ME LLAMO ENCARNACIÓN CARRILLO
Buenas tardes, en primer lugar quisiera agradecerles, de todo corazón, que nos acompañen hoy en este acto.
Soy Encarni Carrillo Villen, viuda de Manuel Indiano, concejal del Partido Popular asesinado en Zumárraga el 29 de agosto del año 2000.
Aunque nací en Andalucía, desde que tenía 4 meses, y hasta poco después del asesinato de mi marido, he residido en Zumárraga, ya que mis padres, por cuestiones laborales, instalaron nuestra residencia en esa localidad. Manuel y yo nos conocíamos desde pequeñitos, pues teníamos familia en común, y así es como nació nuestro amor. Por eso un buen día Manuel decidió trasladarse a Zumárraga y empezamos nuestra relación.
Él era ingeniero de telecomunicaciones y, aunque era una eminencia en su profesión, no pudo encontrar trabajo en esta especialidad. Así que estuvo trabajando en una empresa de otro sector, la cual tuvo que dejar tras sufrir un accidente.
En el año 1.999 le ofrecieron ir en las listas del Partido Popular en las elecciones Municipales. Yo no quería que se metiera en política, pues en el País Vasco es muy peligroso, máxime si perteneces al Partido Popular. Pero Manuel me tranquilizaba diciéndome que sólo iba para ayudar, que era el número 6 de la lista y que jamás sería concejal en ese municipio en el que el PP tenía pocos votos, pero en el que su inclusión en la lista permitiría al partido presentarse a las elecciones. Y así lo hizo. En aquellas elecciones el PP obtuvo dos concejales en Zumárraga. Pasado un año, uno de ellos dimitió y la lista fue corriendo hasta llegar a Manuel y, como persona comprometida y de palabra, tomó posesión de su acta de concejal en el Ayuntamiento.
A partir de ese momento empezamos a vivir una pesadilla de la que aún no he podido despertar. Al ser los concejales del PP objetivos potenciales de ETA, Manuel se vio obligado a llevar escolta durante todo el día. Por aquel entonces trabajaba en una empresa de suministros electrónicos y cuando sus jefes se percataron de que lo escoltaban, lo despidieron. Eso le produjo mucho estrés y a ello se le unió que yo estaba embarazada. A Manuel le hubiera gustado tener otras circunstancias económicas para que yo pudiera descansar más y dedicarme al hijo que esperábamos. Yo le animaba diciendo que con mi trabajo nos podríamos arreglar hasta que encontrara otro empleo, pero no fue así.
Como os decía, me he criado en Zumárraga, y no daba crédito a lo que veía allí. Casi todos los días nos encontrábamos pintadas que insultaban a Manuel y el entorno terrorista comenzó una campaña de acoso, ya no sólo contra él, sino también contra mi hija mayor, que en aquellos años se encontraba estudiando en el instituto. Los meses pasaban y el acoso era cada vez más intenso, y a ello se le sumaba mi avanzado estado de gestación, que ya estaba de siete meses y me encontraba agotada físicamente y con la moral muy baja al ver a Manuel hundido por la situación. Era lo que más dolor me producía.
Aunque el acoso era bestial, Manuel acudía diariamente al Ayuntamiento y ayudaba a todos los que así se lo pedían, ya que llevaba el área de servicios sociales en la oposición y, aunque en el Ayuntamiento le aislaban, él se entregaba en cuerpo y alma a los demás sin importarle su condición, ni tampoco su color político.
El tiempo pasaba y Manuel seguía sin encontrar trabajo. Teníamos que hacer algo, pues mi sueldo en la empresa de limpieza no daba para más, por lo que decidimos coger el traspaso de una pequeña tienda de chucherías en esa misma localidad. Tuvimos que pedir un crédito para poder acondicionarla y, con mucho esfuerzo, conseguimos abrirla. Para no tirar por tierra todo el esfuerzo que habíamos puesto en abrir la tienda, Manuel decidió dejar su escolta, argumentando que era incompatible tener dos escoltas en la puerta de un local dirigido a niños, ya que los padres no iban a dejarles entrar a comprar. Yo me enfadé mucho por esa decisión, pero no hubo manera de hacerle recapacitar. El acoso de los terroristas era cada vez más intenso: tal es así que Manuel perdió mucho peso en pocos meses y anunció que pasado el verano dejaría de ser concejal.
