La presión de lo general y colectivo fue agobiante durante la Edad Media. Los individuos tenían prescrito desde que nacían, hasta en sus mínimos detalles, lo que había de ser su vida. El Renacimiento rompió o empezó a romper las verjas dentro de las que aquéllos andaban enclaustrados. “El llamado Renacimiento –dice Ortega– es, pues, por lo pronto, el esfuerzo por desprenderse de la cultura tradicional que, formada durante la Edad Media, había llegado a anquilosarse y ahogar la espontaneidad del hombre”. Recordemos, sin embargo, que fue Guillermo de Ockham sobre todo quien ya en el siglo XIV sembró la idea de la que el Renacimiento fue fruto: no existen los géneros (el bosque), sólo existen los individuos (los árboles); aquéllos eran un mero invento de la mente, un “flatus vocis” (soplo de voz), una palabra, sin correspondencia con la realidad objetiva. Asistimos así al momento histórico que supone un definitivo punto de inflexión de lo que en el artículo anterior considerábamos el mayor descubrimiento de la historia… el mismo que aquí consideraremos el más peligroso.
A partir del nuevo canon cultural, lo ideal y abstracto quedará desprestigiado; en el arte, los motivos mitológicos (idealizaciones alejadas de lo que se puede llegar a ver o experimentar), se sometieron al filtro decantador de lo que acontece en el mundo real. En su cuadro “El triunfo de Baco”, por ejemplo, Velázquez introduce, efectivamente, al referido dios en el escenario de la pedestre realidad; su función mítica, liberar a los hombres de los condicionamientos y pesares de la vida cotidiana, hasta la cual se accede simbólicamente a través de una ceremonia de iniciación como la reflejada en el cuadro, pasa a estar integrada en un escenario copado por simples borrachos, uno de los cuales mira decididamente al espectador, al que de esa manera invita a incorporarse a lo que allí ocurre: ya no existe distancia entre el mundo ideal y el real, el del actor y el del espectador, los escenarios del arte y los de la vida cotidiana. Por su parte, Cervantes hace descender el idealizado mundo de los caballeros andantes hasta conseguir embutirlo en ese otro alucinado que brota de la mente de un hidalgo que quisiera que su vida no fuera lo vulgar que es. El mundo, desde el Renacimiento en adelante, a la vez que va aterrizando en la realidad tangible (lo concreto e individualizado), va quedando poco a poco despoblado de ideales (lo generalizado y abstracto).
“Vida individual, lo inmediato, la circunstancia, son diversos nombres para una misma cosa: aquellas porciones de la vida de que no se ha extraído todavía el espíritu que encierran, su lógos” (Ortega). Quiere decirse que al volcarse precipitadamente y de forma excluyente hacia lo inmediato e individual, el hombre corre peligro de extraviarse, de dejar ignorado el sentido de las cosas, de creer que la realidad es sólo aquello que los sentidos ponen a su alcance (los árboles individuales), y, por tanto, de amputar de su vida esa tercera dimensión (el bosque) que sirve para saber qué lugar ocupa cada cosa en el mundo y, en última instancia, a qué ha de quedar referida su propia vida una vez que sale del estricto recinto que marcan el aquí y el ahora.
Zona de máximo peligro ésta que, inevitablemente quizás, el hombre ha decidido explorar hasta sus últimos resquicios. En esta misma hora de la historia estamos atravesando los desangelados dominios del nihilismo, en los que la adhesión a lo inmediato, a sólo lo que nuestros sentidos son capaces de mostrarnos, ha ido disolviendo nuestras ilusiones, nuestra capacidad de jerarquizar las cosas a lo largo de la escala que distingue entre lo mejor y lo peor, nuestro compromiso con lo que, desde el nuevo y restrictivo punto de vista, no existe, aunque hubiera dado sentido a nuestras vidas… En el mundo que rige el nihilismo, como en el de la muerte térmica (también en el más depurado arte de vanguardia), no existen el antes y el después, el arriba y el abajo, lo que está bien y lo que está mal. Allí (aquí) todo da igual. En eso consiste precisamente el caos, el extravío, que es lo que culturalmente, en buena medida, se ha constituido como espíritu de nuestra época, que enmarca y tutela nuestros modos de entender la vida.
Como en otras ocasiones, propongo aprovechar el material que el arte deja al alcance de nuestra reflexión para tener un punto de apoyo desde el que intentar valorar lo que nos está pasando; no hacemos con ello sino acatar la sugerencia que dejó hecha Ortega cuando dijo: “Como en la aldea, al abrir de mañana el balcón, miramos los humos de los hogares para presumir el viento que va a gobernar la jornada, podemos asomarnos al arte y a la ciencia de las nuevas generaciones con pareja curiosidad meteorológica”. No insistiremos (lo hemos dejado suficientemente explícito en los artículos que preceden a éste) en el contenido de la revolución histórica que venía llevándose a cabo en ese dilatado marco temporal que tuvo su inicio en la antigua Grecia y que hizo eclosión en el Renacimiento. Sólo recordaremos que, a partir sobretodo de la Revolución Francesa, quedó abierto, entre otros más productivos, un cauce virtual por el que fue creciendo el caudal de una manera de estar en el mundo que precisamente venía a atentar contra él, a ponernos a los individuos en su contra, y que sirvió de pábulo a impulsos que desembocaron en terribles catástrofes que desde entonces han dejado una muesca de fatiga y dolor aún más profundos de lo habitual en la historia de Occidente. Fue el Romanticismo el que, de una manera todavía ingenua y seductora, sirvió de inicial soporte ideológico y cultural para esa temeraria contraposición entre el hombre y su mundo, pero en él sólo se estaba empezando a gestar el terremoto nihilista que vino a hacer eclosión alrededor del cambio de siglo entre el XIX y el XX.
Del magma de movimientos artísticos que constituyeron la llamada vanguardia, todos ellos confluyentes en lo esencial, y que irrumpieron por entonces, el surrealismo quedó consagrado, quizás, como el más representativo. André Breton escribió sucesivos manifiestos para explicar su “razón” (convengamos en decirlo así) de ser. En ellos explica, precisamente, la raigambre romántica de lo que en el arte acontecía: “Los días del romanticismo erróneamente calificados de heroicos, tan sólo merecen, honestamente, la calificación de días de vagidos de un ser que ahora comienza a dar a conocer sus deseos a través de nosotros”. Y he aquí una proclama suficientemente explícita de sus motivos: “(El surrealismo se nutre del) deseo de superar la insuficiente, la absurda, distinción entre lo bello y lo feo, lo verdadero y lo falso, el bien y el mal. Y como sea que del grado de resistencia que esta idea superior encuentre depende el avance más o menos seguro del espíritu hacia un mundo que, al fin, resulte habitable, es comprensible que el surrealismo no tema adoptar el dogma de la rebelión absoluta, de la insumisión total, del sabotaje en toda regla, y que tenga sus esperanzas puestas únicamente en la violencia. El acto surrealista más puro consiste en bajar a la calle, revólver en mano, y disparar al azar, mientras a uno le dejen, contra la multitud”.
Cuando Ortega hacía estribar las características del hombre-masa en el hecho de “no apelar de sí mismo a ninguna instancia fuera de él”, estaba dando un acertado contexto a la fórmula con la que Breton venía a romper con todo principio moral: “El hombre propone y dispone. Tan sólo de él depende poseerse por entero, es decir, mantener en estado de anarquía la cuadrilla de sus deseos, de día en día más temible”. Dicho de otra manera: “Todo acto lleva en sí su propia justificación”.
O bien: “Surrealismo: (…) es un dictado del pensamiento, sin la intervención reguladora de la razón, ajeno a toda preocupación estética o moral”. Y concluía este conspicuo mentor del arte de vanguardia: “No voy a ocultar que para mí, la imagen más fuerte es aquella que contiene el más alto grado de arbitrariedad, aquella que más tiempo tardamos en traducir a lenguaje práctico”.
Todo esto era una consecuencia extrema y perversa de aquel descubrimiento de la soledad y de la libertad en el que estaba empeñado Occidente, y que, por otra parte y paradójicamente, había abierto un infinito campo de posibilidades de crecimiento y expansión a la acción humana. Así señalaba Breton el exasperado extremo al que aspiraba llegar: “Únicamente el surrealismo podrá explicar el estado de completo aislamiento al que esperamos llegar aquí en esta vida”. Y si, como también decíamos en el artículo anterior, esa postura coloca peligrosamente a quien la mantiene en los bordes de la locura, Breton sacaba pecho y proclamaba: “No será el miedo a la locura lo que nos obligue a bajar la bandera de la imaginación”.
¿En qué consiste esa locura que acecha cuando se ha perdido la referencia de la moral, de la belleza, de lo ideal… en suma, de lo supraindividual? Pues en la caída en los bajos fondos de la trivialidad, de lo estrictamente contingente, de lo que da igual que asome o no en las así depauperadas vidas nuestras. Como decía Ortega, “cuando hemos llegado hasta los barrios bajos del pesimismo y no hallamos nada en el universo que nos parezca una afirmación capaz de salvarnos, se vuelven los ojos hacia las menudas cosas del vivir cotidiano –como los moribundos recuerdan al punto de la muerte toda suerte de nimiedades que les acaecieron”. Así lo venía a corroborar el mismo Breton: “En aquellas ocasiones en que más razones he tenido para terminar con mi vida, más me he sorprendido a mí mismo admirando una porción cualquiera del entarimado del suelo, una porción de madera que era como de seda, de una seda bella como el agua” (lo que va de la madera a la seda y de la seda al agua son típicas asociaciones automáticas del surrealismo).
