Fascinación en grado superlativo la que ejercen esas pinturas que nos hablan de un tiempo en el que la realidad y la imaginación transcurrían, entremezcladas, por los mismos derroteros. Dicho de otra manera: en que la percepción y la alucinación intercambiaban sus papeles en el conjunto de la economía psíquica de los individuos, ocupando ambas su lugar en la estela que se forma detrás de los deseos cuando éstos discurren hacia sus objetivos. Son los deseos, pues, los que están encargados de propulsarnos desde la realidad de partida hacia donde las insuficiencias de ésta quedarían resueltas. En los tiempos en los que la magia aún no había sido reemplazada por la acción efectiva, la alucinación sustituía a la percepción cuando ésta demostraba ser un cauce insuficiente en la conducción de los deseos hacia su realización.
La alucinación es, pues, el estrato más antiguo de la imaginación, el propio de la mentalidad mágica característica de los más lejanos tiempos prehistóricos. Es el estrato que recuperamos cuando la mente desarrollada, la que es capaz de organizar la realidad en clave racional (conceptual), entra en crisis o rebaja su nivel de alerta (lo primero es lo que ocurre en la enfermedad mental; lo segundo, en los sueños… o cuando la estructura psíquica de quien lo sufre es muy primaria). Cuando en 1857 Bernardette Soubirous vio en dieciocho días diferentes lo que se interpretó como una aparición de la Virgen María en una cueva cerca de Lourdes, estaba teniendo una visión no muy diferente de la que experimentaron los chamanes del Paleolítico en otras cuevas no muy distantes de allí (las que vieron nacer el arte rupestre), unas decenas de miles de años antes. Podríamos decir que aquella niña de catorce años, una pastorcilla analfabeta y con dificultades para expresarse, vio ante sí representado un sueño sobre un escenario real, en un estado mental de alerta relajada o trance hipnótico subsiguiente, la primera vez, a un ataque de asma que le sobrevino y a un estado mental que ella misma calificó de sueño (los fenómenos extraños, incluso milagrosos, que pueden ocurrir en paralelo o la posibilidad de que este tipo de alucinaciones sean compartidas a la vez por diversas personas, como ocurrió en Fátima en 1917, ocupan otro capítulo que no vamos a intentar desarrollar aquí… ni seríamos capaces de hacerlo con una solvencia mínima; quien tenga urgencia por adentrarse en este terreno, que la transforme en paciencia y empiece por estudiar la obra, no precisamente fácil, de Carl Gustav Jung).
De entre las interpretaciones sobre los motivos que llevaron a los hombres del Paleolítico Superior a pintar o grabar sus representaciones artísticas en las paredes de las cuevas, y cuyos yacimientos arqueológicos más significativos se encuentran en el Sur de Francia y en el Norte de la Península Ibérica, ha irrumpido con fuerza la que, siguiendo la estela de autores como Mircea Eliade, exponen Jean Clottes (prehistoriador) y David Lewis-Williams (arqueólogo y antropólogo social) en su obra “Los chamanes de la Prehistoria” (Ariel, 2010). Sostienen ambos que lo que los hombres de la prehistoria que se adentraban en las cuevas hacían al plasmar su obra artística no era sino traducir a arte parietal las visiones que previamente, y emergiendo de su mundo interior (aunque considerando ellos que surgían de las entrañas de la tierra), habían tenido en aquel entorno que consideraban habitáculo de los seres espirituales del mundo subterráneo. Las cuevas eran para aquellos hombres el recinto de entrada a ese submundo mágico, y las paredes de las mismas, membranas de separación entre el mundo de los mortales y el del más allá. “Las imágenes, sin contexto y con tamaños diferentes –afirman estos autores–, flotan sobre los muros y los techos que las envuelven. Lo que importa es que, cualquiera que sea la veracidad de los detalles anatómicos y de las posturas, pinturas y grabados no representaban animales reales, cazados para alimentarse y situados en un paisaje concreto. Más bien, se trata de visiones que se iban a buscar en el mundo subterráneo de los espíritus, por su poder sobrenatural y con la mediación de los chamanes”.
