Resumen: Fue Virginia Woolf la que en 1924 pronunció las palabras que
sirven de título a este artículo. La nueva forma de mirar, que se hizo plenamente
manifiesta en las formas artísticas que se hicieron por entonces
prevalecientes, pero que, de un modo u otro ha impregnado los modos de vida de
Occidente y del mundo en general, es, en su extremo, llamativamente evocadora de
aquella que le invade al esquizofrénico y que Jean-Paul Sartre describe magníficamente
en “La náusea”. Como en “Matrix”, en el “museo de extrañeza” en que se va
convirtiendo el mundo (tan lleno de posibilidades, por otra parte), las
experiencias se van quedando sin hombres a quienes atribuirlas.
De manera semejante a como ocurre con los ataques epilépticos, el hundimiento en la esquizofrenia va precedido a menudo por un aura. Klaus Conrad, psiquiatra alemán, en un libro ya clásico sobre esta enfermedad, denominó este estadio preliminar Trema, término de la jerga teatral referido al miedo a salir a escena que siente un actor antes de comenzar la representación. En esos momentos, el enfermo se mostrará suspicaz y agitado, a menudo expectante y lleno de terror. Los esquizofrénicos que mejor se expresan apenas aciertan a describir lo que pasa diciendo que “todo es extraño, o todo es de una manera diferente”. Antoine Roquentin, el protagonista de “La Náusea”, de Jean Paul Sartre, describía de esta forma lo que le estaba pasando cuando, subido a un tranvía, pasó precisamente por esta fase de Trema de su crisis esquizofrénica, que él llamaba la Náusea: “Apoyo la mano en el asiento, pero la retiro precipitadamente: eso existe. Esta cosa en la cual estoy sentado, en la cual apoyaba mi mano se llama banqueta (…) Murmuro: es una banqueta, un poco a modo de exorcismo. Pero la palabra permanece en mis labios; se niega a posarse en la cosa (…) Lo mismo podría ser un asno muerto, por ejemplo, hinchado por el agua, flotando a la deriva, con el vientre al aire en un gran río gris, en un río de inundación; y yo estaría sentado en el vientre del asno y mis pies se mojarían en el agua sucia. Las cosas se han liberado de sus nombres. Están ahí grotescas, obstinadas, gigantescas y parece imbécil llamarlas banquetas o decir algo de ellas: estoy en medio de las Cosas, las innominables. Solo, sin palabras, sin defensa, las Cosas me rodean, debajo de mí, detrás de mí, sobre mí. No exigen nada, no se imponen, están ahí (…) El cobrador me obstruye el camino. ‘–Espere la parada’. Pero le empujo y me bajo en marcha. No podía más. Ya no podía soportar que las cosas estuvieran tan cerca (…) Me gustaría tanto abandonarme, olvidarme, dormir. Pero no puedo, me sofoco: la existencia me penetra por todas partes, por los ojos, por la nariz, por la boca… Y de golpe, de un solo golpe, el velo se desgarra, he comprendido, he visto”.
De manera semejante a como ocurre con los ataques epilépticos, el hundimiento en la esquizofrenia va precedido a menudo por un aura. Klaus Conrad, psiquiatra alemán, en un libro ya clásico sobre esta enfermedad, denominó este estadio preliminar Trema, término de la jerga teatral referido al miedo a salir a escena que siente un actor antes de comenzar la representación. En esos momentos, el enfermo se mostrará suspicaz y agitado, a menudo expectante y lleno de terror. Los esquizofrénicos que mejor se expresan apenas aciertan a describir lo que pasa diciendo que “todo es extraño, o todo es de una manera diferente”. Antoine Roquentin, el protagonista de “La Náusea”, de Jean Paul Sartre, describía de esta forma lo que le estaba pasando cuando, subido a un tranvía, pasó precisamente por esta fase de Trema de su crisis esquizofrénica, que él llamaba la Náusea: “Apoyo la mano en el asiento, pero la retiro precipitadamente: eso existe. Esta cosa en la cual estoy sentado, en la cual apoyaba mi mano se llama banqueta (…) Murmuro: es una banqueta, un poco a modo de exorcismo. Pero la palabra permanece en mis labios; se niega a posarse en la cosa (…) Lo mismo podría ser un asno muerto, por ejemplo, hinchado por el agua, flotando a la deriva, con el vientre al aire en un gran río gris, en un río de inundación; y yo estaría sentado en el vientre del asno y mis pies se mojarían en el agua sucia. Las cosas se han liberado de sus nombres. Están ahí grotescas, obstinadas, gigantescas y parece imbécil llamarlas banquetas o decir algo de ellas: estoy en medio de las Cosas, las innominables. Solo, sin palabras, sin defensa, las Cosas me rodean, debajo de mí, detrás de mí, sobre mí. No exigen nada, no se imponen, están ahí (…) El cobrador me obstruye el camino. ‘–Espere la parada’. Pero le empujo y me bajo en marcha. No podía más. Ya no podía soportar que las cosas estuvieran tan cerca (…) Me gustaría tanto abandonarme, olvidarme, dormir. Pero no puedo, me sofoco: la existencia me penetra por todas partes, por los ojos, por la nariz, por la boca… Y de golpe, de un solo golpe, el velo se desgarra, he comprendido, he visto”.
