A la hora de caracterizar a los seres humanos, la principal
línea divisoria es la que ayuda a clasificarlos en dos grandes clases de
criaturas: “Las que se exigen mucho y acumulan sobre si mismas dificultades y deberes
y las que no se exigen nada especial, sino que para ellas vivir es ser en cada
instante lo que ya son, sin esfuerzo de perfección sobre sí mismas”(1).
O dicho de otra forma: la sociedad se divide en minorías excelentes y masas. En
cierto sentido, parecería que todos somos masa en alguna faceta de la vida: la
mayoría no sabemos, por ejemplo, cómo hacer que el agua de los ríos sea
purificada, canalizada y conducida eficientemente hasta nuestros hogares, y, en
ese aspecto, no aspiramos a mejorar, sino que nos aceptamos como somos. Los
ingenieros del ramo serían los que habrían de asumir el papel de minoría
excelente. Sin embargo, hay una característica que diferencia al hombre-masa
del simple ignorante que asume sus insuficiencias, y es que aquel no acepta su
inferioridad, sino que se cree capacitado para opinar sobre cualquier asunto y
para que se acepte que esas opiniones suyas tengan la misma validez que la del
experto o la del sabio. Y aún más: “Delante de una sola persona podemos saber
si es masa o no. Masa es todo aquel que no se valora a sí mismo —en bien o en
mal— por razones especiales, sino que se siente “como todo el mundo” y, sin
embargo, no se angustia, se siente a sabor al sentirse idéntico a los demás.
Imagínese un hombre humilde que al intentar valorarse por razones especiales
—al preguntarse si tiene talento para esto o lo otro, si sobresale en algún
orden—advierte que no posee ninguna calidad excelente. Este hombre se sentirá
mediocre y vulgar, mal dotado; pero no se sentirá ‘masa’”(2).
Lo peculiar de este fenómeno sociológico y psicológico es
que, mientras que antes las mayorías aceptaban su papel subordinado, el hecho
nuevo consiste en que hoy “la masa (…), sin dejar de serlo, suplanta a
las minorías”(3).
Así, por ejemplo, en política, las mayorías aceptaban antes el hecho de que,
con todos sus defectos y lacras, había una minoría que entendía los problemas
políticos un poco mejor que ellas. “Ahora, en cambio, cree la masa que tiene
derecho a imponer y dar vigor de ley a sus tópicos de café”(4).
E incluso una gran parte de los políticos actuales han pasado a serlo partiendo
de su originaria pertenencia a la masa, es decir, siendo gentes sin ninguna
cualificación, pero sintiendo que eso no los inhabilita, porque entienden que
todo el mundo tiene derecho a todo, sin más requisitos. Lo propio acontece –un
ejemplo más– en el ámbito intelectual: no es ya que cualquiera pontifique sin
pudor desde su ignorancia sobre lo que un escritor haya investigado y pensado
concienzudamente antes de publicar un libro, sino que cualquiera se siente
escritor capaz de publicar sus opiniones, considerando que su vulgaridad está a
la misma altura que los trabajados pensamientos de un escritor egregio. O
fijémonos también en el caso de quien siente que, por el hecho de existir,
tiene derecho a una vivienda, “como todo el mundo”, y, si no dispone de ella,
lo único que debe hacer es "okupar" alguna de las que estén a su alcance.
René Magritte: "Golconda" |
Esto que pasa podríamos definirlo como hiperdemocracia: según el dicho, nadie es más que nadie, que trasladado a este caso quiere decir
que todas las opiniones, todos los derechos, están equiparados, pero por su
rasero más bajo y sin las correlativas obligaciones. O también: “La masa arrolla todo lo diferente, egregio,
individual, calificado y selecto. Quien no sea como todo el mundo, quien no
piense como todo el mundo corre riesgo de ser eliminado”(5).
Ya no hay mejores y peores: hemos conseguido la igualdad… eliminando de la
ecuación a los que osaban destacar.