No parecen, en principio, ideas o maneras de afrontar la
vida especialmente peligrosas. Si nos despojamos de la necesaria cautela,
veríamos en el Romanticismo sólo una respuesta más –especialmente cabal, eso sí–
a la consigna vital que el Renacimiento lanzó para que el hombre fuese capaz de
dirigir sus propios destinos, sacándole del oscuro túnel de la Edad Media, en
la que todo aquello en que los hombres intervenían estaba prefijado desde
instancias que les trascendían, tanto si provenían de este mundo como si lo
hacían desde el más allá. El mismo Descartes, el más cualificado adalid de la
entrada en la modernidad, sospechó de todo aquello que proviniera del mundo
externo, y se concedió crédito sólo a sí mismo como ser pensante. Y las
construcciones mentales (las matemáticas, el mecanicismo…) con las que tanto él
como los que le siguieron sustituyeron al mundo exterior demostraron una
eficacia práctica tan abrumadora, que hoy todos los descubrimientos de la
ciencia y todas las aplicaciones de la tecnología nacen en aquel fecundo
hontanar de la filosofía cartesiana (también en el del empirismo, la otra cara
de la modernidad). Nada especialmente sospechoso, pues, parece haber en
aquellos anticipos filosóficos y existenciales del Romanticismo. Casi podríamos
aceptar sin mayores prevenciones una conclusión que parece imponerse: el mundo
es sólo la capa exterior de nuestra intimidad, el escenario que inventa el alma
para poder salir de sí misma, una especie de sueño budista en el que aceptamos
sumergirnos para que en él pueda tener lugar nuestra vida.
Empezamos a sentir cierta alarma ante este desapego hacia el
mundo exterior que venía gestándose a lo largo de la modernidad cuando vemos
cómo llega Novalis diciendo: “El mundo me resulta cada vez más extraño.
Las cosas que me rodean me resultan indiferentes”. Hölderlin, el otro
gran romántico alemán cava aún más hondo en la trinchera que nos separa del
mundo exterior: “El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona”.
Esa degradante actividad que consiste en “reflexionar” era para Hölderlin el
proceso que, desde la misma escuela, trata de adaptarnos a las exigencias del
mundo exterior. Arnold Hauser considera que Byron, otro gran romántico, lleva
el Romanticismo hasta su consolidación, pues gracias a él “el desasosiego y la indecisión
románticos se convierten en una epidemia, en la ‘enfermedad del siglo’; el
sentimiento de aislamiento, en un culto resentido de la soledad; la pérdida de
la fe en altos ideales, en individualismo anárquico; la fatiga cultural y el
tedio de la vida, en un coqueteo con la vida y la muerte”. El mundo
había dejado de ser creíble. Para un romántico genuino, nada interesante
quedaba por hacer en él, pues sólo importaba “lo que venía de dentro”, no las
consecuencias externas que a partir de esa intimidad se generasen. Y he aquí la
dramática consecuencia de aquella actitud: el esplín, la melancolía y el tedio
de la vida. El mismo Lord Byron llegó a decir que se sentía tan aburrido que no
le quedaban ni fuerzas para pegarse un tiro.
El aburrimiento: ése es finalmente el gran legado práctico
que nos dejó el Romanticismo, resultado del desapego hacia el mundo, del sesgo
vital que supone el dejar de creer que ante nosotros tenemos un mundo
consistente y que las cosas tienen más propiedades que las que nosotros les
asignamos; que el mundo entorno, en fin, está hecho de dificultad y resistencia
a nuestros deseos. Empezó el romántico por hacer que prevaleciera su voluntad
por encima de lo que su circunstancia le demandara. Parecía con ello ser fiel a
la propuesta moral del imperativo categórico de Kant: no es el éxito o el
fracaso de nuestros proyectos lo que eventualmente ha de sancionarles como
válidos o inválidos; lo que surja de nuestro interior: eso es lo que debe de
prevalecer, incluso cuando previsiblemente nos vaya a llevar hacia el fracaso.
Pero siendo los únicos que, en soledad, debemos de intervenir en nuestras
decisiones, y no las circunstancias objetivas, estamos sentando las bases del
relativismo más devastador: que una cosa sea bella o fea no depende para nada
de ella, por lo tanto, es una atribución que de forma soberana a cada cual le
corresponde hacer. Lo mismo cabe decir de una obra de arte: Marcel Duchamp
sancionó la posibilidad de que un urinario o una rueda de bicicleta lo fueran
de hecho, y Piero Manzoni hizo lo propio con sus botes de excrementos propios,
hoy expuestos en los principales museos de arte moderno, sólo por cumplir el
simple requisito de recibir previamente la subjetiva atribución de ser una obra
de arte. Que uno sea hombre o mujer es hoy, asimismo, una opción que en nada
depende de cualidades objetivas: cada uno puede inscribirse en el Registro
Civil con el sexo que le parezca. Y permitámonos ser políticamente incorrectos
en su grado hoy máximo: un matrimonio ya no es, como sigue diciendo nuestra
Constitución, la unión de un hombre y una mujer con la intención de procrear y
formar una familia, sino cualquier unión estable de dos personas (¿Dos? ¿Por
qué no una unión polígama?).
La realidad ha dejado de existir, cuando menos se ha hecho
dudosa: el cine aporta ya un número significativo de buenas películas en las
que queda explícita esa duda sobre la consistencia de lo real: Blade Runner (Ridley
Scott), Matrix (Hermanos
Wachowski), Orígen (Cristopher Nolan)… y
recientemente una digna, aunque no tan buena, aportación hispánica a ese
conjunto: Fin, de Jorge Torregosa. El
caso es que cuando todo lo que hay que hacer depende sólo de nosotros, cuando
ninguna exigencia nos llega de nuestra circunstancia, cuando nada externo a
nosotros nos solicita, convoca o compromete, ocurre que la necesaria tensión
vital se afloja, no hay nada que moralmente nos obligue a lo que no nos
apetezca, a lo que no nos salga de las entrañas. Consecuencia: igual que
nuestros antepasados románticos, nos aburrimos mortalmente.
Y ahí es donde nace lo que Vargas Llosa denomina en su
último libro la “civilización del espectáculo”. Nada parece hacerse porque sea
objetivamente insoslayable o necesario para crecer a través de ello, sólo se
busca la diversión. La literatura, el cine o la televisión van decayendo hacia
ese nivel superficial en el que se garantice ese único requisito; la afición a
viajar no obedece a un interés real por conocer otras culturas o reconocer
lugares por los que pasó la historia, sino que se conforma con ser un mero
pasatiempo; nadie quiere comprometerse en tareas serias, como la política, que
va quedando en manos de meros oportunistas o arribistas, y cuando toca votar,
se escoge al candidato más sonriente, ocurrente o seductor, no al que ofrezca mejores
garantías de probidad y eficiencia. El mundo se ha convertido en
un inmenso parque temático, en el mismo sentido en que antes decíamos que los
niños usaban de ese mismo mundo como mero escenario para sus juegos.
No hay que esperar a que se cumplan las profecías de los
mayas. El fin del mundo (el mundo objetivo, el mundo como exigencia y
dificultad) ha llegado ya.
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