El día anterior al atentado fue el primer día que cerramos la tienda una tarde en muchos meses. Tenía revisión del médico y Manuel quería acompañarme porque él veía que yo no estaba bien. Una vez que salimos, me dijo: "He tenido un sueño muy raro, he soñado con unos colores rarísimos. Nos va a pasar algo", afirmó. Ambos, en lo único que pensamos era en que nos podían quemar el negocio, para nosotros algo gravísimo, dada nuestra situación económica. De hecho, en alguna ocasión le había pedido a Manuel que quitaran las verjas de la ventana de la trastienda, para que pudiera salir del local si en algún momento tiraban un cóctel incendiario.
Aquel día, de regreso a casa, pasamos por la puerta de nuestra tienda en coche, ya de noche, y vimos a unos individuos muy raros junto a la puerta, pero pasó la policía y se marcharon. En aquel momento le dije a Manuel: "Cariño, tengo miedo". Él me tranquilizó, alegando que la policía estaba controlando el entorno y me dijo que nos marcháramos a casa.
La noche fue tremenda. Nuestro perro no paró de aullar, no paraba de dar vueltas alrededor de la cama y, cuando podía, besaba a Manuel. Yo le pregunté: "¿Crees que nos puede pasar algo? ¿Quemarán la tienda?". Él me volvió a tranquilizar, diciéndome que no iba a pasar nada. Aquel 29 de agosto, sobre las ocho y media de la mañana, mi marido sacó a pasear al perro y al regresar me dijo: "El perro está bien. ¡Menuda noche nos ha dado! Me voy a la tienda para devolver el pan que sobró ayer". Y cogió los últimos 10€ que nos quedaban para acabar el mes. Yo le dije que en cuanto me arreglara bajaría a la tienda. Algo me decía que no le podía dejar solo.
Cuando me disponía a salir, me percaté de que el perro se había hecho sus necesidades encima, cosa que jamás le había pasado, y me enfadé mucho con él. Algo me decía que tenía que bajar a la tienda lo antes posible. No me dio tiempo a limpiar lo que el perro había ensuciado, cuando llaman al timbre. Era temprano y no resultaba habitual que nadie llamara a casa, por eso me produjo un gran sobresalto.
Era José Ángel, un empleado del Ayuntamiento, acompañado de un policía municipal. En ese instante supe que algo grave había sucedido. José Ángel me dijo: "Acompáñanos. Manuel ha tenido un accidente, pero está con vida". "¿Un accidente? ¿Qué le han hecho? ¿Qué le han hecho?", preguntaba, consciente de que el accidente no era tal.
Me llevaron al hospital al que habían traslado a Manuel, y al llegar vi la ambulancia con las dos puertas traseras abiertas y me derrumbé. Allí el médico me contó que le habían disparado y que, aunque tenía heridas en zonas muy críticas, iban a intentar salvarlo. Yo gritaba y suplicaba que lo salvaran, que era todo lo que teníamos, que Manuel no podía morir.
Mi estado de estrés y ansiedad era tan grande que me tuvieron que ingresar y me suministraron calmantes, para que no le pasara nada a mi bebé, ya que, en ese momento, mi sufrimiento era tan enorme, que no era consciente de que estaba embarazada, no quería vivir ni un minuto de mi vida sin él. No sé cuánto tiempo estuve sedada, pero lo que recuerdo es que, al despertar en la sala en la que me encontraba, entre las cortinas, a las primeras personas que vi fue a María San Gil y a Carlos Iturgáiz. Al verles, fui consciente de que no había sido una pesadilla, y de que jamás volvería a ver a Manuel.
El cuerpo sin vida de mi marido lo trasladaron a Madrid y allí se celebró el funeral. El médico me prohibió que viajara por tener un alto riesgo de perder el bebé. Así que no sólo me mataron a mi marido sino que también me impidieron despedirme de él. A los pocos días me dieron el alta y fue cuando me enteré de lo que le habían hecho a mi marido los asesinos de ETA aquella mañana.
