La materia prima de la que estamos hechos los hombres es la
insatisfacción. Ortega y Gasset hablaba de ese nuestro “divino descontento, especie de amor sin amado y un como dolor que
sentimos en miembros que no tenemos”. Ese descontento, esa insatisfacción es finalmente
irresoluble, y, de modo semejante a como Casandra estaba condenada a saber la
verdad pero, a la vez, a que nadie la creyera, los hombres estamos asimismo
condenados a necesitar ser felices tanto como a no poder alcanzar nunca esa
felicidad que perseguimos, porque, hagamos lo que hagamos, siempre nos quedará
ese poso de insatisfacción sin resolver. Decía también Ortega que esa capacidad
de insatisfacción es “lo que
vale más en el hombre”, puesto
que gracias a ella convertimos la vida en un intento de aproximar nuestra
circunstancia a aquello que deseamos, hasta el punto de que podemos decir que
todo lo que el hombre ha sido capaz de construir en el mundo se debe al empuje
de aquel deseo de alcanzar lo que nos falta… y que, de un modo u otro, cambiando un objetivo por el que le
sigue, siempre acabará faltándonos. Pero como las realidades humanas son esencialmente
paradójicas, además de ser esa insatisfacción, ese desasosiego, lo que más vale
de los hombres, es también la causa de nuestras acciones más detestables.
Porque no solo invertimos ese componente de nuestra personalidad en tareas
reparadoras, sino que, echando balones fuera, también alimentamos con él
nuestra necesidad de buscar culpables sobre los que perversamente proyectar las
causas de esas insuficiencias y esos desasosiegos. De modo que desde nuestras simples
desconfianzas, cuando son claramente inmotivadas, hasta nuestras paranoias más
patológicas vienen a ser espuma en superficie de ese desasosiego (angustia
existencial lo han llamado también) que nos bulle en las profundidades.
Ilustración: Samuel Martínez Ortiz
Jesús Laínz, el
historiador español que, probablemente, mejor conoce nuestros nacionalismos, daba
en el clavo al hablar hace unos días en un artículo (http://www.libertaddigital.com/cultura/historia/2015-09-11/jesus-lainz-la-diada-ignorancia-y-odio-76643/ ) de los dos ingredientes básicos de los que
se alimentan esos nacionalismos que tanta energía humana controlada por ellos desperdician
y que no poca, asimismo, nos hacen perder también a quienes nos oponemos a
ellos: esos ingredientes son el odio y la ignorancia. Cuando al odio le faltan
motivos objetivos por los que desencadenarse, suele entonces brotar,
precisamente, de aquella especie de magma volcánico que decíamos que se formaba
en los suburbios del alma a expensas de nuestro irreductible desasosiego y de
la insaciable necesidad de culpables a cuya búsqueda nos empuja cuando no somos
capaces de convertirlo en tareas constructivas y reparadoras. Que el odio del
que nos ocupamos sea irracional, sin un mínimo sustento en argumentos
digeribles por una mente sensata, es un hecho que va al encuentro del otro
ingrediente básico de los movimientos nacionalistas: la ignorancia. Gracias a
esa ignorancia, ha colado en Cataluña (y se enseña en sus escuelas) que aquella
Guerra de Sucesión que dividió a los españoles (y a buena parte de los europeos)
entre 1701 y 1714 entre los partidarios de dos dinastías enfrentadas (los
Austrias y los Borbones), pero ambas con la pretensión de gobernar en toda
España, haya sido rebautizada como Guerra de Secesión, y su resolución convertida en el momento clave de la
pérdida de una supuesta independencia de ese ente nacional que nunca había
existido como tal: Cataluña. Y ha colado también algo tan esperpéntico como
considerar que nuestra Guerra Civil de 1936-39 fue en realidad una guerra de
España contra Cataluña, rivalizando en capacidad para el delirio con los
nacionalistas vascos e incluso con los gallegos, que también consideran que fue
aquella una guerra contra sus respectivas “naciones”. Puestos a competir a ver
quién la echa más gorda y sostiene argumentos más delirantes, los nacionalistas
vascos, por su parte, consideran, por ejemplo, que un, por otro lado
inexistente, fenómeno de endogamia (que hubiera significado una catástrofe
genética), es argumento suficiente para reivindicar su “nación”, sustentada en
esa invariabilidad de la herencia biológica y en los tropecientos apellidos
vascos. De esa forma, los hombres del paleolítico habrían tenido más amplia
legitimidad incluso para reivindicar a los del neolítico la vuelta a la Edad de
Piedra, la caza y el nomadismo, apoyados en una tradición mucho más milenaria
que estos otros pringaos que al principio llevaban cuatro ratos de nada
pastoreando ganado y sembrando mieses, y con apellidos recién inventados.