Se trata de una manera de situarse ante las cosas, la que
así se inaugura, que va más allá de lo que puede llegar a vivenciar un
esquizofrénico: toda una época, toda una cultura parece estar convocada para
dar preferencia a ese modo de mirar. “¿No es cierto que las experiencias se han
independizado del hombre? –se pregunta Robert Musil en “El hombre sin atributos”– Ha surgido un mundo de atributos sin hombre, de
experiencias sin uno que las viva (…) Probablemente, la descomposición de las
relaciones antropocéntricas, que durante tanto tiempo han considerado al hombre
como centro del universo, pero que desde hace siglos están desapareciendo, ha
llegado, finalmente, al propio yo, pues la creencia de que lo más importante en
la vivencia es que uno la viva y en la acción que uno la haga comienza a
parecer, a la mayor parte de los hombres, una ingenuidad”. En línea con Musil, Paul Cezanne, uno de los
que abrieron la puerta a estos nuevos tiempos, decía: “(Los artistas y sus producciones)
somos un caos irisado. El hombre ausente, absorbido enteramente en el paisaje…”.
En sentido contrario, Ortega reflexionaba sobre las consecuencias de esa salida
del hombre del escenario de sus propias experiencias, a la vez que reclamaba el
mantenimiento de la forma de mirar alternativa, la que está perdiendo hoy vigencia:
“Si no hubiera más que ver pasivo
quedaría el mundo reducido a un caos de puntos luminosos. Pero hay sobre el
pasivo ver un ver activo, que interpreta viendo y ve interpretando: un ver que
es mirar. Platón supo hallar para estas visiones que son miradas una palabra
divina: las llamó ideas. Pues bien, la tercera dimensión de la naranja no es
más que una idea, y Dios es la última dimensión de la campiña”.
Cuando se produce la crisis esquizofrénica, desaparece la
empatía, que es el sentimiento que nos permite trasladarnos emocionalmente al
mundo de los demás y de todo lo que, en general, nos rodea. La realidad queda
entonces desvitalizada, los demás seres vivientes son vistos como autómatas o
como maniquíes de un cuadro de de Chirico, o incluso es como si desaparecieran
del campo perceptivo en cuanto que tales seres vivientes; los objetos son
asimismo percibidos como definitivos, inamovibles e insignificantes, y así
vienen a correlacionar con esa nueva disposición del sujeto esquizofrénico que
le empuja a prescindir…, mejor dicho, desvitalizar el mundo exterior. Repararemos
de nuevo en las explicaciones de Roquentin: “Algo me ha sucedido, no puedo
seguir dudándolo (…) Por ejemplo, en mis manos hay algo nuevo, cierta manera de
coger la pipa o el tenedor. O es el tenedor el que ahora tiene cierta manera de
hacerse coger; no sé. Hace un instante, cuando iba a entrar en mi cuarto, me
detuve en seco al sentir en la mano un objeto frío que retenía mi atención con
una especie de personalidad. Abrí la mano, miré: era simplemente el picaporte.
Esta mañana en la biblioteca, cuando el Autodidacta vino a darme los buenos
días, tardé diez segundos en reconocerlo. Veía un rostro desconocido, apenas un
rostro. Y además su mano era como un grueso gusano blanco en la mía. La solté
en seguida y el brazo cayó blandamente”. Resulta cierto, pues, al menos
en este caso, lo que afirma Musil a propósito de que estamos ante “un mundo de atributos sin hombre, de
experiencias sin uno que las viva”.
