Resumen: El Renacimiento marcó el punto de inflexión definitivo en la
emergencia del individuo. Fue a partir de entonces cuando en el hombre empezó a
llevarse a cabo una escisión entre su mundo interior y el exterior. Esa
escisión se produjo a la vez que el hombre aprendía a autocontrolarse, a
contener sus emociones, a reprimir sus impulsos violentos, a ser educado y
cortés, a desarrollar el sentimiento de vergüenza y pudor… Los hombres encerraban
dentro de sí su parte más espontánea, instintiva y, se podría decir, más
auténtica, y enviaban a la vida compartida con los demás un personaje en mayor
o menor medida desconectado de sus emociones. Fue así configurándose el que
Norbert Elías denominó “homo clausus”.
De él emergieron el empirista, el científico emocionalmente aséptico, capaz de observar el mundo sin
prejuicios, con la indiferencia propia de un investigador de laboratorio; el
creador artístico, que multiplicaba las perspectivas desde las que observar la
realidad que antes había sido unívoca y preestablecida; …y el esquizofrénico, el
cual tiene como síntoma nuclear de su enfermedad la pérdida de contacto vital
con la realidad originada en aquella escisión.
La vida humana ha sido, a lo largo de casi toda la historia
un asunto público. La privacidad, la existencia misma del individuo, es una conquista
de la civilización. Aún más: es en eso mismo en lo que consiste la
civilización, pues ya decía Unamuno que “la Historia, el proceso de la cultura no
halla su perfección y efectividad plena sino en el individuo; el fin de la
Historia y de la Humanidad somos los sendos hombres, cada hombre, cada
individuo”. Y
señalando cuál es la punta de lanza de la evolución, Unamuno concluye: “El
individuo es el fin del Universo”. La consideración de lo
particular, de lo individual ha sido, sin embargo, algo excepcional hasta la
llegada del Renacimiento, que podemos entender que fue el auténtico punto de
partida de la civilización occidental… valdría casi decir de la civilización a
secas. “El proceso por el cual el individuo se desprende de sus lazos
originales –confirma Erich Fromm–, que podemos llamar proceso de
individuación, parece haber alcanzado su mayor intensidad durante los siglos
comprendidos entre la Reforma y nuestros tiempos”. “En verdad, el individuo mismo es
la creación más reciente”, decía asimismo Nietzsche.
Esta misma tesis es la que defiende el sociólogo e
historiador Norbert Elías, que profundiza en ella al atribuir la aparición del
individuo a la internalización y generalización de autoconcontroles y tabúes
que permiten contener y reprimir las manifestaciones espontáneas en los
comportamientos humanos, hasta que fueron adquiriendo sentido el concepto y la
práctica de vida reservada, privacidad y vida propia. Las reglas que reprimen
son también las mismas que socializan, hasta el punto de que, gracias a ellas,
aparecen la tolerancia, las reglas de urbanidad y el decoro, y se implantan
frenos al ejercicio particular de la violencia.
El predecesor de todos los movimientos que cristalizaron en
la eclosión del individuo a partir del Renacimiento fue, sin embargo, Guillermo
de Ockham, que llegó afirmando, en el siglo XIV, que no existían los
universales, los conceptos generales, los cuales solo viven, decía, en nuestra
mente, no en la realidad. En esta solo existen los seres individuales,
contingentes, azarosos. No, por tanto, el “bosque”, que es una abstracción, un
mero nombre o “flatus vocis”, soplo de voz, creado por nuestra mente; en la
realidad solo existe cada árbol individual. Ockham sentó así las bases
intelectuales desde las que poder entender que los individuos, los seres humanos, no
venimos al mundo insertados en alguna clase de ente colectivo que tenga
decidida por nosotros de antemano nuestra condición, lo que hayamos de ser o
no; no hay ningún “bosque” humano en el que necesariamente sentirnos incluidos
y que nos libere de la responsabilidad de tener que decidir personalmente lo
que hayamos de hacer con nuestra vida. Cada individuo responde de sí mismo,
como proclamó Pico della Mirandola, un humanista y pensador italiano de finales
del siglo XV, que en su “Discurso sobre
la dignidad del hombre”, considerado como el manifiesto del Renacimiento,
formulaba la nueva manera de entender la vida que había surgido a través de
este imaginario apóstrofe que Dios dirigía al hombre: “No te he dado un puesto fijo,
ni una imagen peculiar, ni un empleo determinado –le decía–. Tendrás y poseerás por tu decisión y
elección propia aquel puesto, aquella imagen y aquellas tareas que tú quieras”.