En el viaje de ida
de esa mezcla de ignorancia y odio que caracteriza a nuestros nacionalistas,
pueden cometerse, y se han cometido de hecho, las más terribles barbaridades:
por ejemplo, el terrorismo, eso que tantos políticos hoy están dispuestos a
sentar a su mesa. De lo que ocurre después, en el viaje de vuelta, dio razón no
hace mucho tiempo el ex-etarra Iñaki Rekarte, que, como jefe del Comando
Santander, mató en 1992 en esa ciudad a tres personas (un matrimonio de
panaderos y un estudiante de Químicas) y dejó heridas a 21 personas más. Después de
pasar 23 de sus 43 años en la cárcel, y una vez arrepentido, declaraba hace
unos meses en el programa “Salvados” de televisión a la pregunta del
periodista Jordi Évole “¿Por qué
entras en ETA?”: “Pues no sé. Tenía una falta de madurez muy
grande. Me dejé arrastrar”. Y añadiendo matices a las patológicas
motivaciones que pueden empujar a algo así, dejaba claro que también intervenía
en ellas la necesidad de compensar por la vía rápida el sentimiento de
inferioridad, puesto que en el irracional contexto nacionalista y en aquel
momento, decía que “ser de ETA era ser un
héroe”. Declaraba también: “Dentro
(en la organización) no se habla de política. Sólo decíamos 'hay que hacer algo'. Sin
ton ni son. 'Algo' era un atentado, claro”. Así pues, para conducir el odio
irracional hacia algún resultado político no es necesario dejar de ser un
ignorante en política. Los primeros años en la cárcel, decía Rekarte
asimismo, transcurrieron en medio del odio: “Buscas gasolina en el odio y
por dentro estás podrido. Vives una vida irreal. Si no, te rondan las
preguntas. Odias al que no es como tú. Al que puedes odiar. Para
justificar el victimismo que te creas tú mismo”. Más tarde, en la cárcel, “empecé a leer la historia de nuestro pueblo
y pensaba: 'Matáis en nombre
de un pueblo, y no sabéis ni su historia'. Con el tiempo te das cuenta de que eras una oveja haciendo bee”.
Así de febles resultan ser los motivos a través de los
cuales se puede llegar a encauzar de modo tan truculento el odio que promueven
los nacionalismos. La ignorancia, pues, como detonante para que el odio acabe
de estallar. ¿Cómo se debería de combatir esta irracionalidad? Desde luego, no
dejando las escuelas en manos, precisamente, de quienes propagan las falacias
que servirán de cauce ideológico (es un decir) para ese potencial de odio
irracional contenido en tanta personalidad inmadura. Pero si ese torrente de
odio ya está discurriendo y produciendo sus desastrosos efectos, sería preciso
que quienes detentan el poder tuvieran claro que no se puede contemporizar con
esos movimientos tan desestabilizadores, y, apoyándose en la ley, dar la
batalla a su irracionalidad. Poner en práctica las medidas necesarias para
combatir aquella mezcla de odio y de ignorancia no ha de ser demasiado difícil,
estaría al alcance de cualquier clase política incluso mediocre que tuviera una
mínima noción de en qué consiste el trabajo por el cual le pagan.
Pero aquí, en España, nuestra clase política no supera
siquiera ese vil listón. ¿Qué calificación podríamos dar a una clase política
de la que han surgido jefes de gobierno capaces de afirmar, refiriéndose a la
nación que gobiernan y que les paga, que “el
concepto de nación es algo discutido y discutible”? ¿O que prometieron (y,
a los efectos, cumplieron) dar su aprobación a cualquier estatuto de autonomía
que aprobara un parlamento regional dominado por los separatistas? Una clase
política que ha legalizado y entregado ingentes cuotas de poder político (y
económico) a los representantes del terrorismo. O de la que, por ejemplo, ha emanado
un patético ministro de Defensa capaz de afirmar que, antes que matar, prefería
ser él quien muriera. O también un neopolítico, reciente aspirante a Jefe de
Gobierno, que acaba de afirmar que “siempre
contará con mi respeto quien practique la desobediencia civil”; por
ejemplo, dejar de pagar impuestos. Una clase política que, como caso único en
el mundo, consiente en que no se pueda estudiar en el territorio de su nación
en el idioma propio de sus habitantes, el que todos ellos hablan,
contradiciendo incluso lo que dicen sus tribunales. O que, en general, es
incapaz de hacer cumplir las leyes y las sentencias de los tribunales incluso
por parte de quienes representan al estado…
¿Cómo resolver, pues, el problema del nacionalismo en
España? No hay otra que empezar por el principio: cambiar de clase política.
También hay, sin embargo, otra salida a la situación: darnos por vencidos y
dejar que, ya que no la imaginación, el odio y la ignorancia suban
decididamente al poder. ¿Podemos llegar a ver plasmada esta última
alternativa?... Podemos, ¡claro que podemos!