Es así como el arte, en representación del espíritu de esta época hoy posmoderna, derivó hacia expresiones como las que llevaron a Marcel Duchamp a realizar sus ready-made (“objeto encontrado o confeccionado”), en las que una rueda de bicicleta, un portabotellas o un urinario eran supuestamente elevados a la categoría de arte. Pero no fue aquello el extremo de locura y extravío al que el arte ha sido capaz de llegar a través de estos atormentados vericuetos. Piero Manzoni expuso, por ejemplo, en Italia, en 1961, en la Galleria Pescetto de Albisola Marina, un lote de 90 latas con un peculiar contenido: sus propios excrementos que, por los mismos procedimientos que las vanguardias habían dejado habilitados, llegaron asimismo a ser reconocidos, dentro de su envase correspondiente, como obra de arte (como ves, Vicente, habíamos pensado en los mismos ejemplos). El mismo Breton había desbrozado el camino hacia aquella decidida vuelta a la barbarie cuando dijo: “El buen gusto es una formidable lacra. En el ambiente de mal gusto propio de mi época, me esfuerzo en llegar más lejos que cualquier otro”. Y estaba abonando aquella pútrida simiente al afirmar: “Creo en el valor de todo aquello que se hace, espontáneamente o no, encaminado hacia el fin de la inaceptación”. Y en fin: “Digámoslo claramente: lo maravilloso es siempre bello, todo lo maravilloso, sea lo que fuere, es bello, e incluso debemos decir que solamente lo maravilloso es bello”, siendo así que lo maravilloso no portaba para serlo, según él, otro requisito que el de sorprender, el de no repetir nada anterior, el de aceptar como motivo artístico simplemente el hecho de ser imprevisible, trivial o casual y solitario (asocial). Como el actual hombre posmoderno.
La filosofía, la historia, la psicología, el arte, la antropología, la actualidad... de la mano, sobre todo, de Ortega y Gasset, el pensador más importante de todos los tiempos en lengua española
domingo, 28 de agosto de 2011
domingo, 21 de agosto de 2011
EL MAYOR DESCUBRIMIENTO DE LA HISTORIA
El mayor descubrimiento que haya hecho la humanidad, aquél por el cual Occidente se originó y poco a poco está llegando a su sazón, es… la soledad, la constatación de que la vida es una responsabilidad personal de cada individuo, de que, más allá de los condicionamientos que nos salgan al paso, no hay nadie, en última instancia, al margen de cada cual que nos dicte o tutele lo que hemos de ser y tenemos que hacer. Si alguna vez creímos que era así, ahora estamos sabiendo que fue una ilusión. Ese descubrimiento podemos decir que comenzó en la Grecia clásica, y, no sin altibajos o vértigos declarados, ha ido completándose cada vez más.
Hitos fundamentales de ese proceso que, a base sobre todo de dar la espalda al mundo, ha ido dando forma a la soledad son el “conócete a ti mismo” de Sócrates, la afirmación de San Agustín de que “en el interior del hombre habita la verdad”, que San Pablo había preparado cuando dijo: “Si alguno de vosotros piensa que es sabio según el mundo, hágase necio para llegar a ser sabio. Porque la sabiduría del mundo es necedad a los ojos de Dios”; la afirmación de Guillermo de Ockham (siglo XIV) de que no existen los géneros, sólo los individuos; la de Descartes con su “pienso, luego existo” o la de Soren Kierkegaard: “La subjetividad es la verdad; la subjetividad es la realidad”; y, quizás sobre todo, dentro de la modernidad, la revolucionaria ubicación de Kant de todo principio moral, de toda decisión sobre lo que está bien y lo que está mal, en el interior de cada individuo. A través de todo este proceso, lo que ha ido saliendo a la luz es el ser humano como individuo.
Efectivamente, “lo que entendemos bajo el concepto de ‘individuo’ –dice el fundador de la psicología analítica, Carl Gustav Jung– es una conquista, nueva relativamente, del espíritu humano y de la historia de la cultura”. Ya había afirmado Nietzsche por boca de Zaratustra que “en verdad, el individuo mismo es la creación más reciente”. No decía exactamente lo mismo María Zambrano (estaba un paso más allá), pero sí podemos incluirlo en esta serie de citas: “la revelación a que sentimos estar asistiendo en los tiempos que corren, es la del hombre en su vida”. Ortega sitúa más precisamente en el tiempo la irrupción de este fenómeno: “El Renacimiento descubre en toda su vasta amplitud el mundo interno, el me ipsum, la conciencia, lo subjetivo”. Y Erich Fromm complementa: “El proceso por el cual el individuo se desprende de sus lazos originales, que podemos llamar proceso de individuación, parece haber alcanzado su mayor intensidad durante los siglos comprendidos entre la Reforma y nuestros tiempos”. La gran eclosión de creatividad, de productividad y de avances científicos y tecnológicos que, sobre todo desde el Renacimiento y la Reforma, ha tenido lugar en Occidente, se debe al impulso que la vida tomó desde que el individuo fue reconociéndose en su soledad, o dicho en positivo, desde que descubrió que era libre.
Pero, como decía Ludwig Wittgenstein (1889-1951): “Estar solo con uno mismo, o con Dios, ¿no es como estar solo con una fiera? En cualquier momento puede atacarte”. Cioran también se barruntaba algo semejante: “¿La soledad no es, sin embargo, un terreno propicio para la locura?”. Y Carl Gustav Jung apuntaba hacia los eventuales traumas que se pueden producir con la desaparición del cordón umbilical que nos une a lo que nos trasciende, porque, según él, “conciencia individual significa ruptura y hostilidad”. Ortega y Gasset avisa del profundo malentendido que encierra esta nueva perspectiva sobre el mundo (o debiéramos decir más bien: a pesar del mundo o incluso contra él), porque, según ella, “concluye el hombre creyendo que posee una facultad casi divina, capaz de revelarle de una vez para siempre la esencia última de las cosas. Esta facultad tendrá que ser independiente de la experiencia, la cual, en sus constantes variaciones, podría modificar aquella revelación. Descartes llamó raison o pure intellection a esa facultad, y Kant, más precisamente, “razón pura” (…) En vez de buscar contacto con las cosas, se desentiende de ellas y procura la más exclusiva fidelidad a sus propias leyes internas”. En suma, que esa prometedora trayectoria que abría al hombre grandes horizontes de libertad y responsabilidad podía derivar en la hipérbole de la subjetividad, en la utópica creencia por parte del individuo de que no hay o no debe de haber fuera de él ningún límite a su voluntad, y si lo hubiere, debía de ser derribado, porque él, el individuo, es la genuina fuente de lo real. El peligro que asomaba en los márgenes de esa trayectoria hacia la libertad era que el individuo acabara considerando al mundo (mero aglomerado de limitaciones) como su enemigo.
Así fue ocurriendo en buena medida. La señal de salida en este sentido la dio Jean Jacques Rousseau cuando dijo: “La naturaleza ha hecho al hombre bueno y feliz; pero la sociedad lo ha convertido en depravado y miserable”. Y fue en el terreno del arte, como suele ocurrir, donde mejor encarnó ese nuevo espíritu cuyas raíces se hundían en las profundas perturbaciones que la Revolución Francesa había producido en el alma de los hombres. Así, cuando le preguntaron a Baudelaire que dónde prefería vivir, contestó: “¡En cualquier parte, con tal que sea fuera del mundo!”. Maurice de Vlaminck, pintor representativo del fauvismo, había participado, aunque desde la retaguardia, en las revueltas anarquistas que sacudieron París al final de la década de 1890, con lanzamientos de bombas y numerosos desórdenes. Unos años más tarde escribió: “Mi entusiasmo me permitía tomar todo tipo de libertades. Yo no quería seguir un modo convencional de pintar; yo quería revolucionar las costumbres y la vida contemporánea –liberar a la naturaleza, librarla de la autoridad de las viejas teorías y del clasicismo, a los que odiaba tanto como había odiado al general o al coronel de mi regimiento–. No estaba lleno ni de envidia ni de odio, pero me sentía tremendamente impulsado a recrear un mundo nuevo que había visto a través de mis propios ojos, un mundo que era enteramente mío”.
André Breton, en su “Segundo Manifiesto del Surrealismo” se preguntaba con sediciosa actitud: “¿Qué pueden esperar de la experiencia surrealista aquellos que aún se preocupan del lugar que ocuparán en el mundo?”. Una pregunta que era toda una proclama en pro de la inadaptación más radical. Y Vassily Kandinsky, el iniciador del arte abstracto, llegaba a esta reflexión: “Cuando la religión, la ciencia y la moral (esta última gracias a la mano fuerte de Nietzsche) se ven zarandeadas y los puntales externos amenazan derrumbarse, el hombre aparta su vista de lo exterior y la centra en sí mismo”. Reflexión que queda complementada con esta otra que transcribió en 1912: “El artista debe ser ciego a las formas “reconocidas” o “no reconocidas”, sordo a las enseñanzas y los deseos de su tiempo. Sus ojos abiertos deben mirar hacia su vida interior y su oído prestar siempre atención a la necesidad interior”. Ortega certificó: “El artista se ha cegado para el mundo exterior y ha vuelto la pupila hacia los paisajes interiores y subjetivos”.