La galantería, la vergüenza, el pudor, incluso el disimulo
son sentimientos que nacieron en la sociedad postmedieval. Fue abriéndose paso
así la idea de civilización entendida como autocontrol de las emociones, y
subsiguientemente de los comportamientos, necesario para poder vivir en
sociedad. Pero esos controles que el individuo se imponía a sí mismo iban
conduciendo hacia su propia escisión entre el ser íntimo, oculto a los ojos de
los demás, y el que se enviaba a vivir una vida compartida. La contención de
los comportamientos y de las emociones tenía la contrapartida de hacer sentir
que el yo auténtico era el que se mantenía en la zona privada, íntima de cada
uno, y que el que se enviaba a vivir en sociedad era un personaje, una especie
de actor teatral, encorsetado en su papel y, en algún sentido, falseado. Fue asentándose, dice
Elías, “el ser humano como ser aislado y encerrado en su propio ‘interior’
frente a todo aquello que está ‘fuera’”. Desde el Renacimiento en
adelante, “en el centro del universo humano, se encuentra cada persona sola,
concebida como un individuo que, en último término, es absolutamente
independiente de los demás”. Lutero, seguidor de Ockham, proclamó por
entonces que “el mundo nunca podrá constreñir mi conciencia”, es decir, que
el personaje, el “yo exterior”, nunca habrá de prevalecer sobre el “yo interior” y
auténtico. Se estaba gestando lo que Norbert Elías llamó el “homo clausus”, el
hombre encerrado en sí mismo.
Es de la exacerbación de ese encierro en lo interior, de la
apoteosis del “homo clausus”, de donde surgió, además de la civilización, el
ramal que desemboca en la hipérbole modernista y postmodernista, así como la
perspectiva morbosa que le sirve a esta de base: la mirada esquizofrénica.
Efectivamente, entre los rasgos que son propios de la personalidad esquizoide,
es decir, los que sin llegar a ser estrictamente patológicos se sitúan en el
continuo que culmina en la esquizofrenia, están esos que ya se detectaban en
los orígenes del homo clausus:
insociabilidad, introversión, dificultad en la expresión de las emociones,
hasta el punto de parecer frío o insensible y tal vez excesivamente cerebral o
calculador; son los esquizoides personas distantes en el trato con los demás,
como si una barrera virtual los separara del mundo. Muchos de ellos asimismo
dan la impresión de comportarse de manera artificiosa, como si estuvieran
representando un papel; algunas veces parecen sumisos, dóciles y torpes, y
otras son arrogantes, rebeldes y con sentimiento de superioridad (subtipos
hiperestésico y anestésico respectivamente). A pesar de ser normalmente circunspectos
y controlados, a veces pueden romper su coraza defensiva y comportarse de
manera impulsiva y descontrolada o al menos atrevida. Son celosos guardianes de
su independencia, de la cual puede brotar tanto la creatividad como la simple
excentricidad. “El esquizoide –dice el psiquiatra y filósofo Minkowski, y nos
sirve como conclusión en esta descripción– (…) en cada circunstancia lleva la
antítesis ‘yo y el mundo’ hasta sus límites extremos (…) vive, por ese hecho,
en una atmósfera de conflicto constante con el ambiente (…) El esquizoide casi
siempre es insociable (…) Se repliega sobre sí mismo, prefiriendo su mundo
interior, su ensueño, a una actividad exterior”.
