos los individuos, y este hermano mayor es maravillosamente grande y poderoso”. Respecto de él, los animales ordinarios son considerados simplemente “jóvenes”. Cada especie tiene un hermano mayor, genio o arquetipo; todos ellos vendrían a ser, a su vez, “animales jóvenes” frente a Manitú (Dios), que sería el hermano mayor, y a su vez origen, de todas las bestias. También pasa algo parecido con los humanos y con las especies vegetales.
A las personas civilizadas nos resulta difícil entender el modo de pensar de los hombres primitivos, porque nosotros llegaríamos a esa idea del genio, esencia o arquetipo del grupo partiendo de los individuos concretos, y abstrayéndonos desde allí; es decir, que nosotros funcionamos mentalmente primero observando en la realidad diferentes ejemplares de animales, y a partir de ellos, a partir de los hechos concretos, generamos la idea abstracta, el concepto, el arquetipo. Los primitivos, sin embargo, hacen lo contrario: parten de lo que nosotros llamaríamos idea abstracta (el ser superior, el genio de la especie, el “hermano mayor”), y consideran que de él nacen los seres concretos e individuales, que no son sino manifestaciones o apariencias de aquel ser primordial. Algo así como la idea platónica, que sería la única auténtica y real, mientras que las realidades concretas e individuales serían manifestaciones o apariencias de aquella otra esencial. Por ello decía Mircea Eliade que “Platón podría ser considerado (…) como el filósofo por excelencia de la ‘mentalidad primitiva’ ”.

Difícil de entender, efectivamente, este modo de pensar: ¿cómo puede disponerse de la idea de un ser general, matriz de los seres concretos, si no es extrayéndola de la visión previa de esos seres concretos, y elevándose después, por abstracción, hacia el concepto general, hacia el arquetipo…? Atascado en estas deliberaciones andaba yo cuando la simple lectura de las noticias en la prensa ha venido en mi ayuda. Leo en el editorial de El País del 9 de noviembre: “Nunca como ahora los ciudadanos catalanes se habían visto constreñidos en tal grado al inconveniente cruce entre un soberanismo improvisado y el neocentralismo asfixiante, que reduce su personalidad lingüística, las atribuciones de su autogobierno y los mandatos de un trato inversor equitativo del Estado”. ¿“Soberanismo improvisado”, cuando desde los comienzos de la inmersión lingüística de Pujol, hace treinta años, esto se veía venir para todo aquel que quisiera mirar? ¿“Neocentralismo asfixiante” un régimen que a lo largo de esos mismos treinta años ha provocado que el gobierno central esté permanentemente mediatizado en sus decisiones por las minorías nacionalistas? ¿“Que reduce (la) personalidad lingüística” de los catalanes, cuando lo que resulta imposible de encontrar en toda Cataluña es un colegio en el que poder escolarizar a los niños en el idioma común de todos los españoles y cuando los rótulos que los comerciantes puedan hacer en ese mismo idioma (no, por ejemplo, en inglés) están castigados con severas multas? ¿Qué reduce “las atribuciones de su autogobierno”, cuando el número de competencias entregadas por el estado a la Generalidad catalana, especialmente después del malhadado estatuto de autonomía de 2006, ha dejado aquella región al borde mismo de la independencia? ¿Que no es “equitativo el trato inversor del estado”? Efectivamente, así es por esta vez: incluso aceptando lo inaceptable (que quienes tributan son los territorios, no las personas), mientras Madrid recauda 66.000 millones de euros y recibe del estado a cambio 11.000, Cataluña recauda 27.000 y a cambio recibe 15.700… Pero parece que las conclusiones del editorialista de El País querían ir por otro lado.