Precisamente Nietzsche, al que vimos que aludía Kandinsky, ya había vislumbrado lo que se venía encima: “Lo que cuento es la historia de los dos próximos siglos. Describe lo que sucederá, lo que no podrá suceder de otra manera: la llegada del nihilismo”. Incluso le dio tiempo a advertir a los artistas del profundo error en el que se iban a hundir cuando dijo: “El creador quiso apartar la vista de sí mismo, entonces creó el mundo”. Ortega y Gasset, por su parte, tuvo la perspicacia de analizar y poner nombre al tipo de individuo que este profundo malentendido estaba generando: el hombre-masa, del que dejó dicho: “El hombre que analizamos se habitúa a no apelar de sí mismo a ninguna instancia fuera de él”. Con lo que ese hombre-masa acaba arrollando a la realidad circunstante por el mero hecho de estar ahí, oponiéndose o resistiendo a sus deseos y, tal vez, caprichos. Los recientes sucesos de insurrección masiva ocurridos en Inglaterra, a los que me referí en el artículo anterior, son paradigmáticos del modo en que el hombre-masa se sitúa ante lo que le rodea.
Ya Cioran ha venido advirtiendo: “Toda sugerencia de final implica un exceso de subjetividad. La vida como tal no ocurre en el corazón. Sólo la muerte”. Y Milan Kundera apunta hacia la superación de este perverso malentendido cuyas consecuencias estamos sufriendo: “Todo el valor del ser humano se basa en la capacidad de sobresalirse, de emerger fuera de sí mismo, de ser en otro y para otro”. En el mismo sentido, y frente al hombre-masa, Ortega contraponía al hombre excelente: “El hombre selecto o excelente está constituido por una íntima necesidad de apelar de sí mismo a una norma más allá de él, superior a él, a cuyo servicio libremente se pone”. Y redondeaba sus conclusiones aún más: “Civilización es, antes que nada, voluntad de convivencia. Se es incivil y bárbaro en la medida en que no se cuente con los demás. La barbarie es tendencia a la disociación. Y así todas las épocas bárbaras han sido tiempos de desparramamiento humano, pululación de mínimos grupos separados y hostiles”. A esa barbarie hemos dedicado los artículos precedentes.
Así pues, nuestra libertad (y nuestra soledad) tiene límites: los que imponen las circunstancias y nos señala la experiencia. “Yo” no soy algo absoluto e incondicionado: yo soy yo y mi circunstancia. Cuando esto se comprenda, el mayor descubrimiento de la historia quedará completado.
Hitos fundamentales de ese proceso que, a base sobre todo de dar la espalda al mundo, ha ido dando forma a la soledad son el “conócete a ti mismo” de Sócrates, la afirmación de San Agustín de que “en el interior del hombre habita la verdad”, que San Pablo había preparado cuando dijo: “Si alguno de vosotros piensa que es sabio según el mundo, hágase necio para llegar a ser sabio. Porque la sabiduría del mundo es necedad a los ojos de Dios”; la afirmación de Guillermo de Ockham (siglo XIV) de que no existen los géneros, sólo los individuos; la de Descartes con su “pienso, luego existo” o la de Soren Kierkegaard: “La subjetividad es la verdad; la subjetividad es la realidad”; y, quizás sobre todo, dentro de la modernidad, la revolucionaria ubicación de Kant de todo principio moral, de toda decisión sobre lo que está bien y lo que está mal, en el interior de cada individuo. A través de todo este proceso, lo que ha ido saliendo a la luz es el ser humano como individuo.
Efectivamente, “lo que entendemos bajo el concepto de ‘individuo’ –dice el fundador de la psicología analítica, Carl Gustav Jung– es una conquista, nueva relativamente, del espíritu humano y de la historia de la cultura”. Ya había afirmado Nietzsche por boca de Zaratustra que “en verdad, el individuo mismo es la creación más reciente”. No decía exactamente lo mismo María Zambrano (estaba un paso más allá), pero sí podemos incluirlo en esta serie de citas: “la revelación a que sentimos estar asistiendo en los tiempos que corren, es la del hombre en su vida”. Ortega sitúa más precisamente en el tiempo la irrupción de este fenómeno: “El Renacimiento descubre en toda su vasta amplitud el mundo interno, el me ipsum, la conciencia, lo subjetivo”. Y Erich Fromm complementa: “El proceso por el cual el individuo se desprende de sus lazos originales, que podemos llamar proceso de individuación, parece haber alcanzado su mayor intensidad durante los siglos comprendidos entre la Reforma y nuestros tiempos”. La gran eclosión de creatividad, de productividad y de avances científicos y tecnológicos que, sobre todo desde el Renacimiento y la Reforma, ha tenido lugar en Occidente, se debe al impulso que la vida tomó desde que el individuo fue reconociéndose en su soledad, o dicho en positivo, desde que descubrió que era libre.
Pero, como decía Ludwig Wittgenstein (1889-1951): “Estar solo con uno mismo, o con Dios, ¿no es como estar solo con una fiera? En cualquier momento puede atacarte”. Cioran también se barruntaba algo semejante: “¿La soledad no es, sin embargo, un terreno propicio para la locura?”. Y Carl Gustav Jung apuntaba hacia los eventuales traumas que se pueden producir con la desaparición del cordón umbilical que nos une a lo que nos trasciende, porque, según él, “conciencia individual significa ruptura y hostilidad”. Ortega y Gasset avisa del profundo malentendido que encierra esta nueva perspectiva sobre el mundo (o debiéramos decir más bien: a pesar del mundo o incluso contra él), porque, según ella, “concluye el hombre creyendo que posee una facultad casi divina, capaz de revelarle de una vez para siempre la esencia última de las cosas. Esta facultad tendrá que ser independiente de la experiencia, la cual, en sus constantes variaciones, podría modificar aquella revelación. Descartes llamó raison o pure intellection a esa facultad, y Kant, más precisamente, “razón pura” (…) En vez de buscar contacto con las cosas, se desentiende de ellas y procura la más exclusiva fidelidad a sus propias leyes internas”. En suma, que esa prometedora trayectoria que abría al hombre grandes horizontes de libertad y responsabilidad podía derivar en la hipérbole de la subjetividad, en la utópica creencia por parte del individuo de que no hay o no debe de haber fuera de él ningún límite a su voluntad, y si lo hubiere, debía de ser derribado, porque él, el individuo, es la genuina fuente de lo real. El peligro que asomaba en los márgenes de esa trayectoria hacia la libertad era que el individuo acabara considerando al mundo (mero aglomerado de limitaciones) como su enemigo.
Así fue ocurriendo en buena medida. La señal de salida en este sentido la dio Jean Jacques Rousseau cuando dijo: “La naturaleza ha hecho al hombre bueno y feliz; pero la sociedad lo ha convertido en depravado y miserable”. Y fue en el terreno del arte, como suele ocurrir, donde mejor encarnó ese nuevo espíritu cuyas raíces se hundían en las profundas perturbaciones que la Revolución Francesa había producido en el alma de los hombres. Así, cuando le preguntaron a Baudelaire que dónde prefería vivir, contestó: “¡En cualquier parte, con tal que sea fuera del mundo!”. Maurice de Vlaminck, pintor representativo del fauvismo, había participado, aunque desde la retaguardia, en las revueltas anarquistas que sacudieron París al final de la década de 1890, con lanzamientos de bombas y numerosos desórdenes. Unos años más tarde escribió: “Mi entusiasmo me permitía tomar todo tipo de libertades. Yo no quería seguir un modo convencional de pintar; yo quería revolucionar las costumbres y la vida contemporánea –liberar a la naturaleza, librarla de la autoridad de las viejas teorías y del clasicismo, a los que odiaba tanto como había odiado al general o al coronel de mi regimiento–. No estaba lleno ni de envidia ni de odio, pero me sentía tremendamente impulsado a recrear un mundo nuevo que había visto a través de mis propios ojos, un mundo que era enteramente mío”.
André Breton, en su “Segundo Manifiesto del Surrealismo” se preguntaba con sediciosa actitud: “¿Qué pueden esperar de la experiencia surrealista aquellos que aún se preocupan del lugar que ocuparán en el mundo?”. Una pregunta que era toda una proclama en pro de la inadaptación más radical. Y Vassily Kandinsky, el iniciador del arte abstracto, llegaba a esta reflexión: “Cuando la religión, la ciencia y la moral (esta última gracias a la mano fuerte de Nietzsche) se ven zarandeadas y los puntales externos amenazan derrumbarse, el hombre aparta su vista de lo exterior y la centra en sí mismo”. Reflexión que queda complementada con esta otra que transcribió en 1912: “El artista debe ser ciego a las formas “reconocidas” o “no reconocidas”, sordo a las enseñanzas y los deseos de su tiempo. Sus ojos abiertos deben mirar hacia su vida interior y su oído prestar siempre atención a la necesidad interior”. Ortega certificó: “El artista se ha cegado para el mundo exterior y ha vuelto la pupila hacia los paisajes interiores y subjetivos”.
