Ilustración: Samuel Martínez Ortiz |
Pero el hombre no está hecho para habitar en el caos, su
vida no es compatible con un absurdo que se prolongue o extienda en demasía. Así
que desde siempre se ha puesto a la tarea de poner orden y sentido en las
cosas. Para llevarla a cabo, los hombres inventamos primero el pensamiento
mítico. Eran los tiempos de la magia, el primer instrumento de que dispusimos
para intentar domesticar un mundo que a duras penas nos sostenía, porque,
efectivamente, las inaprensibles dicotomías o paradojas en que estaba dividido
nos zarandeaban, y porque todo cambiaba o desaparecía sin cesar. Los primitivos
chamanes propusieron que de vez en cuando había que regresar a los orígenes, y
pusieron en marcha liturgias de reparación, de ritualizado (y delirado) acceso
periódico al mundo original, en el que, supuestamente, todo había sido
ordenado, previsible, sujeto a norma. Todo en el hombre primitivo estaba regido
por la ley del eterno retorno, que una y otra vez purificaba el caos,
devolviendo lo que había cometido el error de adentrarse en el transcurrir del
tiempo (en la realidad) a la limpieza de los orígenes. Hubiera valido para
resumir la cosmovisión de los chamanes aquella sentencia de Baudelaire según la
cual “la
verdadera realidad solo está en los sueños”. En los sueños, es decir,
en el mito, en el delirio. La otra realidad, la tangible y evidente, era,
precisamente, aquel entorno caótico del que se trataba de huir.
Los griegos aportaron un nuevo elemento con el que tratar de
regular el caos que reinaba entre las inconsistentes cosas, y que hasta
entonces había estado subordinado a los presupuestos del pensamiento mítico: ese
instrumento era la razón, el pensamiento abstracto. Gracias a esta nueva herramienta,
se hacía posible agrupar las cosas en conceptos o ideas, remitirlas a su
naturaleza o ser genuino, haciendo que esas cosas se volvieran previsibles y que
el mundo adquiriera estabilidad y orden. Si uno veía por primera vez una mesa
concreta, sabía que lo era porque contaba con la abstracción previa, con la
idea de “mesa”. De esa forma, no estaba obligado a elaborar cada experiencia
que tenía como si fuera la primera vez, porque contaba con ideas, con abstracciones
que permitían generalizar a partir de experiencias previas. Y si algo cambiaba,
podía concluir que esos cambios afectaban solo a lo aparente, que por debajo
de ello discurría la naturaleza de esa cosa, la cual sobrevivía a todos los
cambios. El caos quedaba así domesticado.
Pero esas generalizaciones que lleva a cabo la razón, que
hacen pensar que hay una naturaleza que permanece debajo de lo que cambia,
tenían, y siguen teniendo, trampa: no toda experiencia cabe en conceptos
previos, en ideas generales, en domesticadoras abstracciones. Antístenes, el
primer filósofo cínico de la historia, objetaba a Platón esa tendencia a
generalizar (a remitirse a la naturaleza de cada cosa) por la cual había optado
el fundador de la Academia: "¡Oh, Platón!, el caballo sí lo veo;
pero la equinidad no la veo", le decía. En la actualidad, Nassim
Nicholas Taleb, el creador de la teoría de los cisnes negros sobre los sucesos
altamente improbables, ha puesto un ejemplo brillante e irrebatible sobre la
inconveniencia de fiarse demasiado de las generalizaciones que hace la razón: el
del pavo que vivía plenamente confiado en su corral, puesto que había concluido
que su amo era amable y bondadoso, y por eso todos los días le cuidaba, le daba
de comer y procuraba su bienestar. Durante el año en curso, dispuso de muchos
días para hacer una generalización suficientemente sustentada, al parecer, en
esa reiterada experiencia. Sin embargo, la víspera del Día de Acción de Gracias
apenas tuvo tiempo de reparar en que sus presupuestos, la generalización que
había llevado a cabo, le había conducido a conclusiones tremendamente
equivocadas: ese aciago día pudo llegar a tener un perentorio atisbo del error
de sus generalizaciones, de la abstracta idea de que tenía un amo bueno y cariñoso,
mientras este le cortaba el gaznate para preparar la comida del día siguiente.
