Este artículo empieza mal ya desde el título: lo último que alguien desea oír o
leer hoy son mensajes anunciadores de posibles catástrofes. Quienes han
conseguido alzarse a estas alturas en España como portavoces de la opinión
políticamente correcta –eso que en las conversaciones de bar se puede decir en
voz alta sin escandalizar, como quien pone en evidencia obviedades–, es decir,
y sobre todo, la extrema izquierda, saben bien que, por el contrario, las más duras y traumáticas
de sus propuestas deben de comunicarse “con lenguaje dulce”. Eso es lo que
proponía Julio Anguita en un reciente mitin de Podemos, aunque añadía también
que ese lenguaje debía ser “penetrante como un bisturí”. Es buscando esa
dulzura por lo que Pablo Iglesias no habla en sus entrevistas de “dictadura del
proletariado” o mostrando su solidaridad con aquel del que el expresidente de Uruguay, José Mujica, decía hace poco que “está loco como una cabra”,
Nicolás Maduro. No; lo que hace Iglesias es eludir en sus declaraciones estos
temas espinosos y, en un lenguaje desenfadado y divertido, ponerse a hablar de
sexo con Susana Griso en Antena Tres, o rodearse de niños junto a Ana Rosa
Quintana en Tele Cinco y mostrarse con ellos simpático y cariñoso. Todo lo más
que llega a hacer el líder podemita cuando habla de política para la mayoría es
lo que hizo su maestro Hugo Chávez cuando aún disputaba los votos que habrían
de llevarle a la presidencia de Venezuela en 1999: mostrarse como moderado y amable
socialdemócrata.
Mal empiezo y mal sigo, porque, en total ausencia de esos
contextos lúdico-festivos de los que otros saben rodearse, sigo sin verme
suficientemente hábil para encontrar un “lenguaje dulce” con el que describir
lo que veo cernirse sobre nuestro panorama político si Unidos Podemos llega al
poder cogido de la trémula mano de ese otro flautista de Hamelín camino de
laberintos sin salida que es el PSOE (ya en las conversaciones que siguieron a
las anteriores elecciones, el equipo negociador del PSOE dijo estar dispuesto a
admitir el 70% de las propuestas de Podemos; suficiente con eso para que
incluso el Purgatorio nos quedase muy arriba). Si, efectivamente, la extrema
izquierda llegara al poder, sus objetivos estarían muy claros, e intentarían
por todos los medios que los socialistas fueran no un obstáculo sino amigables
cooperadores; al fin y al cabo, una buena porción del alma socialista,
especialmente en algunas regiones, está en entusiasta y mal contenida sintonía
con la de la extrema izquierda. Para empezar, está en el ADN de esa facción
política tratar de tomar posesión de todas las instituciones, algo de lo que ya
ha avisado suficientemente cuando, entre una y otra col de dulzura en el
lenguaje, se le ha colado algún lapsus de amargas intenciones… o simplemente,
tal vez, de mensajes más explícitos para sus incondicionales, los que necesitan
de vez en cuando un chute en vena de exasperación. Cuando Pablo Iglesias
proponía a Pedro Sánchez cuál debería ser la composición de su futuro gobierno
en las anteriores negociaciones, quedaba claro que lo que, antes que cualquier
otra cosa, interesaba a Podemos era el control de los aparatos clave del estado,
sobre todo aquellos que, como la justicia, la policía, los órganos de inteligencia,
el ejército o los medios de comunicación, habrían de garantizar la difusión e
implantación paulatinamente excluyentes de su ideología, así como la depuración
en los aparatos del estado de quienes no sean afines a los nuevos
planteamientos. Es la senda que ya recorrió Venezuela y que pretendería
garantizar que su toma del poder fuera irreversible. Sirva como expresivo
ejemplo de tales intenciones el hecho de que el programa inicial (enseguida se
recuperó, sin embargo, el “lenguaje dulce” de los eufemismos) del partido de
Pablo Iglesias en las últimas elecciones planteaba, en lo que a la organización
de la justicia se refiere, que algunos puestos clave de esta parcela de la
Administración, como el Fiscal General del Estado, los magistrados del Tribunal
Constitucional o los vocales del Consejo General del Poder Judicial fueran
designados, además de por los criterios clásicos de mérito y capacidad, por su
“compromiso con el programa del Gobierno”; es decir, por su fidelidad al
programa de “cambios” que supone un poder dirigido por comunistas. Por otro
lado, la visión de estos neocomunistas sobre cómo deben comportarse los medios
de comunicación incluye, bajo el "lenguaje dulce" de “democratización” de esos medios,
el control público, la aplicación de límites o expropiaciones estatales o
incluso, finalmente, la apropiación por parte del estado (del "nuevo estado") de esos medios. Es una
intención que también han hecho explícita en alguna ocasión.
