jueves, 21 de junio de 2018

La función del arte y de la literatura

Resumen: “Nada es solamente lo que es”, decía María Zambrano. El arte moderno, sin embargo, ha escogido como motivo sobre el que sustentarse el de tratar de reflejar lo que las cosas estrictamente son, alineándose con lo que, por ejemplo, Paul Cézanne proponía cuando decía: "No hay que pintar lo que nosotros creemos que vemos, sino lo que vemos". Sin embargo, si Zambrano tiene razón, la función del arte y de la literatura sería la de indagar en todo lo que a las cosas y a los acontecimientos les falta para ser. Y eso significaría entonces que el arte y la literatura modernos han escogido un camino autodestructivo.
     Las cosas, por sí solas, ni vienen ni van a ningún lado y ni tan siquiera existen. Una silla, sin nuestra asistencia, deja de serlo al instante. Porque es lo que es en la medida en que sirve para sentarse, y somos nosotros, los seres pensantes y sedentarios, los que le asignamos esa función, esa condición. Es, pues, su función, y, en general, la manera que tiene de relacionarse con nosotros, lo que le hace ser lo que es. Sin nosotros, dejaría de serlo. Incluso si rebajáramos su ser hasta llegar a identificar la silla como mero “trozo de madera”, necesitaría de nosotros también para sobrevivir con esa adelgazada condición: “trozo” y “madera” son asignaciones nuestras a “eso” que está ahí, y que tendrá alguna clase de existencia en la medida en que lo invistamos con algún concepto, alguna idea que lo extraiga de ese limbo inmenso y un tanto tenebroso al que va a parar todo lo que no es nada o que pasa a ser, como Kant decía, “un caos de sensaciones”… nada en concreto. Pero es que, si despojáramos a las cosas que nos rodean de su función, de su relación con nosotros, también nosotros caeríamos en el vacío, en la inconsistencia, porque somos algo en la medida en que nos relacionamos con las cosas que nos rodean, en que somos “yo” con nuestra “circunstancia”.

     Antoine Roquentin, el protagonista de “La Náusea”, de Jean-Paul Sartre, estaba empezando a dejar de creer en las cosas, y es a eso que entonces sentía a lo que llamaba la “Náusea”. La novela empieza con las siguientes anotaciones de Roquentin en su Diario, que coinciden con la inminente difuminación en él del sentido de las cosas: “Lo mejor sería escribir los acontecimientos cotidianos. Llevar un diario para comprenderlos (…) Es preciso decir cómo veo esta mesa, la calle, la gente, mi paquete de tabaco, ya que es esto lo que ha cambiado. Por ejemplo, esta es una caja de cartón que contiene mi frasco de tinta. Habría que tratar de decir cómo la veía antes y cómo la * (espacio en blanco) ahora. ¡Bueno! Es un paralelepípedo rectángulo; se recorta sobre… es estúpido, no hay nada que decir”. No había nada que decir, no había nada que escribir sobre las cosas porque, a su modo de ver, estaban dejando de tener una función, una relación con él. En un caso así, la literatura, el arte de escribir sobre el ir y venir de las cosas, tampoco llegaría a tener una función.

     Rainer María Rilke, en representación de los escritores de la modernidad, y de paso de los artistas de este tiempo, describe en su novela autobiográfica “Los apuntes de Malte Laurids Brigge” una forma de percibir semejante a la de Roquentin cuando el narrador habla del sentimiento que le sobreviene al ver cómo todo se va envolviendo en una capa de irrealidad: “Sí, él sabía que en ese momento se estaba alejando de todo, no sólo de los hombres. Un instante más y todo habrá perdido su sentido, y esta mesa, y la taza, y la silla a la que se agarra, todos los objetos cotidianos y más inmediatos se tornarán incomprensibles, extraños y pesados. Estaba de esta guisa, esperando a que llegara el momento. Y ya no oponía resistencia”. Cuenta también Renée, en su “Diario de una esquizofrénica” que cuando le sobrevenía la crisis de irrealidad “todo parecía entonces inanimado, muerto, mineral, absurdo (…) me sentía expulsada del mundo, separada de la vida, espectadora de un filme caótico que se desarrollaba sin cesar delante de mis ojos y del cual no lograba ser partícipe nunca”. Robert Musil, otro autor moderno, habla también en “El hombre sin atributos” de que ha llegado un tiempo en el que las experiencias se han quedado sin nadie a quien atribuirlas.