La razón, los conceptos, la generalización, la naturaleza de
las cosas, pues, resultan ser un instrumento insuficiente para conseguir instalarse
en la sensación de que esas cosas, el mundo, la vida, tienen sentido,
consistencia, están ordenados hacia un fin que habrá de resolver sus
desajustes, sus insuficiencias, su futilidad. Tarde o temprano, el absurdo se
acaba mostrando más poderoso que la razón. Menos mal que para cuando llegaran
esos casos en los que aparece el desfallecimiento, la desesperanza, la
confirmación de que la realidad es irracional, los judíos habían trabajado
intensamente, incluso antes que los griegos, con el fin de obtener un
instrumento más con el que oponerse al absurdo de las cosas: la fe. De esta manera, cuando todo lo demás fallaba, cuando solo quedaba sitio para la desesperación,
la fe les permitía seguir adelante, confiados en que, aunque la razón hubiera
agotado ya sus posibilidades, había más allá de ella un sentido en las cosas, incomprensible
pero real. Para el caballero de la fe, como Kierkegaard lo llamaba, el motivo
que le llevaba a actuar en la vida, a seguir adelante pasara lo que pasara, no
lo cifraba en los resultados que pudiera esperar de sus acciones (estos, tarde
o temprano, y a la hora de la muerte lo más tardar, desembocaban en el
absurdo), sino en sus principios, en su sentido del deber: las cosas se hacen,
dice el hombre de fe, no porque gracias a ellas vayamos a obtener un premio o a
evitar un castigo, sino por sentido del deber; apoyándose, pues, en los
principios que habitan en lo interior, no en los resultados externos, en lo que
ocurra o deje de ocurrir ahí afuera; en sí mismo, no en la (caótica) realidad
objetiva. La fe es lo que permite creer en lo que no se ve, en lo que no
muestra la realidad objetiva. Y así, decía Kierkegaard que “la fe (…) es esa paradoja según
la cual la interioridad es siempre superior a lo externo”. Y también
que “la
subjetividad es la verdad; la subjetividad es la realidad”. Y resumía,
en fin, su propuesta de esta forma: “Si se quiere aprender realmente algo de las
nobles acciones realizadas por los hombres, es menester prestar atención a los
comienzos. Porque, evidentemente, ningún hombre podrá emprender jamás ninguna
acción si ya desde el principio trata de juzgarla según el resultado”.
También Lutero, otro propagandista de la fe, había dicho: “Pórtate como si no hubieses oído
jamás hablar de la ley, y penetra en las tinieblas donde ni la ley ni la razón
te iluminan, sino donde luce tan sólo el enigma de la fe”.
Resumamos lo dicho hasta aquí: el mundo, la vida se nos
presenta, para empezar, como un caos, como algo absurdo. Pero puesto que no nos
es posible vivir una vida absurda, oponemos a esa constatación externa algo que
procede de nuestro interior, dos cosas concretamente: la razón y la fe (una vez
superadas las propuestas delirantes del pensamiento mítico). San Agustín había
llegado a esa misma conclusión: “En el interior del hombre habita la verdad”,
decía. Frente al caos de la realidad, la razón y la fe, esas potencias
interiores, eran depositarias de la verdad, es decir, del sentido. Hasta donde
pueda ayudarnos la razón, habremos de seguir su pista; y para cuando esa razón
resulte insuficiente, seguiremos adelante en la vida empujados por la fe, por
los principios, por el sentido del deber al cual nos convoca nuestra
conciencia, nuestra “voluntad de sentido”, como la llamara Viktor Frankl. De
una u otra forma, pues, con la ayuda de la razón o de la fe, la vida tendrá
sentido.
Cuando en el siglo XIII llegó Santo Tomás, la razón había
adquirido preeminencia. Incluso el de Aquino concluyó que no había
contradicción entre las verdades de la razón y las verdades de la fe. El
espíritu del pavo de Taleb se revolvía inquieto ante esas afirmaciones. Así que
tuvo que llegar Guillermo de Okham poco después a poner las cosas en su sitio:
las generalizaciones de la razón, vino diciendo, no existían, solo existían los
individuos, las cosas concretas. Conceptos como el de “bosque” solo eran un
invento de la mente, un “flatum vocis”, un “soplo de voz” (una simple palabra);
lo único realmente existente eran los árboles individuales. Dicho de otra
forma: la realidad, desasistida de las generalizaciones que hace la razón, a
partir de Ockham definitivamente desprestigiada, volvía a ser absurda… Pero ¡un
momento! Para Ockham seguía vigente la otra fuente de verdad, de esa verdad que
habita en lo interior: la fe. La vida seguía teniendo sentido aunque la razón
hubiera quedado fuera de juego, aunque, como llegó a decir Lutero, un ockhamiano
estricto, la razón se hubiera convertido en “la ramera del diablo”.