En fin, ¿cómo entender que El País llegue a ese enunciado máximo, que, por otra parte, viene a ser la consigna más manoseada por nuestros nacionalistas, según el cual la región catalana está sometida a un “neocentralismo asfixiante” cuando la realidad, los hechos concretos, contradicen tan palmariamente ese presupuesto? Levy-Bruhl nos da la clave: las mentes primitivas funcionan teniendo un principio, una idea previa, un genio de la lámpara que está por encima de la realidad, la cual habrá de ser algo subordinado a aquel prejuicio. Los datos de la experiencia son animálculos jóvenes, que todavía no han aprendido a someterse a los dictados de quienes se encargan de emitir la doctrina verdadera. Las mentes primitivas sólo saben encajar en los presupuestos del totalitarismo, según los cuales, lo que debe de ser creído es lo que emana del orwelliano Ministerio de la Verdad, no lo que nos dictan nuestros engañosos ojos.

¡Y pensar que esos funcionarios mediáticos del Ministerio de la Verdad han sido los inspiradores directos de la política de los gobiernos socialistas y tienen una gran influencia sobre los del PP…! ¿Estaremos llegando ya a 1984?





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sábado, 10 de noviembre de 2012

El mal nos es intrínseco. El bien se encuentra fuera

Sólo como modo inicial de formular la cuestión, permitámonos decir que el bien y el mal son abstracciones. Efectivamente, si descendemos al terreno de los hechos concretos, lo que para unos es bueno resulta ser malo para otros y viceversa. Incluso para uno mismo, lo que unas veces es bueno resulta ser otras malo, y lo contrario. Kant pone el siguiente ejemplo: Llaman a la puerta, y el criado va y abre. Quien llamaba es una persona que, blandiendo un cuchillo de forma amenazadora, pregunta al criado si el amo está en casa, porque tiene la intención de matarle. Puesto que el amo, efectivamente, está en casa, el criado se encuentra ante un dilema: si opta, como le dicta su moral, por decir la verdad, se enfrentará a otro mandato moral, el que le exige ser fiel servidor de su amo, así como el de tratar de evitar un asesinato. Haga lo que haga, pues, cometerá una inmoralidad. Este relativismo de la moral ha llevado a muchos, finalmente, hacia el escepticismo, hacia la consideración de que no existen el bien y el mal, o puede que hacia el utilitarismo: sólo existe lo que me beneficia o me perjudica. Así resumía Platón la propuesta moral de Protágoras, el más significado entre los fundadores del relativismo: “Tal como me parecen las cosas, tales son para mí, tal como te parecen, tales son para ti”.

Pero el mismo Kant trató de buscar una regla universal que permitiera seguir creyendo que, por encima de las concretas circunstancias, existe un principio moral absoluto e insoslayable: “Obra de tal modo –decía– que te relaciones con la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin, y nunca sólo como un medio”. Como de costumbre, no resulta fácil entender cabalmente lo que está diciendo Kant (ni, por desgracia, lo que dicen –cómo lo dicen– la mayoría de los filósofos). Así que, para tratar de entenderlo mejor, optaremos por dar vueltas alrededor de eso que propone como primer principio de la moral. Primera asociación de ideas al respecto: pudiera ser que lo dicho tuviera que ver con lo que pensaban los estoicos, para los cuales es virtud aquello que nos pone en armonía con el mundo. El mundo. El mundo… ¡Un poco más de concreción, por favor…! Intentémoslo: el mundo es eso que nos encontramos ahí afuera en cuanto salimos a ver qué hay además de nosotros mismos; es decir, en cuanto empezamos a vivir, porque decía Ortega: “La vida es precisamente un inexorable ¡afuera!, un incesante salir de sí al Universo (…) Es (el hombre) un dentro que tiene que convertirse en un fuera”. Virtud sería así lo que, haciéndonos salir de nosotros mismos, trata de ponernos en armonía con el mundo, es decir, con nuestra persona en cuanto que ser mundano (lo que estamos llamados a ser en el mundo) y con la persona de cualquier otro que forme parte de mi mundo; y vicio o maldad sería quedarse dentro de sí, esto es, el egoísmo. Ellos (mi persona mundana y las personas de mi mundo) son el fin, el “afuera” gracias al cual propiamente vivo, no un medio a mi servicio, un medio para seguir siendo yo (un yo que no saliera de sí). Puestas así las cosas, Cioran pudo decir que “el mal es abandono; el bien, un cálculo inspirado”; el mal nos es consustancial, el bien una conquista. Y por ello, la vida consiste en esa tarea de sobreponernos al mal del que partimos: “En el fondo, ¿qué hace cada hombre? Se expía a sí mismo”, concluye el mismo Cioran.