     Se pierde el contacto con las cosas, se cae en el sentimiento de desrealización o irrealidad cuando uno concluye que no tiene nada que hacer en la vida… y ya decía Ortega que “la vida es quehacer”. Ocurre entonces que el tiempo, que es el cauce por el que ha de discurrir la vida, se interrumpe, deja de venir desde el pasado e ir hacia el futuro, atravesando el presente; y es así porque se siente que no se va a ningún lado, que no hay ningún sitio desde el que llegar ni ningún objetivo cuyo alcance nos reserve el porvenir. Es lo que le ocurría a un paciente esquizofrénico de Eugène Minkowski, psiquiatra existencial, del que este decía: “No había ninguna acción ni deseo que emanase del presente y se extendiese al futuro cubriendo los días grises y monótonos. Como resultado, cada día conservaba una independencia insólita, al no englobarse en la percepción de una vida continuada; cada día comenzaba de nuevo como una isla solitaria perdida en el océano gris del tiempo que pasaba”. Y otro paciente más con ese mismo diagnóstico decía también: “Todo es inmovilidad alrededor de mí. Las cosas se presentan aisladamente, cada una de por sí, sin evocar nada (…) Son como pantomimas, pantomimas que se hicieron en torno mío, pero yo no entro en ellas, me quedo afuera. Tengo mi juicio, pero el instinto de la vida me falta. No logro ya entregar mi actividad de una manera suficientemente vivaz (…) He perdido el contacto con toda especie de cosas. Ha desaparecido la noción del valor, de la dificultad de las cosas (…) y yo no puedo ya entregarme a ellas. Hay una fijeza absoluta alrededor de mí. Todavía tengo menos movilidad respecto del porvenir que en el presente y en el pasado. Hay en mí una especie de rutina que no permite encarar el porvenir. El poder creador está suprimido en mí. Veo el porvenir como repetición del pasado”. También era esta la forma de mirar que había tomado posesión del Roquentin de Sartre, que razonaba de esta manera: “Eché una mirada ansiosa a mi alrededor: presente, nada más que presente. Muebles ligeros y sólidos incrustados en su presente, una mesa, una cama, un ropero con espejo y yo mismo. Se revelaba la verdadera naturaleza del presente: era todo lo que existe, y todo lo que no fuese presente no existía. El pasado no existe. En absoluto. Ni en las cosas, ni siquiera en mi pensamiento (…) (Antes) al terminar su papel, cada acontecimiento se acomodaba juiciosamente en una caja y se convertía en acontecimiento honorario; tanto cuesta imaginarse la nada. Ahora sabía: las cosas son en su totalidad lo que parecen y detrás de ellas… no hay nada”. Cuando las cosas solo son lo que en el presente son… es que están a punto de dejar de ser. Porque ya decía María Zambrano que “nada es solamente lo que es”: una silla no es un objeto puro, una cosa en sí, es un objeto que sirve para sentarse. Cuando el arte, a través, por ejemplo, de las deletéreas maneras de entenderlo de Marcel Duchamp, reduce una rueda de bicicleta, un botellero o un urinario a ser algo en sí mismos, al margen de su función, separados, pues, como decía Renée, de la vida, de su manera de relacionarse con nosotros, también el arte está alejándose de su función, la cual consiste, por el contrario, en añadirle a las cosas algo de lo que aún les falta, eso que la cosa en sí no llega a alcanzar a ser y que solo puede aportarle nuestra imaginación.