Desprovistas de la intencionalidad, de la energía ordenadora
y jerarquizadora con que las cosas quedan investidas cuando sentimos empatía,
cuando despiertan nuestra curiosidad y nuestro interés (cuando las
interpretamos), esas cosas pierden su significado. Se limitan a ser
impresiones, entes irreales, lejanos, ajenos... caos irisado; si son seres vivos, quedan
reducidos a ser meros autómatas, maniquíes, simulacros. Son cosas particulares,
cada una separada de las demás, sin que quepa junto a ellas un concepto que las
unifique con alguna otra y que, por tanto, les dote de significado y de una
función o utilidad. Como dijo Marcel Duchamp: “No es este tiempo de
completar las cosas, es una época de fragmentos”. Las palabras mismas pasan a ser no
significantes, sino realidades en sí mismas, igual que ocurre en la poesía
modernista. Cada cosa se individualiza, no queda en ella ningún resto de
sustancia que la aproxime a las demás y pueda en ellas prolongarse, algo
reconocible o evocador que le de consistencia y continuidad. Una cara pasa a
ser, como en un cuadro de Picasso, ahora un ojo, una oreja poco después, unos
labios… Todo es susceptible de fragmentación, de escisión en parcelas
insignificantes, porque la idea de completitud, de un todo integrador, la aportamos
los sujetos cuando salimos a la realidad pertrechados con nuestro afán
ordenador, el que precisamente le falta al esquizofrénico (y al artista moderno
y posmoderno). Uno de ellos decía sentirse “rodeado por una multitud de detalles
insignificantes”. “No veía las cosas como una totalidad, solo
fragmentos”. Y otro más hablaba de esta forma: “Si miro mi reloj, veo el reloj,
la correa, la cara, las manecillas y así sucesivamente; entonces tengo que
armarlo para captarlo como una sola pieza”. Usando la terminología de
Sartre, diríamos que no hay esencias,
solo existencias.
Giorgio de Chirico-Plaza de Italia, 1913 "Vivir en un mundo como si este fuera un inmenso museo de extrañeza" |
Es lo que, por ejemplo, pasa en los cuadros surrealistas. Giorgio
de Chirico, uno de los más significados predecesores de ese movimiento, escribe
en su Diario: “Una iluminada tarde de invierno me encontraba en la plazoleta del
palacio de Versalles. Todo me observaba con una mirada extraña e interrogadora
(…) Y entonces, más que nunca, sentí que todo estaba inevitablemente allí, pero
sin razón alguna y sin ningún significado (…) Uno debe plasmar todo en el mundo
como un enigma, no solo las grandes preguntas que uno siempre se ha formulado…
Sino más bien entender el enigma de las cosas consideradas generalmente
insignificantes… Vivir en un mundo como si este fuera un inmenso museo de
extrañeza”.
Giorgio de Chirico-Las Musas inquietantes-1918 |
El esquizofrénico se siente atrapado por una situación
inamovible, interrumpido su flujo vital, sin que la experiencia del tiempo, la
que se abre a partir de la existencia de propósitos, le permita escapar o
proyectarse hacia otra cosa. Para él lo que hay, lo hay fatalmente,
absolutamente. Escribe el Roquentin de Sartre: “Veo el porvenir. Está allí en la calle, apenas más pálido que el presente.
¿Qué necesidad tiene de realizarse? ¿Qué ganará con ello? (…) La vieja se acerca
a la esquina de la calle, ahora solo es un montoncito de trapos negros. Bueno,
sí, lo acepto, esto es nuevo, no estaba ahí hace un instante. Pero es una
novedad descolorida, desflorada, que nunca puede sorprender”. Esta
misma perspectiva de Roquentin fue la que James Joyce eligió para desde ella
hacer deambular en un día absurdo (un día que no formaba parte de ninguna
historia) a Leopold Bloom, el protagonista de su paradigmático “Ulises” (que ha sido considerada “la
novela del siglo XX”). Dice de este libro la autorizada voz de Carl Gustav
Jung: “El ‘Ulises’ de Joyce es, en rigurosa oposición con su antiguo
homónimo, una conciencia inactiva, meramente perceptiva, o más bien un simple
ojo, una oreja, una nariz, una boca, un nervio táctil, expuesto sin freno ni
selección a la catarata turbulenta, caótica, disparatada, de los hechos físicos
y psíquicos que registra –casi fotográficamente– (...) (El libro) no sólo
empieza y acaba en la nada, sino que se compone también de puras nadas (...) No
existen en él ni antes ni después, ni arriba ni abajo”. Y concluye Jung
poco más adelante: “Aun para el profano, sería fácil advertir la
analogía entre el estado mental de la esquizofrenia con el Ulises”.
En 1924, en una
conferencia que dio en Cambridge, Virginia Woolf pronunció unas frases que se
harían famosas: “En, o alrededor de diciembre de 1910, la naturaleza humana cambió. No
fue repentino ni tan claro (…) Todas las relaciones humanas cambiaron… las
relaciones entre amos y sirvientes, entre maridos y esposas, entre padres e
hijos. Y cuando las relaciones humanas cambian, se produce a la vez un cambio
en la religión, en el comportamiento, en la política y la literatura”.
El resquebrajamiento cultural del que la misma Woolf fue abanderada, y del que
quedaron impregnadas tanto su literatura como su personalidad (incluido su
fatal destino final), no surgió de la noche a la mañana: hay una larga
trayectoria por detrás que lo respalda. No sería posible que por delante le
quedara otro tanto.
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