Resumen: “Todas
las verdades silenciadas se vuelven venenosas”, dejó dicho Nietzsche.
Alice Miller dice que la obra de Nietzsche es el “lenguaje cifrado de un niño
mudo”. La filosofía de Nietzsche fue un grito desplazado, que fue
incapaz de articular ante las auténticas destinatarias de su grito. En ese
ámbito siguió siendo un niño mudo. El 3 de enero de 1889, en Turín, a partir
del momento en que fue a abrazar llorando a un caballo maltratado, regresó definitivamente
a su infantil silencio... con frecuentes episodios intercalados de gritos sin sentido y sin destinatario.
Friedrich Nietzsche
(1844-1900) es un perfecto ejemplar de hombre que, partiendo de un agudo
sentimiento de extrañamiento, soledad y sufrimiento físico, logró construir ese
sistema filosófico que, como viene a decir Zambrano, redime o da sentido a una
biografía. La psicóloga y escritora Alice Miller dice oportunamente que la obra
de Nietzsche es el “lenguaje cifrado de un niño mudo” y que sus ideas “reflejan
los sentimientos, necesidades y tragedias no vividas de la infancia del autor” . Su
posteriormente idealizado padre murió cuando él tenía cuatro años, y es como si
toda su filosofía se hubiera construido en forma de ondas emitidas en el
estanque de su vida a partir de la pedrada que fue aquella temprana experiencia
de involuntario abandono. Aunque la idealización de su padre parece que se correspondía solo
con una parte de la realidad, no fácilmente compatible con su zona oscura, en
la que ese mismo padre resultaba ser capaz de castigarle a veces con la máxima
severidad y encerrarle en habitaciones sin luz, con el objeto de domeñar la
tozudez y los berrinches que a veces exhibía Nietzsche en su más tierna
infancia. Asimismo, ese amado padre había perdido la razón once meses antes de
morir, probablemente debido a un tumor cerebral. A su sensación de
extrañamiento y temprano abandono, Nietzsche tuvo que añadir el hecho de que su
madre, su abuela y sus dos tías, que junto a su hermana compusieron desde
entonces su matriarcal ambiente familiar, se empeñaron en hacer de él una
persona “como Dios manda”, lo que implicaba la necesidad de soterrar las
manifestaciones espontáneas de su incipiente personalidad, que quedaron ocultas
y relegadas. ¿Qué otra cosa puede hacer un niño cuando está apremiado, de la
forma en que lo estuvo, para conseguir hacer de él, como efectivamente se
consiguió, un auténtico niño modelo?
Por si fuera poco,
Nietzsche sufrió más de cien enfermedades anuales durante el bachillerato, con
constantes jaquecas y trastornos reumáticos de los que habría que sospechar
que, en buena medida, si no totalmente, tenían un componente psicosomático. En
una ocasión, cuenta Ben-Ami Scharfstein en
“Los filósofos y sus vidas”, le escribió a un médico: “En conjunto soy ahora más feliz
que nunca antes en mi vida: ¡y sin embargo!, dolores constantes, mareos diarios
que duran varias horas, una semi-parálisis que me dificulta el habla y, para
variar, violentos ataques (el último me tuvo vomitando durante tres días con
sus noches, ansiaba la muerte)” . Llegó a consultar a más de treinta médicos y fisiólogos. Ya
con catorce años reflexionaba de esta manera: “En mi joven vida he visto ya
mucho dolor y aflicción, y por eso no fui tan alegre y despreocupado como lo
son normalmente los niños. Mis compañeros de colegio solían hacer burla de mí
debido a mi seriedad (…) Desde mi infancia he buscado la soledad y me he
encontrado muy dichoso allí donde pudiera estar a solas conmigo mismo sin que
nadie me molestara” . Ya adulto, en una carta a un amigo daba una versión menos
grata de ese sentimiento de soledad: “¡Si solo pudiera darte una idea de mi
sensación de soledad! No más entre los vivos que entre los muertos he tenido a
nadie al que me sintiera unido” .
Su alejamiento de la verdad preestablecida le
condujo fatalmente a una soledad sin límites: ese resultó ser el destino de
Nietzsche. Cuanto mejor comprendía su entorno, más divorciado se sentía de él. En un escrito de madurez titulado provocativamente “Por qué soy tan inteligente”,
confesaba: “No tengo ni un solo recuerdo agradable de mi infancia ni de mi
juventud”. Todo aquello, todos sus sentimientos de autocontrol debido a
la educación coercitiva y escasa de cariño que recibió en el hogar que regían
su madre, su abuela y sus dos tías, escondían un volcán en estado de latencia
que acabaría haciendo erupción. Por un lado, actuaba una educación que
pretendía reprimir todo pensamiento propio, la capacidad para la crítica, la
necesidad de comprender las cosas en nexos causales (la ciencia), y no como
expresión de una voluntad trascendente, y, en fin, la necesidad de libertad y
espontaneidad, que eran sustituidas por la obediencia y la sumisión. Y por otro
lado, mantenía esa necesaria libertad y espontaneidad que, aun soterradas, seguían
latiendo en las profundidades de su alma, y que acabarían estallando. Una
educación en la que todo, por parte de sus educadores, se hacía “por su bien”,
que acabó llevando a Nietzsche a decir, por boca de Zaratustra: “¡El
daño de los buenos es el daño más dañino de todos!”. En “Ecce homo” explica: “El
concepto de hombre bueno significa la defensa de todo lo débil, enfermizo, mal
constituido, sufriente a causa de sí mismo”.