Duchamp: "Rueda de bicicleta", 1913
     Cuando Paul Cézanne, otro adalid de la modernidad, decía: "No hay que pintar lo que nosotros creemos que vemos, sino lo que vemos", también abogaba por aquella forma de mirar de la que hacían gala Antoine Roquentin y los esquizofrénicos, la que reduce las cosas a lo que meramente son, lo que estrictamente vemos y sentimos, al margen de su relación con nosotros. Algo parecido a lo que ocurre cuando las reducimos a lo que nada más nos deja ver el presente, convirtiendo lo que ocurre en la vida en una simple acumulación de acontecimientos que no vienen de ningún lado ni van a ningún sitio. Es lo que, de nuevo, empezaba a experimentar Roquentin, como magistralmente describe Jean-Paul Sartre: “De pronto algo se rompe. La aventura ha terminado, el tiempo recobra su blandura cotidiana (…) Ahora el fin y el comienzo son una sola cosa (…) He pensado lo siguiente: para que el suceso más trivial se convierta en aventura, es necesario y suficiente contarlo. Esto es lo que engaña a la gente; el hombre es siempre un narrador de historias; vive rodeado de sus historias y de las ajenas, ve a través de ellas todo lo que sucede, y trata de vivir su vida como si la contara (…) Cuando uno vive, no sucede nada. Los decorados cambian, la gente entra y sale, eso es todo. Nunca hay comienzos. Los días se añaden a los días sin ton ni son, en una suma interminable y monótona (…) Prosigue la suma de horas y días. Lunes, martes, miércoles. Abril, mayo, junio. 1924, 1925, 1926. Esto es vivir, pero al contar la vida todo cambia (…) Los acontecimientos se producen en un sentido, y nosotros los contamos en sentido inverso. En apariencia se empieza por el comienzo: “Era una hermosa noche de otoño de 1922…” (…) (pero) el fin de la historia los atrae (a los acontecimientos), los atrapa, y a su vez cada uno de ellos atrae al instante que lo precede (…) Y sentimos que el héroe ha vivido todos los detalles de (los acontecimientos) como anunciaciones, como promesas, y que solo vivía las promesas, ciego y sordo a todo lo que no anunciara la aventura. Olvidamos que el porvenir todavía no estaba allí; (en realidad) el individuo paseaba en una noche sin presagios, que le ofrecía en desorden sus riquezas monótonas; él no escogía”. La realidad desnuda no incluye promesas ni presagios, es verdad: somos nosotros los que se los añadimos. Con el poder de nuestra imaginación (eso que las cosas por sí solas no pueden tener). Y uno de los modos a través de los cuales realizamos ese ejercicio aumentativo de la realidad es el arte. Incluida la literatura, que nos ofrece la posibilidad de convertir sucesos triviales en parte de una historia, de una aventura, de una misión, para que así tengan un principio y un final, una trama y un desenlace, para que pasen de ser pura contingencia a hechos necesarios. Ese esquema que recreamos en la literatura es también el molde que hemos de trasladar a nuestra vida para no sentir, como hace el artista moderno, como hace el esquizofrénico, que la vida es una mera sucesión de momentos en sí, de azares, en que, como dice Roquentin, “los días se añaden a los días sin ton ni son, en una suma interminable y monótona”. La función del arte y de la literatura es, pues, la de ayudar a completar las cosas y los acontecimientos, y así servir de pauta a la vida misma, a nuestra menesterosa, necesitada de ser más de lo que es, vida propia.

     “La mayoría de las veces –escribe el lúcido Schopenhauer en su “El mundo como voluntad y representación”los locos no yerran en el conocimiento de lo inmediatamente presente, sino que su desvarío se refiere siempre a lo ausente y lo pasado, y solo por eso a su relación con lo presente. Por eso me parece que su enfermedad afecta en especial a la memoria; no, ciertamente, porque carezcan de ella, pues muchos saben muchas cosas de memoria y a veces reconocen a personas que no han visto en mucho tiempo; sino, más bien, porque se ha roto el hilo de la memoria, se ha suprimido su conexión continuada, y no es posible un recuerdo del pasado conectado regularmente”. El loco vive en el eterno presente, en un mundo en el que el arte se ha quedado sin su genuina función. Antoine Roquentin está en ese trance, y, al igual que le ocurría a su mentor, Jean-Paul Sartre, se debate para que, en tal situación, su propensión hacia la literatura, sea su último clavo ardiendo al que sujetarse: “La verdad –dice al final de la novela– es que no puedo soltar la pluma; creo que voy a tener la Náusea y mi impresión es que la retardo escribiendo”.

