Ilustración:
Samuel Martínez Ortiz
Pero en ese camino que nos ha traído hasta aquí hemos ido perdiendo
algo más que un saber meramente dirigido a diletantes y desocupados; y lo podemos
comprobar si, tal y como suelen hacer los filósofos (y también los
historiadores), indagamos en el sentido de ese recorrido, intentamos responder
a la pregunta de por qué la filosofía ha pasado a ser tan prescindible. Para llevar
a cabo esta pesquisa, no hace falta, pues, salirse de los caminos previstos por
la propia filosofía, acostumbrada a preguntarse por qué las cosas son como son
(o dicho según la fórmula habitual, preguntarse por el ser de las cosas), que
no es sino el paso previo para, con ayuda de ese auxiliar de la filosofía que
es la ética, descubrir después lo que las cosas deberían ser. No tendremos,
pues, que recurrir a otros métodos que los de la propia filosofía para intentar
averiguar las razones de su decadencia.
Nos referiremos solamente a la última etapa de la historia
de Occidente (la civilización que, por lo demás, vio nacer a la filosofía), en
la cual se han alcanzado los logros más espectaculares y los avances más
decisivos de la historia de la humanidad. Esta parte de nuestra historia tuvo
su origen en el Renacimiento, aunque de modo más o menos soterrado la
revolución que entonces hizo eclosión había echado sus raíces en el siglo XIV,
a la altura del tiempo en que Guillermo de Ockham puso patas arriba la
escolástica al afirmar que en el mundo no existían las realidades globales, los
conceptos o ideas, solo existían los individuos; no existía, pues, el bosque,
que era un mero invento de la mente, un “flatus vocis”, un soplo de voz, solo
existían los árboles individuales. La fe debía de ir por otros derroteros, pero
la razón tenía que atenerse a aquella verdad y aplicar los correspondientes
recortes, los de su célebre navaja, a cualquier intento de explicación de las
cosas que no se atuviese a ese punto de partida, el que exigía desprenderse de
todos los aditamentos, inferencias, prejuicios o abstracciones que impidan
reconocer la desnuda realidad de los hechos concretos e individuales.
Aquello fue la bomba; una bomba de efectos retardados que,
efectivamente, hizo explosión un par de siglos más tarde, en el Renacimiento,
la edad en la que precisamente, dejándose impulsar por las emanaciones de tales
pensamientos, irrumpieron los individuos rompiendo los moldes sociales que
durante toda la Edad Media les habían tenido encasillados e incluso anulados dentro de alguna de las formas de lo general.
Surgió también la atracción por el estudio de los hechos concretos, por el
experimentalismo y su derivación todavía filosófica: el empirismo. Galileo,
mientras tanto, formalizaba por vez primera el método científico. Los
descubrimientos que llegaron de la mano de aquel emergente deseo de descubrir
el mundo y sus cosas fueron innumerables y abarcaron todos los ámbitos del
conocimiento. La revolución científica y los consiguientes avances tecnológicos
se pusieron a andar… mejor será decir que echaron a correr.
La historia de Occidente, especialmente desde el
Renacimiento, está marcada, pues, por el objetivo de acceder al conocimiento
del mundo, de la realidad objetiva. Y resulta evidente que ha triunfado en ese
objetivo. Pero a estas alturas es cuando toca preguntarse: ¿para qué sirve
conocer? ¿Tiene algún sentido esa realidad que ha conseguido ser tan bien
desentrañada por la ciencia? De dar respuesta a esas preguntas es de lo que,
precisamente, está encargada la filosofía. ¿Y cuál es la última respuesta sobre
ello a la que ha accedido Occidente? La última respuesta es… ninguna. La
realidad ha quedado maravillosamente explicada por la ciencia. Pero, en
paralelo, la filosofía ha desembocado en el nihilismo, es decir, en la conclusión
de que ella, la filosofía misma, ya no es necesaria; lo que se necesita, según
esta perspectiva, es conocer las cosas y conformarse con ese conocimiento,
porque el sentido que puedan tener es, de nuevo, un “flatus vocis”, un añadido
que nosotros hacemos a las cosas, pero que estas no tienen ni precisan para ser
lo que son, y a las que procede aplicar, por tanto, los remedios de la navaja
de Ockham. No hay nada más. O dicho a la inversa: lo que hay, además de ese ser
material y concreto de las cosas que ha logrado en gran parte desvelar la
ciencia, es… nada. La filosofía, esa indagadora del sentido de las cosas, por tanto, no es necesaria. Suprimir la
asignatura de filosofía de los planes de enseñanza es la lógica consecuencia de
haber accedido a una sociedad bañada en el nihilismo. Solo interesa el
conocimiento de lo real, no si esa realidad tiene algún sentido (se da por
hecho que no). El Gran Hermano que rige los destinos de esta sociedad
posmoderna ha comprendido que la función del sistema de enseñanza es formar
científicos, sistemáticos observadores de objetos, de los datos de la realidad,
y, consiguientemente, nihilistas.