Precisamente Nietzsche, al que vimos que aludía Kandinsky, ya había vislumbrado lo que se venía encima: “Lo que cuento es la historia de los dos próximos siglos. Describe lo que sucederá, lo que no podrá suceder de otra manera: la llegada del nihilismo”. Incluso le dio tiempo a advertir a los artistas del profundo error en el que se iban a hundir cuando dijo: “El creador quiso apartar la vista de sí mismo, entonces creó el mundo”. Ortega y Gasset, por su parte, tuvo la perspicacia de analizar y poner nombre al tipo de individuo que este profundo malentendido estaba generando: el hombre-masa, del que dejó dicho: “El hombre que analizamos se habitúa a no apelar de sí mismo a ninguna instancia fuera de él”. Con lo que ese hombre-masa acaba arrollando a la realidad circunstante por el mero hecho de estar ahí, oponiéndose o resistiendo a sus deseos y, tal vez, caprichos. Los recientes sucesos de insurrección masiva ocurridos en Inglaterra, a los que me referí en el artículo anterior, son paradigmáticos del modo en que el hombre-masa se sitúa ante lo que le rodea.
Ya Cioran ha venido advirtiendo: “Toda sugerencia de final implica un exceso de subjetividad. La vida como tal no ocurre en el corazón. Sólo la muerte”. Y Milan Kundera apunta hacia la superación de este perverso malentendido cuyas consecuencias estamos sufriendo: “Todo el valor del ser humano se basa en la capacidad de sobresalirse, de emerger fuera de sí mismo, de ser en otro y para otro”. En el mismo sentido, y frente al hombre-masa, Ortega contraponía al hombre excelente: “El hombre selecto o excelente está constituido por una íntima necesidad de apelar de sí mismo a una norma más allá de él, superior a él, a cuyo servicio libremente se pone”. Y redondeaba sus conclusiones aún más: “Civilización es, antes que nada, voluntad de convivencia. Se es incivil y bárbaro en la medida en que no se cuente con los demás. La barbarie es tendencia a la disociación. Y así todas las épocas bárbaras han sido tiempos de desparramamiento humano, pululación de mínimos grupos separados y hostiles”. A esa barbarie hemos dedicado los artículos precedentes.
Así pues, nuestra libertad (y nuestra soledad) tiene límites: los que imponen las circunstancias y nos señala la experiencia. “Yo” no soy algo absoluto e incondicionado: yo soy yo y mi circunstancia. Cuando esto se comprenda, el mayor descubrimiento de la historia quedará completado.
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domingo, 14 de agosto de 2011
OSLO, INGLATERRA: ¿CASOS AISLADOS O SÍNTOMAS?
“Cumpla lo que la justicia exige. Sé que no es creyente, pero le juro que la vida le sacará a flote. Después estará contento de sí mismo. Lo que usted necesita es aire, ¡aire, aire!”. Esto es lo que, en la más famosa novela de Dostoievski, “Crimen y Castigo”, le espetó el comisario Porfiri Petrovich, en privada conversación, a Rodia Raskólnikov, cuando le hizo a éste evidente que sabía que era el asesino de Aliona Ivánovna, una vieja usurera, y de su hermana Lizaveta, tratando amistosamente de aconsejarle para que su alma encontrara por fin el sosiego que había perdido desde que empezó a planear aquel asesinato. El gran escrutador de almas que fue Fiodor Dostoievski hizo en la novela un detallado retrato psicológico de Raskólnikov y de la recargada atmósfera vital en la que sus intenciones asesinas fueron fermentando. “Se había replegado hasta tal punto sobre sí mismo –dice de él en cierto momento de la narración– y se había aislado tanto de los demás, que le producía aprensión la idea de cruzarse, no ya con la dueña de su casa, sino con cualquiera otra persona (…) Se había desentendido por completo de las cuestiones del diario vivir y no quería ocuparse de ellas”. Por eso el comisario le recomendaba ¡aire!, salir de sí mismo, de su centrípeta manera de situarse ante las cosas.
Sonia Semiónovna, una bondadosa prostituta, fue el instrumento que la vida, por fin, puso en el camino de Raskólnikov para que éste llegara a ser capaz de empatía, de salir de sí mismo y encararse hacia los demás y hacia el mundo. Llegado un punto, esta salida de su alma al “aire libre” le hizo capaz de verbalizar ante Sonia el estado de ánimo del que estaba impregnado mientras estuvo maquinando asesinar y robar a Aliona Ivánovna: “Quería matar, Sonia, sin que fuera un caso de conciencia, ¡quería matar para mí, para mí solo! (…) No maté por ayudar a mi madre, ¡eso es absurdo! No maté por convertirme en un filántropo, una vez tuviera en mis manos dinero y poder. ¡Eso es absurdo! Sencillamente, maté. Maté por mí, por mí mismo”.
En el estado de solipsismo intelectual, introversión mental y aislamiento existencial en el que se había desenvuelto Raskólnikov durante mucho tiempo, fueron gestándose sus fabulosas teorías sobre el papel de los grandes (y no tan grandes, como sería su propio caso) hombres en la historia, y sobre sus respectivas obligaciones con la misión vital que cada uno debía llevar a cabo, pasando por encima de cualquier impedimento moral que le saliera al paso. “A mi parecer –explicaba un día Raskólnikov, antes de cometer su crimen, comentando su teoría a sus eventuales contertulios–, si los descubrimientos de Kepler o de Newton, a consecuencia de determinadas circunstancias, cualesquiera que fuesen, no hubieran podido convertirse en patrimonio de la humanidad sin el sacrificio de un hombre, de diez, de cien o más hombres, que hubiesen sido obstáculo para la comunicación del descubrimiento a los demás, Newton habría tenido derecho a eliminar a esas diez o cien personas; habría estado incluso obligado a hacerlo (…) Los legisladores y ordenadores de la humanidad, empezando por los más antiguos y continuando por los Licurgo, los Solón, los Mahoma, los Napoleón y así sucesivamente, todos sin excepción fueron criminales por el simple hecho de que al promulgar una nueva ley, infringían, con ello, la ley antigua, venerada como sacrosanta por la sociedad y recibida de los antepasados; claro es que no vacilaron en derramar sangre, si la sangre (a veces completamente inocente y vertida con sublime heroísmo por defender la ley antigua) podía ayudarles en su empresa (…) En una palabra, llego a la conclusión de que todos los hombres no ya grandes, sino que se destaquen un poco de lo corriente, o sea los que estén en condiciones de decir algo nuevo, por poco que sea, necesariamente han de ser criminales por propia naturaleza, en mayor o menor grado, claro es. De no ser así, les resulta muy difícil salir del camino hollado, como ya he dicho, y a mi modo de ver incluso están obligados a no conformarse”.
De esta forma, Raskólnikov, desde su falta de empatía e incapacidad para sentirse afectado por el sufrimiento ajeno, y partiendo de unas teorías en las que la realidad exterior sólo era tenida en cuenta como campo de pruebas para sus íntimas, solipsistas teorías, estaba generando el contexto intelectual y emocional desde el que quedaría justificado su futuro crimen contra una usurera que no merecía tener el dinero que había acumulado, y que, sin embargo, en sus manos, las de su asesino, iban a encontrar una más elevada utilidad. Aliona Ivánovna, su futura víctima, mientras tanto, enmarcada por los presupuestos de su teoría, venía a ser algo equivalente a un parásito, a un “piojo” para la sociedad, un ser que se aprovechaba de los demás con sus préstamos usureros, y que, por si fuera poco, cuando muriera pensaba dar en herencia sus bienes a un convento cualquiera, porque no tenía a nadie a quien sentirse vinculada, ni siquiera su hermana, Lizaveta, a la que esclavizaba. Rodia “estaba obligado”, siempre según los términos de su teoría, a pasar por encima de los obstáculos que le impedían dejar su huella entre los hombres, y todos ellos habían venido a concentrarse en la figura de Aliona Ivánovna.
Dostoievski describe también el estado de ánimo de Raskólnikov inmediatamente anterior a la comisión de su crimen: “Una sensación nueva, casi invencible, se iba apoderando de él cada vez más, de minuto en minuto. Era una especie de repugnancia infinita, casi física hacia cuanto encontraba y le rodeaba, una repugnancia tenaz, rencorosa, empapada de odio. Todas las personas con quienes se encontraba le parecían repugnantes, su rostro, su manera de andar, sus movimientos. Si alguien le hubiera dirigido la palabra, con toda probabilidad, le habría escupido a la cara sin más ni más, le habría mordido”. (…) “¡Dejadme, dejadme todos –gritó furioso Raskólnikov–. ¿Me dejaréis en paz? ¡Verdugos! ¡No os tengo miedo! ¡Ahora no temo a nadie, a nadie! ¡Fuera de mi lado! ¡Quiero estar solo, solo, solo!”.