martes, 5 de junio de 2018

Alrededor de 1910 la naturaleza humana cambió

     Resumen: Fue Virginia Woolf la que en 1924 pronunció las palabras que sirven de título a este artículo. La nueva forma de mirar, que se hizo plenamente manifiesta en las formas artísticas que se hicieron por entonces prevalecientes, pero que, de un modo u otro ha impregnado los modos de vida de Occidente y del mundo en general, es, en su extremo, llamativamente evocadora de aquella que le invade al esquizofrénico y que Jean-Paul Sartre describe magníficamente en “La náusea”. Como en “Matrix”, en el “museo de extrañeza” en que se va convirtiendo el mundo (tan lleno de posibilidades, por otra parte), las experiencias se van quedando sin hombres a quienes atribuirlas.

     De manera semejante a como ocurre con los ataques epilépticos, el hundimiento en la esquizofrenia va precedido a menudo por un aura. Klaus Conrad, psiquiatra alemán, en un libro ya clásico sobre esta enfermedad, denominó este estadio preliminar Trema, término de la jerga teatral referido al miedo a salir a escena que siente un actor antes de comenzar la representación. En esos momentos, el enfermo se mostrará suspicaz y agitado, a menudo expectante y lleno de terror. Los esquizofrénicos que mejor se expresan apenas aciertan a describir lo que pasa diciendo que “todo es extraño, o todo es de una manera diferente”. Antoine Roquentin, el protagonista de “La Náusea”, de Jean Paul Sartre, describía de esta forma lo que le estaba pasando cuando, subido a un tranvía, pasó precisamente por esta fase de Trema de su crisis esquizofrénica, que él llamaba la Náusea: “Apoyo la mano en el asiento, pero la retiro precipitadamente: eso existe. Esta cosa en la cual estoy sentado, en la cual apoyaba mi mano se llama banqueta (…) Murmuro: es una banqueta, un poco a modo de exorcismo. Pero la palabra permanece en mis labios; se niega a posarse en la cosa (…) Lo mismo podría ser un asno muerto, por ejemplo, hinchado por el agua, flotando a la deriva, con el vientre al aire en un gran río gris, en un río de inundación; y yo estaría sentado en el vientre del asno y mis pies se mojarían en el agua sucia. Las cosas se han liberado de sus nombres. Están ahí grotescas, obstinadas, gigantescas y parece imbécil llamarlas banquetas o decir algo de ellas: estoy en medio de las Cosas, las innominables. Solo, sin palabras, sin defensa, las Cosas me rodean, debajo de mí, detrás de mí, sobre mí. No exigen nada, no se imponen, están ahí (…) El cobrador me obstruye el camino. ‘–Espere la parada’. Pero le empujo y me bajo en marcha. No podía más. Ya no podía soportar que las cosas estuvieran tan cerca (…) Me gustaría tanto abandonarme, olvidarme, dormir. Pero no puedo, me sofoco: la existencia me penetra por todas partes, por los ojos, por la nariz, por la boca… Y de golpe, de un solo golpe, el velo se desgarra, he comprendido, he visto.