“El comunismo se ha puesto de moda”, dijo hace poco Alberto
Garzón, dirigente de Izquierda Unida. “Se ha puesto de moda”, dice, a pesar de
que no hay país en el que se haya implantado tal doctrina que no haya acabado
en la ruina económica y en la catástrofe social. La hoja de ruta para acceder a
tan deleznable objetivo estaría escrita: primero, el estado usurpa a la
sociedad civil lo que le hace a esta funcionar, la libre iniciativa, el juego
de la oferta y la demanda, y detrae, vía impuestos, los recursos que aquella
sociedad lograba con su actividad productiva para ponerlos en manos de la
improductiva burocracia estatal que ha de pasar a administrar esos recursos.
España es hoy ya el país de la Unión Europea con mayor número de políticos,
unos cuatrocientos mil, es decir, un político por cada 115 habitantes, mientras
que Italia, el segundo de la lista, tiene uno por cada 300 aproximadamente,
Francia uno por cada 325 y Alemania uno por cada 800 ciudadanos. Si accedieran
al poder los comunistas, no sería para adelgazar el estado, sino –es parte esencial de su
doctrina– para engordarlo. Llevarían así a la práctica de una manera aún más
depurada aquellos presupuestos que dejó establecidos Marx, esta vez en su
versión Groucho, el cual decía: "La política es el arte de buscar
problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los
remedios equivocados".
Con su ejército de burócratas y asesores sin fin dispuestos
a aplicar esos remedios equivocados, el futuro gobierno vendría a “corregir”
las decisiones del mercado, es decir, de lo que buenamente los individuos ofertan,
demandan e intercambian, con su política de impuestos por un lado y de subvenciones
por otro (en suma, implantando la clase de desigualdad social que a ellos les
parezca bien), así como imponiendo drásticamente a los empresarios los sueldos
que han de pagar y a las cosas los precios que han de tener. No ya con la
intención de corregir abusos sino, ante todo, de imponer los términos de su
particular utopía sobre los dictados de la realidad. Lo cual, saliéndose abruptamente
de lo que decide la oferta y la demanda, sabemos ya por Venezuela (ya lo
sabíamos por Cuba o por la URSS) a lo que conduce: la desindustrialización y el
desabastecimiento. No hay nada en este sentido que no esté inventado ya y hacia
lo que no se pueda arrastrar a una población; solo se necesita controlar los
resortes de lo políticamente correcto y, de su mano, hacer que la sensatez pasa
a considerarse cosa de fachas. Y si, transformando la economía productiva en anquilosante
costra estatal, ya hemos alcanzado una deuda pública que equivale a la
bancarrota (y que se hará explícita en cuanto Bruselas deje de subvencionar
nuestro despilfarro y de aplazar así sus catastróficos efectos), no por ello nuestros comunistas se amilanan, y lo que
pretenden es aumentar aún más el gasto público. Que haya que dejar de pagar la
deuda y, por tanto, espantar a los inversores y aislarnos internacionalmente, o
salirse del euro para poder inyectar la inflación (otra forma de exacción
fiscal) que haga falta en nuestra economía, no serían obstáculos que ellos vieran
insalvables.