Pasemos a la vida real: la prensa ha descrito en líneas generales el perfil psicológico de Anders Behring Breivik, el asesino de 77 personas en Noruega, que precisamente viene a coincidir con el que Dostoievski previó para Rodia Raskólnikov. Dice de él que era un solitario que se hartó de la sociedad en que vivía, su diario revela a un hombre que vacilaba entre la depresión paralizante y planes grandiosos e inalcanzables (el sujeto sano, por el contrario, saca adelante con tenacidad y día a día los planes realistas que constituyen su proyecto vital); le gustaba pasar horas ante el ordenador jugando a juegos de video violentos, escuchaba música y poseía una inteligencia superior a la media. Breivik, dicen de él también, cultivó una actitud de desapego hacia la gente que le rodeaba. En la elección de los posibles objetivos contra los que atentar influía un gran elemento de agravio personal o de resentimiento. Breivik, al igual que muchos hombres occidentales modernos, era un joven solitario, un cínico descontento que buscaba algo en que creer; los problemas de inadaptación generados por la inmigración islámica así como su repudio de la ideología marxista sirvieron de coartada para vestir con ellos su profundo odio contra el mundo, que estalló, por fin, en los horribles atentados contra los edificios gubernamentales de Oslo y en el campamento juvenil laborista de la isla de Utoya el 22 de julio, que tenía planeados desde hacía años. Pero, si hubiera sido capaz de leer su intimidad, sin duda podría finalmente haber dicho lo que Raskólnikov a Sonia Semiónovna: “Sencillamente, maté. Maté por mí, por mí mismo”. No había realmente una causa exterior que justificase su acto.
Por otro lado, Inglaterra se ha visto sacudida estos últimos días por una ola de violencia generalizada que en seguida ha dejado ver que la causa aludida por los insurrectos para justificar su explosividad, la muerte de una persona en un enfrentamiento con la policía, era sólo el equivalente a las alas de la mariposa que acaban originando un huracán; es decir, tampoco había una causa exterior que justificase su comportamiento. ¿Quiénes son los detenidos por la policía en estas revueltas? Al parecer, la mayoría son veinteañeros, aunque también los hay de menor edad. ¿Pobres y desempleados sin perspectivas de futuro? “Entre los acusados –cuenta el corresponsal de asuntos legales de la BBC Clive Coleman– había un diseñador gráfico, estudiantes universitarios, un maestro de escuela ayudante, un graduado universitario, un hombre recientemente reclutado por el ejército…”. Asimismo, han detenido como autora de robos en una tienda de electrodomésticos a la hija de un millonario inglés (brillante universitaria, que vive en una mansión con pista de tenis y parque privado), a una atleta británica, embajadora olímpica en los Juegos de Londres 2011, detenida por robo, desorden público y atacar un vehículo policial, a una bailarina de ballet, un músico, un chef de comida orgánica… Según el corresponsal Coleman, muchos de los que serán llevados a juicio aseguran que son personas que llevaban una vida tranquila y hasta tienen buen carácter. Simplemente cayeron en la tentación de cometer crímenes. Libres, a primera vista, de la sanción social y policial, muchas personas dejaron en evidencia el hecho de que no cuentan con un freno moral propio para sus impulsos, en los que ha desaparecido cualquier componente altruista y lo que han dejado que en ellos prevalezca, por el contrario, les lleva directamente al comportamiento antisocial. Lo que comenzó, en fin, como una protesta por la muerte de un hombre en un incidente con la policía terminó en una ola de saqueos y violencia extrema por diferentes barrios de la capital y por otras ciudades.
¿Son estos comportamientos, los del noruego Breivick por un lado y los de los insurrectos ingleses por otro, meras explosiones, casos aislados preparados por el azar y que hay que esperar que finalmente acaben disolviéndose en ese mismo compuesto azaroso o podemos explorar en ellos algún sustrato cultural (contracultural) que permita acotarlos como salidas a la luz de predisposiciones del comportamiento individual y colectivo que se han ido gestando en el espíritu de la época? Dostoievski no hubiera creído en el mero azar. Friedrich Nietzsche, entusiasta lector suyo, confirmaría eso mismo a su manera: “Ningún vencedor cree en la casualidad”, decía. Por mi parte añadiré: un pringado como yo, tampoco. En otros artículos (el anterior sobre las raíces del nacionalismo, sin ir más lejos) he apuntado a ese sustrato cultural al que debemos lo mejor y lo peor de lo que hoy somos. En el próximo seguiré argumentando en esa misma dirección. Dejaré ahora sólo apuntado, con la ayuda de unos versos de León Felipe, el descubrimiento que, alumbrado ya en el Renacimiento, conmovió, para bien y para mal, y para mucho tiempo, los fundamentos de la personalidad psicológica, intelectual y moral de de los individuos de Occidente. Aún no hemos metabolizado aquella profunda perturbación. Éstos son los versos:
Sonia Semiónovna, una bondadosa prostituta, fue el instrumento que la vida, por fin, puso en el camino de Raskólnikov para que éste llegara a ser capaz de empatía, de salir de sí mismo y encararse hacia los demás y hacia el mundo. Llegado un punto, esta salida de su alma al “aire libre” le hizo capaz de verbalizar ante Sonia el estado de ánimo del que estaba impregnado mientras estuvo maquinando asesinar y robar a Aliona Ivánovna: “Quería matar, Sonia, sin que fuera un caso de conciencia, ¡quería matar para mí, para mí solo! (…) No maté por ayudar a mi madre, ¡eso es absurdo! No maté por convertirme en un filántropo, una vez tuviera en mis manos dinero y poder. ¡Eso es absurdo! Sencillamente, maté. Maté por mí, por mí mismo”.
En el estado de solipsismo intelectual, introversión mental y aislamiento existencial en el que se había desenvuelto Raskólnikov durante mucho tiempo, fueron gestándose sus fabulosas teorías sobre el papel de los grandes (y no tan grandes, como sería su propio caso) hombres en la historia, y sobre sus respectivas obligaciones con la misión vital que cada uno debía llevar a cabo, pasando por encima de cualquier impedimento moral que le saliera al paso. “A mi parecer –explicaba un día Raskólnikov, antes de cometer su crimen, comentando su teoría a sus eventuales contertulios–, si los descubrimientos de Kepler o de Newton, a consecuencia de determinadas circunstancias, cualesquiera que fuesen, no hubieran podido convertirse en patrimonio de la humanidad sin el sacrificio de un hombre, de diez, de cien o más hombres, que hubiesen sido obstáculo para la comunicación del descubrimiento a los demás, Newton habría tenido derecho a eliminar a esas diez o cien personas; habría estado incluso obligado a hacerlo (…) Los legisladores y ordenadores de la humanidad, empezando por los más antiguos y continuando por los Licurgo, los Solón, los Mahoma, los Napoleón y así sucesivamente, todos sin excepción fueron criminales por el simple hecho de que al promulgar una nueva ley, infringían, con ello, la ley antigua, venerada como sacrosanta por la sociedad y recibida de los antepasados; claro es que no vacilaron en derramar sangre, si la sangre (a veces completamente inocente y vertida con sublime heroísmo por defender la ley antigua) podía ayudarles en su empresa (…) En una palabra, llego a la conclusión de que todos los hombres no ya grandes, sino que se destaquen un poco de lo corriente, o sea los que estén en condiciones de decir algo nuevo, por poco que sea, necesariamente han de ser criminales por propia naturaleza, en mayor o menor grado, claro es. De no ser así, les resulta muy difícil salir del camino hollado, como ya he dicho, y a mi modo de ver incluso están obligados a no conformarse”.
De esta forma, Raskólnikov, desde su falta de empatía e incapacidad para sentirse afectado por el sufrimiento ajeno, y partiendo de unas teorías en las que la realidad exterior sólo era tenida en cuenta como campo de pruebas para sus íntimas, solipsistas teorías, estaba generando el contexto intelectual y emocional desde el que quedaría justificado su futuro crimen contra una usurera que no merecía tener el dinero que había acumulado, y que, sin embargo, en sus manos, las de su asesino, iban a encontrar una más elevada utilidad. Aliona Ivánovna, su futura víctima, mientras tanto, enmarcada por los presupuestos de su teoría, venía a ser algo equivalente a un parásito, a un “piojo” para la sociedad, un ser que se aprovechaba de los demás con sus préstamos usureros, y que, por si fuera poco, cuando muriera pensaba dar en herencia sus bienes a un convento cualquiera, porque no tenía a nadie a quien sentirse vinculada, ni siquiera su hermana, Lizaveta, a la que esclavizaba. Rodia “estaba obligado”, siempre según los términos de su teoría, a pasar por encima de los obstáculos que le impedían dejar su huella entre los hombres, y todos ellos habían venido a concentrarse en la figura de Aliona Ivánovna.