Ahora bien, decía Ortega que “el ser fundamental por su
esencia misma no es un dato, no es nunca un presente para el conocimiento, es
justo lo que le falta a todo lo presente (...). Su modo de estar presente es
faltar, por tanto, estar ausente”. Por eso, el simple conocimiento de
lo dado no evita la sensación de que algo nos falta, así como la de extravío
con que, para empezar, nos situamos en el mundo. “La vida es por lo pronto un caos
donde uno está perdido”, decía precisamente Ortega. El mero
conocimiento objetivo de las cosas, aquel que, sin embargo, nos ha procurado
los enormes avances científicos a los que ha accedido nuestra civilización, no
es suficiente para contrarrestar esa sensación de extravío que nos es inherente
a la vez que insoportable. Necesitamos encontrar un sentido a la realidad para
así hacerla soportable. En suma, nos ayuda a concluir Ortega, “el
hecho humano es precisamente el fenómeno cósmico del tener sentido”. Y
para encontrar ese sentido necesitamos, seguimos necesitando, a la filosofía. “La
filosofía –es la forma de decirlo que tiene Hegel– (…) es algo que purifica lo real,
algo que remedia la injusticia aparente y lo reconcilia con lo racional”.
Sin filosofía, nos quedamos inermes y vulnerables ante el absurdo, que es la
manera primordial que tiene el mundo de presentarse ante nosotros, eso que nos
hace sentirnos perdidos. A falta de filosofía, hemos aceptado como premisa
cultural la visión instrumental de la vida, que no aspira a que esta tenga un
sentido, sino solo a que nos diluyamos entre las cosas, entre la multiplicidad
de los entes, a dejar desasistidos los hechos objetivos del sentido que nuestra
razón está obligada a descubrir en ellos. Todo eso no nos hace, precisamente,
más felices. Aunque nuestra cultura pretende hacernos coexistir pacíficamente
con el absurdo, nuestras tripas no nos dejan aceptarlo. Así que o damos
respuesta a nuestra necesidad de sentido o la industria de los psicofármacos seguirá
haciendo el agosto (total, para nada: no son las alteraciones neurológicas la
causa última de nuestra infelicidad, ni la bioquímica lo que la resolverá). O
rehabilitamos a la filosofía y la restituimos en sus funciones de exploración
de la posibilidad de que la vida tenga sentido y de lucha contra el absurdo, o
será éste el que rija nuestros destinos.
El cogollo de la filosofía lo constituye la metafísica, que, a costa incluso del revolucionario Guillermo de Ockham, o más bien complementando sus vertiginosos presupuestos y todo lo que de fructífero aportaron a la historia del Occidente, es la rama de la filosofía encargada de buscar acomodo al ente individual, particular, cambiante, fragmentario y finito en el marco del ser sustancial, estable, imperecedero. Necesitamos de algo que nos permita trascender nuestra voluble individualidad, que, sin embargo, era para Ockham, y es para la cultura occidental que siguió sus pasos, lo único constatable; necesitamos encontrar para nuestra vida particular, efímera, insustancial y extraviada un sentido que nos redima de tales insuficiencias, algo que nos permita ponernos en la estela de un destino que, cuando nuestro insignificante ser individual haya desaparecido, siga sirviendo de soporte esencial y dando sentido a lo que fuimos. Porque aunque sus formas de decirlo hayan quedado superadas, aquellos escolásticos anteriores a Ockham también (solo “también”) tenían razón cuando decían que lo que tiene existencia auténtica no son los individuos, sino lo que ellos llamaban “universales”, es decir, lo que sirve de referencia ideal y modélica a nuestro ser individual. Como Hegel dijo: “La conciencia de la libertad implica que el individuo se comprende como persona, esto es, como individuo y, al mismo tiempo, como universal y capaz de abstracción y de superación de todo particularismo”.
¿Pero cómo llegaremos a encontrar eso que ha de dar sentido a nuestra vida si nos quitan la filosofía?