Eran tiempos aquellos en los que aún no habían aparecido los usos mentales propios de la mente racional. La imaginación aún no había producido conceptos, ni siquiera los moldes que habrían de permitir el discurso narrativo (momento en el cual aparecerían los mitos, es decir, los delirios). Los hombres se encontraban en una fase de desarrollo en la que sólo era posible en la práctica el pensamiento visual (percepciones y alucinaciones o imágenes mentales entremezcladas). “El pensamiento –dice Carl Gustav Jung– tiene para el primitivo carácter visionario y auditivo y por ello carácter de revelación (…) Nos sorprenden las supersticiones del primitivo sencillamente porque en nosotros se ha logrado una amplia asensualización de la imagen psíquica, es decir, hemos aprendido a pensar ‘abstractamente’ ”, a pensar con conceptos. Y también: “Los espíritus no son otra cosa que lo que nosotros llamamos sencillamente pensamientos”. En contraste con el alucinado y delirante hombre primitivo, los hombres modernos, unos más y otros menos, nos desenvolvemos mentalmente a través de conceptos. Todavía cuando en el hombre actual, capaz de esa abstracción que le eleva por encima de sus percepciones y de sus imágenes mentales, se produce el colapso o la ausencia de pensamientos abstractos con los que explicar o dar salida a una situación que se ha vuelto desasosegante, regresa a las primitivas formas de pensamiento, la visionaria o la delirante. Así lo ratifica el mismo Jung: “Cuán fácilmente se reproduce la realidad original de la imagen psíquica se evidencia, en el normal, en los sueños, y en las alucinaciones en caso de pérdida del equilibrio mental”.
En suma, el chamán del Paleolítico buscaba en las cuevas la entrada a ese mundo subterráneo en el que bullen los espíritus, y trataba de ser poseído por ellos, como el fiel cristiano, al comulgar, trata de ser poseído por Dios. Algunas pinturas rupestres (pocas) representan seres mitad humanos mitad animales, sirviendo de ejemplo gráfico de esa posesión; las ceremonias de los pueblos primitivos en las que los celebrantes se visten con pieles y máscaras de animales o en las que se come al animal como fórmula litúrgica de incorporación de su poder, evidencian estos atávicos intentos de conexión con los espíritus animales. A través de ellos, el chamán, bañado en esa atmósfera en la que el pensamiento se convierte en revelación visual, realizaba, entre otras cosas, sus curaciones. Alexis Carrel, Premio Nobel de Medicina en 1912, fue testigo excepcional de, sobre todo, una curación milagrosa ocurrida en Lourdes en 1902, que podríamos considerar heredera de aquellas otras curaciones que consiguen realizar los chamanes cuando el enfermo se adentra en ese estrato mental primario en el que ya no rige la razón sino la alucinación en alguna de sus formas.
__________________________________________________________________________
Artículos de este blog relacionados:
"Edvard Munch: Pintar cuando la muerte es inminente":
"Antonio López: una delicada vocación por la muerte":
__________________________________________________________________________
Artículos de este blog relacionados:
"Soledad y vacío en Edward Hopper":
Edward Hopper: la vida que no acaba de llegar:
"Miedo y culpa en el mundo moderno y su reflejo en el arte":
"Antonio López: una delicada vocación por la muerte":
Muy interesante, enhorabuena Javier
ResponderEliminarMuchas gracias, amigo. anima saber que hay alguien al otro lado de la pantalla (y no sólo lo alucino o deliro).
ResponderEliminarEste fin de semana he estado visitando la cueva de Covalanas, en Ramales, Cantabria. No tan profusa en pinturas ni tan elaboradas como la de Chauvet, pero también fascinante. Dominan allí las representaciones de ciervas. He recordado cómo Sempronio (122 a.C.-72 a. C.), un anticipo, durante las Guerras Civiles de Roma, de lo que significó después Julio César, se alió aquí, en la Península, con los lusitanos, a los que lideró. En su trato con ellos, usaba la mediación de una cierva blanca, que quizás él, un civilizado, algún día acabó merendándosela con patatas, pero que los lusitanos consideraban una encarnación de la divinidad. Una heredera, en fin, de aquellas otras ciervas que merecieron ser inmortalizadas en las paredes de Covalanas.