Dostoievski describe también el estado de ánimo de Raskólnikov inmediatamente anterior a la comisión de su crimen: “Una sensación nueva, casi invencible, se iba apoderando de él cada vez más, de minuto en minuto. Era una especie de repugnancia infinita, casi física hacia cuanto encontraba y le rodeaba, una repugnancia tenaz, rencorosa, empapada de odio. Todas las personas con quienes se encontraba le parecían repugnantes, su rostro, su manera de andar, sus movimientos. Si alguien le hubiera dirigido la palabra, con toda probabilidad, le habría escupido a la cara sin más ni más, le habría mordido”. (…) “¡Dejadme, dejadme todos –gritó furioso Raskólnikov–. ¿Me dejaréis en paz? ¡Verdugos! ¡No os tengo miedo! ¡Ahora no temo a nadie, a nadie! ¡Fuera de mi lado! ¡Quiero estar solo, solo, solo!”.
Pasemos a la vida real: la prensa ha descrito en líneas generales el perfil psicológico de Anders Behring Breivik, el asesino de 77 personas en Noruega, que precisamente viene a coincidir con el que Dostoievski previó para Rodia Raskólnikov. Dice de él que era un solitario que se hartó de la sociedad en que vivía, su diario revela a un hombre que vacilaba entre la depresión paralizante y planes grandiosos e inalcanzables (el sujeto sano, por el contrario, saca adelante con tenacidad y día a día los planes realistas que constituyen su proyecto vital); le gustaba pasar horas ante el ordenador jugando a juegos de video violentos, escuchaba música y poseía una inteligencia superior a la media. Breivik, dicen de él también, cultivó una actitud de desapego hacia la gente que le rodeaba. En la elección de los posibles objetivos contra los que atentar influía un gran elemento de agravio personal o de resentimiento. Breivik, al igual que muchos hombres occidentales modernos, era un joven solitario, un cínico descontento que buscaba algo en que creer; los problemas de inadaptación generados por la inmigración islámica así como su repudio de la ideología marxista sirvieron de coartada para vestir con ellos su profundo odio contra el mundo, que estalló, por fin, en los horribles atentados contra los edificios gubernamentales de Oslo y en el campamento juvenil laborista de la isla de Utoya el 22 de julio, que tenía planeados desde hacía años. Pero, si hubiera sido capaz de leer su intimidad, sin duda podría finalmente haber dicho lo que Raskólnikov a Sonia Semiónovna: “Sencillamente, maté. Maté por mí, por mí mismo”. No había realmente una causa exterior que justificase su acto.
Por otro lado, Inglaterra se ha visto sacudida estos últimos días por una ola de violencia generalizada que en seguida ha dejado ver que la causa aludida por los insurrectos para justificar su explosividad, la muerte de una persona en un enfrentamiento con la policía, era sólo el equivalente a las alas de la mariposa que acaban originando un huracán; es decir, tampoco había una causa exterior que justificase su comportamiento. ¿Quiénes son los detenidos por la policía en estas revueltas? Al parecer, la mayoría son veinteañeros, aunque también los hay de menor edad. ¿Pobres y desempleados sin perspectivas de futuro? “Entre los acusados –cuenta el corresponsal de asuntos legales de la BBC Clive Coleman– había un diseñador gráfico, estudiantes universitarios, un maestro de escuela ayudante, un graduado universitario, un hombre recientemente reclutado por el ejército…”. Asimismo, han detenido como autora de robos en una tienda de electrodomésticos a la hija de un millonario inglés (brillante universitaria, que vive en una mansión con pista de tenis y parque privado), a una atleta británica, embajadora olímpica en los Juegos de Londres 2011, detenida por robo, desorden público y atacar un vehículo policial, a una bailarina de ballet, un músico, un chef de comida orgánica… Según el corresponsal Coleman, muchos de los que serán llevados a juicio aseguran que son personas que llevaban una vida tranquila y hasta tienen buen carácter. Simplemente cayeron en la tentación de cometer crímenes. Libres, a primera vista, de la sanción social y policial, muchas personas dejaron en evidencia el hecho de que no cuentan con un freno moral propio para sus impulsos, en los que ha desaparecido cualquier componente altruista y lo que han dejado que en ellos prevalezca, por el contrario, les lleva directamente al comportamiento antisocial. Lo que comenzó, en fin, como una protesta por la muerte de un hombre en un incidente con la policía terminó en una ola de saqueos y violencia extrema por diferentes barrios de la capital y por otras ciudades.
¿Son estos comportamientos, los del noruego Breivick por un lado y los de los insurrectos ingleses por otro, meras explosiones, casos aislados preparados por el azar y que hay que esperar que finalmente acaben disolviéndose en ese mismo compuesto azaroso o podemos explorar en ellos algún sustrato cultural (contracultural) que permita acotarlos como salidas a la luz de predisposiciones del comportamiento individual y colectivo que se han ido gestando en el espíritu de la época? Dostoievski no hubiera creído en el mero azar. Friedrich Nietzsche, entusiasta lector suyo, confirmaría eso mismo a su manera: “Ningún vencedor cree en la casualidad”, decía. Por mi parte añadiré: un pringado como yo, tampoco. En otros artículos (el anterior sobre las raíces del nacionalismo, sin ir más lejos) he apuntado a ese sustrato cultural al que debemos lo mejor y lo peor de lo que hoy somos. En el próximo seguiré argumentando en esa misma dirección. Dejaré ahora sólo apuntado, con la ayuda de unos versos de León Felipe, el descubrimiento que, alumbrado ya en el Renacimiento, conmovió, para bien y para mal, y para mucho tiempo, los fundamentos de la personalidad psicológica, intelectual y moral de de los individuos de Occidente. Aún no hemos metabolizado aquella profunda perturbación. Éstos son los versos:
“Detrás de ti no hay nadie. Nadie,
ni un maestro, ni un amo, ni un patrón.
Pero tuyo es el tiempo. El tiempo y esa gubia
con que Dios comenzó la Creación”
ni un maestro, ni un amo, ni un patrón.
Pero tuyo es el tiempo. El tiempo y esa gubia
con que Dios comenzó la Creación”
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domingo, 7 de agosto de 2011
LAS RAÍCES DE LA BARBARIE NACIONALISTA
¿Cómo han nacido los pueblos?, se pregunta Schelling, uno de los máximos exponentes, junto a Hegel, de la filosofía idealista. “Nada separa tan íntimamente a los pueblos –empieza por contestar– como el idioma y sólo los pueblos que hablan idiomas diferentes están realmente separados: no es posible, pues, desligar el origen de los idiomas del origen de los pueblos”. Lo cual es congruente con lo que decía Cioran: “No se habita un país, se habita una lengua. Una patria es eso y nada más”. Y permite asimismo entender que lo esencial del programa de ingeniería social de los nacionalistas consista en ese proceso de aculturación que denominan inmersión lingüística.
Puesto que el lenguaje es el producto más inmediato de la conciencia y del ideario, sigue argumentando Schelling, un lenguaje común significa que, en algún sentido, hay una comunidad espiritual que se fundamenta en él. En dirección contraria a ésta, mientras construían la Torre de Babel, se abrió entre los hombres una profunda hendidura que rompió su comunidad básica de ideas y, consiguientemente, de lenguas; la humanidad, entonces, se disgregó. Así nacieron los pueblos, afirma el filósofo alemán.
Aceptando el idioma como piedra angular sobre la que se levantan los pueblos, viene Ortega a aumentar el diámetro de esta idea añadiendo: “Un pueblo es su mitología y mito es todo lo que pensamos cuando no pensamos como especialistas, como médicos, como abogados, como pintores, como economistas. Mitología es el aire de ideas que respiramos a toda hora, son los pensamientos espontáneos que van por las calles de las urbes como canes sin dueño”. Y concluye: “Una mitología es un pueblo”, desde la misma plataforma ideal desde la que Cioran afirmaba que lo era el idioma.
Hacia 1890 sitúa Ortega –no sólo él– la irrupción de una profunda crisis en el alma nacional española. Lo cual, según lo dicho, viene a significar algo así como una recaída en aquella confusión de lenguas que hubo en Babel. Dejaron así de ser válidos los atisbos de comunidad espiritual que habían ido construyendo los españoles (sin exagerar: nuestro siglo XIX fue tortuoso y atormentado, y había ido preparando esta definitiva crisis), se quebró el común sistema de creencias, se empezó a dudar de los valores hasta entonces vigentes, de la historia que se había compartido… incluso se dudó de España misma como nación. Efectivamente, es alrededor de esa fecha cuando hacen su aparición los nacionalismos. Pero no sólo: irrumpe en todos sus modos, y no sólo en España sino en el conjunto de Occidente, un generalizado espíritu disgregador que, sin duda, había ido previamente fermentando: las ideologías a las que se acogen los diversos grupos y clases sociales pasan a ser decididas armas de combate contra los demás, el arte deja de aspirar a ser comunicable, el individualismo egoísta, incluso solipsista (Max Stirner, por ejemplo, había hablado del Único y su propiedad), ocupa un extremo del espectro social y político, y deja que el otro extremo pase a ser señoreado por el totalitarismo… ¿Qué había pasado en España, qué había pasado en el mundo para que aquel episodio del desistimiento que afectó a los constructores de la Torre de Babel volviera a repetirse?