Prosigamos con Kant, que vimos que decía: “Obra de tal modo que te relaciones con la humanidad…”. La humanidad. La humanidad… ¡Otro poco más de concreción, por favor…! Bien, pues después de concretar, lo primero que empezamos a ver ahí afuera es a nuestra familia; después a nuestra nación… al género humano en última instancia. Y a múltiples estratos sociales intermedios. Por ejemplo, aquel criado del que antes hablábamos: su virtud estaría mediatizada por la concreta sociedad en la que se sintiera personalmente integrado; si en ella juega un papel suficiente su amo, estaría moralmente obligado hacia él. Si no fuera así, si estuviera resentido contra su amo, al que en el fondo considerara un enemigo (un miembro de otro cuerpo social contrapuesto al suyo), quizás empezara a sentir al potencial asesino que llamó a la puerta como un socio, de modo que sería con él con quien se sentiría moralmente obligado.
Somos pues, en un sentido moral, una fuerza vectorial que va de dentro a fuera y que nos une a nuestra sociedad. O a nuestras sociedades; ésas de las que decía Montesquieu (1689-1755): “Si yo supiera alguna cosa que fuera útil para mí y que fuera perjudicial para mi familia, la expulsaría de mi mente. Si yo supiera alguna cosa que fuera útil para mi familia y que no lo fuera para mi patria, intentaría olvidarla. Si supiera alguna cosa útil para mi patria y que fuera perjudicial para Europa o para el género humano, la miraría como un crimen”. En suma: es moral lo que me hace elevar mi punto de vista por encima de mi exclusivo interés e incluye en él el interés de mi sociedad. “Yo en mi sociedad” (en “mi circunstancia”) es, en este sentido, lo que determina qué cosas son buenas y cuáles malas. Si me siento integrado en un grupo terrorista, por ejemplo, matar a personas inocentes pasará a ser algo quizás terrible, pero bueno en última instancia, porque favorece los intereses de mi grupo de referencia. Si, por el contrario, pertenezco a una sociedad de penitentes que se procuran castigos corporales a sí mismos porque aspiran a una vida superior que el cuerpo está impidiendo, infligirse esos castigos será bueno, será virtuoso.
Así que la moral es una potencia del hombre que discurre entre los extremos de dos continuos: el extremo inmoral o amoral del primero de ellos es el egoísmo, la pretensión de permanecer encerrado dentro de uno mismo, convirtiéndose en una fuerza centrípeta hacia la que dirigir las aportaciones de los demás; en suma, y usando de los términos de Kant, convertir a los demás en un medio. Y al contrario, el extremo moral estaría marcado por el altruismo, que significaría convertir la vida en una entrega, en una tarea a través de la cual yo me vuelco hacia el mundo; no dejo de ser yo, pero soy yo en mi circunstancia. Este primer continuo hace referencia a lo que sería el desarrollo de la vida individual, que comienza en lo que Freud llamaba el narcisismo primario, la consideración de que el mundo es un apéndice de mí mismo, y transcurre hacia la personalidad madura que, como decía Aristóteles, es la que nos convierte en ciudadanos, animales políticos, habitantes de nuestra sociedad. El relativismo moral, desde este punto de vista, empieza a no ser tan relativo: para el niño es bueno lo que le procura placer y malo lo que conlleva dolor. El adulto comprende ya que a veces el sacrificio doloroso puede ser moralmente bueno. Todo es cuestión de situar sendas perspectivas dentro de su respectivo tramo evolutivo. A este desarrollo evolutivo hacía referencia el mismísimo Charles Darwin, apuntando implícitamente, podríamos decir, hacia el punto omega que daría sentido a esa misma evolución: “Una tribu que incluya muchos miembros que, por poseer en alto grado el espíritu de patriotismo, fidelidad, obediencia, valentía y simpatía, estén siempre dispuestos a ayudarse mutuamente y a sacrificarse por el bien común, será victoriosa sobre la mayoría de las demás tribus; y esto será selección natural. En todas las épocas y en todo el mundo, unas tribus has sustituido a otras y, puesto que la moralidad es un elemento importante de su éxito, la norma de moralidad y el número de hombres con buenas cualidades tenderá a crecer y a aumentar en todas partes”.
Y el otro continuo a través del cual la moral se va desarrollando como una potencia camino de su actualización hace referencia no ya al desarrollo de los individuos en relación con su sociedad, sino al de las mismas sociedades. Esta vez sería la historia, no sólo la vida de los individuos, el campo en el que la moral transcurre camino de su punto omega. Según esto, el extremo amoral de este continuo lo marcarían las sociedades centrípetas, encerradas en sí mismas, autárquicas y endogámicas, que o bien desdeñan a las demás naciones o sociedades, o se dirigen hacia ellas considerándolas instrumentos o medios al servicio de su propio interés. Y el punto omega o extremo de moralidad de este mismo continuo quedaría señalado por las sociedades abiertas, que encuentran su propio beneficio a través del hecho de inundar con sus aportaciones a las sociedades vecinas y de buscar la manera de armonizarse a sí mismas con el mundo como globalidad. En tiempos de la República, en Roma, esclavizar a los miembros de las naciones que derrotaban sus legiones era algo bueno. Después de la Ilustración, en la cual todos los individuos pasan a ser considerados ciudadanos en su nación, la esclavitud ha pasado a ser moralmente repudiable. Son cosas de la evolución, o de la historia. Asimismo, quienes aspiran a regresar a modos de sociedad preilustrados, endogámicos, en donde el idioma resulta ser un instrumento de separación con los vecinos antes que de comunicación, y en donde cada residuo tribal venga a conservar leyes e instituciones propias para regular problemas compartidos con las sociedades que, en el actual momento histórico, quedaron demarcadas tras la Ilustración, se sitúan en un estrato moral asimismo más primitivo desde el punto de vista de la historia.