Desbordada ya la línea de separación con la enfermedad mental, aunque prolongando esas predisposiciones propias de las personalidades esquizoides, decía de sí misma Renée en su “Diario de una esquízofrénica”: “Vivía en una atmósfera de vacío, de indiferencia, de artificialidad. Un muro infranqueable me separaba de las personas y de las cosas (…) (A veces) las crisis de irrealidad sobrevenían en la calle: todo parecía entonces inanimado, muerto, mineral, absurdo (…) Me sentía expulsada del mundo, separada de la vida, espectadora de un filme caótico que se desarrollaba sin cesar delante de mis ojos y del cual no lograba ser partícipe nunca”.
Y nos quedaría por abordar el otro ángulo de la cuestión: el
de la forma en que estas predisposiciones que se generaron en la gestación del homo clausus, del hombre encerrado en sí
mismo, evolucionaron en la dirección de la creatividad, a veces de manera
entrelazada con la pura patología, y sería de esta evolución en gran medida de donde acabaría resultando la
civilización occidental. Elías argumenta a propósito del modo en que el
desprendimiento, la distancia y la indiferencia afectiva con que el hombre
empezó a ver la realidad externa a partir del Renacimiento (los mismos factores
que definen a la personalidad esquizoide), favorecieron la contemplación
desinteresada de los hechos objetivos, sin las contaminaciones que les añaden
los prejuicios y los deseos propios; es decir, que promovieron la aparición del
empirismo. Esa objetividad fue ingrediente imprescindible a su vez para llegar
a la formulación del método científico, que supone la elaboración de hipótesis
y leyes posibles en el desenvolvimiento de la realidad que se atengan a los
hechos objetivos, no a teorías preestablecidas.
Y la otra vertiente de la creatividad que se liberó a raíz
de la aparición del homo clausus fue
la artística. No toda creatividad, sin embargo, está asociada a la personalidad
esquizoide, aunque sí la más característica de las que han triunfado en
Occidente, especialmente desde el Romanticismo, y aún más con el modernismo y
postmodernismo. Escogeremos como ejemplo entre los creadores que sería posible
incluir dentro de esta tipología a Franz Kafka, una personalidad
suficientemente significativa y representativa de esta época, escritor
marcadamente esquizoide y cuya obra viene a ser una dramatización de esas
constantes de personalidad propias del homo
clausus. El mismo Kafka, exacerbando su atracción por la clausura en lo
interior, era reticente a la hora de publicar sus creaciones literarias, por
miedo a que quedara en evidencia su fragilidad personal y publicitado su
sentimiento de soledad. En 1912, a punto de cumplir los treinta años, le dijo
al que iba a ser su editor, Kurt Wolff, algo que es dudoso que algún escritor
haya llegado a decir nunca a quien ha de publicar su obra: “Siempre le quedaré más
agradecido por la devolución de mis manuscritos que por su publicación”.
Incluso, al morir, dejó ordenado a su amigo y albacea literario Max Brod que
quemara sus manuscritos, con lo que hubiera desaparecido la mayor parte de su
obra si Brod le hubiera obedecido. Decía Cioran que “un libro es un suicidio
aplazado”; lo cual, si lo juntamos con el hecho de que Kafka había
afirmado en una de sus cartas a Felice: “No tengo intereses literarios, la
literatura es parte constitutiva de mí”, permite valorar cómo, por un
lado, su dedicación a la escritura daba expresión a su atormentado mundo
interior (aplazando ese potencial suicidio al que propenden en algún grado esta
clase de personalidades inadaptadas), pero, por otro, recelaba de la exhibición
de su intimidad, de la puesta en evidencia de su fragilidad interior. De la ocasión
en que el editor Wolff conoció a Kafka dejó aquel escritas las impresiones que
sacó del encuentro: “¡Ay, cómo sufría! Callado, torpe, tierno, vulnerable, intimidado como
un colegial examinándose del bachillerato, convencido de la imposibilidad de
cumplir jamás con las expectativas que los elogios del empresario despertaban
(…) Un hombre sin edad, que tenía treinta años por aquel entonces, pero cuya
apariencia lo dejó grabado en mi memoria como alguien que oscilaba entre
enfermo y más enfermo todavía pero que no tenía edad”.