Era el precio a pagar por el descubrimiento de la subjetividad en la que los tiempos andaban empeñados desde, especialmente, el Renacimiento. Durante el siglo XVIII, esa trayectoria abrió vías de progreso y enormemente vitalizadoras, como la que hizo enunciar a Kant su “sapere aude”, atrévete a pensar y, en última instancia, toma en tus manos la responsabilidad de tu vida. Pero también desde el mismo punto de partida llegaron a abrirse otras vías que a la larga resultarían calamitosas. Cuando Rousseau afirmó que “la naturaleza ha hecho al hombre bueno y feliz; pero la sociedad lo ha convertido en depravado y miserable”, abrió la espita de un vector social, o mejor diríamos antisocial, que encontró un punto de eclosión en esta crisis de la que hablamos, que alboreó, después de una mala noche, hacia finales del siglo XIX y que hizo del XX, además del siglo de los mayores avances de la humanidad (a ello se llegaba desde la primera de las vías abiertas por la irrupción de la subjetividad), el más devastador de los campos de batalla (y por ahí se llegaba desde la otra vía que hacía del mundo el enemigo del individuo).
Ortega hace un análisis genial, no podía ser de otra forma, del humus cultural del que surgió aquella época crítica a través de algo tan peculiar como el análisis literario de la obra de su coetáneo y amigo Pío Baroja. Dice de este autor: “Se diría, en efecto, que a Baroja no le parece una idea digna de ser pensada si no contiene una impertinencia; esto es, si no es una idea contra algo o alguien. Sus ideas suelen ser contestaciones a ataques imaginarios que le mueven las cosas en torno; son reacciones automáticas con un fin defensivo. ¡He aquí un hombre que piensa por instinto de conservación, que piensa contra su derredor para no ser absorbido por él! Baroja eriza las páginas de su libro en torno a sí mismo como un erizo sus púas”.
De una u otra forma ve Ortega en el conjunto de la Generación del 98 a unos autores que, capitaneados por Baroja, transpiraban esa misma sensibilidad inconformista: la España constituida era para todos ellos, cada uno a su manera, algo a repudiar. Lo cual, en principio, puede actuar a favor de eso que se critica y que se trataría de mejorar, pero también habría que entenderlo –en estos autores, de una matizada manera– como expresión de la profunda hendidura que en un sentido ontológico se había abierto entre el individuo y su mundo.
Para aquella generación (con g minúscula ya), prosigue Ortega, “se imponía una peripecia cultural, una catástrofe psicológica: un nuevo Dios, un nuevo lenguaje, una barbarie redentora”. Antes había dejado nuestro filósofo asentadas las relaciones etimológicas entre Babel, barbarie y balbuceo. “Los hombres de la generación de Baroja que han valido algo tienen, en diferentes grados, el rasgo común de parecer gentes a quienes un incendio acaba de arrojar de su casa y andan despavoridos buscando otro albergue, sin que el azoramiento alojado en ellos les permita descubrirlo ni aun topar con los caminos reales que a poblado conducen”.
Baroja ve la realidad como una farsa. Es un cínico en el más filosófico sentido de la palabra. Como Diógenes el Perro, se rebela contra todas las convenciones. Sólo lo que sale sinceramente de uno mismo, de su más estricta intimidad es válido, porque es lo único sincero. Es el que vive Baroja un buen momento para el cinismo, como lo fue aquel otro del que originalmente emergió tal filosofía, durante la gran crisis social que asoló el mundo helénico, y que ésta de ahora viene a emular y a superar. “La sinceridad es la nueva tabla –continúa Ortega–. ¿Qué queda? Una isla desierta en torno de un Robinsón. El individuo señero. Yo (…) Éstos son los primeros principios de Baroja el can. Retorno a la naturaleza, vuelta al balbuceo, agresión a la decadente sociedad en torno”. La psicología de Baroja es “la de un hombre temeroso de que le arrebaten su ‘yo’”. Y su método de defensa: “Primero que se haga el desierto y luego se levanta el ‘yo’ en medio como una torre”. Como para los anarquistas, con los que Baroja simpatiza, “los individuos son fuente y surtidor de toda energía”.
Baroja viene, pues, a ser expresión, no especialmente virulenta, de la crisis de aquel tiempo: la que derivaba del enfrentamiento entre el individuo y el mundo. El arte, que siempre es síntoma cualificado de lo que ampara el espíritu de cada época, también reflejó de manera muy significada lo que estaba pasando. Así refiere André Malraux, escritor y ministro de Cultura francés, lo que le dijo Picasso mientras reflexionaba sobre la influencia de las máscaras y estatuillas africanas en su pintura, singularmente en “Las señoritas de Aviñón”: “Las máscaras (…) eran objetos mágicos (…) Las piezas elaboradas por pueblos negros eran intercesseurs, mediadores (…) Estaban en contra de todo: contra los espíritus desconocidos y amenazantes (…) Entonces lo entendí todo: yo también estoy en contra de todo. ¡Yo también creo que todo es desconocido, que todo es un enemigo! (…) Todos los fetiches se usaban para lo mismo. Eran armas que la gente usaba para evitar caer de nuevo bajo la influencia de los espíritus, para recobrar la independencia. Son herramientas. Si somos capaces de darle forma a los espíritus, nos haremos independientes”.
André Breton, en su “Segundo Manifiesto del Surrealismo” era perfectamente categórico a este respecto; dejó escrito: “El acto surrealista más puro consiste en bajar a la calle, revólver en mano, y disparar al azar, mientras a uno le dejen, contra la multitud”. Ni que el noruego Anders Breivick, otro solipsista vocacional extraído aun hoy de los suburbios más extremos de ese ámbito cultural, le hubiera leído y hubiera decidido ser consecuente.
Éste era, pues, el espíritu de la época. El que en España vio surgir a los nacionalismos. Jesús Laínz, quizás el mejor analista de los nacionalismos con que contamos en España, en su obra recién publicada, “Desde Santurce a Bizancio” (Ediciones Encuentro), habla de cómo las cosas iban progresando en la dirección que, en el sentido apuntado al principio, significaba, a la vez que fortalecer el sentimiento de patria común que íbamos formando los españoles, ir integrándonos en el marco de un idioma común: “Hasta el siglo XIX –escribe– España se había distinguido por una estabilidad lingüística poco habitual en una Europa agitada por decenas de conflictos lingüístico-culturales. La tendencia hacia el uso general de la lengua de mayor implantación, sobre todo para usos oficiales, se había desarrollado en España, desde los lejanos siglos medievales, de un modo notablemente pacífico y sin necesidad de grandes esfuerzos gubernativos. Ello demostró tanto la coexistencia de las lenguas regionales con la de ámbito nacional como la debilidad de la acción gubernamental para intensificar el uso de esta última en las regiones con otra lengua, sobre todo si se compara con las mucho más imperiosas que tenían lugar en países vecinos”.
De cómo lo peor del espíritu de la época se filtró entre nosotros a través de los nacionalismos que emergieron alrededor de 1890, y que apuntarían hacia el extremo totalitario que venía a compensar el también extremo individualismo, deja constancia Laínz en sendas citas de los fundadores de los nacionalismos vasco y catalán. Dejó dicho Sabino Arana: “Si esta nación latina la viésemos despedazada por una conflagración intestina o una guerra internacional, nosotros lo celebraríamos con fruición y verdadero júbilo, así como pesaría sobre nosotros como la mayor de las desdichas (…) el que España progresara y se engrandeciera”. Y su homólogo catalán, Prat de la Riba: “Había que acabar de una vez con esa monstruosa bifurcación de nuestra alma, había que saber que éramos catalanes y que no éramos más que catalanes (…) Esta obra, esta segunda fase del proceso de nacionalización catalana, no la hizo el amor, como la primera, sino el odio (…) Tanto como exageramos la apología de lo nuestro, rebajamos y menospreciamos todo lo castellano, a tuertas y a derechas, sin medida”. El mundo, pues, se disponía a atravesar una época de barbarie de la que aún no hemos logrado salir.
Puesto que el lenguaje es el producto más inmediato de la conciencia y del ideario, sigue argumentando Schelling, un lenguaje común significa que, en algún sentido, hay una comunidad espiritual que se fundamenta en él. En dirección contraria a ésta, mientras construían la Torre de Babel, se abrió entre los hombres una profunda hendidura que rompió su comunidad básica de ideas y, consiguientemente, de lenguas; la humanidad, entonces, se disgregó. Así nacieron los pueblos, afirma el filósofo alemán.
Aceptando el idioma como piedra angular sobre la que se levantan los pueblos, viene Ortega a aumentar el diámetro de esta idea añadiendo: “Un pueblo es su mitología y mito es todo lo que pensamos cuando no pensamos como especialistas, como médicos, como abogados, como pintores, como economistas. Mitología es el aire de ideas que respiramos a toda hora, son los pensamientos espontáneos que van por las calles de las urbes como canes sin dueño”. Y concluye: “Una mitología es un pueblo”, desde la misma plataforma ideal desde la que Cioran afirmaba que lo era el idioma.