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sábado, 3 de noviembre de 2012

Cartografía aproximada de la ruta hacia el más allá

Peregrinamos, creo. ¿Pero vamos o venimos, subimos o bajamos? Pues, según parece, todo a la vez: “Camino arriba, camino abajo, uno y el mismo”, decía Heráclito. Así que cuando vamos ya estamos viniendo, y cuando triunfamos ya estamos fracasando; y viceversa. Algo que también sabía Ortega y Gasset: “Toda forma de vida ha menester de su antagonista”. Y Nietzsche: “Todas las cosas derechas mienten (…) toda verdad es curva, el tiempo mismo es un círculo”. De tales constataciones extraía María Zambrano esta inferencia: “El camino más adecuado, lo que el hombre necesita,  es un lugar que sea ‘otro’, pero del que se pueda salir para volverse a ‘lo mismo’ ”.


De manera que puede que tenga razón Gustave Le Bon cuando describe de esta forma la oscilante trayectoria de las civilizaciones:

“Si consideramos en sus grandes líneas la génesis de la grandeza y la decadencia de las civilizaciones que han precedido a la nuestra, ¿qué es lo que vemos? En la aurora de dichas civilizaciones, un conjunto base de hombres, de orígenes diversos, se reúne por los azares de las migraciones, las invasiones y las conquistas (…) Son bárbaros (…)  (Ya dijo también Ortega: “Para existir una sociedad es menester que preexista una separación”. Pero también: “La historia de toda nación (…) es un vasto sistema de incorporación”).

