Decía Fichte: “Qué clase de filosofía se elige, depende de
qué clase de hombre se es”. Un aforismo que encuentra su más exacta
confirmación en el caso de David Hume, la figura más importante de la corriente filosófica del
empirismo, que es tanto como decir una de las que más ha influido en la
conformación del sustrato ideológico… y psicológico de nuestra época. De modo
que analizar la manera en que fue tomando forma la doctrina filosófica de este
autor puede que nos ayude a comprender un poco mejor lo que pasa en nuestro
tiempo.
David Hume nació en Escocia en abril de 1711. Su padre, Joseph
Home murió cuando él tenía dos años de edad. La madre era una calvinista
ferviente y crio a sus hijos en esta fe, que David rechazó, junto con toda
forma de cristianismo antes de cumplir los veinte años. “Muy pronto –dice el
mismo Hume en su autobiografía– nació en mí la pasión por la literatura, que
ha sido la pasión dominante de mi vida y la fuente principal de mis
satisfacciones”. Hasta tal punto era viva esa pasión que “sentía
una insuperable aversión hacia todo lo que no fueran las tareas de la filosofía
y el conocimiento en general”[1].
Fue precisamente a esa afición extrema al estudio a lo que, al principio,
achacó el hecho de que su salud se deteriorara. “Estando mi salud un tanto
estropeada”, dice inmediatamente después en su autobiografía; una
referencia un tanto elíptica a lo que fue un largo aunque variable episodio
depresivo que se extendió desde los diecinueve hasta los veintitrés años. Aparecieron
también diversos síntomas físicos tales como palpitaciones, manchas de
escorbuto en los dedos y acuosidad de su boca. Asimismo, a los veinte años, su
apetito, de repente, se hizo voraz, hasta el punto de que se convirtió, en sus
palabras, en el “más lozano, robusto y saludable sujeto visto, con un cutis sonrosado y
un semblante risueño”[2].
Sin embargo, hay que resaltar el hecho de que a menudo la depresión y el
sentimiento de vacío tratan de ser contrarrestados con glotonería, y esto puede
que fuera lo que realmente ocurrió.
Alfred Adler viene a apoyar nuestra argumentación con una
reflexión que podemos considerar pertinente a este respecto: “¿Pero
para qué sirve la vida? ¿Qué significa la vida? –se pregunta–
Podemos afirmar (…) que (las personas) solamente se hacen estas preguntas
cuando han sufrido una derrota. Mientras que todo va bien, mientras que no
surgen ante ellos pruebas difíciles, jamás formularán esas interrogantes”[3].
Haber crecido sin padre y la llegada de la adolescencia son vicisitudes que ya
de por sí dificultan el sentimiento de identidad y, consiguientemente, empujan
hacia la formulación de ese tipo de preguntas a las que alude Adler. A los
dieciocho años coincidieron varios acontecimientos más en la vida de Hume que
coadyuvaron a que se desencadenara su crisis: desafió la decisión familiar de
que estudiara Derecho; su futuro financiero estaba resultando incierto; empezó
a rebelarse resueltamente contra las opiniones y creencias que le habían
transmitido, lo cual se plasmó sobre todo en su abandono de la religión; y, en
fin, coincidiendo con todo ello, fue como comenzó a sufrir aquella depresión. Y
la necesidad de buscar respuestas a ese tipo de preguntas que Adler dice que
surgen en situaciones de crisis es lo que activó en Hume su extraordinario
interés por la filosofía.
La depresión aludida es más ampliamente descrita por Hume en
una carta que escribió en 1734, a los veintitrés años, dirigida a un médico
anónimo. En ella da cuenta, para empezar, de algo que es común a otros muchos
filósofos: la pretensión que tenía de encontrar la verdad por sí mismo,
sobreponiéndose al debate infinito, y hay que entender que, en su opinión, más
bien baldío, que a propósito de los asuntos más fundamentales habían llevado a
cabo los filósofos que le precedieron. Así que sintió desarrollársele “cierta
osadía de temperamento” que le llevaba “a la búsqueda de algún nuevo
medio por el que pudiera establecerse la verdad”. Dice también en su
carta: “A primeros de septiembre de 1729, todo mi ardor pareció extinguirse en
un instante y ya no pude elevar más mi espíritu a tal terreno, que tan excesivo
placer me había producido antes”. Su interpretación consistió en
entender que sus lecturas de los filósofos, aunque “de enorme utilidad cuando van
aparejadas a una vida activa (…) en la soledad apenas sirven a otro propósito
que echar a perder los espíritus”[4].
Cuenta en su “Tratado de la naturaleza
humana”, libro que empezó a gestarse en aquella edad, que comenzó a hacerse
preguntas del tipo de las que Adler consideraba características de estas
situaciones críticas: “¿Dónde estoy o qué soy? ¿A qué causas debo
mi existencia y a qué condición retornaré? ¿Qué favores buscaré y a qué furores
debo temer? ¿Qué seres me rodean; sobre cuál tengo influencia o cuál la tiene
sobre mí? Todas estas preguntas me confunden, y comienzo a verme en la
condición más deplorable que imaginarse pueda”[5].