Guillermo de Ockham fue un revolucionario, el auténtico
heraldo del humanismo y del Renacimiento, que irrumpieron a raíz de esa
traslación del individuo al primer plano. Y también enraizaron en él el empirismo y el experimentalismo, es decir,
la atención a los hechos concretos, más allá de los prejuicios y las verdades
preestablecidas (de los “flatum vocis”); a partir de ahí llegaron el método
científico, la revolución científica, la revolución tecnológica, la revolución
industrial… Es decir, que el escepticismo respecto de lo que proponen las
verdades de la razón ha sido, evidentemente, muy fecundo. Occidente existe
porque un día empezamos a dudar de la razón y atendimos a los hechos
individuales y concretos. Dicho de otra forma: nos atrevimos a confrontarnos
con el absurdo.
Nos quedaba la fe, que Ockham y sus seguidores, los
protestantes, habían dejado perfectamente habilitada y operativa. El mundo, la
vida seguían teniendo sentido pese a todo; aún mantendría su vigencia esa
verdad que habita en lo interior cuando la realidad exterior se mostrase
absurda, tributaria del azar, decepcionante, descorazonadora... Irracional. Sin
embargo, con la llegada de los tiempos modernos, la fe se fue esfumando,
despareciendo. Cuando Nietzsche concluyó que Dios había muerto, quiso decir que
llegaba una larga época donde había de reinar el nihilismo, porque, al fin y al
cabo, “Dios” equivale a decir que “las cosas tienen sentido”, y que se hubiera muerto quería decir que son definitivamente absurdas.
Cuando los románticos se revolvieron decepcionados contra un mundo que les
parecía absurdo y decepcionante, y quisieron regresar a lo interior, ya no
estaban allí ni la razón ni la fe; solo encontraron las emociones. También
regresaron en buena medida a los planteamientos prerracionales del pensamiento
mítico, a los, como Baudelaire los llamó, “paraísos artificiales”, ensoñaciones
que, a menudo ayudada por las drogas, era capaz de alumbrar una imaginación que ya no estaba guiada por la razón
sino por aquel pensamiento mítico. Volvió a estar vigente aquella cosmovisión
chamánica que Baudelaire enunció cuando dijo que “la verdadera realidad solo está
en los sueños”. Finalmente, la verdad, la verdad de la razón y de la
fe, incluso la del delirio que las había desalojado, dejó de habitar en lo
interior, y el hombre se rindió ante el absurdo.
El nihilismo, la confirmación de que no existe la verdad, de
que la vida es absurda y todo existe por azar, es la declinante forma de pensar
característica de nuestro tiempo. Cuando el hombre mira a lo interior ya no
encuentra allí, como encontraba San Agustín, el hábitat de la verdad, sino el
vacío. El sentimiento de vacío es la pandemia de nuestro tiempo. De ese
sentimiento de vacío, de rendición ante el absurdo, es de donde
fundamentalmente brotan los trastornos psíquicos, la adicción a sustancias
tóxicas o los suicidios. Y si parecen brotar de algún complejo, trauma o
debilidad, estos habrán actuado solo como desencadenantes, como demuestra el
hecho de que únicamente encontrarán solución cuando el sentimiento de vacío
concomitante quede contrarrestado, es decir, cuando la vida tenga sentido.
Según datos de la Organización Mundial de la Salud y el
Parlamento Europeo, los trastornos mentales y los trastornos ligados al consumo
de sustancias son la principal causa de discapacidad en el mundo; provocan
cerca del 23% de los años perdidos por discapacidad. Solo la depresión es causa
del 12 % de las bajas laborales, y se espera que para el 2020 la depresión sea
la causa de enfermedad número uno en el mundo desarrollado. En la Unión
Europea, 18,4 millones de personas con edades comprendidas entre los 18 y los
65 años padecen cada año una depresión importante. El coste social y económico
de la enfermedad mental se calcula en torno al 4% del PNB de la Unión Europea.
Las enfermedades mentales suponen el 40% de las enfermedades crónicas, y su
impacto sobre la calidad de vida es superior al de otras enfermedades crónicas
como la artritis, la diabetes o las enfermedades cardiacas y respiratorias.
Asimismo, cada año se suicidan más de 800.000
personas, y el suicidio es la segunda causa de muerte en el grupo de 15 a 29
años de edad, por detrás de los accidentes de automóviles. Hay indicios, por
otra parte, de que por cada adulto que se suicida hay más de 20 que lo
intentan. Una de cada cuatro personas padecerá una enfermedad mental a lo largo
de su vida. La psiquiatría actual busca sobre todo anomalías fisiológicas o genéticas que den razón de todos estos trastornos, pero en su gran mayoría son las secuelas de aquel vacío que, sustituyendo a la verdad que
aportaban la razón y la voluntad de sentido, ha venido a habitar en lo
interior.