Lo que hizo las
veces de caída del caballo para Nietzsche y que desencadenó lo que él mismo
acabaría llamando “transvaloración de todos los valores” (es decir, su rebelión
contra tanto corsé vital como había sufrido) fue la lectura de la obra mayor de
Schopenhauer, “El mundo como voluntad y
representación”. Nietzsche estaba entonces, según su propia descripción,
como suspendido en el aire, sin principios, ni esperanzas, ni gratos recuerdos.
Un buen día, cayó en sus manos el libro de Schopenhauer, que encontró en una
librería de ocasión. Entonces, y de manera semejante a como San Agustín escuchó
de boca de un niño aquel “tolle lege” (“toma
y lee”) que cambió su vida, Nietzsche tuvo también su experiencia
transformadora, que describe así: “No sé qué daimon me susurró: ‘Llévate este
libro a casa’… Me eché en un extremo del sofá con el tesoro recién adquirido y
me dispuse a recibir los efectos de aquel vigoroso genio del pesimismo. Todas
sus líneas pregonaban la renuncia, la negación, la resignación, allí vi un
espejo en el que contemplé el mundo, la vida y mi propia naturaleza
terriblemente agrandados. Allí vi la clarificadora mirada del arte, completamente
indiferente, allí vi la enfermedad y la salud, el exilio y el refugio, el cielo
y el infierno” .
Aquel volcán que
era el alma de Nietzsche había empezado a hervir en el subterráneo de su
infancia, la infancia de un niño perfectamente educado, que había aprendido a
sojuzgar sus sentimientos, a enmudecer hacia fuera cuando su interior era un
puro grito. Ese grito atascado
en la garganta y en la cabeza de Nietzsche ya desde su infancia, hace que no
sea extraño que ya entonces, y sobre todo en su etapa escolar, sufriera
continuamente intensas jaquecas, laringitis y trastornos reumáticos. Todo lo
que no podía encontrar una salida hacia el exterior tomó su cuerpo como
simbólico campo de amarre, obrando sus efectos en forma de constante tensión.
Dice Alice Miller que “la
obra de Nietzsche fue un intento —desesperado, pero nunca abandonado, hasta el
colapso espiritual— de liberarse de la prisión de su infancia, del odio hacia
las personas que lo educaron y atormentaron”.
Intento nunca abandonado… pero nunca tampoco llevado a término, porque durante
toda su vida no llegó a soltar las amarras que lo vinculaban a su familia, que,
desde el punto de vista psicológico, era el último destinatario de su ira, del
fuego volcánico que derramó, desplazándolo, sobre la cultura de su tiempo.
En este contexto podemos entender por qué Nietzsche hizo gala de una
injustificable misoginia, la que le llevó a escribir aforismos como aquel en el
que decía: “¿Vas a tratarte con mujeres? ¡No olvides el látigo!”. Una
misoginia solo explicable como desplazamiento, asimismo, de su animadversión
hacia las auténticas destinatarias de tal sentimiento, su madre y su hermana;
pero precisamente era a estas a las únicas que salvaba de su repulsión, evidenciando
así que seguía siendo incapaz de rebelarse contra aquella familia de la que
seguía sintiéndose afectivamente dependiente, de modo que su rebeldía contra
todo solo llegaba a proporcionarle objetivos desviados y finalmente
descabalados que no llegaban a servir para desahogar suficientemente su alma.
Como dice de él Alice Miller: “Lo único que puede permitirse atacar son
ideas o abstracciones humanas como ‘las mujeres’”. Y hacia los veintiséis años aún se expresaba
de esta forma en una carta a un amigo: “Todas las discusiones sobre filosofía y
religión constituyen una de las necesidades más tristes de la vida: si a uno le
llevan a ellas, debe armarse de prudencia y dulzura (…) Más aún, en tales
asuntos es un arte noble mantenerse callado en el momento justo. La palabra es
algo temible y rara vez lo adecuado en tales ocasiones. ¡Cuánto debe uno
callarse!”. De modo que su cuerpo, atormentado por la tensión del silencio impuesto,
no dejó nunca de producir dolor. El mismo Nietzsche llegó a decir que “todas
las verdades silenciadas se vuelven venenosas”. Resulta significativo el
hecho de que, cuando ya estaba poseído por la locura (que comenzó en 1889 y le
duró hasta su muerte en 1900) y “retornado” a la total dependencia materna y de
su hermana, la madre refiriera que Nietzsche emitía terribles alaridos. Parece
que el grito contenido durante toda su vida (a pesar de esa derivada simbólica
suya que fue su obra), y especialmente durante su infancia, había encontrado en
la locura un cauce, una coartada para llegar a articularse. No fue capaz de
enfrentarse a la auténtica raíz de sus males. El único refugio que se acabó
permitiendo fue la demencia. En 1969 se descubrió un pasaje escrito para ser
incluido en “Ecce homo”, pero que
finalmente no se publicó entonces. En él lanza fuertes invectivas, rebosantes
de odio, contra su madre y su hermana: dice de ellas que son “reptiles
venenosos” que han dirigido su “máquina infernal” contra él, y que la forma en
que le tratan le llena de horror. Sin embargo, se retractó, y una vez sumido en
la locura, se le dejó al cuidado, precisamente, de su madre y de su hermana; y
él se mostraba feliz de seguirlas a todas partes. Era aquello, sin duda,
expresión de su rendición: de nuevo la sumisión, como cuando niño, pero solo a
costa de adentrarse en la locura.