Mantener la inquietud que pone en marcha este tipo de
preguntas puede resultar muy fecundo y productivo; de hecho, en Hume, para
empezar, activaron su pasión por la filosofía. Pero las respuestas que se fue
dando le condujeron hacia un estado de ánimo sombrío: acabó sumiéndose en la
depresión. Los médicos a los que acudió fueron incapaces de curarlo. Hume
atribuyó su depresión a su excesiva dedicación al estudio, así que decidió
abandonarlo: “Me vi tentado, o mejor, obligado, a hacer un débil intento por
introducirme en un escenario vital más activo”[6].
Haciendo caso a uno de sus médicos, pasó a estudiar solo moderadamente y cuando
se encontraba de buen humor. En realidad, buscó la manera de eludir las
implicaciones de las deprimentes respuestas que iba dándose a aquellas
preguntas que manaban de su crisis. Así prosigue su narración: “Por
fortuna sucede que, aunque la razón sea incapaz de disipar estas nubes, la
naturaleza misma se basta para este propósito, y me cura de esa melancolía y de
este delirio filosófico, bien relajando mi concentración mental o bien por
medio de alguna distracción (…) Yo como, juego una partida de chaquete, charlo
y soy feliz con mis amigos; y cuando retorno a estas especulaciones después de
tres o cuatro horas de esparcimiento, me parecen tan frías, forzadas y
ridículas que no me siento con ganas de profundizar más en ellas”. Y
aun concluye: “Estoy dispuesto a tirar todos mis libros y papeles al fuego, y
decidido a no renunciar nunca más a los placeres de la vida en nombre del razonamiento
y la filosofía, pues así son mis sentimientos en este instante de humor sombrío
que ahora me domina”[7].
En la carta que escribió
a su médico anónimo en la que daba cuenta de su depresión, confirma de otra
manera el mismo argumento: “Para evitarme la melancolía ante tan
sombrías perspectivas, mi única seguridad se haya en displicentes reflexiones
sobre la vanidad del mundo y de toda gloria humana”[8].
En 1734, con 23 años, abandonó su tierra natal escocesa y se fue a vivir a
Bristol, a trabajar como comerciante y así tratar de huir de los abismos
mentales a los que le abocaba su incipiente filosofía. Solo duró cuatro meses
en esa tarea, y volvió a centrarse de nuevo en sus meditaciones. Y como se podría
prever, las conclusiones a las que le fueron llevando sus pensamientos no
hicieron sino prolongar o reafirmar con silogismos lo que resultaba ser el
núcleo de sus problemas psicológicos. Sigue relatando en la susodicha carta: “Mi
enfermedad me puso un enorme obstáculo. Me di cuenta de que era incapaz de
seguir ningún tren de pensamiento de un solo tirón, sino mediante repetidas
interrupciones y dejando que mi vista se recuperase de vez en cuando con otros
objetos”. El hecho de aproximarse a una idea contemplando sus “mínimas
partes” y mantenerla continuamente ante sus ojos, para poder reproducir
estas partes en orden, “me pareció impracticable, (no) estaban mis
talentos a la altura de tan denodado esfuerzo”. Esa incapacidad
psicológica de unir fragmentos de pensamiento resultó ir en paralelo a su
doctrina filosófica, según la cual, precisamente, toda experiencia está hecha
de fragmentos.
La idea principal a extraer de la filosofía de Hume es que
el hombre, para empezar, es una tabla rasa y que todo el conocimiento al que
llegue a acceder se deriva de la experiencia. Según él, todas las operaciones
que llegue a realizar la mente (toda reflexión) se llevan a cabo primariamente
a partir del material suministrado por los sentidos, y está compuesto por los
elementos atómicos que constituyen las sensaciones corporales: cada sonido, cada
olor, sabor, percepción de colores… Para Hume, pues, la única entidad sobre la
que se puede sostener la existencia de algo que podamos llamar humano es la
sensación. Nada hay en los individuos que dé consistencia a la idea de que en
ellos exista algo que permanezca, que les permita tener una identidad: somos,
según esto, el resultado de la acumulación de sensaciones que van y vienen a lo
largo de la vida. El mundo varía a nuestro alrededor y nosotros no somos sino
un reflejo del mundo, lo que de él llega a nosotros a través de las
sensaciones. En suma, no existe el yo. “Tiene que haber una impresión que dé origen
a cada idea real –dice en su “Tratado
de la Naturaleza humana”–. Pero el yo o persona no es ninguna
impresión, sino aquello a que se supone que nuestras distintas impresiones e
ideas tienen referencia. Si hay alguna impresión que origine la idea del yo,
esa impresión deberá seguir siendo invariablemente idéntica durante toda nuestra
vida, pues se supone que el yo existe de ese modo. Pero no existe ninguna
impresión que sea constante e invariable. Dolor y placer, tristeza y alegría,
pasiones y sensaciones se suceden una tras otra, y nunca existen todas al mismo
tiempo. Luego la idea del yo no puede derivarse de ninguna de estas
impresiones, ni tampoco de ninguna otra. Y en consecuencia, no existe tal idea
(…) Nunca puedo atraparme a mí mismo en ningún caso sin una percepción, y nunca
puedo observar otra cosa que la percepción (…) Yo sé con certeza que en mí no
existe (el yo)”[9].