Pero en España no nos conformaríamos con recorrer únicamente
el camino hacia el abismo que ya han recorrido otros. Nosotros tenemos nuestra propia
idiosincrasia, y añadiríamos a la cuenta de resultados lo que ya Podemos ha
anunciado con su previsto “Ministerio de las nacionalidades”, que pasarían a
dirigir los nacionalistas, es decir, los que llevan tantas décadas intentando
destruir nuestro estado, y que incluso han llegado ya a un punto casi
definitivo en esas pretensiones. Traducido, esto quiere decir que España culminará
un proceso de desintegración territorial que no se sabe realmente dónde
acabará, porque Cataluña, según los nacionalistas, no termina en Cataluña, y el
País Vasco tampoco termina en el País Vasco… y la inercia desintegradora tampoco
quedaría probablemente acotada en esas regiones, tal y como puso de manifiesto
la capacidad de contagio demostrada, entre otras, por la patética experiencia
cantonalista de 1873-74.
Que se llegue a saber dónde empiezan estas cosas, pero no
dónde podrían acabar, quedaría asimismo demostrado por el hecho de que tenemos
en el sur agazapado a nuestro tradicional enemigo, Marruecos, esperando la
oportunidad de, tras haber cumplimentado la hasta ahora antepenúltima etapa de
su recorrido expansionista con la Marcha Verde sobre el Sáhara en 1975, volver
a la carga esta vez con lo de la soberanía sobre Ceuta y Melilla (para
empezar). No tendría mejor ocasión para ello que el que se produjera el descabalamiento
de nuestra nación que pondría en marcha el régimen podemita (frente al cual, su
posible coaligado, el contradictorio e insustancial PSOE, no parece, insistamos
en ello, un baluarte defensivo excesivamente firme, especialmente si, como
parece evidente, se produce el sorpasso).
Un estado arruinado, territorialmente deshecho y con una población con, quizás,
la menor conciencia patriótica del mundo, es una perfecta víctima propiciatoria
para sus enemigos. El Estado Islámico, siempre dispuesto a colaborar en estos
casos, acaba de mencionar hasta cuatro veces a España en un vídeo de menos de
tres minutos realizado con motivo del inicio del próximo Ramadán. Denomina a
nuestro país como Al-Ándalus, el nombre que tuvo durante los ocho siglos de
dominación musulmana en la Edad Media, y es el único país no musulmán que es
nombrado, evocando precisamente los para ellos gloriosos y pasados tiempos de
grandes conquistas, como, singularmente, fue la de nuestro país, y que aspiran
a volver a realizar. Por esta vez, que estemos presentes en las oraciones de
los yihadistas, y no es la única
ocasión en que ha ocurrido, no es precisamente augurio de nada bueno, porque Ceuta
y Melilla serían un buen comienzo también para ellos en esa ansiada vuelta a
sus gloriosos tiempos de conquistadores.
Redondeemos nuestras conclusiones: la alternativa política
hoy dominante, el PP, ha demostrado, por su parte, ser el perfecto telonero de
estas catástrofes que asoman por el horizonte, y no ha hecho sino agudizar los
problemas que nos han conducido hasta este panorama. Y el único partido que,
sin llegar a ella, se acerca a la sensatez, Ciudadanos, parece haber llegado a
su exiguo tope electoral.
Si alguien sabe decir todo esto en ese “lenguaje dulce” que recomienda
Anguita, que me lo cuente cuanto antes y redacto de nuevo el artículo, a ver si
consigo algún lector más de los escasos previstos. Dejemos constancia, sin
embargo, de que, para un servidor, en esta y cuantas añadidas ocasiones se
presenten, no es tarde todavía. Solo hay que saber cómo implementar ese
presupuesto moral, y confieso que no lo tengo claro.
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