“(Ese pueblo) –prosigue Le Bon– no saldrá de la barbarie sino cuando, después de prolongados esfuerzos, (…) haya adquirido un ideal. Poco importa su naturaleza. Ya se trate del culto a Roma, del poderío de Atenas o del triunfo de Alá, bastará para dotar a todos los individuos de la raza en vías de formación de una perfecta unidad de sentimientos y pensamientos (…) Tras las características móviles y cambiantes de las masas estará aquel estrato sólido, el alma de la raza, que limita estrechamente las oscilaciones de un pueblo y regula el azar”.

Pero ya decía Lao Tsé que “tras alcanzar su plenitud, las cosas decaen”. Y Ortega: “Al alcanzar una forma su máximo se inicia su conversión en la contraria”. Es el camino abajo en que también consistía el camino arriba. Así que, prosigue Le Bon: “Con el progresivo desvanecimiento de su ideal, la raza va perdiendo cada vez más aquello que mantenía su cohesión, su unidad y su fuerza (…) Aquello que constituía un pueblo, una unidad, un bloque, concluye por convertirse en una aglomeración de individuos sin cohesión y que aún mantienen artificialmente durante algún tiempo las tradiciones y las instituciones. Entonces, divididos por sus intereses y sus aspiraciones, no sabiendo ya gobernarse, los hombres piden que se les dirija hasta en sus menores actos y el Estado ejerce su absorbente influencia. Con la definitiva pérdida del antiguo ideal, la raza concluye perdiendo también su alma (…) Presenta todas sus características transitorias, sin consistencia y sin mañana. La civilización carece ya de solidez y cae a merced de todos los azares. La plebe es reina y los bárbaros avanzan”. Ortega apuntala otro ángulo de esta misma idea, contrapunto de la antes citada: “La historia de la decadencia de una nación es la historia de una vasta desintegración”

María Zambrano puede así concluir: “Toda la historia es un fracaso porque la esperanza que la ha movido es imposible de realizar”. Gustave Le Bon resume: “Pasar de la barbarie a la civilización persiguiendo un sueño, declinar y morir luego, cuando dicho sueño ha perdido su fuerza, éste es el ciclo de la vida de un pueblo”. Antonio Machado traduce esto mismo a lenguaje poético:

“El hombre es por natura la bestia paradójica,
un animal absurdo que necesita lógica.
Creó de nada un mundo y, su obra terminada,
‘Ya estoy en el secreto –se dijo–, todo es nada’.”
 

Se vuelve de nuevo a la nada… ¿A la nada? “La quietud está llena de movimiento retenido como la vaina de espada”; lo decía así Ortega a propósito de otro asunto, pero vale también para éste. Nuestra civilización (a pequeña escala: nuestra nación) está en crisis, por lo tanto, pero no muerta. No es fácil estar así, desde luego, como advertía Jung: “Difícilmente podremos negar que nuestro presente es una de esas épocas de escisión y enfermedad. Las circunstancias políticas y sociales, la fragmentación religiosa y filosófica, el arte moderno y la moderna psicología están de acuerdo en esto. ¿Hay alguien que, dotado, aunque sólo sea de un vestigio de sentimiento de la responsabilidad humana, se sienta bien con este estado de cosas? Si somos sinceros debemos reconocer que en este mundo actual ya nadie se siente del todo a gusto, y la incomodidad será del todo creciente. La palabra crisis es también un término médico que indica un peligroso acmé de la enfermedad”.
 

El caso es que esa crisis, aunque en algún sentido resultara fatal, sería un paso más tan sólo dentro de nuestro discurrir en pos del más allá, porque, como dice María Zambrano: “Toda muerte va seguida de una lenta resurrección, que comienza tras el vacío irremediable que la muerte deja”. Y, poéticamente, Blas de Otero:

“Sucedieron naufragios, sucedieron problemas, muertes,
 (…)
y la humanidad siguió impasible refugiada bajo el alba,
invulnerable como el alba, pálida como el alba.
Una vez más, amanece”.