Hacia 1890 sitúa Ortega –no sólo él– la irrupción de una profunda crisis en el alma nacional española. Lo cual, según lo dicho, viene a significar algo así como una recaída en aquella confusión de lenguas que hubo en Babel. Dejaron así de ser válidos los atisbos de comunidad espiritual que habían ido construyendo los españoles (sin exagerar: nuestro siglo XIX fue tortuoso y atormentado, y había ido preparando esta definitiva crisis), se quebró el común sistema de creencias, se empezó a dudar de los valores hasta entonces vigentes, de la historia que se había compartido… incluso se dudó de España misma como nación. Efectivamente, es alrededor de esa fecha cuando hacen su aparición los nacionalismos. Pero no sólo: irrumpe en todos sus modos, y no sólo en España sino en el conjunto de Occidente, un generalizado espíritu disgregador que, sin duda, había ido previamente fermentando: las ideologías a las que se acogen los diversos grupos y clases sociales pasan a ser decididas armas de combate contra los demás, el arte deja de aspirar a ser comunicable, el individualismo egoísta, incluso solipsista (Max Stirner, por ejemplo, había hablado del Único y su propiedad), ocupa un extremo del espectro social y político, y deja que el otro extremo pase a ser señoreado por el totalitarismo… ¿Qué había pasado en España, qué había pasado en el mundo para que aquel episodio del desistimiento que afectó a los constructores de la Torre de Babel volviera a repetirse?
Era el precio a pagar por el descubrimiento de la subjetividad en la que los tiempos andaban empeñados desde, especialmente, el Renacimiento. Durante el siglo XVIII, esa trayectoria abrió vías de progreso y enormemente vitalizadoras, como la que hizo enunciar a Kant su “sapere aude”, atrévete a pensar y, en última instancia, toma en tus manos la responsabilidad de tu vida. Pero también desde el mismo punto de partida llegaron a abrirse otras vías que a la larga resultarían calamitosas. Cuando Rousseau afirmó que “la naturaleza ha hecho al hombre bueno y feliz; pero la sociedad lo ha convertido en depravado y miserable”, abrió la espita de un vector social, o mejor diríamos antisocial, que encontró un punto de eclosión en esta crisis de la que hablamos, que alboreó, después de una mala noche, hacia finales del siglo XIX y que hizo del XX, además del siglo de los mayores avances de la humanidad (a ello se llegaba desde la primera de las vías abiertas por la irrupción de la subjetividad), el más devastador de los campos de batalla (y por ahí se llegaba desde la otra vía que hacía del mundo el enemigo del individuo).
Ortega hace un análisis genial, no podía ser de otra forma, del humus cultural del que surgió aquella época crítica a través de algo tan peculiar como el análisis literario de la obra de su coetáneo y amigo Pío Baroja. Dice de este autor: “Se diría, en efecto, que a Baroja no le parece una idea digna de ser pensada si no contiene una impertinencia; esto es, si no es una idea contra algo o alguien. Sus ideas suelen ser contestaciones a ataques imaginarios que le mueven las cosas en torno; son reacciones automáticas con un fin defensivo. ¡He aquí un hombre que piensa por instinto de conservación, que piensa contra su derredor para no ser absorbido por él! Baroja eriza las páginas de su libro en torno a sí mismo como un erizo sus púas”.
De una u otra forma ve Ortega en el conjunto de la Generación del 98 a unos autores que, capitaneados por Baroja, transpiraban esa misma sensibilidad inconformista: la España constituida era para todos ellos, cada uno a su manera, algo a repudiar. Lo cual, en principio, puede actuar a favor de eso que se critica y que se trataría de mejorar, pero también habría que entenderlo –en estos autores, de una matizada manera– como expresión de la profunda hendidura que en un sentido ontológico se había abierto entre el individuo y su mundo.
Para aquella generación (con g minúscula ya), prosigue Ortega, “se imponía una peripecia cultural, una catástrofe psicológica: un nuevo Dios, un nuevo lenguaje, una barbarie redentora”. Antes había dejado nuestro filósofo asentadas las relaciones etimológicas entre Babel, barbarie y balbuceo. “Los hombres de la generación de Baroja que han valido algo tienen, en diferentes grados, el rasgo común de parecer gentes a quienes un incendio acaba de arrojar de su casa y andan despavoridos buscando otro albergue, sin que el azoramiento alojado en ellos les permita descubrirlo ni aun topar con los caminos reales que a poblado conducen”.
Baroja ve la realidad como una farsa. Es un cínico en el más filosófico sentido de la palabra. Como Diógenes el Perro, se rebela contra todas las convenciones. Sólo lo que sale sinceramente de uno mismo, de su más estricta intimidad es válido, porque es lo único sincero. Es el que vive Baroja un buen momento para el cinismo, como lo fue aquel otro del que originalmente emergió tal filosofía, durante la gran crisis social que asoló el mundo helénico, y que ésta de ahora viene a emular y a superar. “La sinceridad es la nueva tabla –continúa Ortega–. ¿Qué queda? Una isla desierta en torno de un Robinsón. El individuo señero. Yo (…) Éstos son los primeros principios de Baroja el can. Retorno a la naturaleza, vuelta al balbuceo, agresión a la decadente sociedad en torno”. La psicología de Baroja es “la de un hombre temeroso de que le arrebaten su ‘yo’”. Y su método de defensa: “Primero que se haga el desierto y luego se levanta el ‘yo’ en medio como una torre”. Como para los anarquistas, con los que Baroja simpatiza, “los individuos son fuente y surtidor de toda energía”.
Baroja viene, pues, a ser expresión, no especialmente virulenta, de la crisis de aquel tiempo: la que derivaba del enfrentamiento entre el individuo y el mundo. El arte, que siempre es síntoma cualificado de lo que ampara el espíritu de cada época, también reflejó de manera muy significada lo que estaba pasando. Así refiere André Malraux, escritor y ministro de Cultura francés, lo que le dijo Picasso mientras reflexionaba sobre la influencia de las máscaras y estatuillas africanas en su pintura, singularmente en “Las señoritas de Aviñón”: “Las máscaras (…) eran objetos mágicos (…) Las piezas elaboradas por pueblos negros eran intercesseurs, mediadores (…) Estaban en contra de todo: contra los espíritus desconocidos y amenazantes (…) Entonces lo entendí todo: yo también estoy en contra de todo. ¡Yo también creo que todo es desconocido, que todo es un enemigo! (…) Todos los fetiches se usaban para lo mismo. Eran armas que la gente usaba para evitar caer de nuevo bajo la influencia de los espíritus, para recobrar la independencia. Son herramientas. Si somos capaces de darle forma a los espíritus, nos haremos independientes”.
André Breton, en su “Segundo Manifiesto del Surrealismo” era perfectamente categórico a este respecto; dejó escrito: “El acto surrealista más puro consiste en bajar a la calle, revólver en mano, y disparar al azar, mientras a uno le dejen, contra la multitud”. Ni que el noruego Anders Breivick, otro solipsista vocacional extraído aun hoy de los suburbios más extremos de ese ámbito cultural, le hubiera leído y hubiera decidido ser consecuente.
Éste era, pues, el espíritu de la época. El que en España vio surgir a los nacionalismos. Jesús Laínz, quizás el mejor analista de los nacionalismos con que contamos en España, en su obra recién publicada, “Desde Santurce a Bizancio” (Ediciones Encuentro), habla de cómo las cosas iban progresando en la dirección que, en el sentido apuntado al principio, significaba, a la vez que fortalecer el sentimiento de patria común que íbamos formando los españoles, ir integrándonos en el marco de un idioma común: “Hasta el siglo XIX –escribe– España se había distinguido por una estabilidad lingüística poco habitual en una Europa agitada por decenas de conflictos lingüístico-culturales. La tendencia hacia el uso general de la lengua de mayor implantación, sobre todo para usos oficiales, se había desarrollado en España, desde los lejanos siglos medievales, de un modo notablemente pacífico y sin necesidad de grandes esfuerzos gubernativos. Ello demostró tanto la coexistencia de las lenguas regionales con la de ámbito nacional como la debilidad de la acción gubernamental para intensificar el uso de esta última en las regiones con otra lengua, sobre todo si se compara con las mucho más imperiosas que tenían lugar en países vecinos”.
De cómo lo peor del espíritu de la época se filtró entre nosotros a través de los nacionalismos que emergieron alrededor de 1890, y que apuntarían hacia el extremo totalitario que venía a compensar el también extremo individualismo, deja constancia Laínz en sendas citas de los fundadores de los nacionalismos vasco y catalán. Dejó dicho Sabino Arana: “Si esta nación latina la viésemos despedazada por una conflagración intestina o una guerra internacional, nosotros lo celebraríamos con fruición y verdadero júbilo, así como pesaría sobre nosotros como la mayor de las desdichas (…) el que España progresara y se engrandeciera”. Y su homólogo catalán, Prat de la Riba: “Había que acabar de una vez con esa monstruosa bifurcación de nuestra alma, había que saber que éramos catalanes y que no éramos más que catalanes (…) Esta obra, esta segunda fase del proceso de nacionalización catalana, no la hizo el amor, como la primera, sino el odio (…) Tanto como exageramos la apología de lo nuestro, rebajamos y menospreciamos todo lo castellano, a tuertas y a derechas, sin medida”. El mundo, pues, se disponía a atravesar una época de barbarie de la que aún no hemos logrado salir.
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ESPAÑA EN CRISIS,
LA LACRA DEL NACIONALISMO
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