Entraron en la tienda dos terroristas, mientras otro vigilaba fuera, y sin mediar palabra, le descerrajaron 13 tiros. Él intentó protegerse en la trastienda, pero los asesinos lo siguieron y le dispararon hasta verlo muerto. Al tener las rejas de las ventajas, Manuel no pudo huir. Tenía disparos en el pecho, en el abdomen e incluso en las manos, al intentar taparse la cara. Una vez asesinado, los terroristas huyeron y una señora que fue a comprar se lo encontró en un charco de sangre.
El 22 de octubre nació nuestra hija y, mientras daba a luz, yo no podía parar de llorar. Tal era el dolor que sentía, que ni siquiera me consolaba ver la carita de mi pequeña María. No podía ser verdad que Manuel no cruzara aquella puerta para ver a su hija, no me creía que no pudiera abrazarla ni besarla. No concebía que mi hija nunca pudiera conocer a su padre.
Me aferré a mi pequeña, que era lo único que me quedaba de Manuel, y decidí que tenía que tirar hacia adelante, aunque sólo fuera por esta preciosa niña fruto del amor, hija de un buen hombre, un hombre valiente y honrado que no hizo mal a nadie en su vida, y al que por representar las siglas del PP lo habían asesinado.
Mi vida transcurría en Zumárraga, en la localidad donde me había criado, pero el acoso a mi hija mayor no desapareció. Cuando me repuse del parto, pensé que no podía seguir en aquel lugar; mis hijas no merecían seguir soportando las risas y el acoso del mundo terrorista. Y me marché lo más lejos que pude.
A consecuencia del estrés que sufrí por el atentado, mi hija María, que tiene ya casi 12 años, padece crisis en las que pierde el conocimiento desde que tenía dos meses: se queda casi sin respiración y en algunas ocasiones le ha llegado a durar la crisis hasta cinco minutos, advirtiéndome el neurólogo del peligro que esto puede suponer para ella.
Aquel 29 de agosto el destino hizo que yo no estuviera con Manuel en nuestra tienda. De haber estado allí, a lo mejor habría podido pedir ayuda. O también me hubieran matado a mí. ¡No sé lo que hubiera pasado! Lo que sí sé es que aquel día los terroristas me destrozaron el corazón y me partieron el alma, arrancando de mi lado a la mejor persona que he conocido jamás. Me arrebataron a lo que más quería en mi vida.
Desde entonces, mi único objetivo es que los asesinos de mi marido, y todos los terroristas, paguen por los crímenes cometidos. A día de hoy, aún quedan dos terroristas impunes por el asesinato de Manuel. Por eso hoy, desde aquí, quiero pedir Justicia por mi marido y por todas a las víctimas del terrorismo.
Muchas gracias.
(Discurso pronunciado por Encarnación Carrillo el 9 de junio en la concentración de Voces contra el Terrorismo y de la Plataforma de Mujeres por la Justicia celebrada en Madrid)
Tenemos con estas personas una deuda impagable. Pero somos pocos los que siquiera tenemos conciencia de ello.
ResponderEliminarAvergüenza, a veces, pertenecer a esta sociedad. Ya no diga a la sociedad moralmente enferma, base del cuerpo electoral regional de la C. A. vasca. A la sociedad pasota, indiferente, inerte, que ha dejado llegar las cosas hasta este punto, la sociedad española.
Desde luego, no tenemos ningún motivo para ser optimistas, Carlota; yo, como sabes, también vivo descorazonado observando la indolencia (¡en el mejor de los casos!) de mis compatriotas. Y me temo que sólo vamos quedando los que no necesitamos sentirnos respaldados por nadie para saber lo que estamos moralmente obligados a hacer. Pero creo que los que no sienten esa obligación ante asuntos como éste del terrorismo, en algún sentido lo tienen peor: han tenido que amputar de sí la voz interior que avisa de lo que es inaceptable, y el órgano que emite esa voz es imprescindible para saber conducirse adecuadamente por la vida.
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