     Se trata de una manera de situarse ante las cosas, la que así se inaugura, que va más allá de lo que puede llegar a vivenciar un esquizofrénico: toda una época, toda una cultura parece estar convocada para dar preferencia a ese modo de mirar. “¿No es cierto que las experiencias se han independizado del hombre? –se pregunta Robert Musil en “El hombre sin atributos”Ha surgido un mundo de atributos sin hombre, de experiencias sin uno que las viva (…) Probablemente, la descomposición de las relaciones antropocéntricas, que durante tanto tiempo han considerado al hombre como centro del universo, pero que desde hace siglos están desapareciendo, ha llegado, finalmente, al propio yo, pues la creencia de que lo más importante en la vivencia es que uno la viva y en la acción que uno la haga comienza a parecer, a la mayor parte de los hombres, una ingenuidad”. En línea con Musil, Paul Cezanne, uno de los que abrieron la puerta a estos nuevos tiempos, decía: “(Los artistas y sus producciones) somos un caos irisado. El hombre ausente, absorbido enteramente en el paisaje…”. En sentido contrario, Ortega reflexionaba sobre las consecuencias de esa salida del hombre del escenario de sus propias experiencias, a la vez que reclamaba el mantenimiento de la forma de mirar alternativa, la que está perdiendo hoy vigencia: “Si no hubiera más que ver pasivo quedaría el mundo reducido a un caos de puntos luminosos. Pero hay sobre el pasivo ver un ver activo, que interpreta viendo y ve interpretando: un ver que es mirar. Platón supo hallar para estas visiones que son miradas una palabra divina: las llamó ideas. Pues bien, la tercera dimensión de la naranja no es más que una idea, y Dios es la última dimensión de la campiña”.
     Cuando se produce la crisis esquizofrénica, desaparece la empatía, que es el sentimiento que nos permite trasladarnos emocionalmente al mundo de los demás y de todo lo que, en general, nos rodea. La realidad queda entonces desvitalizada, los demás seres vivientes son vistos como autómatas o como maniquíes de un cuadro de de Chirico, o incluso es como si desaparecieran del campo perceptivo en cuanto que tales seres vivientes; los objetos son asimismo percibidos como definitivos, inamovibles e insignificantes, y así vienen a correlacionar con esa nueva disposición del sujeto esquizofrénico que le empuja a prescindir…, mejor dicho, desvitalizar el mundo exterior. Repararemos de nuevo en las explicaciones de Roquentin: “Algo me ha sucedido, no puedo seguir dudándolo (…) Por ejemplo, en mis manos hay algo nuevo, cierta manera de coger la pipa o el tenedor. O es el tenedor el que ahora tiene cierta manera de hacerse coger; no sé. Hace un instante, cuando iba a entrar en mi cuarto, me detuve en seco al sentir en la mano un objeto frío que retenía mi atención con una especie de personalidad. Abrí la mano, miré: era simplemente el picaporte. Esta mañana en la biblioteca, cuando el Autodidacta vino a darme los buenos días, tardé diez segundos en reconocerlo. Veía un rostro desconocido, apenas un rostro. Y además su mano era como un grueso gusano blanco en la mía. La solté en seguida y el brazo cayó blandamente”. Resulta cierto, pues, al menos en este caso, lo que afirma Musil a propósito de que estamos anteun mundo de atributos sin hombre, de experiencias sin uno que las viva”.
     Desprovistas de la intencionalidad, de la energía ordenadora y jerarquizadora con que las cosas quedan investidas cuando sentimos empatía, cuando despiertan nuestra curiosidad y nuestro interés (cuando las interpretamos), esas cosas pierden su significado. Se limitan a ser impresiones, entes irreales, lejanos, ajenos... caos irisado; si son seres vivos, quedan reducidos a ser meros autómatas, maniquíes, simulacros. Son cosas particulares, cada una separada de las demás, sin que quepa junto a ellas un concepto que las unifique con alguna otra y que, por tanto, les dote de significado y de una función o utilidad. Como dijo Marcel Duchamp: “No es este tiempo de completar las cosas, es una época de fragmentos”. Las palabras mismas pasan a ser no significantes, sino realidades en sí mismas, igual que ocurre en la poesía modernista. Cada cosa se individualiza, no queda en ella ningún resto de sustancia que la aproxime a las demás y pueda en ellas prolongarse, algo reconocible o evocador que le de consistencia y continuidad. Una cara pasa a ser, como en un cuadro de Picasso, ahora un ojo, una oreja poco después, unos labios… Todo es susceptible de fragmentación, de escisión en parcelas insignificantes, porque la idea de completitud, de un todo integrador, la aportamos los sujetos cuando salimos a la realidad pertrechados con nuestro afán ordenador, el que precisamente le falta al esquizofrénico (y al artista moderno y posmoderno). Uno de ellos decía sentirse “rodeado por una multitud de detalles insignificantes”. “No veía las cosas como una totalidad, solo fragmentos”. Y otro más hablaba de esta forma: “Si miro mi reloj, veo el reloj, la correa, la cara, las manecillas y así sucesivamente; entonces tengo que armarlo para captarlo como una sola pieza”. Usando la terminología de Sartre, diríamos que no hay esencias, solo existencias.