Todo aquello en lo que consiste un individuo, pues, está
constituido por una serie de efímeras percepciones que varían constantemente,
sin sujeto perdurable al que ser referidas (pues él varía tanto como las
percepciones por las que pasa), y que ni siquiera pueden vincularse a objetos
determinados, ya que estos tienen la misma inconsistencia que las sensaciones a
través de las cuales llegan a nosotros. No existe un “objeto” con cualidades
perdurables que venga a contraponerse a las percepciones que emite nuestro
sistema sensorial, las cuales, por su parte, ni siquiera están ligadas entre sí,
no hay un sustrato permanente que podamos considerar un objeto al que referir
esas efímeras percepciones que fluyen sin parar. Todo lo que parecía existir,
tanto dentro del (en realidad inexistente) sujeto como de los (igualmente
supuestos) objetos es así, ni más ni menos, que el resultado de la asociación,
por semejanza, contigüidad o contraste, de unas sensaciones con otras. En suma:
ni existo yo ni existe el mundo. La razón, en cuanto que se dedica a construir
“objetos” sobre los que realizar sus operaciones, había de ser inevitablemente
dogmática. Y en cuanto a la moral, se deduce de todo lo demás que no hay ningún
principio moral permanente o incuestionable que pueda regir el comportamiento
de los hombres; lo único que existe son hábitos, costumbres que nos llevan a
preferir unos comportamientos a otros, pero cualquier juicio de valor es en
última instancia arbitrario.
Tales conclusiones filosóficas tienen perfecta cabida como
síntomas de los síndromes psicopatológicos de despersonalización y
desrealización en los que, respecto de la persona misma, del mundo externo o de
ambos se pierde la sensación de que son algo sustancial, sólido, estable, y de
que hay un sustrato común por debajo de los diferentes estados emocionales al
que poder llamar "yo". Tanto el yo como el mundo se presentan al
sujeto como extraños e irreales. Padecer esos síndromes es congruente con una
visión filosófica de la que se deduce que no existe la relación de causalidad,
no hay ninguna conexión necesaria entre causa y efecto, ni entre una percepción
y otra, ni entre un estado de ánimo y el siguiente, ni entre uno y otro momento
de la conciencia. Podemos decir, por tanto, que fueron su depresión y los
consiguientes síndromes de desrealización y despersonalización los que dictaron
a Hume la base de su filosofía. Así lo afirma también Ben-Ami Scharfstein en el
análisis que hace de su biografía: “La auto-observación de Hume
durante el periodo de su enfermedad determinó para él la base de su filosofar”. Una
manera de filosofar que ha triunfado en el mundo actual, en el que la idea de
supeditar todas nuestras consideraciones al dictado del instante, a las
sensaciones inmediatas, a lo que requiera cada fragmentario momento de la vida,
a la despreocupación por el futuro y por las grandes cuestiones parece seguir
la estela de aquella evasiva respuesta que Hume se daba a sí mismo después de fracasar
en la respuesta a sus inquisitivas preguntas metafísicas: “Yo como, juego
una partida de chaquete, charlo y soy feliz con mis amigos; y cuando retorno a
estas especulaciones después de tres o cuatro horas de esparcimiento, me
parecen tan frías, forzadas y ridículas que no me siento con ganas de
profundizar más en ellas (…) Estoy dispuesto a tirar todos mis libros y papeles
al fuego, y decidido a no renunciar nunca más a los placeres de la vida en
nombre del razonamiento y la filosofía, pues así son mis sentimientos en este
instante de humor sombrío que ahora me domina”. Este modo de evadirse
sería quizás la única actitud adecuada para sobrevivir a la constatación de que
ni existo yo ni existe el mundo ni existen el bien y el mal.
[1] David Hume:
“Mi vida”, Madrid, Alianza, 1985, p. 14.
[2] Cit. en Ayer,
A. J.: “Hume”, Madrid, Alianza, 1988, p. 16.
[3] Alfred Adler,
Alfred: “El sentido de la vida”, Madrid, Espasa Calpe, 1975, p. 11.
[4] Cit. en Ben
Ami Schaferstein: “Los filósofos y sus vidas”, Madrid, Cátedra, 1985, pp.
201-202
[5] David Hume:
“Tratado de la Naturaleza Humana”, 3 vols., Barcelona, Orbis, 1984, p. 421.
[6] David
Hume: “Mi vida”, Madrid, Alianza, 1985, p. 14.
[7] David
Hume: “Tratado de la Naturaleza Humana”, 3 vols., Barcelona, Orbis, 1984, p.
421.
[8] Cit. en
Ben Ami Schaferstein: “Los filósofos y sus vidas”, Madrid, Cátedra, 1985, p.
204.
[9] David
Hume: “Tratado de la Naturaleza Humana”, 3 vols., Barcelona, Orbis, 1984, pp.
399-400.