Giorgio de Chirico-Plaza de Italia, 1913
"Vivir en un mundo como si este fuera un inmenso museo de extrañeza"
     Es lo que, por ejemplo, pasa en los cuadros surrealistas. Giorgio de Chirico, uno de los más significados predecesores de ese movimiento, escribe en su Diario: “Una iluminada tarde de invierno me encontraba en la plazoleta del palacio de Versalles. Todo me observaba con una mirada extraña e interrogadora (…) Y entonces, más que nunca, sentí que todo estaba inevitablemente allí, pero sin razón alguna y sin ningún significado (…) Uno debe plasmar todo en el mundo como un enigma, no solo las grandes preguntas que uno siempre se ha formulado… Sino más bien entender el enigma de las cosas consideradas generalmente insignificantes… Vivir en un mundo como si este fuera un inmenso museo de extrañeza”.
Giorgio de Chirico-Las Musas inquietantes-1918
     El esquizofrénico se siente atrapado por una situación inamovible, interrumpido su flujo vital, sin que la experiencia del tiempo, la que se abre a partir de la existencia de propósitos, le permita escapar o proyectarse hacia otra cosa. Para él lo que hay, lo hay fatalmente, absolutamente. Escribe el Roquentin de Sartre: Veo el porvenir. Está allí en la calle, apenas más pálido que el presente. ¿Qué necesidad tiene de realizarse? ¿Qué ganará con ello? (…) La vieja se acerca a la esquina de la calle, ahora solo es un montoncito de trapos negros. Bueno, sí, lo acepto, esto es nuevo, no estaba ahí hace un instante. Pero es una novedad descolorida, desflorada, que nunca puede sorprender”. Esta misma perspectiva de Roquentin fue la que James Joyce eligió para desde ella hacer deambular en un día absurdo (un día que no formaba parte de ninguna historia) a Leopold Bloom, el protagonista de su paradigmático “Ulises” (que ha sido considerada “la novela del siglo XX”). Dice de este libro la autorizada voz de Carl Gustav Jung: “El ‘Ulises’ de Joyce es, en rigurosa oposición con su antiguo homónimo, una conciencia inactiva, meramente perceptiva, o más bien un simple ojo, una oreja, una nariz, una boca, un nervio táctil, expuesto sin freno ni selección a la catarata turbulenta, caótica, disparatada, de los hechos físicos y psíquicos que registra –casi fotográficamente– (...) (El libro) no sólo empieza y acaba en la nada, sino que se compone también de puras nadas (...) No existen en él ni antes ni después, ni arriba ni abajo”. Y concluye Jung poco más adelante: “Aun para el profano, sería fácil advertir la analogía entre el estado mental de la esquizofrenia con el Ulises.
     En 1924, en una conferencia que dio en Cambridge, Virginia Woolf pronunció unas frases que se harían famosas: “En, o alrededor de diciembre de 1910, la naturaleza humana cambió. No fue repentino ni tan claro (…) Todas las relaciones humanas cambiaron… las relaciones entre amos y sirvientes, entre maridos y esposas, entre padres e hijos. Y cuando las relaciones humanas cambian, se produce a la vez un cambio en la religión, en el comportamiento, en la política y la literatura”. El resquebrajamiento cultural del que la misma Woolf fue abanderada, y del que quedaron impregnadas tanto su literatura como su personalidad (incluido su fatal destino final), no surgió de la noche a la mañana: hay una larga trayectoria por detrás que lo respalda. No sería posible que por delante le quedara otro tanto.